Theodore Roosevelt
Por norma general, los hombres que viven en regiones fronterizas con territorios no colonizados no pueden permitirse ser supersticiosos. Llevan vidas demasiado arduas y prácticas y dedican escasa imaginación a lo espiritual y lo sobrenatural. Apenas escuché unas pocas historias de fantasmas cuando vivía en la frontera y en todo caso eran de naturaleza absolutamente trillada y convencional.
Sin embargo, una vez me contaron una que me impresionó mucho. La oí de labios de un viejo cazador de montaña, entrecano y curtido, de nombre Bauman, que había nacido en la frontera y pasado allí toda su vida. Debía de creerse lo que relataba, porque en determinados puntos de la narración le costó reprimir un estremecimiento; de todos modos, era de ascendencia alemana y sin lugar a dudas durante su infancia se había empapado de todo tipo de leyendas de fantasmas y duendes germánicos, por lo que tendría muchas supersticiones dándole vueltas por la cabeza; además, conocía bien los relatos transmitidos por los hechiceros indios en sus campamentos invernales, sobre los seres de las nieves, los espectros y las criaturas malvadas e informes que rondan las profundidades de los bosques y persiguen y atacan a los caminantes solitarios que una vez caída la noche se adentran en las regiones en las que acechan...
Cuando ocurrieron los hechos, Bauman aún era joven y se dedicaba a cazar con trampas, junto a un compañero, por las montañas que dividen las bifurcaciones de Salmón de la cabecera del río Wisdom. Como no habían tenido excesiva suerte, los dos hombres resolvieron adentrarse en un desfiladero particularmente agreste y solitario por el que discurría un arroyo en el que se decía que había muchos castores. El desfiladero tenía mala fama, pues el año anterior un cazador solitario que había penetrado en él había acabado muerto, al parecer víctima de una bestia salvaje, y unos exploradores mineros que habían pasado por su campamento precisamente la noche anterior hallaron sus restos, medio devorados.
No obstante, el recuerdo de ese suceso pesó muy poco en los dos tramperos, que eran tan audaces y robustos como muchos de los suyos. Llegaron con sus dos enjutos potros de montaña hasta el pie del desfiladero y los dejaron allí en una amplia pradera, ya que a partir de allí el terreno, rocoso y repleto de árboles, era impracticable para los caballos. Emprendieron entonces camino a pie por el vasto y lúgubre bosque y, al cabo de unas cuatro horas, alcanzaron un pequeño claro en el que decidieron acampar, ya que había muchos indicios de caza.
Quedaban todavía una o dos horas de luz y, tras levantar un sencillo refugio de broza y soltar y abrir los morrales, echaron a andar arroyo arriba. El terreno era muy denso y de difícil acceso, pues había muchos árboles caídos, si bien de vez en cuando la sombría espesura quedaba rota por pequeñas zonas despejadas, cubiertas sólo por hierba de las montañas.
Al caer la tarde regresaron al campamento. El claro en el que lo habían instalado no tenía muchos metros de ancho y los pinos y abetos, altos y apretujados, lo rodeaban como si de un muro se tratara. A un lado había un riachuelo y más allá se alzaban las pronunciadas laderas de las montañas, cubiertas por la densidad ininterrumpida del bosque de hoja perenne.
Se sorprendieron al descubrir que durante su corta ausencia algún animal, en apariencia un oso, había visitado el lugar y había rebuscado entre sus cosas, desperdigado el contenido de sus morrales y, de forma totalmente gratuita, destruido el refugio. Las huellas de la bestia se distinguían con claridad, pero al principio no les prestaron especial atención y se entregaron a la reconstrucción del cobijo, a preparar la cama y las provisiones y a encender el fuego.
Mientras Bauman preparaba la cena, siendo ya noche cerrada, su compañero empezó a examinar las huellas con más detenimiento y al poco cogió una rama de la hoguera a modo de tea para seguirlas por donde el intruso había recorrido un sendero de caza tras abandonar el campamento. Cuando se consumió la tea volvió para coger otra y repetir la inspección de las pisadas con gran detenimiento. Después regresó junto al fuego, se quedó allí de pie uno o dos minutos, escrutando la oscuridad, y de repente comentó:
—Bauman, ese oso anda sobre dos patas.
El otro se rió al oírlo, pero su compañero insistió en que era cierto y, tras examinar las huellas una vez más con una antorcha, comprobaron que, en efecto, parecía que las habían dejado dos patas, o dos pies. Sin embargo, estaba demasiado oscuro para asegurarlo con certeza. Tras debatir si aquellas pisadas podían pertenecer a un ser humano y llegar a la conclusión de que no, los dos hombres se envolvieron en las mantas que les servían de cama y se dispusieron a dormir bajo el refugio que habían levantado.
A medianoche, un ruido despertó a Bauman, que se incorporó y se quedó sentado encima de las mantas. Entonces le llegó a la nariz el olor intenso de una bestia salvaje y distinguió una sombra corpulenta en la oscuridad de la entrada del refugio. Agarró el fusil y disparó a la figura vaga y amenazante, pero debió de fallar, pues inmediatamente después oyó como aquella cosa, fuera lo que fuera, aplastaba el sotobosque al alejarse a toda prisa por las tinieblas impenetrables de la espesura arbórea y de la noche.
Después de aquello les costó pegar ojo y se quedaron sentados junto a la hoguera reavivada, pero no oyeron nada más. Por la mañana salieron en busca de las escasas trampas que habían colocado la tarde anterior y colocaron otras nuevas. Sin haberlo decidido explícitamente, no se separaron en todo el día, hasta la hora de regresar al campamento, al anochecer.
Al acercarse comprobaron, sin que les sorprendiera en exceso, que el refugio estaba destruido otra vez. El visitante del día anterior había regresado y con un ensañamiento gratuito había revuelto todas sus cosas y destruido la choza improvisada. En el suelo habían quedado sus huellas: Al abandonar el claro se había alejado por la tierra blanda de la orilla del riachuelo, en la que las pisadas se distinguían con la misma claridad que si las hubiera dejado en la nieve. Tras un escrutinio escrupuloso del rastro se confirmó la impresión de que, fuera lo que fuera aquella cosa, se había alejado andado sólo sobre dos patas.
Los hombres, alteradísimos, reunieron un buen montón de leños y mantuvieron una buena hoguera encendida durante toda la noche y uno u otro montaron guardia casi todo el rato. Hacia la medianoche la cosa se acercó por el bosque del otro lado, cruzado el riachuelo, y se quedó allí en la ladera durante casi una hora. Oían el crujido de las ramas que producía al moverse y en varias ocasiones emitió un gemido discordante e interminable, un sonido especialmente siniestro. Sin embargo, no se atrevió a acercarse al fuego.
Al amanecer, tras analizar los extraños acontecimientos de las últimas treinta y seis horas, los dos tramperos decidieron echarse al hombro los morrales y abandonar el valle aquella misma tarde. No les importaba en absoluto marcharse, porque, a pesar de haber visto mucha caza, habían conseguido muy pocas pieles, pero aún les faltaba ir a recuperar las trampas, cosa que se dispusieron a hacer.
Permanecieron juntos durante toda la mañana, recogiendo trampa tras trampa, todas ellas vacías. Al salir del campamento habían tenido la desagradable sensación de que los seguían. Entre los densos macizos de píceas oían de vez en cuando que se quebraba una rama tras haber pasado ellos, y alguna que otra vez les llegaron leves ruidos de roces entre los pequeños pinos que quedaban a uno de los lados.
A mediodía faltaban ya apenas unos tres kilómetros para regresar al campamento. A la intensa luz del día aquellos miedos les parecían absurdos a los dos hombres, que iban armados y estaban acostumbrados, tras largos años de recorrer la naturaleza en solitario, a afrontar todo tipo de peligros procedentes de hombres, bestias o elementos. Aún quedaban tres trampas de castor por recoger en una pequeña laguna ubicada en un amplio barranco cercano. Bauman se ofreció a ir por ellas mientras su compañero volvía al campamento y preparaba los morrales.
Al llegar a la laguna encontró sendos castores en las tres trampas, una de ellas había sido arrancada y arrastrada por el animal hasta su guarida. Bauman tardó varias horas en tenerlos a los tres apresados y preparados y cuando inició el camino de vuelta observó con cierta inquietud lo bajo que estaba ya el sol. Aceleró el ritmo, pero, al abrigo de aquellos árboles tan altos, el silencio y la desolación del bosque lo abrumaron. Sus pies no hacían ruido alguno al pisar la pinaza y los rayos inclinados del sol, que se colaban entre los troncos erguidos, creaban un crepúsculo grisáceo en el que los objetos distantes brillaban con poca nitidez. Nada quebrantaba la quietud fantasmal que, al no haber brisa, siempre invade esos bosques sombríos y apenas explorados.
Por fin alcanzó el extremo del pequeño claro en el que se alzaba el campamento y gritó al acercarse, pero no obtuvo respuesta. La hoguera se había extinguido, aunque algunos hilillos de humo azulado aún se elevaban hacia el cielo retorciéndose. Cerca estaban los morrales, preparados y bien colocados. Al principio, Bauman no vio a nadie ni recibió respuesta a su llamada. Avanzó un poco más y volvió a gritar, y en ese instante su mirada se posó en el cuerpo de su amigo, echado junto al tronco de una gran pícea caída. El trampero se acercó a toda prisa y descubrió horrorizado que aún estaba caliente, pero le habían roto el cuello y tenía cuatro marcas de colmillos enormes en la garganta.
Las huellas de la bestia desconocida, marcadas claramente en el terreno, servían para contar toda la historia.
El muy desgraciado, tras haber terminado de preparar los bultos, se había sentado en el tronco de pícea mirando hacia el fuego y dando la espalda al denso bosque para aguardar a su compañero. Estando allí, su monstruoso atacante, que debía de haber estado acechando cerca, entre los árboles, a la espera de la oportunidad de atrapar a uno de los aventureros desprevenido, se le acercó por detrás con sigilo, a zancadas largas y silenciosas y al parecer sobre dos patas. Estaba claro que había alcanzado a su víctima por sorpresa, le había partido el cuello desencajándole la cabeza hacia atrás con las zarpas delanteras y le habían hincado los dientes en la garganta. No había devorado su cuerpo, pero por lo visto se había revolcado alegremente por allí, había retozado sin la más mínima delicadeza y le había dado unas cuentas vueltas, y después había escapado hacia las profundidades calmas del bosque.
Bauman, completamente angustiado y convencido de que la criatura en cuestión era o bien mitad humana o bien mitad demoníaca, una gran bestia—duende, lo abandonó todo con la excepción del fusil y salió huyendo a toda prisa por el desfiladero, sin detenerse hasta alcanzar la amplia pradera donde los potros maneados seguían pastando. Montó en uno de ellos y cabalgó al galope en mitad de la noche hasta quedar muy lejos del alcance de quien podía haberlo atacado.
FIN