W. W. Jacobs
—No son más que tonterías —aseguró Jack Barnes—. Pues claro que ha muerto gente en la casa, como en todas las casas. Y lo de los ruidos... El viento que se oye por la chimenea y las ratas de detrás de los zócalos resultan muy convincentes para quien ya está nervioso. Ponme otra taza de té, Meagle.
—Les toca a Lester y a White —contestó Meagle, que presidía la mesa ante la que estaban tomando el té, en la posada Three Feathers—. Tú ya te has bebido dos.
Lester y White apuraron sus tazas con una lentitud exasperante, deteniéndose entre sorbo y sorbo para inhalar el aroma del brebaje y analizar con detenimiento las hojas que flotaban con relativa abundancia en él. Luego el señor Meagle se las llenó hasta el borde y por fin se volvió hacia el señor Barnes, que lo esperaba con mal gesto, y le pidió sin mucho afán que llamara para que llevaran más agua caliente.
—Vamos a tratar de mantener tus nervios en su estado de buena salud actual —comentó—. Yo, por mi parte, digamos que creo a medias en lo sobrenatural.
—Como cualquier persona sensata —apuntó Lester—. Una tía mía vio un fantasma una vez.
White asintió y añadió:
—Un tío mío también.
—El que los ve siempre es algún conocido —apostilló Barnes.
—Bueno, la casa está ahí —recordó Meagle—. Es un caserón por el que piden un alquiler insignificante y nadie se lo queda. Se ha cobrado un precio siempre que una familia ha vivido allí, aunque fuera por muy poco tiempo, como mínimo se ha cobrado una vida cada vez, y desde que está desocupada los guardas han ido muriendo uno tras otro. El último, hace quince años.
—Precisamente —contestó Barnes—. Hace tanto, que las leyendas han tenido tiempo de acumularse.
—Te apuesto una libra a que no pasas la noche allí tu solo, por mucho que digas —intervino White de repente.
—Y yo veo la apuesta —añadió Lester.
—No —respondió Barnes con tono pausado—. No creo en los fantasmas ni en ninguna otra cosa sobrenatural, pero de todos modos reconozco que no me gustaría pasar una noche allí a solas.
—Pero ¿Por qué? —quiso saber White.
—¿Por el viento que se oye por la chimenea? —preguntó Meagle, sonriéndose.
—¿Por las ratas de detrás del zócalo? —terció Lester.
—Podéis decir lo que queráis —dijo Barnes, ruborizado.
—¿Y si vamos todos?—propuso Meagle—. Si salimos después de cenar, llegaremos hacia las once. Ya llevamos diez días de marcha sin una sola aventura, a no ser que contemos el momento en que Barnes descubrió que el agua estancada en una zanja huele a rayos. En todo caso, será una novedad y, si sobrevivimos todos y con ello rompemos el hechizo, el dueño tendría que estar contento y darnos una buena recompensa.
—Primero hay que ver qué dice el tabernero —comentó Lester—, Pasar la noche en una casa común y corriente no tiene nada de divertido. Hay que asegurarse de que esté encantada.
Hizo sonar la campana y, después de requerir la presencia del dueño, le suplicó, en nombre de la humanidad que compartían, que no les permitiera desperdiciar una noche vigilando una casa en la que no hubiera ni rastro de duendes o espectros. La respuesta fue más que tranquilizadora, pues el tabernero, tras relatar con considerable arte y gran lujo de detalles la aparición de una cabeza que había quedado colgando de una ventana a la luz de la luna, les solicitó con buenas formas pero también con cierto apremio que saldaran la cuenta antes de dirigirse al caserón.
—Me parece estupendo que se diviertan ustedes que son jóvenes todo lo que quieran —aseguró en tono indulgente—, pero supongamos que por la mañana los encuentran a todos muertos: ¿Cómo me quedaría yo? Sepan que si se dice que la casa se cobra un precio será por algo.
—¿Quién fue la última víctima? —preguntó Barnes, con aire de burla cortés.
—Un vagabundo. Se metió allí dentro para ganarse media corona y a la mañana siguiente apareció colgado de los balaustres, muerto.
—Suicidio. Un perturbado.
El tabernero asintió ante las palabras de Barnes y añadió con voz sosegada:
—Eso fue lo que falló el jurado, pero cuando entró en la casa a mí no me pareció nada perturbado. Hacía años que lo conocía, así, de pasada. Soy pobre, pero no dormiría en ese caserón ni aunque me dieran cien libras.
Repitió aquella afirmación al cabo de unas horas en el momento en que sus clientes iniciaron la expedición. Partieron cuando cerraba sus puertas la posada y oyeron a su espalda el estrépito de los cerrojos. La clientela habitual echaba a andar penosamente para recogerse ya y ellos emprendieron con brío el camino de la casa. Casi todas las ventanas estaban ya a oscuras y en unas cuantas más se apagaron las luces a su paso.
—Parece bastante desmedido tener que perder una noche sólo para convencer a Barnes de la existencia de los fantasmas —opinó White.
—Es por una buena causa —señaló Meagle—, por un objetivo que desde luego vale la pena, y me da en la nariz que vamos a salimos con la nuestra. ¿No te habrás olvidado las velas, Lester?
—He traído dos; el viejo no podía prescindir de más.
La luna apenas brillaba y la noche estaba nublada. El camino discurría entre setos altos y estaba oscuro, hasta el punto de que en un tramo determinado que cruzaba un bosque tropezaron en dos ocasiones con el terreno irregular de los bordes.
—A quien se le diga que hemos abandonado unas camas bien cómodas por esto... —exclamó White—. Vamos a ver: Ese sepulcro residencial tan apetecible queda a la derecha, ¿No es cierto?
—Está más adelante —aseguró Meagle.
Siguieron avanzando durante un tiempo en silencio, roto sólo por el elogio hecho por White de la cama mullida, limpia y acoge—
dora que iba quedándose más y más atrás. Guiados por Meagle giraron por fin a la derecha y, tras avanzar menos de medio kilómetro, distinguieron la verja del caserón ante ellos.
Prácticamente lo ocultaba la maleza del jardín. El camino de acceso estaba invadido por los matojos, pero siguieron a Meagle y lograron abrirse paso hasta que la mole de la construcción surgió de las tinieblas y apareció ante ellos.
—Por la parte de atrás hay una ventana por la que podemos metemos, según el tabernero —comentó Lester cuando ya estaban ante la puerta principal.
—¿Una ventana? Qué tontería —opinó Meagle—. Vamos a hacer las cosas bien. ¿Dónde está la aldaba?
La buscó a tientas y tras encontrarla propinó unos sonoros golpetazos contra la puerta.
—¡No hagas estupideces! —lo reprendió Barnes, enojado.
—Los sirvientes fantasmales están todos dormidos —repuso el otro cotí seriedad—, pero voy a despertarlos antes de espantarlos bien espantados. Es escandaloso que nos tengan aquí fuera a oscuras.
Volvió a hacer sonar la aldaba y el ruido resonó en el vacío del otro lado. Luego, con una exclamación repentina, extendió las manos y dio un paso tambaleante al frente.
—¡Pero si estaba abierta! —exclamó, con un extraño temblor en la voz. Vamos.
—No me creo que no estuviera cerrada —intervino Lester, sin moverse un ápice—. Alguien nos está gastando una broma.
—Qué tontería —contestó Meagle bruscamente—. Dame una vela. Gracias. ¿Quién tiene una cerilla?
Barnes sacó una caja y encendió una, tras lo cual Meagle, protegiendo la llama con una mano, echó a andar hacia el pie de la escalera.
—Que alguien cierre la puerta —pidió—, hay demasiada corriente.
—Está cerrada —contestó White después de mirar por encima del hombro.
Meagle se llevó un dedo al mentón y mirando a sus tres compañeros preguntó:
—¿Y quién la ha cerrado? ¿Quién ha sido el último en entrar?
—Pues yo —repuso Lester—, pero no recuerdo haberla cerrado... Quizá, no sé.
Meagle estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó dos veces y, sin dejar de vigilar la llama con atención, empezó a explorar la casa, con los otros pisándole los talones. Las sombras bailaban por las paredes y acechaban por los rincones a su paso. Al final del corredor encontraron una segunda escalera por la que decidieron subir poco a poco hasta alcanzar el primer piso.
—¡Cuidado! —recomendó Meagle cuando llegaron al rellano.
Extendió el brazo que sostenía la vela e iluminó el punto en el que se habían roto los balaustres. Luego miró con curiosidad el vacío que quedaba inmediatamente debajo.
—Ahí sería donde se ahorcó el vagabundo, supongo —comentó, pensativo.
—Qué morboso eres —afirmó White, cuando ya habían empezado a andar otra vez—. Este sitio ya es lo bastante espeluznante sin que nos recuerdes eso. Bueno, vamos a buscar una habitación cómoda para echar un traguito de whisky cada uno y fumarnos una pipa. ¿Qué os parece ésta?
Abrió una puerta al final del pasillo que daba a un cuarto pequeño y cuadrado. Meagle entró el primero con la vela y, tras derretir una o dos gotas de sebo, la pegó sobre la repisa de la chimenea. Los demás se sentaron en el suelo y observaron con buena cara cómo White sacaba del bolsillo una botellita de whisky y una taza de hojalata.
—¡Hum, me he olvidado el agua! —exclamó.
—En seguida te la traen —replicó Meagle, y tiró con fuerza de la cadena de la campanilla, cuyo tañido herrumbroso les .llegó procedente de una lejana cocina. Volvió a llamar.
—¡No hagas tonterías! —lo censuró Barnes con brusquedad.
—Sólo quería complaceros —repuso Meagle entre risas—. Tiene que haber como mínimo un fantasma en la zona de servicio.
Barnes alzó la mano para pedir silencio.
—¿Sí? —Meagle sonrió burlonamente a los otros dos—. ¿Acaso se acerca alguien?
—¿Por qué no dejamos el jueguecito y volvemos? —planteó Barnes de improviso—. No creo en los espíritus, pero nadie es capaz de controlar los nervios. Reíd todo lo que queráis, pero de verdad que me ha parecido que se abría la puerta de abajo y subían unos pasos por la escalera.
Sonoras carcajadas ahogaron su voz.
—Ya va entrando en razón —aseguró Meagle con una sonrisita de suficiencia—. Cuando acabe con él creerá firmemente en lo sobrenatural. Bueno, ¿Quién va a buscar agua? ¿Tú, Barnes?
—No.
—Si es que hay, tal vez no se pueda beber después de tantos años —apuntó Lester—. Hay que pasar sin.
Meagle asintió y mientras se sentaba en el suelo extendió la mano para reclamar la taza. A continuación encendieron las pipas y el aroma limpio y saludable del tabaco impregnó la habitación. White sacó una baraja; la charla y las risas resonaron por el cuarto y se apagaron de mala gana en pasillos lejanos.
—En las habitaciones vacías siempre me llevo la falsa impresión de que tengo la voz grave —comentó Meagle—. Mañana...
Soltó una exclamación ahogada en el momento en que la luz se apagaba de repente y algo le golpeaba en la cabeza. Los demás se pusieron de pie de un brinco y Meagle se echó a reír.
—Es la vela —exclamó—. No la he pegado bien.
Barnes encendió una cerilla, prendió de nuevo la candela y la colocó sobre la repisa para sentarse y recoger sus cartas.
—¿Qué iba diciendo?—preguntó Meagle—. Ah, sí, que mañana...
—¡Escuchad! —ordenó White, colocando la mano en la manga del otro—. Os doy mi palabra de que de verdad me ha parecido oír una risa.
—¡Os propongo una cosa!—lo interrumpió Barnes—. ¿Por qué no volvemos? Ya me he cansado. Yo también tengo la impresión de que voy oyendo cosas, ruidos de algo que se mueve de un lado a otro por ese pasillo. Ya sé que son imaginaciones mías, pero estoy incómodo.
—Vete si quieres —repuso Meagle—, que nosotros podemos seguir jugando con la mano del muerto, como suele decirse. O si prefieres, al bajar le cedes tus cartas al vagabundo.
Barnes se estremeció y soltó una exclamación de rabia. Se puso en pie, se acercó a la puerta, que estaba entrecerrada, y aguzó el oído.
—Sal, hombre —recomendó Meagle, con un guiño a los otros dos—. Te reto a bajar hasta la puerta de entrada y volver tú solo.
Barnes regresó, se inclinó hacia delante y encendió la pipa con la vela.
—Estoy nervioso pero no he perdido la razón —aseguró, mientras dejaba escapar una nubecilla de humo—. Los nervios me dicen que algo ronda por ese pasillo tan largo, pero la razón contesta que eso son tonterías. ¿Dónde están mis cartas?
Volvió a sentarse y, tras recoger su mano, la estudió con detenimiento y salió.
—Te toca, White —indicó tras una pausa, pero el aludido no se inmutó.
—Pero si se ha dormido —observó Meagle—. Despierta, muchacho. Despierta y juega.
Lester, que estaba sentado a su lado, lo agarró del brazo y lo sacudió, primero con delicadeza y luego con cierta brusquedad, pero White, con la espalda pegada a la pared y la cabeza agachada, no reaccionó. Meagle le dio un buen grito al oído y después se volvió hacia los otros con cara de asombro.
—Duerme como un fiambre —dijo, haciendo una mueca—. Bueno, aún quedamos tres para hacernos compañía.
—Sí —confirmó Lester, asintiendo—. A no ser que... ¡Dios santo! ¿Y si...?
Se interrumpió y los miró entre temblores.
—¿Y si qué? —preguntó Meagle.
—Nada —tartamudeó Lester—. Vamos a despertarlo. Inténtalo otra vez. ¡White! ¡White!
—No sirve de nada —afirmó Meagle con seriedad—; ese sueño es un poco extraño.
—A eso me refería —añadió Lester—, y si él se ha dormido así ¿Por qué no podría...?
Meagle se incorporó de un salto y contestó con rudeza:
—Qué tontería. Está agotado, sin más. Aunque, bueno, vamos a cogerlo y a largarnos. Tú agarra las piernas y que Barnes abra camino con la vela. ¿Sí? ¿Quién anda ahí?
De improviso levantó la vista en dirección a la puerta.
—Me había parecido que alguien llamaba con los nudillos —explicó con una risa abochornada—. Bueno, Lester, vamos a levantarlo. Uno, dos... ¡Lester! Lester!
Pegó un brinco, ya demasiado tarde; Lester, con la cara hundida en los brazos, había caído hacia un lado, profundamente dormido, y por mucho que Meagle lo intentó no logró despertarlo.
—Se... ha... dormido... —balbuceó—. ¡Dormido!
Barnes, que había cogido la vela de la repisa de la chimenea, se quedó mirando fijamente y en silencio a sus dos compañeros dormidos mientras el sebo goteaba contra el suelo.
—Hay que salir de ésta —gritó Meagle—. ¡Rápido!
Barnes titubeó.
—No podemos dejarlos aquí... —empezó.
—No hay otra salida —contestó Meagle con voz estridente—. Si tú también te duermes me voy... ¡Rápido, vámonos!
Agarró al otro del brazo e intentó llevarlo a rastras hasta la puerta, pero se zafó de él, volvió a colocar la vela encima de la repisa y trató de despertar a sus compañeros.
—No sirve de nada —dijo por fin, y les dio la espalda para volverse hacia Meagle y advertirle con inquietud—. Tú no te atrevas a dormirte.
El otro negó con la cabeza y se quedaron quietos durante un tiempo, sumidos en un silencio violento.
—Será mejor cerrar la puerta —propuso Barnes por fin.
Fue hasta allí e hizo precisamente eso, con sumo cuidado, pero al oír un ruido a su espalda se dio la vuelta y vio a Meagle desvanecido sobre la piedra de la chimenea.
Se le cortó la respiración y se quedó inmóvil. En el interior de la habitación la vela, cuya llama vacilaba debido a la corriente, iluminaba tenuemente las actitudes grotescas de los otros tres. Su imaginación exaltada le decía que al otro lado de la puerta había una agitación extraña y furtiva. Trató de silbar, pero tenía los labios resecos y con gesto mecánico se encorvó y empezó a recoger las cartas desparramadas por el suelo.
Se detuvo una o dos veces y se incorporó, con la cabeza inclinada, para aguzar el oído. La agitación del exterior parecía ir en aumento; se oyó un fuerte crujido procedente de la escalera.
—¿Quién anda ahí? —gritó con fuerza.
El crujido cesó. Fue hasta la puerta y la abrió de golpe para salir al pasillo a grandes zancadas. Al echar a andar, de repente, el miedo se esfumó.
—¡Venid! —gritó con una risa grave—. ¡Venid todos! ¡Todos! Mostrad vuestro rostro, ¡Vuestro rostro grotesco e infernal! ¡No os ocultéis!
Se rió de nuevo y siguió adelante; en ese momento quien estaba derrumbado en el hogar sacó la cabeza como una tortuga y se concentró con horror en los pasos que se alejaban. Tuvieron que llegar a perderse en la distancia para que se relajaran las facciones del hombre que los escuchaba.
—Dios santo, Lester, lo hemos vuelto loco —afirmó con un susurro de temor—. Tenemos que ir tras él.
No hubo respuesta. Meagle se incorporó como movido por un resorte.
—¿Me habéis oído? Dejad de hacer el tonto ahora mismo; esto es serio. ¡White! ¡Lester! ¿Es que no me oís?
Se inclinó sobre ellos y los inspeccionó presa de la perplejidad y la furia.
—Muy bien —dijo con voz temblorosa—, pero a mí no vais a asustarme, que quede claro.
Se volvió y se dirigió con una despreocupación exagerada hacia la puerta. Salió incluso al exterior y miró por el resquicio que quedaba junto a la jamba, pero ninguno de los dos se movió. Escudriñó la oscuridad que había más allá y decidió volver a entrar apresuradamente en el cuarto.
Se quedó unos segundos allí de pie, observándolos. El silencio de la casa era sobrecogedor; ni siquiera los oía respirar. Decidido de repente a hacer algo, aferró la vela de la repisa de la chimenea y acercó la llama a un dedo de White. En seguida retrocedió estupefacto, tambaleándose, y en ese momento volvieron a oírse las pisadas.
Se puso en pie con la vela en la mano temblorosa y escuchó. Las oyó ascender por la escalera más lejana, pero cuando se acercó a la puerta se detuvieron en seco. Avanzó un poco por el pasillo y los pasos salieron disparados escalera abajo y luego trotaron por el pasillo de la planta baja. Meagle regresó a la escalera principal y de nuevo cesaron.
Se asomó durante unos instantes por encima de los balaustres, aguzando el oído y tratando de distinguir algo en la oscuridad que había a sus pies; luego, poco a poco, paso a paso, empezó a bajar y, sosteniendo la vela por encima de la cabeza, escudriñó la negrura que tenía ante sí.
—¡Barnes! —llamó—. ¿Dónde estás?
Tiritando de miedo empezó a recorrer el pasillo y haciendo acopio de todo su valor abrió puertas y metió la cabeza con temor en habitaciones vacías. Luego, de repente, oyó los pasos ante sí.
Los siguió despacio, con miedo de que se le agotara la vela, y lo guiaron hasta llegar a una cocina amplia y desierta, con las paredes marcadas por la humedad y el suelo levantado. Al fondo, una puerta que daba a un cuarto interior acababa de cerrarse. Corrió hasta ella y la abrió de golpe, y entonces un soplo de aire frío apagó la vela. Se le heló la sangre.
—¡Barnes!—volvió a gritar— ¡No tengas miedo! Soy yo... ¡Meagle!
No obtuvo respuesta. Se quedó quieto mirando fijamente la oscuridad y en ningún momento lo abandonó la idea de que había algo allí cerca que lo observaba. Entonces, de repente, las pisadas reaparecieron en el piso de arriba.
Retrocedió apresuradamente, cruzó la cocina y a tientas logró desandar el camino por el estrecho pasillo. Ya veía mejor en la oscuridad. Cuando por fin llegó al pie de la escalera empezó a ascender quedamente. Llegó al descansillo justo a tiempo de ver cómo una figura desaparecía tras doblar una esquina. Siempre con cuidado para no hacer ruido, siguió el sonido de los pasos hasta el primer piso y prosiguió la persecución hasta el final de un corto corredor.
—¡Barnes! —susurró—. ¡Barnes!
Algo se revolvió en la oscuridad. Un ventanuco circular situado al fondo rompía levemente la oscuridad y revelaba la tenue silueta de una figura inmóvil. En lugar de avanzar, Meagle se quedó casi igual de quieto, atrapado por una duda terrible y repentina. Con los ojos clavados en la forma se fue hacia atrás lentamente y cuando aquello avanzó hacia él soltó un grito horripilante:
—¡Barnes! ¡Por el amor de Dios! ¿Eres tú?
El eco de su voz hizo temblar el aire, pero la figura que tenía delante no se inmutó. Por un instante, Meagle trató de hacer acopio de valor para soportar aquella acometida, pero luego se volvió con un chillido ahogado y echó a correr.
Los pasillos se transformaron en un laberinto y se abrió paso por ellos a ciegas, buscando en vano la escalera. Si pudiera bajar y abrir la puerta principal...
Recuperó el aliento, pero empezó a sollozar; volvían a oírse las pisadas. Avanzaban a buen ritmo pero con pesadez, recorriendo los pasillos desiertos, entraban y salían, iban de un lado a otro, como si lo buscaran. Se detuvo, horrorizado, y cuando notó que se acercaban se metió en un cuarto y se pegó al otro lado de la puerta para oírlos pasar. Luego salió y echó a correr con rapidez y sigilo en dirección contraria, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que de nuevo lo seguían. Dio con el pasillo largo y echó a correr por él con todas sus fuerzas. La escalera que conocía estaba situada al final y con las pisadas pegadas a los talones empezó a bajar por ella a ciegas y sin aminorar la velocidad. Los pasos acortaban las distancias y se hizo a un lado para dejarlos pasar, sin detener su huida precipitada. Entonces, de repente, le pareció que le arrebataban el suelo de debajo de los pies y se adentraba en el espacio.
Lester se despertó por la mañana, cuando el sol ya se colaba a raudales en la habitación, y se encontró con White levantado, mirándose con cierta perplejidad un dedo cubierto por una gran ampolla.
—¿Dónde están los demás? —preguntó el primero.
—Se habrán ido, supongo —contestó White—. Nos habremos quedado dormidos.
Lester se irguió, estiró las entumecidas extremidades y se desempolvó la ropa con las manos antes de salir al pasillo. White lo siguió. Al oírlos acercarse, una figura que hasta hacía un instante dormía en el otro extremo se incorporó y reveló el rostro de Barnes.
—Pero si me he dormido —se sorprendió—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No recuerdo haber venido.
—Un sitio ideal para echarse la siesta —comentó Lester, con gravedad, mientras señalaba en hueco entre los balaustres—. ¡Mirad! Si hubieras ido un metro más allá, ¿Dónde habrías acabado?
Se acercó con aire despreocupado hasta el borde y se asomó. En respuesta a su grito de asombro, los otros corrieron a su lado y los tres se quedaron mirando el cadáver del piso de abajo.