Nathaniel Hawthorne
Perseo era el hijo de Dánae, a su vez hija de un rey. Siendo Perseo muy pequeño, quiso la infamia que madre e hijo acabaran metidos en un cofre, a la deriva en el mar. El viento empezó a soplar y alejó el cofre de la orilla, y el embate de las aguas lo agitó de un lado a otro; mientras, Dánae aferraba a su hijo contra el pecho, temiendo que una ola enorme lanzara su cresta de espuma sobre ellos. Sin embargo, el cofre siguió surcando el mar y ni se hundió ni volcó. Por fin, cuando ya se acercaba la noche, se aproximó tanto a una isla que se enmarañó en la red de un pescador que lo arrastró hasta dejarlo varado en la arena. La isla se llamaba Sérifos y la gobernaba el rey Polidectes, que resultó ser hermano del pescador en cuestión.
Me alegra poder decir que éste era un hombre extremadamente humanitario y recto que demostró una gran bondad con Dánae y su hijito y mantuvo el trato con ellos hasta que Perseo se hubo convertido en un apuesto joven, muy fuerte y enérgico, además de diestro en el manejo de las armas. Mucho antes de eso, el rey Polidectes se había enterado de la llegada a sus dominios de dos forasteros (la madre y el niño) dentro de un cofre flotante. Dado que no era amable y bondadoso, como su hermano el pescador, sino sumamente perverso, decidió enviar a Perseo a cumplir una misión peligrosa, en la que probablemente perdería la vida, y luego hacer tratar terriblemente a Dánae. Así pues, el desalmado monarca dedicó mucho tiempo a determinar cuál sería la tarea más arriesgada que podía emprender un muchacho, hasta que por fin, tras dar con un cometido que sin duda debía desembocar en el fatal desenlace que ansiaba, mandó llamar al joven Perseo.
El muchacho se presentó en palacio y se encontró al soberano sentado en el trono.
—Perseo —empezó el rey Polidectes, sonriéndole con gesto de astucia—, te has convertido en todo un hombre. Tu buena madre y tú habéis recibido mucha generosidad de mí, así como de mi honorable hermano el pescador, y supongo que no lamentarás devolver esos favores, aunque sea en parte.
—Por favor, majestad —repuso Perseo—, estaría encantado de arriesgar la vida a cambio de lo recibido.
—Bueno, pues entonces —prosiguió el rey con una sonrisa maliciosa en los labios—, tengo una aventurilla que proponerte y, dado que eres un joven audaz y emprendedor, sin duda considerarás un golpe de buena suerte el contar con una oportunidad tan singular de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que tengo previsto casarme con la hermosa princesa Hipodamía y es costumbre en tales ocasiones ofrecer a la novia como presente alguna curiosidad desmedida y elegante. Me ha desconcertado un poco, debo confesarlo de todo corazón, la búsqueda de algo que pueda complacer a una princesa de gusto tan exquisito, pero esta misma mañana considero que he tenido una excelente idea para dar con el artículo perfecto.
—¿Y yo puedo ayudar a su majestad a conseguirlo? —exclamó Perseo con entusiasmo.
—En efecto, si eres tan audaz como creo —contestó el rey Polidectes con el máximo refinamiento—. El regalo de boda que he decidido ofrecer a la hermosa Hipodamía es la cabeza de la gorgona Medusa con su cabellera de serpientes. Confío en ti, mi querido Perseo, para que me la consigas. Por consiguiente, y dado que tengo muchas ganas de zanjar este asunto de la princesa, cuanto antes salgas en busca de la gorgona más me complacerás.
—Emprenderé camino mañana a primera hora —respondió Perseo.
—Te ruego que sea así, mi gallardo joven. Ah, cuando le cortes la cabeza aja gorgona lleva cuidado de hacer un tajo limpio, para no estropear su aspecto. Debes traérmela en las mejores condiciones posibles, para satisfacer así el gusto exquisito de la hermosa princesa Hipodamía.
Perseo abandonó el palacio y apenas había desaparecido de su presencia cuando Polidectes prorrumpió en una carcajada; por ser un rey tan perverso, se divertía mucho al comprobar lo fácil que había caído el joven en la trampa. La noticia de que Perseo se había comprometido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes se propagó por todas partes con rapidez. Todo el mundo se alegró, pues la mayoría de los habitantes de la isla eran tan perversos como el propio rey y nada les habría gustado más que ver cómo les sucedía una desgracia terrible a Dánae y a su hijo. La única buena persona de aquella desventurada isla de Sérifos era al parecer el pescador. Por lo tanto, al ver pasar a Perseo la gente lo señalaba, hacía muecas, se guiñaba el ojo y lo ridiculizaba a voz en grito.
—¡Ja, ja! —aullaban—. ¡Las serpientes de Medusa se lo comerán a mordiscos!
A todo esto, por aquel entonces vivían tres gorgonas, que eran los monstruos más extraños y terribles que habían existido desde la creación del mundo, que se hayan visto desde entonces o que sea probable que se conozcan en tiempos venideros. No sé muy bien qué tipo de criatura o de aparición decir que eran. Se trataba de tres hermanas y al parecer guardaban algún tipo de parecido remoto con mujeres, aunque en realidad pertenecían a una especie sumamente espantosa y maliciosa de dragones. Resulta difícil imaginarse qué seres horripilantes eran aquellas tres hermanas, que en lugar de pelo tenían cada una, no sé si me creerán ustedes, cien enormes serpientes, todas ellas vivas, que les salían de la cabeza y se retorcían, se enroscaban, se encrespaban y sacaban unas lenguas bífidas y venenosas rematadas con aguijones. Los dientes de las gorgonas eran colmillos de una longitud terrible y tenían las manos hechas de latón y el cuerpo recubierto de escamas que, si no eran de hierro, sí estaban hechas de un material igual de duro e impenetrable. Además tenían alas, unas alas de un esplendor apabullante, se lo digo yo, pues todas y cada una de sus plumas eran de oro puro, brillante, resplandeciente y bruñido y su aspecto resultaba deslumbrante, qué duda cabe, cuando las gorgonas volaban al sol.
Sin embargo, cuando los mortales vislumbraban su centelleo titilante en lo alto del cielo pocas veces se quedaban a contemplarlas, sino que salían corriendo y se escondían a toda prisa. Pensarán ustedes, quizá, que les daban miedo las mordeduras de las serpientes que hacían las veces de pelo de las gorgonas, o que éstas les arrancaran la cabeza con aquellos colmillos grotescos, o que los despedazaran con sus garras de latón. Sin duda, esos peligros eran bien reales, pero ni mucho menos los mayores ni los más difíciles de evitar. ¡Resulta que lo peor de las abominables gorgonas era que si un mortal dirigía la mirada a sus rostros estaba garantizado que en ese mismo instante dejaría de ser de carne y hueso dotados de vida para transformarse en piedra inerte!
Por consiguiente, como comprenderán con facilidad, la aventura que había pergeñado el perverso rey Polidectes para aquel joven inocente era sumamente peligrosa. Al reflexionar sobre el asunto, el propio Perseo no había podido evitar darse cuenta de que tenía muy escasas posibilidades de salir airoso y de que antes de lograr hacerse con la cabeza de Medusa y su cabellera de serpientes era muchísimo más probable que acabara convertido en imagen de piedra. Y es que, sin pararse a pensar en las demás dificultades, había una cuya solución habría desconcertado a un hombre de más edad que Perseo. No sólo tenía que combatir y matar a aquel monstruo de alas de oro, escamas de hierro, colmillos de gran longitud, garras de latón y melena de serpientes, sino que debía hacerlo con los ojos cerrados o, como mínimo, sin dirigir la mirada en absoluto a la enemiga a la que había de enfrentarse. En caso contrario, cuando levantara el brazo para atacar se quedaría petrificado y permanecería en esa postura durante siglos, hasta que el tiempo, el viento y la erosión lo convirtieran en polvo. Y eso sería una tragedia para un joven que pretendía realizar muchos actos de valentía y disfrutar de una enorme felicidad en este mundo de alegría y belleza.
Esos pensamientos lo dejaron tan desconsolado que Perseo se sintió incapaz de contarle a su madre lo que se había comprometido a hacer, así que cogió el escudo, se ciñó la espada y abandonó la isla para ir al continente, donde se sentó en un lugar solitario y no pudo evitar derramar alguna que otra lágrima.
Mientras estaba sumido en esa aflicción oyó una voz a muy poca distancia:
—Perseo, ¿Por qué estás triste?
Levantó la cabeza, que tenía entre las manos, y he aquí que, aunque él creía estar absolutamente solo, había un desconocido en aquel lugar apartado. Se trataba de un muchacho de aspecto dinámico, inteligente y claramente astuto, con una capa por los hombros, una especie de gorra extraña en la cabeza, una vara retorcida de una forma rara en una mano y una espada corta y muy curva colgada a un costado. Era de figura sumamente esbelta y ágil, como si estuviera muy acostumbrado a los ejercicios gimnásticos y tuviera una gran capacidad para saltar o correr. Por encima de todo, el desconocido tenía una apariencia de alegría, complicidad y amabilidad tan marcada (aunque para compensar también proyectaba cierta picardía) que Perseo no pudo evitar animarse al contemplarlo. Además, por ser precisamente un muchacho valeroso, se sentía muy avergonzado de que alguien lo hubiera descubierto con lágrimas en los ojos, como un tímido escolar, cuando, al fin y al cabo, tal vez no tuviera motivo para desesperarse. Así pues, Perseo se enjugó las lágrimas y respondió al desconocido con bastante brío y el mejor gesto de arrojo que fue capaz de conseguir.
—No es exactamente que esté triste —explicó—, sino más bien que reflexiono sobre una aventura que me he comprometido a correr.
—¡Ajá! Bueno, cuéntame, a ver si puedo serte de utilidad. He ayudado a muchos jóvenes a triunfar en misiones que de antemano parecían difíciles. Puede que hayas oído hablar de mí. Tengo más de un nombre, pero el de Hermes me viene igual de bien que cualquier otro. Dime qué problema tienes y vamos a considerarlo, a ver qué puede hacerse.
Las palabras y la actitud del desconocido provocaron que Perseo cambiara por completo de humor y decidiera contarle todas sus dificultades, porque no habría sido fácil ir a peor y era muy posible que su nuevo amigo le ofreciera algún consejo que al final resultara de utilidad. Así pues, puso a Hermes al tanto de la situación, en pocas palabras, refiriéndole que el rey Polidectes anhelaba la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes como regalo de bodas para la hermosa princesa Hipodamía, con la que pensaba casarse, y que él se había comprometido a ir a buscársela, pero le daba miedo acabar petrificado.
—Pues sí que sería una pena muy grande —observó Hermes, con aquella sonrisa picara suya—. Serías una estatua de mármol magnífica, es cierto, y tardaría un buen número de siglos en convertirte en polvo, pero, así en general, siempre es mejor ser mozo durante unos pocos años que imagen de piedra durante muchísimos.
—¡Ah, sí, mucho mejor!—exclamó Perseo, con lágrimas en los ojos una vez más—. Además, ¿Qué haría mi madre si su queridísimo hijo se quedara petrificado?
—Bueno, bueno, esperemos que las cosas no se pongan tan feas —repuso Hermes en tono alentador—. Soy la persona más indicada para ayudarte, si es que alguien está en disposición de lograrlo. Mi hermana y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para que superes la aventura sano y salvo, por muy negras que veas las cosas ahora.
—¿Tu hermana? —se sorprendió Perseo.
—Sí, mi hermana. Es muy sabia, te lo prometo; en cuanto a mí, por lo general tengo la cabeza encima de los hombros, en la medida de lo posible. Si te muestras valiente y precavido y sigues nuestros consejos, no tendrás que temer que nadie te petrifique, al menos de momento, pero ante todo tienes que sacar brillo al escudo hasta que te veas reflejado en él con la misma claridad que en un espejo.
A Perseo eso se le antojó un inicio peculiar para la aventura, pues le parecía más relevante que el escudo fuera lo bastante resistente como para defenderlo de las garras de latón de la gorgona y no veía la necesidad de que estuviera tan reluciente que dejara ver el reflejo de su rostro. Sin embargo, llegó a la conclusión de que Hermes sabía lo que se hacía mejor que él y se puso manos a la obra de inmediato; frotó el escudo con tanta fuerza y tanto empeño que en seguida brilló como la luna en época de cosecha. Hermes lo miró con una sonrisa y asintió para dejar clara su aprobación. Después cogió su corta y curva espada y se la ciñó a Perseo en lugar de la suya.
—Ninguna espada que no sea la mía servirá para lo que requieres —observó—; la hoja tiene un temple excelente y corta el hierro y el latón como si se tratara de la rama más fina. Y ahora vamos a ponerte en camino. El siguiente paso es buscar a las grayas, que nos dirán dónde encontrar a las ninfas.
—¡Las grayas!—exclamó Perseo, para quien aquello sólo representaba una nueva dificultad en el sendero de su aventura—. ¿Y puede saberse quiénes son las grayas? En la vida he oído hablar de ellas.
—Pues son tres ancianas de pelo entrecano muy extrañas —explicó Hermes, entre risas—. Sólo tienen un ojo entre las tres y también un único diente. Además, debes hallarlas a la luz de las estrellas o en el crepúsculo del día, pues no se muestran jamás cuando está presente la luz del sol o de la luna.
—Pero ¿Por qué tengo que perder el tiempo con esas tres ancianas? ¿No sería mejor ir directamente en pos de las terribles gorgonas?
—No, no. Hay otras cosas que hacer antes de encontrar la pista de las gorgonas. La única posibilidad es ir en busca de las grayas y cuando des con ellas ten por seguro que las gorgonas no quedarán muy lejos. ¡Ven, vamos a ponernos en movimiento!
A esas alturas Perseo tenía tanta confianza en la sagacidad de su nuevo amigo que no puso más objeciones y aseguró estar preparado para iniciar la aventura de inmediato. Así pues, se pusieron en marcha y echaron a andar a buen ritmo, tan bueno que, de hecho, a Perseo le costaba mucho seguir a su ágil amigo. A decir verdad, le dio la impresión de que Hermes llevaba puestos zapatos alados, lo que, por descontado, suponía una ayuda estupenda. Después, cuando lo miró de lado por el rabillo del ojo, también le pareció verle alas en las sienes, pero si se volvía y lo miraba directamente no había ni rastro de tal cosa, sólo un gorro bastante raro. En todo caso, la vara retorcida era evidentemente de gran ayuda para Hermes, ya que le permitía ir tan deprisa que, aun siendo Perseo un mozo muy enérgico, empezó a faltarle el resuello.
—¡Ten! —le dijo Hermes por fin, pues se daba cuenta, pícaro como era, de lo mucho que le costaba a su amigo mantener su ritmo—. Coge tú la vara, que la necesitas mucho más que yo. ¿La gente de la isla de Sérifos anda toda tan despacio como tú?
—Andaría de maravilla —aseguró Perseo, mirando de refilón los pies de su compañero— si tuviera unos zapatos alados.
—Pues entonces tendremos que conseguírtelos —contestó Hermes.
De todos modos, la vara ayudó a Perseo con tanto brío que dejó de sentir el más mínimo cansancio. Le daba la impresión de que estaba viva y le prestaba parte de esa vida. Junto a Hermes, Perseo siguió avanzando a buen paso, manteniendo una conversación muy animada. El otro le contó muchas historias entretenidas sobre sus aventuras previas y sobre lo bien que le había servido la astucia en distintas ocasiones, hasta el punto de que Perseo empezó a considerarlo una persona de lo más maravillosa. Estaba claro que conocía el mundo y no hay nadie más fascinante para un muchacho que un amigo con ese tipo de experiencia. Perseo era todo oídos, pues tenía la esperanza de desarrollar su agudeza mental con lo que escuchaba.
En un momento dado recordó que Hermes había hablado de una hermana que iba a ayudarles en la aventura en la que se habían embarcado.
—¿Dónde está?—quiso saber—. ¿No vamos a encontrarnos pronto con ella?
—Todo a su debido tiempo. Además, tienes que comprender que esta hermana mía tiene una personalidad muy distinta de la mía. Es muy seria y prudente, pocas veces sonríe, jamás se ríe y tiene por norma no articular palabra si no hay algo especialmente profundo que decir. Y tampoco escucha a no ser que la conversación sea de gran sabiduría.
—¡Pero bueno!—gritó Perseo—. Me dará miedo decir una sola sílaba.
—Es una persona muy competente, te lo aseguro, y tiene todas las artes y las ciencias en la punta de los dedos. En resumen, es tan desmedida su erudición que mucha gente asegura que se trata de la sabiduría personificada. Sin embargo, para serte sincero, en mi opinión le falta vivacidad; y dudo mucho que te resultara una compañera de viaje tan agradable como yo. Tiene sus cosas buenas, eso sí, y de ellas te beneficiarás en tu enfrentamiento con las gorgonas.
Por entonces ya prácticamente había anochecido. Habían llegado a un lugar muy agreste y desértico, cubierto de maleza enmarañada y tan silencioso y solitario que parecía que nadie lo había pisado o descubierto jamás. Era todo aridez y desolación a la luz gris del crepúsculo, que cada vez lo oscurecía todo más. Perseo miró a su alrededor con bastante desconsuelo y preguntó a Hermes si les quedaba mucho camino por recorrer.
—¡Chis, chis!—susurró su compañero—. ¡No hagas ruido! Estamos en el momento y el lugar ideales para ver a las grayas. Cuidado, que no te vean ellas antes, porque, aunque sólo cuentan con un ojo para las tres, tiene la agudeza de media docena de ojos comunes y corrientes.
—Pero ¿Qué debo hacer cuando las veamos? —preguntó Perseo.
Hermes le explicó cómo se las apañaban las grayas con un solo ojo. Tenían por costumbre, al parecer, pasárselo de una a otra, como si se tratara de un par de lentes o, lo que habría sido más adecuado en su caso, de un monóculo. Cuando hacía un tiempo que lo tenía una de ellas, se lo sacaba de la órbita y se lo entregaba a una de sus hermanas, la que correspondiera, que de inmediato se lo colocaba para disfrutar brevemente del mundo visible. Por lo tanto, se comprenderá con facilidad que, cuando una de las grayas veía, las otras dos permanecían en una oscuridad absoluta; es más, en el momento en que el ojo pasaba de mano en mano ninguna de las tres ancianas veía nada de nada. He oído hablar de muchas cosas extrañas a lo largo de mi vida y he sido testigo de no pocas, pero ninguna de ellas, me parece a mí, puede compararse con la de aquellas pobres ancianas de cabello entrecano, que tenían que conformarse con ver las tres con un solo ojo.
Eso mismo pensó Perseo, que se había quedado tan pasmado que casi le pareció que su amigo le tomaba el pelo y que no existían en ningún lugar del mundo mujeres como aquéllas.
—Enseguida descubrirás si digo la verdad o no —comentó entonces Hermes—. ¡Escucha! ¡Calla! ¡Chis, chis! ¡Por ahí vienen ya!
Perseo forzó la vista para distinguir algo en pleno crepúsculo y, en efecto, a no mucha distancia divisó a las grayas. La luz era tan tenue que no apreciaba bien qué tipo de figuras eran; en principio descubrió únicamente que tenían el pelo largo y entrecano, pero cuando se acercaron vio que dos de ellas presentaban una única cuenca vacía en mitad de la frente, mientras que la tercera hermana mostraba en el mismo lugar un ojo muy grande, luminoso y penetrante, que refulgía como un diamante enorme engarzado en un anillo. Tal parecía ser su intensidad que Perseo no pudo evitar pensar que debía de poseer el don de ver en la madrugada más oscura igual de bien que en pleno día: La visión de tres personas se fundía y se concentraba en aquel único ojo.
Así pues, las tres ancianas se desenvolvían en su conjunto con la misma comodidad que si hubieran visto todas a la vez. La que en aquel momento tuviera el ojo en la frente guiaba a las otras dos de la mano, observándolo todo con atención a su alrededor constantemente, hasta el punto de que Perseo temió que lograra ver lo que había detrás del denso cúmulo de arbustos que habían utilizado Hermes y él para ocultarse. ¡Por las estrellas! Era absolutamente terrible encontrarse en el campo de acción de aquel ojo tan perspicaz.
Sin embargo, antes de que llegaran hasta los arbustos una de las grayas habló.
—¡Hermana! ¡Hermana Espanto! —llamó—. Ya hace mucho que tienes el ojo. ¡Ahora me toca a mí!
—Déjamelo un poquito más, hermana Pesadilla —rogó Espanto—. Me ha parecido atisbar algo detrás de ese denso arbusto.
—Bueno, ¿Y eso qué tiene que ver?—replicó Pesadilla con malos modos—. ¿Es que yo no puedo mirar detrás de un arbusto igual de bien que tú? El ojo es tan mío como tuyo y sé manejarlo igual de bien que tú, o puede que un poquito mejor. ¡Insisto en echar un vistazo de inmediato!
En ese momento la tercera hermana, que se llamaba Consternación, empezó a quejarse y a decir que en realidad el ojo le tocaba a ella, y que Espanto y Pesadilla querían quedárselo para ellas solas. Para zanjar la disputa, la anciana Espanto se sacó el ojo de la frente y lo sostuvo ante sí.
—Que lo coja una de las dos —gritó—, para que se acabe esta rencilla insensata. Yo, por mi parte, estoy encantada disfrutando un poco de una buena oscuridad. ¡Pero cogedlo rápido o vuelvo a metérmelo yo en la cabeza!
En consecuencia, tanto Pesadilla como Consternación extendieron la mano y lo buscaron a tientas con avidez para arrebatárselo a Espanto, pero, al estar ciegas las dos, no les resultó fácil encontrar la mano de su hermana, quien, por estar sumida en una oscuridad tan total como la de Consternación y Pesadilla, tampoco podía entregárselo directamente a ninguna de las dos. Por consiguiente (como verán ustedes con sólo entreabrir un ojo, mis sabios oyentes), las buenas ancianas habían quedado sumidas en una extraña perplejidad, pues, si bien el ojo brillaba y refulgía como una estrella en la mano que extendía Espanto, ninguna de las grayas captaba ni un ápice de su luz y estaban las tres sumidas en una oscuridad total provocada por un deseo de ver excesivamente impaciente.
A Hermes le hacía tanta gracia tener delante a Consternación y a Pesadilla buscando a tientas el ojo y echándose la culpa de la situación la una a la otra, así como a Espanto, que le costaba no reírse en voz alta.
—¡Ésta es tu oportunidad!—susurró a Perseo—. ¡Corre, corre! Antes de que una de ellas se meta el ojo en la frente. ¡Abalánzate sobre ellas y arrebátaselo a Espanto!
En un instante, mientras las grayas seguían regañando, Perseo salió de un salto de detrás de los arbustos y se hizo con la preciada esfera. En su mano, el maravilloso ojo brillaba con gran intensidad y parecía mirarlo a la cara con cierta complicidad, como si hubiera estado a punto de hacer un guiño en caso de haber estado provisto de pestañas. Sin embargo, las grayas no tenían ni idea de qué había sucedido y se creyeron que una de ellas estaba en posesión del ojo, por lo que empezaron a reñir de nuevo. Al cabo, y dado que no deseaba molestar a aquellas respetables damas más de lo estrictamente necesario, Perseo consideró que lo adecuado era explicar el asunto.
—Buenas señoras, les ruego que no se enfaden entre ustedes —pidió—. ¡Si alguien tiene la culpa seré yo, pues soy quien tiene el honor de estar en posesión de su brillantísimo y excelentísimo ojo en este momento!
—¡Tú! ¡Tú tienes nuestro ojo! ¿Y puede saberse quién eres? —chillaron las grayas, las tres a una, dado que se habían asustado terriblemente al oír una voz desconocida y descubrir que la clave de su visión estaba en manos de alguien extraño—. Ay, ¿Qué hacemos, hermanas? ¿Qué hacemos? ¡Estamos todas sumidas en la oscuridad! ¡Danos el ojo, es nuestro! ¿Danos nuestro único ojo, nuestro preciado ojo! ¡Tú ya tienes dos, danos el nuestro!
—Diles que se lo devolverás en cuando te indiquen dónde encontrar a las ninfas que tienen las sandalias voladoras, el zurrón mágico y el casco de invisibilidad —susurró Hermes a Perseo.
—Buenas y admirables señoras —dijo entonces Perseo a las grayas—, no hay motivo para alterarse de esta forma. No soy mala persona en absoluto. Les devolveré el ojo, sano y salvo y más refulgente que nunca en cuanto me digan dónde hallar a las ninfas.
—¡Las ninfas! ¡Pero bueno! Hermanas, ¿A qué ninfas se refiere? —chilló Espanto—. Ninfas hay muchas, dice la gente; las hay que salen de caza por el bosque y las hay que viven dentro de los árboles, y también las hay que tienen un cómodo hogar en fuentes de agua. No sabemos nada de nada de ellas. Somos tres ancianas desgraciadas que deambulan al atardecer y no tienen más que un solo ojo entre las tres, y encima nos los han robado. ¡Vamos, devuélvenoslo, amable desconocido! Seas quien seas, devuélvenoslo.
En ningún momento dejaban de buscar el ojo a tientas con los brazos extendidos, tratando con todo su esfuerzo de apresar a Perseo, pero éste se encargaba de no ponerse a su alcance.
—Respetables damas —prosiguió con excelentes modales, pues su madre le había enseñado a utilizarlos en todo momento—, tengo su ojo bien aferrado y voy a guardarlo a buen recaudo hasta que hagan el favor de decirme dónde encontrar a esas ninfas. Me refiero a las que tienen el zurrón encantado, las sandalias voladoras y, ¿Qué más era?, ah, el casco de invisibilidad.
—¡Ay de nosotras, hermanas! ¿De qué habla ese joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Consternación dirigiéndose unas a otras y haciendo gran alarde de asombro—. ¡Habla de unas sandalias voladoras! Los pies se le irían volando enseguida por encima de la cabeza si fuera tan tonto como para ponérselas. ¡Y un casco de invisibilidad! ¿Cómo iba a volverlo invisible un casco, a no ser que fuera tan grande que lo tapara por completo? ¡Y también un zurrón encantado! ¿Qué clase de artilugio puede ser ése?, me pregunto. ¡No, no, amable desconocido! Nada podemos decirte de esas cosas maravillosas. Tienes tú dos ojos para ti solo y nosotras sólo uno para las tres. Encontrarás esos prodigios con más facilidad que tres pobres criaturas viejas y ciegas como nosotras.
Al oírlas hablar así, Perseo empezó a convencerse de que, en efecto, las grayas no sabían nada del asunto; y, como le daba pena hacerlas sufrir así, se dispuso a retornarles el ojo y pedirles perdón por su mala educación al habérselo arrebatado de aquella manera, pero justo en ese instante Hermes detuvo su mano.
—Que no te tomen el pelo —advirtió—. Estas tres ancianas de pelo cano son las únicas personas del mundo capaces de decirte dónde encontrar a las ninfas. Y si no consigues esa información jamás lograrás cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Tú conserva el ojo a buen recaudo y todo saldrá bien.
Resultó que Hermes estaba en lo cierto. Pocas cosas hay que valore tanto la gente como la vista, y las grayas valoraban su único ojo como si se hubiera tratado de media docena, que era la cantidad que les habría correspondido. Al darse cuenta de que no había otra forma de recuperarlo, acabaron contándole a Perseo lo que quería saber. En cuanto terminaron, el muchacho lo colocó raudo y veloz, además de con el máximo respeto, en la cuenca vacía de la frente de una de ellas, les agradeció su amabilidad y se despidió. Cuando ya se alejaba tuvo aún tiempo de oír cómo se enzarzaban en una nueva disputa porque resultaba que Perseo había puesto el ojo a Espanto, a la cual no le correspondía, porque era precisamente la que había disfrutado del último turno cuando se había iniciado la crisis.
Cuesta mucho no temer que las grayas tuvieran por costumbre habitual alterar su mutua armonía con riñas de ese cariz, lo cual es lamentable en grado sumo, ya que no podían vivir adecuadamente por separado y estaba claro que debían ser compañeras inseparables. Como norma general, recomendaría a todo el mundo, se trate o no de hermanos, sean viejos o jóvenes, que si por un casual tienen que compartir un solo ojo entre varios traten de tener paciencia y no se empeñen en utilizarlo todos al mismo tiempo.
Por su parte, Hermes y Perseo habían partido ya en busca de las ninfas. Las ancianas les habían dado unas indicaciones tan detalladas que no tardaron mucho en dar con ellas. Resultaron ser muy distintas de Pesadilla, Consternación y Espanto, pues, por ejemplo, en lugar de viejas eran jóvenes y hermosas, y en vez de un ojo para todas tenían las ninfas dos cada una, unos ojos muy penetrantes con los que miraron con gran dulzura a Perseo. Daba la impresión de que ya conocían a Hermes, y cuando éste les contó la aventura que había emprendido su nuevo amigo no pusieron traba alguna y le entregaron los valiosos artículos que custodiaban. En primer lugar presentaron lo que parecía una bolsita de piel de ciervo con unos bordados curiosos y le encomendaron que la guardara bien. Era el zurrón mágico. A continuación las ninfas sacaron un par de zapatillas, más bien sandalias, cada una con dos alitas en el talón.
—Póntelas, Perseo, y verás que durante el resto de nuestro viaje los pies te pesarán tan poco como desees —aconsejó Hermes.
Así pues, el joven empezó a colocarse una y para ello dejó la otra en el suelo a su lado, pero de repente esa otra sandalia extendió las alas, las batió y salió disparada, y seguramente se habría ido volando de allí si Hermes no hubiera dado un buen brinco y la hubiera atrapado en el aire.
—Lleva más cuidado —recomendó al devolvérsela a Perseo—. Si vieran volar a una sandalia entre ellos, los pájaros del cielo se asustarían.
Una vez se hubo puesto las dos sandalias maravillosas, Perseo se sintió tan ligero que dejó de tocar el suelo con los pies. Dio un paso o dos y hete aquí que salió flotando por encima de las cabezas de Hermes y las ninfas y le costó mucho esfuerzo aterrizar. Suele costar bastante dominar las sandalias aladas y demás artilugios voladores de ese tipo hasta que uno se acostumbra. Hermes se rió de la actividad involuntaria de su compañero y le aconsejó no llevar tantas prisas, porque aún debía recibir el casco invisible.
Las bondadosas ninfas tenían en su posesión el casco en cuestión, con un penacho oscuro de plumas que se agitaban, y ardían en deseos de ponérselo al muchacho. Cuando lo hicieron sucedió algo más fantástico que todo lo que les he contado hasta ahora: Un instante antes, Perseo era un joven apuesto de rizos de oro y mejillas sonrosadas que llevaba la espada curva ceñida a un lado y el escudo reflectante del brazo, una figura que parecía hecha de coraje, vivacidad y luz prodigiosa, pero en cuanto el casco descendió sobre su blanca frente ¡Se desvaneció por completo! ¡Sólo quedó aire en su lugar! ¡Incluso el casco en sí, que lo cubría con su invisibilidad, se había esfumado!
—¿Dónde estás, Perseo? —preguntó Hermes.
—Pues aquí, ¿Dónde voy a estar? —dijo el otro en voz muy baja, que en apariencia surgía de la atmósfera transparente—. Donde estaba hace un instante. ¿Es que no me ves?
—¡No, claro que no! El casco te oculta. Y si no te veo yo tampoco te verán las gorgonas. Sígueme, pues, y vamos a comprobar tu destreza en el uso de las sandalias aladas.
Al decir Hermes esas palabras se extendieron las alas de su gorro como si la cabeza fuera a salir volando para dejar atrás los hombros, pero en lugar de eso toda su figura se elevó ligeramente y Perseo hizo lo mismo. Cuando ya habían ascendido unos cien metros, el joven empezó a sentir lo fantástico que era dejar la aburrida tierra allá abajo y revolotear como un ave.
Ya era noche cerrada. Perseo miró hacia arriba y vio la luna, redonda, luminosa y plateada y le pareció que lo que más ansiaba era seguir subiendo más y más y pasarse la vida allí. Después miró hacia abajo y vio la tierra, con sus mares y sus lagos, y los cauces de plata de sus ríos, y sus cumbres nevadas, y la inmensidad de sus prados, y los macizos oscuros de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco; y con la luz de la luna que lo bañaba todo le pareció tan hermosa como esa esfera o cualquier estrella. Entre otras cosas distinguió la isla de Sérifos, donde estaba su querida madre. De vez en cuando Hermes y él se aproximaban a alguna nube que, vista desde lejos, parecía hecha de plata algodonosa, pero cuando se sumían en ella acababan helados y mojados por una bruma gris. Sin embargo, tan veloz era su vuelo que al cabo de un instante ya habían salido de la nube para volar de nuevo a la luz de la luna. En una ocasión, un águila de vuelo elevado fue a dar directamente contra el invisible Perseo. La visión más soberbia era la de los meteoros, que resplandecían de repente, como si se hubiera prendido una hoguera en el cielo, y hacían que la luz de la luna palideciera en cien kilómetros a la redonda.
Los compañeros siguieron avanzando y a Perseo le pareció oír el frufrú de una prenda de ropa junto a él, al otro lado del que ocupaba Hermes, pero sólo veía a éste.
—¿De quién es esa prenda cuyo susurro voy notando cerca de mí cuando la mueve la brisa? —quiso saber Perseo.
—¡Ah, es de mi hermana!—repuso Hermes—. Nos acompaña, ya te lo dije. No podríamos hacer nada sin su ayuda. Ni te imaginas lo sabia que es» ¡Y qué ojos tiene! Si es que en este mismo instante te ve perfectamente, como si no fueras invisible, y me atrevo a decir que será la primera en distinguir a las gorgonas.
Por entonces, en su veloz recorrido por los aires, habían llegado hasta un punto en el que se divisaba un gran mar que enseguida sobrevolaron. Muy por debajo de ellos las olas rompían con gran tumulto en mitad del mar, o acercaban franjas de espuma blanca a las largas playas, o chocaban contra los acantilados rocosos con un estruendo que resultaba atronador en el mundo inferior, pero que llegaba a oídos de Perseo convertido en un murmullo suave, como la voz de un recién nacido medio dormido. En ese momento alguien dijo algo en mitad del aire, cerca de él. Parecía una voz de mujer y era melodiosa, aunque no destilaba exactamente dulzura, sino más bien seriedad y contención.
—Perseo, ahí están las gorgonas —dijo.
—¿Dónde? No las veo.
—En la costa de esa isla que queda a tus pies —repuso la voz—. Si tu mano soltara un guijarro, caería entre ellas.
—Ya te dije que sería la primera en encontrarlas —recordó Hermes a Perseo—. ¡Ahí están!
Justo a sus pies, unos cuantos cientos de metros más abajo, Perseo distinguió un islote por cuya costa rocosa rompía el mar en espuma blanca, con la excepción de un extremo en el que había una playa de arena nívea. Descendió en esa dirección, miró con atención un cúmulo de luminosidad, situado al pie de un precipicio de rocas negras, y he aquí que se topó con las terribles gorgonas.
Estaban profundamente dormidas, arrulladas por el estruendo del mar, pues era necesario un estruendo que habría dejado sordo a cualquier otro para adormecer a aquellas fieras criaturas. La luz de la luna refulgía en sus escamas aceradas y sus alas doradas, que descansaban tranquilamente sobre la arena. Sus garras de latón, de aspecto horripilante, estaban extendidas y tenían aferrados pedazos de roca azotados por las olas, mientras las gorgonas soñaban con despedazar a algún pobre mortal. Las serpientes que les hacían las veces de pelo parecían también dormidas, si bien de vez en cuando alguna se retorcía, alzaba la cabeza y sacaba la lengua bífida, con lo que emitía un silbido somnoliento, para luego dejarse caer de nuevo entre sus hermanas.
Las gorgonas eran una especie de insecto gigantesco y espeluznante (inmensos escarabajos de alas de oro, o libélulas, o algo por el estilo, feo y hermoso al mismo tiempo), más que otra cosa; la diferencia consistía en que eran una millonada de veces más voluminosas. Y, a pesar de todo, tenían también un rastro de humanidad. Por suerte para Perseo, sus rostros quedaban completamente ocultos al muchacho debido a la postura en la que se habían echado; de otro modo, con sólo haberlas mirado un instante habría caído de inmediato al suelo con todo el peso de una imagen de piedra inerte.
—¡Ahora —susurró Hermes, que flotaba junto a Perseo—, ahora tienes la oportunidad de conseguirlo! ¡Date prisa, porque si se despierta una de las gorgonas será demasiado tarde!
—¿A cuál ataco primero?—preguntó Perseo mientras desenvainaba la espada y descendía un poco más—. Las tres se parecen. Las tres tienen serpientes por cabello. ¿Cuál de las tres es Medusa?
Hay que tener en cuenta que Medusa era la única de las tres dragonas monstruosas que sería capaz de seccionar Perseo. En cuanto a las otras dos, ni aunque hubiera tenido la espada más afilada de la historia y se hubiera pasado horas asestando golpes con ella les habría hecho el más mínimo daño.
—Ve con cuidado —lo previno la voz que le había hablado antes—. Una de las gorgonas tiene el sueño inquieto y está a punto de darse la vuelta. Esa es Medusa. ¡No la mires! ¡Te quedarías petrificado al instante! Mira el reflejo de su rostro y su figura en el buen espejo que es tu escudo.
Perseo entendió entonces el motivo de Hermes para exhortarlo con tanto interés a pulir el escudo: En su superficie podría ver sin peligro alguno el semblante de la gorgona. Y allí lo tenía, aquel rostro horrendo, reflejado en el brillo del escudo, con la luz de la luna detrás y todo su horror desplegado. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa les impedía descansar por completo, no dejaban de revolverse sobre la frente. Era la cara más feroz y más horrible que se ha visto o imaginado jamás, y sin embargo desprendía una especie de belleza extraña, aterradora y salvaje. Los ojos permanecían cerrados y la gorgona seguía sumida en un sueño profundo, pero una expresión de inquietud alteraba sus rasgos, como si una pesadilla alterase al monstruo, que hacía rechinar los colmillos blancos y clavaba las garras de latón en la arena.
Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él. Se enroscaban unas con otras para formar nudos intrincados, se contorsionaban con virulencia y alzaban un centenar de cabezas sibilantes sin abrir los ojos.
—¡Ahora, ahora! —musitó Hermes, que empezaba a impacientarse—. ¡Lánzate sobre el monstruo!
—Pero con calma —previno la voz seria y melodiosa que surgía junto a Perseo—. Mira en el escudo al descender en tu vuelo y asegúrate de no fallar el primer golpe.
El muchacho voló con cautela, sin dejar de mirar el reflejo del rostro de Medusa. Cuanto más se acercaba, más terrible le resultaban el semblante rodeado de serpientes y el cuerpo metálico de la vil criatura. Por fin, cuando se encontró flotando sobre ella a apenas unos palmos de distancia, alzó la espada en el mismo instante en que todas y cada una de las serpientes de la cabeza de la gorgona se extendían amenazadoras hacia lo alto y la propia Medusa abría los ojos. Pero se había despertado demasiado tarde. ¡La espada estaba afilada, Perseo asestó el golpe a la velocidad del rayo y la cabeza de la perversa Medusa cayó rodando de su cuerpo!
—¡Admirable joven —lo llamó Hermes—, apresúrate y métela en el zurrón mágico!
El héroe se quedó asombrado al comprobar que el pequeño zurrón bordado, que se había colgado del cuello y que hasta el momento había sido una simple bolsita, crecía de repente lo suficiente para contener la cabeza de Medusa. Raudo como el pensamiento, la aferró, con las serpientes aun retorciéndose, y la echó dentro.
—Has cumplido tu tarea —afirmó la serena voz—. Ahora aléjate volando, pues las otras gorgonas harán todo lo que puedan para vengar la muerte de Medusa.
Era en efecto necesario huir de allí, puesto que la tarea de Perseo no había sido precisamente silenciosa y el choque de su espada, el silbido de las serpientes y la caída de la cabeza de Medusa sobre la arena golpeada por el mar habían despertado a las otras dos criaturas, que se quedaron sentadas durante un instante, frotándose los ojos somnolientas con las garras de latón, mientras todas las serpientes de sus cabezas se erguían debido a la sorpresa, cargadas de malevolencia venenosa contra algo aún desconocido. Cuando las gorgonas vieron el cadáver escamoso de Medusa, decapitado y con las alas de oro a medio desplegar en la arena, a merced del viento, fue absolutamente horrible oír los chillidos y los bramidos que soltaron. ¡Y luego las serpientes! Emitieron un silbido multiplicado por cien, todas a una, y las de Medusa les contestaron desde el interior del zurrón mágico.
En cuanto estuvieron completamente despiertas, las dos gorgonas supervivientes alzaron el vuelo y blandieron las garras de latón, hicieron rechinar los horribles colmillos y agitaron las enormes alas con tal fuerza que de la sacudida se desprendieron algunas plumas de oro que descendieron hasta la costa flotando. Tal vez sigan desperdigadas por allí aún hoy. Las gorgonas subieron y subieron, como les digo, dirigiendo miradas horripilantes a su alrededor con la esperanza de petrificar a alguien. Si Perseo las hubiera mirado a la cara o hubiera caído entre sus garras, su pobre madre jamás habría vuelto a besar al muchacho, pero lo cierto es que se preocupó de volver los ojos en dirección opuesta y, dado que llevaba el casco de invisibilidad, las gorgonas no pudieron seguirlo. Además, aprovechó bien las sandalias aladas y ascendió a toda prisa más de un kilómetro; a esa altura, y mientras los chillidos de aquellas criaturas abominables sonaban lejanos a sus pies, tomó rumbo directo a la isla de Sérifos con el fin de llevar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.
No dispongo de tiempo para contarles las distintas maravillas que acontecieron a Perseo en su camino de regreso; por ejemplo, mató a un horripilante monstruo marino en el instante en que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella y asimismo transformó a un enorme gigante en una montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la gorgona. Si dudan de la veracidad de esa última historia pueden viajar a África, un día de éstos, y verla donde sigue hoy en día, todavía conocida por el nombre de aquel gigante de la antigüedad.
Finalmente, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su querida madre, pero durante su ausencia el perverso rey había tratado tan mal a Dánae que se había visto obligada a huir y refugiarse en un templo, donde unos sacerdotes habían sido muy buenos con ella. Al parecer, esos meritorios hombres de religión y el pescador bondadoso que había ofrecido su hospitalidad a Dánae y al pequeño Perseo al encontrarlos dentro del cofre eran las únicas personas de toda la isla que se preocupaban de hacer el bien. Todos los demás, incluido el rey Polidectes, eran extraordinariamente ruines y no merecían un destino mejor que el que estaba a punto de hacerse realidad.
Al no hallar a su madre en casa, Perseo se fue directamente a palacio y en seguida lo llevaron a presencia del monarca. Polidectes no se alegró en absoluto de verlo, pues con toda su maldad se había convencido de que las gorgonas habían despedazado al joven y luego lo habían devorado. Aunque creía haberlo quitado de en medio, al verlo puso buena cara en la medida de lo posible y le preguntó si había cumplido su misión:
—¿Has hecho realidad tu promesa? ¿Me has traído la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? En caso contrario, jovencito, te costará muy caro, pues debo disponer de un regalo de bodas para la hermosa princesa Hipodamía, que nada admiraría más.
—Sí, creo haber complacido a su majestad —repuso Perseo con voz queda, como si no hubiera sido una hazaña de lo más maravillosa para un hombre tan joven—, ¡He traído a su majestad la cabeza de la gorgona, cabellera de serpientes incluida!
—¡Bueno, bueno! ¡Te ruego que me dejes verla! —pidió el rey Polidectes—. Debe de ser un espectáculo sumamente curioso, si es cierto todo lo que cuentan los viajeros.
—Su majestad está en lo cierto. Es en efecto un objeto que atrapará todas las miradas de quienes se fijen en él. Si su majestad lo considera apropiado, sugiero que se proclame una festividad y se convoque a todos los súbditos de su majestad para que sean testigos de tan maravillosa curiosidad. ¡Pocos de ellos, me imagino, habrán visto una cabeza de gorgona y puede que jamás vuelvan a verla!
El soberano era muy consciente de que sus súbditos eran un hatajo de holgazanes y depravados, muy dados a contemplar cosas de brazos cruzados, así que aceptó la propuesta del muchacho y envió heraldos y mensajeros en todas direcciones, para que hicieran sonar el clarín en las esquinas, en los mercados y en las encrucijadas con el fin de convocar a todo el mundo en la corte. Llegó, pues, una gran multitud de vagabundos sin oficio ni beneficio, todos los cuales, por pura afición a las fechorías, se habrían alegrado si le hubiera sucedido algo malo a Perseo en su lucha con las gorgonas. Si había buena gente en la isla (y espero que los hubiera, aunque la historia no dice nada de ellos), se quedaron tranquilamente en sus casas a ocuparse de sus asuntos y atender a sus hijos. En fin, lo importante es que la mayoría de los súbditos acudió a toda prisa a palacio; hubo empujones, sacudidas y codazos por las ganas que tenían todos de acercarse a un balcón al que se asomó Perseo con el zurrón bordado en una mano.
En una tribuna desde la que se contemplaba perfectamente el balcón se sentó el poderoso rey Polidectes, rodeado de sus malvados consejeros y con un semicírculo de aduladores cortesano alrededor. Monarca, consejeros, cortesanos y súbditos miraban con impaciencia a Perseo.
—¡Muéstranos la cabeza! ¡Muéstranos la cabeza! —gritaba el pueblo, y había una virulencia tal en sus voces que hacía pensar que iban a despedazar a Perseo si no los satisfacía con lo que se había comprometido a exhibir—. ¡Muéstranos la cabeza de Medusa y su cabellera de serpientes!
Un arrebato de lástima hizo mella en el joven Perseo.
—¡Oh, rey Polidectes y pueblo de Sérifos, me resisto a enseñaros la cabeza de la gorgona! —proclamó.
—¡Ah, granuja y cobarde! —gritó la gente con más virulencia que antes—. ¡Se burla de nosotros! ¡No tiene la cabeza de ninguna gorgona! Muéstranosla si es que de verdad la tienes o te arrancaremos la tuya para jugar a darle patadas!
Los malvados consejeros susurraron malas recomendaciones al oído del rey; los cortesanos murmuraron, con una sola voz, que Perseo había faltado al respeto a su real amo y señor, y el propio rey Polidectes hizo un gesto con la mano y le ordenó, con la voz grave y severa de la autoridad, que sacara la cabeza si no quería perder la vida:
—¡Muéstrame la cabeza de la gorgona o te corto la tuya!
Perseo suspiró.
—¡Ahora mismo —insistió Polidectes— o morirás!
—¡Contempladla, pues! —exclamó Perseo, con una voz que semejó el toque de una trompeta.
De repente sostuvo en alto la testa en cuestión y nadie tuvo tiempo ni de parpadear antes de que el perverso rey Polidectes, sus malvados consejos y todos sus virulentos súbditos quedaran convertidos en meras imágenes de un monarca y su pueblo. ¡Quedaron todos petrificados por siempre jamás con el gesto y la actitud de aquel momento! ¡Nada más ver la terrible cabeza de Medusa se volvieron de un níveo mármol! Entonces Perseo la metió de nuevo en el zurrón y se encaminó a informar a su querida madre de que ya no debía tener miedo del perverso rey Polidectes.