Priscilla Galloway

Esa historia que asegura que pretendía comérmelos es una auténtica fantasía. La gente se inventa cualquier cosa. Lo que quería era observarlos atentamente mientras lo pasaban mal y seguir consiguiendo sangre, que me habría sido muy útil.

Al final seguramente les habría dejado volver a su casa. Su padre, que era mi esposo, me amargaba la vida igual que se la amargaba a sí mismo. Al final, habría tenido que elegir entre soltar a los críos y fingir (durante una temporada) que éramos una familia de cuento de hadas de ésas felices que comen perdices... o deshacerme de los tres de una vez y pasar página.

Dominar la brujería como la domino yo tiene sus inconvenientes. Cuando adopto forma humana, envejezco muy poco, pero en mi forma verdadera soy absolutamente vieja y nariganchuda y tengo las mejillas hundidas y los ojos rojos, empañados y legañosos. Me siento cansada, cada día más. Es lo que pasa una vez cumples trescientos años, que no te quedan muchas cosas que hacer. Por aquel entonces dedicaba todo mi poder a seguir viva en mi forma verdadera y a mantener el cuerpo que había elegido. De vez en cuando reunía energía suficiente para cocinar alguna poción o despachar algún hechizo sencillo.

¿Sorprende el hecho de que me transformara en alguien pobre, en la mujer de un leñador? Las riquezas y el poder pierden encanto cuando dejan de ser algo novedoso. Ya había disfrutado abundante— mente de las dos cosas. En realidad, un vestido corriente hecho a mano y unos zuecos requieren menos energía que las sedas recargadas y cubiertas de hilo de oro y perlas, además de que el cambio de mi auténtico yo a aquella ama de casa de mediana edad era menos exagerado que si me hubiera convertido en una mujer hermosa, fuera vieja o joven.

Además, cuando me casé con él, no era pobre y era joven, guapo y fuerte. Y encima bueno. Dicen que los contrarios se atraen. Su bondad me atraía entonces, aunque ese atractivo de esfumó en seguida; a lo largo de todos aquellos años acabó aburriéndome soberanamente.

En una transformación anterior había optado por una gran belleza. Contaba con un espejo que me lo decía: Un buen detalle. Ser guapa es una ocupación constante, por mucho que se tenga un poder como el mío de entonces, y, se haga lo que se haga, se envejece y se pierde la belleza. Todas mis formas tienen que marchitarse, aunque sea muy despacio. La eterna juventud llama en exceso la atención. No tengo nada en contra de la edad, pues va de la mano de la experiencia.

Ser la mujer de un leñador era más sencillo que ser reina. Podía disponer de los días como quisiera. Cuando Karl se iba a trabajar al bosque con los niños, podía recuperar mi aspecto verdadero y dedicarme a mis quehaceres.

Los hechizos más potentes han requerido siempre carne o sangre humana. Todo el mundo ha oído hablar de la Mano de la Gloria, que en efecto me permite entrar a mi antojo en una casa en plena noche, con la certeza de que nadie se despertará. Sin embargo, no basta con cortar la mano de un ahorcado. Es necesario, pero no suficiente. Hay que segarla a una hora determinada y de un modo concreto, además de hacer el embrujo como debe ser. La que yo tengo perteneció a uno de mis esposos, el bandolero. Pasamos juntos diez años felices y cargados de incidentes hace un siglo, hasta el día en que echó el ojo a una gitanilla. No me senté a esperar su infidelidad y a la noche siguiente los casacas rojas estaban esperándolo.

En fin,—ya no me quedaba brío para ir muy lejos, pero alguna que otra vez sacaba la mano del bandolero de su escondrijo y contemplaba el sueño de Karl y de los dos niños. Debido al poder de la mano, jamás se desvelaban, si bien en alguna ocasión el terror se apoderaba de una cara o unos labios daban forma a un grito mudo. Cuando me apremiaba la necesidad recurría a la extracción de una taza de su sangre, aunque no lo hice a menudo, pues los niños se quedaban pálidos y Karl no trabajaba con el mismo vigor de siempre. Sin duda fue uno de los motivos por los que acabamos sumidos en aquella pobreza desesperante.

Fui testigo de cómo se reducían nuestros alimentos hasta casi desaparecer y no reaccioné a tiempo. Sin carne que comer, carecía de la energía necesaria para transformarme. En mi propia encarnación, aunque tenga la vista borrosa, cuento con un olfato muy fino. Los olores acuden a mí y entonces descubro sin problema a un animal, que acaba dentro del horno, pero por aquel entonces tenía que contentarme con una hogaza de pan y una jarra de leche.

Recuerdo que un día le di una orden brusca a la niña:

—Gretel, tráeme esa leche. ¡Venga, ahora mismo!

—En seguida, madrastra.

—¡Gretel, cuidado con esa escoba!

Demasiado tarde.

—¡Qué niña tan estúpida! La última leche que nos quedaba... y también la última jarra. Ten, una cuchara y un plato. Trata de recuperar algo. Mira que eres idiota, te voy a dar una azotaina que vas a sangrar.

La voz de Hansel a mi espalda:

—Tú no eres nuestra madre. No puedes azotarnos. Sólo puede papá.

Volví a sentirlo todo. La rabia se apoderó de mí, con toda su fuerza. Tenía que alejarme mientras durase aquel impulso, tenía que transformarme. No podía permitir que me plantaran cara y se salieran con la suya. Por descontado, no me siguieron hasta el bosque. Tras el primer recodo del camino adopté mi forma legítima. Sin duda, aquella rabia me estimularía para llegar sana y salva a la cabañita del bosque en la que guardaba carne que me devolvería mis energías. «Ven, escoba mía, no está muy lejos», dije.

Gretel me había hecho un favor al ponerme tan furiosa. No me convenía volver a olvidar la fuerza de la rabia. Aquel estofado me esperaba desde hacía seis meses y se había mantenido caliente y en su punto gracias a un hechizo. Qué bueno estaba. Sentía la sangre en las venas. ¡Energía! ¡Poder! Podía haber muerto encerrada en el cuerpo de aquella estúpida y no estaba dispuesta a correr ese riesgo de nuevo, pero ¿Qué podía hacer?

Sí, el plan iba cobrando forma. Ya lo tenía todo claro. Unos preparativos y estaría lista para regresar.

—Sólo queda pan para cenar, Karl, y agua para hacerlo pasar —informé posteriormente a mi esposo.

—Se me ha roto la jarra, papá, y se ha derramado la leche. Lo siento, lo siento —se disculpó la niña.

—No llores así, Gretel, cariño. Ya se me ocurrirá algo. Te quiero mucho. Ha sido un accidente, ya lo sé. Ten, come un poco de mi pan.

Cuando la bondad de Karl no me aburría, me sacaba de quicio.

—Ha echado a perder la última gota de leche —recordé—. Todos tenemos que pasar hambre. Le he dicho que no podía comer pan.

—Pero si es una niña —contestó él, entregándole todo el pedazo que le correspondía.

Gretel lo partió en dos con cuidado (era una cría muy concienzuda) y le devolvió una mitad. Lo devoraron con gran satisfacción, como si tuviéramos la casa llena de comida y dinero para comprar más.

Reprimí la rabia y repasé mi plan. ¡Era digno de admiración! Cuando los niños ya se habían metido en la cama, Karl se sentó cansado delante del fuego a contemplarlo.

—No sé qué hacer —se quejó—. Helga, ¿Qué vamos a hacer? Últimamente talo muy poca madera y el pueblo queda muy lejos para ir a venderla. Si tuviera un caballo para tirar del carro sería fácil, pero en realidad si lo hubiéramos tenido ya lo habríamos vendido hace mucho. No sé de dónde sacar comida para los niños.

¡Típico de Karl! ¡Ni se le ocurría decir algo sobre la comida para nosotros dos! Puse una carita tierna y encantadora.

—Es terrible, Karl, terrible. No podemos cruzamos de brazos y ver cómo se mueren de hambre. A nosotros nos pasará los mismo, pero duraremos más que los niños.

—Ya lo sé. No puedo soportarlo.

—No tengo ninguna solución sencilla, Karl, y no sé cómo resolver la situación. Vamos a morir todos. Tenemos que aceptarlo. Lo único que se me ocurre es hacerlo más rápido y más fácil para los pequeños.

—¿Matarlos? —Su rostro estaba cargado de terror.

—No, no, por supuesto. Vamos a llevarlos al bosque. Podemos hacer un buen fuego para que estén calentitos y dejarlos mientras nos vamos a trabajar, como haces tú siempre. Yo te acompaño, Karl. Si los llevamos lo bastante lejos, no sabrán volver y el final será rápido. Ya sé que es horrible, querido esposo, pero me pasa lo mismo que a ti: No soporto la idea de verlos morir.

Me limité a mirarlo a la espera de que su voluntad se quebrara. Yo había comido y él no. Mi voluntad tenía siglos de antigüedad.

—Mañana —musitó por fin.

Dormí bien, pero noté que en su lado de la cama daba vueltas y se retorcía; tenía el rostro grisáceo cuando nos levantamos y desayunamos una vez más agua y un bocado o dos de pan.

—¡Hoy nos vamos todos al bosque!—anuncié con alegría—. Qué bien, ¿Verdad?

Hansel me miró. Tenía los ojos muy oscuros, casi negros. Karl solía cortarle el pelo, pero llevaba un tiempo sin hacerlo, por lo que los rizos morenos le caían por ambos lados del enjuto rostro. Era un gesto reflexivo, casi sentencioso, pero contestó con la voz bastante firme:

—Sí, madrastra.

Karl y yo abrimos camino. Gretel sollozaba con amargura, casi como si estuviera al tanto de todo, pero por supuesto eso era imposible.

—Venga, niña —la animé, con tono vigorizador pero amable, o al menos eso era lo que pretendía—. Hansel, ¿Por qué vas volviendo la vista?

—Miro un pajarito que está sentado en la chimenea —respondió—. Casi parece que trate de decirme algo.

—Vamos, va, mueve las piernas —insistí.

Karl no dijo nada. No tenía talento para la conversación.

La historia conocida acierta al relatar lo que sucedió entonces. En efecto, el mocoso se las había arreglado para oír lo que le había dicho a su padre y, estando yo dormida, había salido y se había llenado los dos bolsillos de piedrecitas blancas. Así pues, aunque encendimos el fuego y los dejamos allí según lo previsto, regresaron al día siguiente con el amanecer.

—Gracias a Dios —exclamó Karl—. Gracias a Dios.

No fue capaz de decir nada más, pero abrazó sus corpezuelos y sonrió entre lágrimas.

—Nos vamos contigo al pueblo, padre —aseguró Hansel—. Puedo ayudarte a tirar del carro y Gretel anda perfectamente. No nos retrasará.

Volvieron por la noche riendo y llorando por tumos mientras me contaban la historia. En el mercado, un rico mercader había echado un vistazo a Gretel y había comprado toda la madera. Había ordenado a sus criados que le llevaran el carro a su casa mientras él acompañaba a Karl y a los niños a la taberna para que comieran algo caliente. Luego les había llenado el carro de comida: Sacos de harina de trigo y de maíz, patatas, un balde de miel, una caja repleta de carne, mantequilla y huevos y jarras de leche y de vino. Había coronado la carga con una jaula con seis gallinas ponedoras, que graznaron y cloquearon cuando la dejé en el suelo, como si ya sintieran que les traspasaba el corazón con los ojos.

—Qué maravilla —mentí, maldiciendo para mis adentros al hombre que se había inmiscuido en mis planes—, pero ¿Cómo demonios ha hecho algo así un completo desconocido?

El rostro de Karl se ensombreció.

—Me ha contado que su hijita murió no hace mucho y que Gretel se la recordaba. Ha dicho que le hacía pensar tanto en la carita de su hija a antes de morir que quería que Gretel estuviera sana y en buenas condiciones. «Déle un huevo al día», nos ha dicho.

Karl agitó la cabeza de lado a lado y yo comenté:

—Es asombroso que no haya querido quedársela.

—Sí que quería —aclaró Karl con voz tensa—. Ayer quizá habría dado otra respuesta. Tener el estómago bien lleno hace que las cosas se vean de otro modo, eso está muy claro. Hoy le he dicho que nada en el mundo podría separarme de mi querida niña. «Está bien —ha contestado el mercader—, eso mismo pensaba yo.» Tenía los ojos llorosos. «Jamás me interpondría entre un padre y una hija que se adoran», ha añadido. —Los brazos de Karl se aferraron a Gretel y luego extendió uno para abrazar también a Hansel, antes de decir—: Tú le has parecido un buen muchacho.

—Bueno, pues parece que tenemos un final feliz —apunté, con tono alegre, mientras colocaba el puchero grande en el fuego—. ¡Vamos a cenar de maravilla!

En un abrir y cerrar de ojos se pusieron a bailar y a cantar en círculo, Karl algo encorvado para coger de la mano a los niños. Daban vueltas cada vez más deprisa y sólo de mirarlos me cansé y me mareé.

—Basta —pedí, tratando de no parecer molesta—. Gretel, pon la mesa. Hansel, trae más leña y luego barre el suelo. Karl, tú saca el mantel de la abuela del baúl. Vamos a prepararnos para el festín.

El obsequio del mercader nos trajo buena suerte. Y su generosidad no se quedó así: Al día siguiente mandó a un criado a nuestra cabaña con una vaca. «Leche para los pequeñuelos», fue el mensaje. El sirviente aseguró que su señor no pretendía volver a ver a Gretel, pero quería que todos estuviéramos felices y a gusto por el bien de la niña.

Una bruja aprende paciencia si vive trescientos años. Hansel y Gretel daban de comer a las gallinas y recogían los huevos, mientras que yo ordeñaba la vaca y hacía la mantequilla. Karl cortaba madera y la transportaba al pueblo para venderla.

—Pronto podré volver a tener un carro tirado por un caballo, si esto sigue así —afirmó sonriente.

Por mi parte, me limité a conservar energía y esperar tiempos mejores. Cuando los niños se iban con su padre no me costaba transformarme. No les quitaba sangre alguna; sólo en ocasiones le sacaba una tacita a la vaca. Karl cortaba mucha más madera.

—Estoy dedicándome al trabajo de corazón —decía, pero yo sabía que el motivo era que comía bien y que no perdía sangre.

—Es que tienes buen corazón —contestaba yo, y era muy cierto: Bovino, banal y bueno.

Seguí esperando.

Primero la vaca dejó de dar leche.

—Hay que montarla —señaló Karl, pero no conocíamos a nadie que tuviera un toro, así que nos quedamos sin leche y sin mantequilla.

Las gallinas dejaron de poner gradualmente. No teníamos galio, así que no podían criar. Una a una, hubo que ir guisándolas para cenar. Los niños lloraron. Hasta les habían puesto nombre. El día que nos comimos a Paciencia, la última gallina, me di cuenta de que pronto volveríamos a pasar hambre.

La segunda vez mis preparativos fueron concienzudos. La comida que reservaba para mí la escondí en el silo, debajo de la arena. No estaba dispuesta a volver a quedarme sin energía para transformarme. Mantuve el estofado caliente y en su punto con uno de mis hechizos más sencillos, que también impedía que el olor llegara a narices hambrientas.

Karl vendió la vaca. Le dije que debería recurrir de nuevo al mercader para pedirle más ayuda, pero se negó.

—No soy un mendigo, ya lo sabes —contestó de mala manera.

Sí, lo sabía, pero también sabía que debía de haber estado dando vueltas al asunto. Desde la conversación conmigo estaba segura de que pospondría la visita durante una temporada, aunque Gretel ya estaba pálida y delgaducha, pero es que yo necesitaba un poco de tiempo para ir al pueblo y organizar un accidente: Cuando Karl por fin se decidió a acudir a casa del mercader, el pobre hombre ya llevaba un mes en la tumba.

El dinero de la venta de la vaca nos permitió pasar el invierno y con el de la leña que cortaba Karl aguantamos el verano y el otoño siguientes. Luego volvió el invierno y una vez más llegó el día en que sólo nos quedaron una jarra de leche y una hogaza de pan. En esa ocasión a Gretel no se le cayó la jarra, pero por lo demás la historia se repitió.

Con una diferencia: Esa vez cerré la puerta con llave.

Convencer a Karl de abandonar a los niños en el bosque de nuevo fue más difícil y al mismo tiempo más sencillo. Parecía increíble hasta qué punto estaba embelesado con Gretel y orgulloso de Hansel. Le había dado por llamar al día de su regreso «el día milagroso».

—Hubo dos milagros. Los niños encontraron el camino de regreso. Eso fue lo primero. ¡Y además conseguimos toda aquella comida estupenda! Dos milagros en un mismo día. Está claro que una estrella nos protege, Helga —acostumbraba a repetir al principio, aunque hacía un tiempo que ya no lo decía.

Veía cómo los niños volvían a quedarse pálidos y escuchimizados y comprobaba sin decir palabra cómo sus risas infantiles se convertían en silencios. Al escuchar mi propuesta acabó aceptando:

—Sí. No soporto verlos sufrir, Helga. Es peor que la última vez. Estaba convencido de que nos habíamos salvado para siempre, pero esta vez me cuesta más. Vamos a dejarlos de nuevo en el bosque, sí, pero más lejos, como propones.

Soltó un gemido y la verdad es que, si hubiera sido capaz de sentir lástima, la habría sentido por él en aquel momento. En lugar de eso contesté:

—A lo mejor hay otro milagro.

—Es precisamente lo que estaba pensando yo —aseguró, con una chispa de esperanza en la mirada—. Quizá un milagro aún mejor. Quizá.

A la mañana siguiente, cuando salimos de casa, presté más atención a Hansel que en la ocasión anterior. Una vez más, Gretel y él iban rezagados. Una vez más, Karl y yo nos dimos cuenta de que se volvían para mirar hacia la casa.

—¿Qué estáis mirando?—pregunté por fin—. No tenemos todo el día. Ya es bastante difícil conseguir una buena remesa de madera sin que nos retraséis.

—Estaba mirando el tejado —repuso Hansel—. ¿Te acuerdas de dónde se sentaba mi gata blanca, al ladito de la chimenea? Estaba pensando en ella.

—¿Aún la echas de menos?—preguntó Karl— Es verdad que a veces los gatos desaparecen sin más, pero fue muy triste.

—Fue para mejor —tercié yo, recordando cómo se había resistido el animal al retorcerle el cuello, recordando la poción amorosa que había preparado con la sangre de su corazón—. Fue para mejor, porque tampoco podríamos haberle dado de comer.

Seguimos avanzando en silencio y, al llegar, de nuevo encendimos una hoguera para que los niños no pasaran frío. Hice un pequeño hechizo en una rama de arce para que fuera golpeando la de al lado, de manera que el ruido les pareciera a Hansel y a Gretel el de un hacha. Así se creerían que su padre no estaba lejos. También aquel día trabajamos durante unas horas y luego regresamos a casa.

Como nos habíamos deshecho de los niños, en cuanto Karl se metía en el bosque podía transformarme. Todos los días volaba hasta mi cabaña, que quedaba a escasa distancia. Desde el aire veía a Hansel y a Gretel, que seguían en el bosque, y podía calcular con bastante precisión cuándo lograrían salir de él. Nunca me habían visto en ninguna forma que no fuera la de su madrastra, pero incluso con aspecto de bruja soy capaz de sonreír con amabilidad y buenas maneras cuando la necesidad apremia.

La parte más difícil de los preparativos fue transformar la cabaña. Ninguna de las versiones de la historia ha hecho jamás justicia a mi creatividad. Los cristales de las ventanas eran de caramelo hilado, se dice en el cuento. No se añade que por un lado hacían las veces de espejos y por el otro eran transparentes: Yo veía lo que pasaba fuera, pero nadie veía el interior. El tejado estaba hecho de galleta de jengibre, con nata montada encima. Me imaginé que los niños no se fijarían en que no había nieve en el suelo o que les traería sin cuidado. Las paredes eran de pan de jengibre bien resistente, con caramelos de yuyuba, gominolas y pastillas de menta pegadas con glaseado. La puerta y su marco estaban hechos de onzas de chocolate. El interior de la casita era encantador. Bueno, era encantador y estaba encantado. Lo creé todo a partir de la imaginación. Nadie había construido una casa de pan de jengibre antes que yo.

Fue una tarea titánica que casi superó mis debilitados poderes. Todos los embrujos que había acumulado a lo largo de los años me sirvieron para levantar la casa de caramelo. El resultado, no cabía la más mínima duda, sería irresistible para cualquier niño.

Los oí llegar desde muy lejos. Logré dirigir hacia ellos el olor a menta, a chocolate, a caramelo de mantequilla y de azúcar moreno y a pastel de queso con frambuesas de la casa. ¡Funcionó! Al cabo de unos minutos aparecieron por allí mis jóvenes víctimas. ¡Ja! Oí sus mordiscos y dentelladas. Al principio tragaban sin masticar. Luego ya fueron refinando sus modales. Cuando me pareció que habían comido suficiente para empacharse, salí a montarles una buena por haberme robado la casa.

—Lo siento —se disculpó Gretel, mientras su hermano se quedaba en silencio—. Nos moríamos de hambre.

—¡Menuda excusa! —empecé a decir, pero me contuve al darme cuenta de que eso era exactamente lo que les habría dicho su madrastra en un caso así. Me detuve a media frase. Mi voz y mi aspecto eran tan distintos que no habrían podido reconocerme, pero los gestos y el tono de voz podrían haberme delatado. Los invité a entrar—: Pasad. Estaba a apunto de preparar el té.

—No podemos quedarnos, gracias —repuso Hansel con cortesía—. No nos dejan.

—Gracias, es usted muy amable —contestó por su parte Gretel, con lágrimas en aquellos ojillos azules tan bonitos.

Pasó por la puerta de chocolate detrás de mí y Hansel la siguió a regañadientes, arrastrando los pies.

—Qué bonito —exclamó la niña con un hilo de voz.

Se lo comía todo con los ojos. El interior estaba lleno de sedas y brocados vistosos. Les serví selectas infusiones en tazas de porcelana transparente, junto con comida que siempre habían soñado pero nunca saboreado. Se les cerraban los párpados mientras comían, ya que el hambre y el agotamiento sufridos habían hecho mella en aquellos cuerpecitos escuálidos.

—Aquí se está mejor que en el bosque, ¿Verdad? —comenté mientras los acompañaba al dormitorio.

Cuatro ojos agotados descansaron con avidez en dos camas tapadas con mullidos edredones. Menos de cinco minutos después, según el reloj, ya estaban profundamente dormidos. Si hubiera querido quitarles un poco de sangre no me habría hecho falta la Mano de la Gloria, pero lo cierto es que a ninguno de los dos les sobraba y sabía que me resultarían mucho más útiles una vez hubieran descansado y comido en abundancia.

Por la mañana ya estaban listos los preparativos para mis jóvenes invitados. Pedí a Hansel que fuera al establo a dar de comer al caballo y luego cerré la puerta y le coloqué un candado. Es verdad que me reía cuando vi cómo trataba de escapar, pero no prorrumpí en carcajadas de júbilo como dicen los cuentos. Y desde luego no me molesté en mantener la magia de los edredones de seda: Decidí que Gretel podía dormir perfectamente cubierta de mantas hechas jirones.

Me hacía mucha falta una criada que se encargara de todo en la casa, porque estaba a punto de cumplir trescientos trece años. Tenía todo el derecho del mundo a estar cansada. Gretel se portó de maravilla; me bastaba amenazar con cualquier tontería a su hermano.

—Ese suelo sigue estando sucio. ¡Vuelve a fregarlo o esta noche Hansel no prueba bocado!

Le decía eso y me dejaba el suelo reluciente. En realidad lo que pretendía era cebarlos a los dos para que se pusieran bien gorditos: No quería que Hansel se quedara sin cenar ni un solo día, pero tampoco parecía probable que tuviera que cumplir mis amenazas, porque Gretel no se arriesgaba lo más mínimo.

Los cuentos me pintan como una estúpida de campeonato y aseguran que decía: «Hansel, saca un dedo por los barrotes» y que el niño sacaba en cambio un huesecillo, a lo que yo contestaba: «Huy, aún está muy flacucho para comérselo», dibujando una sonrisa con una boca en muy mal estado.

No me gustaba mirarme al espejo cuando estaba en mi forma verdadera. Se me había caído casi toda la dentadura y la magia necesaria para mantener unos pocos dientes falsos requería energía. Por eso desde hacía un tiempo comía estofado, porque la carne estaba muy blandita. Alguna que otra vez había comido carne humana, pero hacía más de cien años que no la cataba. Hansel era todavía muy joven y estaba tiernecito, pero seguro que Gretel mucho más. No obstante, únicamente podía matarlos y comérmelos una sola vez y no esperar habría sido un desperdicio enorme: Estando vivos y rellenitos podían ir aportando sangre para todos los hechizos que iba a necesitar.

Por descontado, sabía que lo que me sacaba Hansel para que palpara no era un dedo. Cada vez veía menos, pero el olfato no me había traicionado y tampoco el tacto: Mis dedos saben distinguir entre piel y hueso.

Durante todo ese tiempo, al llegar la noche me transformaba y me iba a casa de Karl para ser su afectuosa esposa. Sentir la culpa que le provocaba haber abandonado a los niños e introducir en su cabeza sutiles sugerencias sobre animales, alimentar sus pesadillas, aportaba variedad a mi vida. Dejó de cortar madera y empezó a pasarse el día recorriendo el bosque en busca de sus hijos, llamándolos, para luego regresar a casa por la noche exhausto y sumirse en unos sueños horripilantes que lo agotaban aún más. ¿Hasta dónde llegaría antes de volverse loco del todo, antes de que no hubiera vuelta atrás? Le daba de comer dos veces al día, buenos alimentos, y en ningún momento se le ocurrió preguntar de dónde salían; se limitaba a comer entre sollozos, dormir entre pesadillas y recorrer el bosque lloriqueando, sin acercarse nunca a mi casita; ¡De eso me encargaba yo! Con Hansel mantenía breves conservaciones filosóficas:

—¿Qué pasaría si te devorase poquito a poco? Podría cortarte un brazo y empezar por ahí. Soy bruja, Hansel, ya lo sabes, podría hacer que se te curase el muñón y que ni siquiera sangrase. ¿Qué brazo te gustaría que te quitara primero?

Si hablaba así con Gretel, se ponía a chillar y se tiraba al suelo, y luego no me servía de criada durante varias horas, pero en cambio Hansel reflexionaba con seriedad y respondía con voz firme, como si aquello no fuera con él:

—Estoy convencido de que sería muy buen alimento, pero para comprobarlo no tienes que quitarme un brazo entero. Un pedazo de carne te serviría y con eso conservaría los dos brazos y las dos piernas; piensa que es posible que en algún momento me necesites para algún trabajo pesado. Me parece a mí que te conviene que siga siendo útil.

—Ya veremos —decía yo, y me marchaba enfadada. Por descontado que quería que estuviera en condiciones de hacer trabajos pesados cuando fuera necesario. Tenía previsto ampliar el laboratorio antes del invierno y si lo hacía él en mi lugar me resultaría mucho más cómodo, porque mis poderes iban disminuyendo progresivamente.

Bueno, esa historia sobre el homo en el que dicen que me metió Gretel con artimañas... Eso es una falsedad como la copa de un pino, como habría dicho un marido muy exagerado que tuve hace mucho. Es cierto que había un horno y que había metido el pan dentro, y también que estaba pinchando a Gretel diciéndole que detrás iría Hansel, pero en ningún momento le ordené que se metiera para probarlo. Habría sido absurdo. Sin embargo, lo cierto es que me había confiado y que la niñata no era tan sumisa como parecía. ¡Menuda bribonzuela!

¿Cómo se las arreglaría para encontrar la llave del candado de Hansel? El embrujo de invisibilidad tendría que haber durado eternamente. En fin, de repente no encontré al niño en el establo, porque estaba escondido tras la esquina, y entre los dos consiguieron meterme dentro de un empujón y cerrar el candado. Una rabia tremenda se apoderó de mí una vez más, pero como estaba bien alimentada no pude aprovechar bien su fuerza. Aferré los barrotes. Cien años antes habría sido capaz de dejarlos hechos astillas, pero dada mi debilidad se me resistieron. Me dejé caer, abrumada de momento por la rabia.

Debió de ser entonces cuando los niños forzaron el cofre de mis joyas y se llenaron los bolsillos. Lo más probable es que también se llevaran una bolsa llena de gemas. Mi gran amuleto de topacio desapareció, junto con la corona de esmeraldas del marajá y el diamante de Zanzíbar, pero, claro, aún no he podido hacer inventario.

Ahora ya he recuperado la calma, los niños se han marchado y sigo encarcelada. Si me transformo, perderé el poder que me queda. ¿Quizá debería elegir otra forma? Un pájaro, un insecto o cualquier animal pequeño pasaría con facilidad entre los barrotes, pero sólo me queda energía para hacer el cambio una vez. La forma que adopte ahora será la mía durante una buena temporada, quizá para siempre. ¿Qué hago?

¿Podría colarse entre los barrotes un niño escuálido y canijo? ¿Tendría que ser muy, muy pequeñito? ¿Estoy preparada?

Y, si me decido por eso, ¿Qué pasará luego? Karl se habrá quedado sin esposa, pero los niños darán con él: Tendrán mucha comida y su padre se pasa todo el día dando vueltas por el bosque. No tardarán en encontrarse. Si me convierto en un niño pequeño, no podré llegar muy lejos. Por suerte, no pretendo llegar muy lejos. He invertido mucho esfuerzo aquí y estoy muy vieja para empezar de cero. Cuando me presente en la puerta de su casa con carita de hambre y unos ojos oscuros enormes, sé que me acogerán con los brazos abiertos.