H. G. Wells

I

Una noche de confidencias, no hará ni tres meses, Lionel Wallace me contó esta historia de la puerta del muro. En aquel momento tuve la impresión de que, por lo que a él respectaba, se trataba de un relato verídico.

Me la contó de forma tan sencilla, directa y convincente que no tuve más remedio que creérmela. Luego, por la mañana, en mi casa, desperté en una atmósfera distinta y mientras, aún tumbado en la cama, repasaba lo que me había dicho, privado ya del hechizo de su voz efusiva y pausada, despojado de la luz de la mesa, concentrada y tamizada, de la atmósfera misteriosa que lo envolvía y de muchas cosas agradables, de los postres, las copas y la mantelería de la cena que acabábamos de compartir, de todo lo que había creado en aquel momento un mundo reducido y estimulante, aislado por completo de la realidad cotidiana, me pareció que la historia era francamente increíble. «¡Resultó desconcertante! —me dije—. ¡Qué bien lo hizo! No es en absoluto lo que habría esperado que se le diera bien a él, precisamente a él.»

Después, incorporado ya en el lecho, me tomé el té del desayuno y sin darme cuenta empecé a tratar de justificar la sensación de realidad que me resultaba sorprendente en sus recuerdos imposibles, suponiendo que de algún modo sugirieran, presentaran o reflejaran (no sé qué palabra emplear) experiencias que de otro modo sería imposible contar.

Bueno, ya no recurro a esa explicación. He superado las dudas que me asaltaron en el ínterin. Ahora creo, como creí en el momento en que lo contó, que Wallace hizo todo lo que estaba en su mano para revelarme la verdad de su secreto, pero no puedo pretender adivinar si vio de verdad o únicamente creyó ver, si estuvo en posesión de un privilegio inestimable o fue víctima de un sueño fantástico. Ni siquiera las circunstancias de su muerte, que puso fin para siempre a mis dudas, arrojan luz sobre el asunto. El lector deberá juzgar por sí mismo.

He olvidado qué comentario fortuito o qué crítica vertí para animar a un hombre tan reservado a confiar en mí. Se defendía, creo, de una imputación de negligencia e informalidad que le había hecho con respecto a una gran decisión pública en la que me había decepcionado cuando, de repente, se soltó.

—Tengo una preocupación... —empezó, y tras una pausa que dedicó a estudiar la ceniza del puro que estaba fumando añadió—: Sé que he sido negligente. Lo cierto es que... no se trata de un caso de fantasmas o de apariciones..., sino... de una cosa que parece rara al contarla, Redmond... Estoy obsesionado. Me obsesiona algo... que me angustia bastante, que me llena de anhelos...

Se detuvo, atenazado por esa timidez inglesa que con tanta frecuencia nos domina cuando pretendemos hablar de cosas emotivas, serias o hermosas.

—Tú estudiaste siempre en Saint Athelstan —comentó, y por un instante me pareció un dato de lo más irrelevante—. Bueno, pues...

Hizo otra pausa, tras la cual, primero de forma vacilante y luego con más soltura, empezó a contarme lo que ocultaba del recuerdo imborrable de una belleza y una felicidad que llenaban su corazón de anhelos insaciables que hacían que todos los. intereses y el espectáculo de la vida mundana le resultaran grises, tediosos y vanos.

Ahora que tengo la clave, me parece que lo llevaba escrito con claridad en el rostro. Conservo una fotografía en la que quedó atrapada e intensificada esa mirada de apatía. Me recuerda lo que dijo una vez de él una mujer, una mujer que lo había querido mucho: «De repente, pierde el interés. Se olvida de ti. Le traes sin cuidado, aunque te tenga delante de las narices».

Sin embargo, Wallace no siempre perdía el interés y cuando prestaba atención a algo podía resultar un hombre sumamente aventajado. De hecho, su trayectoria profesional estaba jalonada de éxitos. Hacía mucho tiempo que me había dejado atrás; había despuntado muy por encima de mí y había dejado una huella que yo no podía dejar de ninguna forma. Aún le faltaba un año para cumplir los cuarenta y ahora dicen que de haber vivido habría ocupado un alto cargo y con toda probabilidad habría entrado en el nuevo gobierno. En el colegio siempre me superaba sin esfuerzo, como si fuera algo natural. Estudiamos juntos en Saint Athelstan’s College, en West Kensington, durante casi toda nuestra vida académica. Llegó al centro siendo mi igual, pero salió de él muy por encima de mí, envuelto en un halo de becas y de éxitos. Sin embargo, creo que tuve un rendimiento más que correcto. En el colegio fue precisamente donde oí hablar por primera vez de la puerta del muro, de la que volvería a tener noticias apenas un mes antes de la muerte de Wallace.

Para él, como mínimo, la puerta del muro era una puerta de verdad que atravesaba un muro de verdad para dar a realidades inmortales. De eso estoy ahora convencido.

Entró en su vida a temprana edad, cuando era un chaval de entre cinco y seis años. Recuerdo ahora cómo, cuando me ofreció su confesión con una seriedad pausada, razonó y calculó la fecha.

—Había una parra virgen de un rojo intenso —aseguró— que cubría con un manto carmesí el muro blanco, iluminado por la pálida luz ámbar del sol. En eso me fijé con detalle, aunque no recuerdo con claridad por qué, y había hojas de castaño de Indias por la limpia acera de delante de la puerta verde. Estaban surcadas de amarillo y de verde, ¿Sabes?, no marrones ni sucias, así que debían de haber caído hacía poco. Supongo, pues, que debía de ser octubre. Todos los años me fijo en la caída de las hojas de ese árbol, así que lo tengo claro.

»Por lo tanto, si estoy en lo cierto, tenía aproximadamente cinco años y cuatro meses.

Había sido, afirmó, un crío precoz: Había aprendido a hablar a una edad anormalmente temprana y era tan sensato y tan chapado a la antigua, como suele decirse, que se le permitía tomar la iniciativa hasta límites que la mayoría de los niños apenas alcanzan con siete u ocho años. Su madre había muerto al nacer él, con lo que había quedado al cuidado, menos atento y estricto, de una institutriz. Su padre era un abogado severo y absorto en sus pensamientos que le prestaba escasa atención y esperaba grandes cosas de él. A pesar de lo mucho que prometía, creo que la vida le resultaba algo gris y aburrida. Un buen día se escapó y se fue a pasear sin rumbo fijo.

No recordaba en concreto cómo se había producido el descuido que había permitido que se fuera por su cuenta y tampoco la ruta que había seguido por las calles de West Kensington. Todo eso había quedado sumido en la bruma incurable de la memoria. Sin embargo, el muro blanco y la puerta verde se le habían quedado grabados con total claridad.

De acuerdo con el recuerdo que tenía de aquella lejana experiencia infantil, nada más ver aquella puerta sintió una emoción peculiar, una atracción, un deseo de acercarse, abrirla y cruzar el umbral.

Al mismo tiempo, tenía el claro convencimiento de que ceder a esa llamada era o bien una imprudencia o bien un error (no sabía cuál de las dos cosas). Insistió, como detalle curioso en el que se fijó desde un principio (o eso creía, pues no descartaba que la memoria le hubiera jugado una broma de pésimo gusto), en que la puerta estaba abierta y podía entrar cuando le apeteciera.

Me parece estar viendo la figura de ese niño, atraído y ahuyentado al mismo tiempo. Wallace también tenía muy claro, aunque eso nunca quedó explicado, que en caso de que entrara por aquella puerta su padre se enfadaría mucho.

Me describió esos momentos de titubeo con todo lujo de detalles. Pasó de largo y luego, con las manos en los bolsillos y haciendo un intento infantil de silbar, siguió andando hasta más allá del final del muro. Allí recordaba una serie de tiendas humildes y sucias, en concreto la de un fontanero y pintor, con un batiburrillo mugriento de tuberías de loza, grifos de plomo, muestrarios de papel pintado y botes de pintura. Se detuvo y fingió que examinaba esos objetos, mientras ansiaba la puerta verde, la deseaba apasionadamente.

Entonces, me contó, sintió una emoción súbita y echó a correr antes de que las dudas se apoderasen de nuevo de él: Franqueó la puerta verde con el brazo estirado ante él y dejó que diera un portazo a su espalda. Así, en un abrir y cerrar de ojos, Wallace se metió en el jardín que lo obsesionaría toda la vida.

Le costó mucho transmitirme todas las sensaciones que le provocó aquel jardín en el que había entrado.

Flotaba algo en el aire que inducía al júbilo, que transmitía una impresión de ingravidez, de sosiego y de bienestar; tenía algo que provocaba que todos sus colores resultaran nítidos, perfectos y sutilmente luminosos. En el mismo instante de entrar, uno quedaba sumido en una felicidad exquisita que sólo se experimenta en este mundo en momentos excepcionales y cuando se es joven y alegre. Además, allí dentro todo era hermoso...

Wallace reflexionó antes de seguir contándome la historia.

—Bueno —dijo, por fin, con la inflexión de duda de quien se detiene ante las cosas increíbles—, resulta que allí había dos grandes panteras... Sí, panteras moteadas. Y no pasé miedo. Había un camino largo y ancho flanqueado por parterres de flores con bordillos de mármol y las dos bestias, enormes y aterciopeladas, jugaban por allí con una pelota. Una levantó la vista y se me acercó, con cierta curiosidad al parecer. Se me colocó justo delante, restregó con mucha delicadeza una oreja redonda y suave contra la manita que yo le tendía y ronroneó. Era, créeme, un jardín encantado. Lo sé. ¿Y sus dimensiones? Ah, se extendía a lo largo y a lo ancho, por un lado y por otro. Me parece que había colinas a lo lejos. A saber adonde fue a parar de repente West Kensington. Además, en cierto modo era como volver a casa.

»Resulta que en el preciso instante en que se cerró la puerta a mi espalda me olvidé de la calle con sus hojas de castaño caídas, sus coches de caballos y sus carretas de comerciantes, me olvidé de esa especie de fuerza gravitatoria que hace regresar a la disciplina y la obediencia del hogar, me olvidé de todas las dudas y todos los miedos, me olvidé de la discreción, me olvidé de todas las realidades íntimas de esta vida. Me convertí en un momento en un chaval muy contento y gozoso... en otro mundo. Era un lugar que tenía algo distinto, con una luz más cálida, más penetrante y más tenue, con un leve aire de alegría diáfana y jirones de nubes acariciadas por el sol en el azul de su cielo. Ante mí se abría aquel camino largo y ancho que me llamaba, con parterres sin malas hierbas a ambos lados, repletos de flores que nadie cuidaba, y con aquellas dos panteras gigantescas. Pasé las manitas sin temor por su fino pelaje y les acaricié las orejas redondas y los rincones sensibles que tenían debajo, jugué con ellas y fue como si me recibieran en mi propia casa. Me invadió una marcada sensación de regreso al hogar, y cuando al rato apareció por el camino una chica alta y rubia que se dirigió hacia mí, sonriente, y me saludó con un «¿Y bien?», me levantó por los aires, me besó, me dejó en el suelo y me cogió de la mano no hubo asombro, solamente una sensación de acierto deliciosa, un recordatorio de cosas felices que, por algún extraño motivo, se habían pasado por alto. Había unos escalones anchos, recuerdo, que se abrieron entre espigas de consólida real, y por ellos ascendimos hasta una gran avenida flaqueada de árboles oscuros, viejos y frondosos. Por toda aquella avenida, entre los tallos rojos agrietados, había asientos de honor de mármol y estatuas, así como palomas blancas muy dóciles y amistosas...

»Por aquella avenida me llevó mi amiga, con la cabeza baja (recuerdo el contorno adorable, la barbilla cincelada y el rostro dulce y cariñoso), haciéndome preguntas con voz tenue y afable y contándome cosas, cosas agradables, estoy seguro, aunque jamás he logrado recordar de qué se trataba... Después bajó de un árbol un monito capuchino, muy limpio, con el pelaje de un marrón rojizo y los ojos tiernos color avellana, que se puso a correr a mi lado, levantando la vista y sonriendo, hasta que por fin se me subió al hombro de un salto. Así proseguimos nuestro camino rebosantes de felicidad...

Se detuvo.

—Continúa —rogué.

—Me acuerdo de algunos detalles. Pasamos junto a un anciano absorto entre unos laureles, recuerdo, y por un lugar repleto de alegres periquitos, y salimos a una amplia columnata sombreada por la que llegamos a un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes gratas, lleno de cosas hermosas, lleno de todo lo que pudiera desear el corazón. Había muchas cosas y muchas personas, algunas que aún parecen destacar con claridad y otras que quedan un poco desdibujadas, pero todas ellas eran personas buenas y hermosas. De alguna forma, no sé cómo, se me comunicó la amabilidad de todas ellas, lo mucho que se alegraban de tenerme allí, y sus gestos me llenaron de gozo, lo mismo que el contacto de sus manos, que sus miradas de bienvenida y de amor. Sí...

Reflexionó durante un rato.

—Encontré compañeros de juegos, lo cual significaba mucho para mí, porque era un niño solitario. Jugaban a juegos maravillosos en un patio cubierto de hierba en el que había un reloj de sol hecho de flores. Y jugar era amar...

»Pero, y eso es extraño, tengo un vacío en la memoria. No recuerdo aquellos juegos. Jamás he sido capaz de recordarlos. Después, siendo aún niño, dediqué largas horas a intentar recordar la forma de aquella felicidad, incluso hasta que se me saltaban las lágrimas. Quería volver a jugar a aquello, en mi cuarto, yo solo. ¡No! Lo único que recuerdo es aquella dicha y a dos queridos compañeros de juegos que fueron los que más tiempo pasaron conmigo... Al cabo de un tiempo apareció una mujer morena y sombría, de rostro pálido y circunspecto y mirada etérea, una mujer sombría que vestía una túnica larga y sedosa de un violeta claro y que llevaba un libro; me hizo señas y me llevó con ella a una galería situada por encima de un salón, aunque mis compañeros se resistían a dejarme marchar e interrumpieron su juego y se quedaron mirando mientras me alejaba. “¡Vuelve con nosotros!—gritaban—, ¡Vuelve pronto con nosotros!” Levanté la vista para ver la cara de la mujer, pero no les hizo el más mínimo caso. Tenía un semblante delicado y serio. Me llevó a un asiento de la galería y me puse a su lado, dispuesto a mirar el libro, que se colocó sobre el regazo. Las páginas se abrieron de par en par, ella señaló y miré extasiado, pues me vi en las hojas vivientes de aquel libro: Era un cuento sobre mí mismo y en él estaba todo lo que me había sucedido desde el nacimiento...

»Me pareció maravilloso, porque las páginas de aquel libro no eran imágenes, ¿Comprendes?, sino realidades.

Wallace se detuvo con gesto serio y me miró poco convencido.

—Prosigue —pedí—. Lo comprendo.

—Eran realidades, sí, tenían que serlo; la gente se movía y las cosas entraban y salían de las páginas; mi querida madre, a la que jamás había olvidado; luego mi padre, severo y bien erguido, los criados, mi cuarto, todas las cosas familiares de casa. Luego la puerta de la calle y la ciudad bulliciosa, con tráfico que iba y venía: Miraba y me maravillaba, y volví de nuevo la cabeza hacia la cara de la señora, con cierto recelo, y fui pasando las hojas, saltándome esto y aquello para ver más de aquel libro, y más, hasta que por fin me encontré conmigo mismo, rondando indeciso ante la puerta verde del largo muro blanco, y sentí otra vez el conflicto y el miedo.

»Pregunté a voz en grito: “¿Y ahora qué?”, y ya estaba a punto de pasar la página cuando la fría mano de la mujer adusta me detuvo.

“¿Ahora qué?”, insistí, y forcejeé un poco, retirándole los dedos con toda mi fuerza infantil, y cuando cedió y la página reveló su secreto se inclinó sobre mí como una sombra y me besó en la frente.

»La página no mostraba el jardín encantado, ni las panteras, ni a la muchacha que me había acompañado de la mano, ni a los compañeros de juegos que se habían resistido a dejarme marchar, sino que en ella aparecía una calle larga y gris de West Kensington, a esa hora gélida de la tarde antes de que se enciendan las farolas, y allí estaba yo: Era una figurilla desdichada que lloraba a voz en grito, aunque trataba de contenerme, y lloraba porque no podía regresar junto a mis queridos compañeros de juegos, que habían pregonado: “¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!”. Allí me encontré. Aquello no era ya la página de un libro, sino la dura realidad; aquel lugar encantado y la mano que me refrenaba, perteneciente a la madre adusta en cuyo regazo había estado hacía un momento, habían desaparecido. ¿Adónde habían ido a parar?

Se detuvo de nuevo y permaneció en silencio durante un tiempo, con la vista clavada en el fuego.

—¡Ay, qué desgraciado fue aquel regreso! —musitó.

—¿Y bien? —pregunté, transcurrido más o menos un minuto.

—Cómo sufrí, pobrecito de mí: ¡Volvía a estar en este mundo gris! Cuando comprendí la trascendencia de lo que me había sucedido quedé sumido en un sufrimiento irreprimible. Y la vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas en público y de mi vergonzoso retorno me acompañan todavía a día de hoy. Vuelvo a ver al anciano de aspecto benévolo y lentes dorados que se detuvo y se dirigió a mí, tras pincharme suavemente con el paraguas. «Pobre chaval. ¿Te has perdido?», preguntó. ¡Y se lo decía a un niño de Londres de más de cinco años! Tuvo que llamar a un policía joven y atento y organizar un corrillo a mi alrededor para llevarme a casa con todo un desfile. Entre sollozos, con ganas de dejar de llamar la atención y asustado, regresé del jardín encantado a la escalera exterior de la casa de mi padre.

»Es todo lo que recuerdo de la visión de aquel jardín, que sigue obsesionándome. Por descontado, no puedo expresar en absoluto aquella indescriptible sensación de irrealidad translúcida, aquella esencia distinta de la cotidianeidad de la experiencia que lo dominaba todo, pero eso..., eso fue lo que sucedió. Si fue un sueño, estoy seguro de que sucedió de día y fue sumamente extraordinario... ¡Hum! Por descontado, a continuación sufrí un interrogatorio terrible, por parte de mi tía, mi padre, la niñera, la institutriz: Todo el mundo...

»Traté de explicárselo y mi padre me propinó la primera zurra de mi vida por contar mentiras. Cuando más adelante intenté relatárselo todo a mi tía me castigó de nuevo por mi vil persistencia. Todo el mundo tenía prohibido escucharme, prestar atención a una sola palabra sobre aquel episodio. Incluso me quitaron los libros de cuentos durante una temporada, puesto que era “demasiado imaginativo”. ¿Eh? ¡Sí, es cierto! Mi padre era de la vieja escuela... Y la historia quedó sólo para mis adentros. Se la susurraba a la almohada, una almohada que mis labios se encontraban a menudo mojada y salada debido a las lágrimas infantiles. A las oraciones imperativas y menos fervientes añadía siempre esta sentida petición: “Por favor, Dios, haz que sueñe con el jardín. ¡Ay, llévame hasta allí otra vez! ¡Llévame a mi jardín!”.

»Soñé frecuentemente con él. Puede que añadiera algo o puede que lo modificara; no lo sé... Todo esto, como comprenderás, es un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de recuerdos fragmentarios. Entre ese episodio y los demás recuerdos consecutivos de la infancia hay una laguna. Llegó un momento en el que me pareció imposible volver a hablar jamás de aquella visión fugaz y maravillosa.

Hice una pregunta evidente.

—No —contestó—. No recuerdo haber tratado en ninguna ocasión, durante aquellos años, de encontrar el jardín. Ahora me resulta extraño, pero me parece que, muy probablemente, tras aquel percance se dedicaron a vigilar mis movimientos más de cerca para evitar que tomara el mal camino. No, hasta la época en la que ya me conocías no intenté volver, e incluso creo que hubo un período (por increíble que parezca ahora) en que me olvidé por completo del jardín. Tendría ocho o nueve años. ¿Me recuerdas de niño en Saint Athelstan?

—¡Por supuesto!

—Por aquel entonces no mostraba ningún síntoma de tener un sueño secreto, ¿Verdad?

II

Levantó la vista con una sonrisa repentina.

—¿Alguna vez jugaste a la ruta del noroeste conmigo...? ¡No, claro, nuestros caminos no se cruzaban! Era uno de esos juegos a los que dedican el día entero todos los niños imaginativos. Se trataba de descubrir una ruta que llevara al colegio por el noroeste. El camino del colegio estaba muy claro; el juego consistía en encontrar otro que no lo estuviera, empezando diez minutos antes de la hora y yendo en una dirección prácticamente imposible para luego encontrar una forma de llegar a mi objetivo por calles por las que no solía pasar. Un día me compliqué, me metí en una zona de clase baja, al otro lado de Campden Hill, y empecé a pensar que por una vez el juego iba a salirme mal y acabaría llegando tarde. Casi a la desesperada, me metí por una calle que parecía que estaba cortada y al final encontré un pasaje por el que me metí a toda prisa con ánimos renovados. «Aún puedo conseguirlo», me dije, y pasé por una hilera de tiendecillas descuidadas que inexplicablemente me sonaban. ¡Y allí estaba! ¡Me topé con mi largo muro blanco y con la puerta verde que daba al jardín encantado!

»Fue como un mazazo: ¡Al fin y al cabo resultaba que aquel maravilloso jardín existía, no había sido un sueño!

Se detuvo.

»Supongo que mi segunda experiencia ante la puerta verde caracteriza la inmensa diferencia existente entre la vida ajetreada de un escolar y el esparcimiento infinito de un niño pequeño. En resumen, que esa segunda vez ni se me pasó por la cabeza entrar de inmediato. Resulta que... Para empezar, tenía la cabeza centrada en la idea de llegar a tiempo a clase, en no dar al traste con mi historial de puntualidad. Seguro que como mínimo sentí cierto deseo de comprobar si estaba abierta. Sí, tuve que sentirlo, pero sobre todo recuerdo la atracción de la puerta como otro obstáculo para mi voluntad arrolladora de llegar al colegio. El descubrimiento que acababa de hacer me interesó de inmediato, por descontado, y de hecho me fui de allí sin dejar de darle vueltas, pero lo cierto es que me fui. No me paralizó. Eché a correr mientras sacaba el reloj y vi que me quedaban diez minutos; en seguida bajé por una pendiente y me encontré en una zona conocida. Llegué al colegio; sin aliento y sudoroso, es verdad, pero a tiempo. Recuerdo que colgué el abrigo y la gorra... Pasé justo por delante de la puerta y me alejé sin más. Es curioso, ¿No?

Me miró con aire pensativo.

—Naturalmente, en aquel momento no sabía que no siempre iba a estar en aquel lugar. Los escolares tienen una imaginación limitada. Supongo que me pareció estupendo tenerla allí, saber cómo volver a encontrarla, pero el colegio tiraba de mí. Aquella mañana debí de estar bastante alterado y distraído, recordando lo que podía de la gente extraña y hermosa que volvería a ver al cabo de poco tiempo. Aunque parezca extraño, no me cabía duda de que se alegrarían de verme... Sí, aquella mañana debí de pensar en el jardín sencillamente como un lugar estupendo al que se podía acudir en los descansos de una vida académica agotadora.

»Por la tarde no me acerqué. Al día siguiente sólo teníamos clase por la mañana y puede que eso me influyera. Tal vez también me reprendieran por la poca atención que presté, lo que habría reducido el margen de tiempo necesario para el desvío. No lo sé. Lo que sí sé es que mientras tanto el jardín encantado se me metió entre ceja y ceja hasta el punto de que no logré guardármelo para mí solo. .

»Se lo conté a... ¿Cómo se llamaba? Aquel chaval con cara de hurón al que apodábamos «Squiff».

—El joven Hopkins —contesté.

—Hopkins, eso es. No me hizo gracia contárselo, porque tenía el presentimiento de que, en cierto modo, incumplía las normas, pero aun así se lo conté. Hacíamos juntos una parte del camino de vuelta a casa y era parlanchín: Si no hubiéramos hablado del jardín encantado habría salido otro tema de conversación, y pensar en cualquier otra cosa me resultaba intolerable, así que me fui de la lengua.

»Bueno, pues contó mi secreto. Al día siguiente, durante el recreo, me rodeó de repente media docena de chicos mayores que nosotros que, medio en broma y movidos por completo por la curiosidad, se dedicaron a preguntarme por el jardín encantado. Estaban el grandullón de Fawcett (¿Te acuerdas de él?), Carnaby y Morley Reynolds. ¿No estarías tú también, por casualidad? No, me acordaría...

»Los muchachos son criaturas de extraños sentimientos. Me que— dé, estoy convencido, un poco halagado por la atención de aquellos chicos mayores, a pesar de la indignación que me invadió interior mente. Recuerdo en especial un momento de placer provocado por las alabanzas de Crawshaw (¿Te acuerdas del mayor de los Crawshaw, los hijos del compositor?), que dijo que era la mejor mentira que había oído en la vida. Sin embargo, al mismo tiempo se apoderó de mí un doloroso torrente de vergüenza por estar contando lo que consideraba sin duda un secreto sagrado. El bruto de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha del jardín...

La voz de Wallace se quebró con el intenso recuerdo de aquella humillación.

—Hice oídos sordos. Bueno, entonces, de pronto, Carnaby me acusó de mentir y cuando insistí en que era verdad me plantó cara. Contesté que sabía dónde encontrar la puerta verde, que podía llevarlos a todos, que tardaríamos diez minutos. Carnaby se mostró exageradamente digno y me soltó que estaba obligado, que tenía que demostrar mis palabras o atenerme a las consecuencias. ¿Alguna vez te retorció un brazo? Porque en ese caso quizá comprendas cómo me sentí. Juré que la historia era cierta. En todo el colegio no había nadie que pudiera salvarte de Carnaby, aunque Crawshaw terció un poco. Carnaby se salió con la suya. Me emocioné, se le pusieron las orejas coloradas y me asusté un poco; me porté de principio a fin como un tonto y después, en vez de irme yo solo en busca de mi jardín encantado, acabé guiando (con las mejillas sonrojadas, las orejas al rojo vivo, los ojos escocidos y el alma ardiendo de amargura y de turbación) a un grupo de seis escolares burlones, curiosos y amenazantes.

»No conseguimos encontrar el muro blanco y la puerta verde...

—¿Quieres decir que...?

—Pues que no la encontré. Si hubiera estado en mi mano, los habría llevado hasta allí.

»Luego, cuando logré ir a solas, tampoco di con ella. No volví a verla. Ahora tengo la impresión de que me pasé toda la etapa del colegio buscándola, pero sin éxito.

—¿Y esos chicos... te lo hicieron pasar mal?

—Fue horrible... Carnaby montó un consejo para juzgarme por mentir sin motivo. Me acuerdo de cómo me metí a hurtadillas en casa y subí corriendo por la escalera para que nadie viera que había lloriqueado. Luego seguí derramando lágrimas hasta quedarme dormido, pero no por Carnaby, sino por el jardín, por la hermosa tarde que había esperado pasar, por las mujeres tiernas y cariñosas y los compañeros que me esperaban para jugar a aquel juego que tenía ilusión por aprender de nuevo, aquel hermoso juego olvidado...

»No me cabía la más mínima duda de que si no me hubiera ido de la lengua... Después de aquello lo pasé mal: Lloraba por la noche y me quedaba pensando en las musarañas de día. Me despisté durante dos trimestres y saqué malas notas. ¿Te acuerdas? ¡Seguro que sí! Fuiste tú el que me hizo volver a hincar los codos, cuando me hiciste morder el polvo en matemáticas.

III

Durante un rato, mi amigo se quedó observando en silencio el corazón rojo del fuego, hasta que por fin dijo:

—No volví a toparme con ella hasta los diecisiete años.

»Se cruzó en mi camino por tercera vez cuando me dirigía a la estación de Paddington; mi destino era Oxford, donde tenía la esperanza de lograr una beca. Apenas la vi fugazmente. Iba asomado a la ventana del coche de caballos fumando un cigarrillo y sin duda convencido de que era todo un hombre de mundo cuando, de repente, aparecieron la puerta, el muro y la añorada sensación de las cosas inolvidables y todavía alcanzables.

»Pasamos por delante con gran estruendo y fue tal la sorpresa que no detuve al cochero hasta que ya habíamos avanzado bastante y doblado una esquina. Entonces tuve una sensación extraña, un movimiento doble y divergente de la voluntad: Di unos golpecitos en la portezuela del techo del coche y bajé el brazo para sacar el reloj. “Dígame”, contestó el cochero de inmediato. “Eh... Bueno, no era nada —le grité—. Me he equivocado! ¡No tenemos muchos tiempo, continúe!”. Y continuó...

»Obtuve la beca. Al día siguiente de recibir la noticia, después del anochecer, me encontraba sentado ante el fuego en mi estudio, una habitación que tenía en el piso de arriba de casa de mi padre, cuyos elogios (elogios poco habituales, todo sea dicho) y sensatos consejos me resonaban en los oídos, cuando me puse a fumar mi pipa preferida (esa obstinación formidable de la adolescencia) y a pensar en aquella puerta del largo muro blanco. “Si me hubiera detenido —me dije—, habría perdido la beca, habría echado Oxford por la borda y el futuro prometedor que tengo por delante. ¡Empiezo a ver las cosas con más claridad!” Me sumí en una profunda reflexión, pero en aquel momento no dudé que mi trayectoria profesional exigía sacrificios.

»Aquellos amigos queridos y aquella atmósfera diáfana me parecían encantadores, maravillosos, pero muy lejanos. Estaba empezando a concentrarme en el mundo. Veía que ante mí se abría otra puerta, la del futuro profesional.

De nuevo clavó la mirada en el fuego, cuyo resplandor rojizo iluminó una fuerza pertinaz que apareció en su rostro durante apenas un momento vacilante para luego desvanecerse.

—Bueno —prosiguió, con un suspiro—, me he entregado a ello. He trabajado... mucho, muchísimo. Y no he dejado de soñar con el jardín encantado en mil sueños distintos, y he visto su puerta, o como mínimo la he vislumbrado, cuatro veces desde entonces. Sí, cuatro. Durante una temporada este mundo me pareció tan intenso y tan interesante, tan lleno de sentido y de oportunidades, que el hechizo medio borrado del jardín resultaba en comparación moderado y remoto. ¿Quién quiere acariciar panteras de camino a una cena con mujeres hermosas y hombres eminentes? Después de Oxford regresé a Londres convertido en una gran promesa que creo que en gran parte he logrado hacer realidad. En gran parte, porque ha habido desilusiones...

»Dos veces me he enamorado (sobre eso no voy a extenderme), pero en una ocasión, cuando iba a reunirme con alguien pero, lo sé bien, dudaba de que tuviera el valor suficiente, me animé a acortar el camino por una calle poco transitada, cerca de Earl´s Court, y me topé con un muro blanco y una puerta verde que conocía bien. “¡Qué raro! —me dije—. Si yo creía que esto estaba en Campden Hill. Es el sitio que no conseguía encontrar, no sé por qué, como si quisiera contar las piedras de Stonehenge; el lugar de aquella extraña ensoñación.” Y pasé de largo decidido a cumplir mi propósito. Aquella tarde no me atraía.

»Apenas sentí el impulso momentáneo de comprobar si la puerta estaba abierta, apenas habría necesitado desviarme tres pasos, a lo sumo (aunque el corazón me decía con certeza que a mí se me abriría), pero me pareció que eso retrasaría mi llegada a la cita, en la que creía que me jugaba el honor. Con posterioridad me arrepentí de esa puntualidad y pensé que al menos podía haber asomado la cabeza para saludar con la mano a las panteras, pero por entonces ya sabía que no valía la pena buscar a destiempo algo que no se encuentra buscando. Sí, aquella vez lo lamenté mucho...

»Después vinieron años de mucho trabajo en los que no volví a verla. Ha sido recientemente cuando ha regresado a mí, acompañada de la sensación de que mi mundo había quedado cubierto por una fina capa de polvo que lo deslucía. Había empezado a imaginarme la pena y la amargura de no volver a ver esa puerta. Quizá sufría de cierto exceso de trabajo o tal vez se debía a lo que he oído llamar “la crisis de los cuarenta”. No lo sé, pero desde luego de un tiempo a esta parte ha desaparecido el ánimo entusiasta que facilita el esfuerzo, y eso en el momento en que vivimos tantos cambios en la política, cuando debería estar manos a la obra. Es curioso, ¿Verdad? Lo cierto es que últimamente la vida me resulta dificultosa y sus recompensas, cuando me acerco a ellas, escasas. Hace ya una temporada que empecé a anhelar el jardín con todas mis fuerzas. Sí, y ya he estado delante en tres ocasiones.

—¿Del jardín?

—No, ¡De la puerta! ¡Y no he entrado! —Se inclinó sobre la mesa para acercarse a mí y prosiguió con un pesar enorme en la voz—: Tres veces he tenido la oportunidad, ¡Tres! Si esa puerta vuelve a aparecer ante mí, juro que entraré y me libraré de este polvo y este calor, de este brillo vacuo de la vanidad, de estas pequeñeces tan trabajosas. Entraré y no regresaré jamás. Esta vez me quedaré... Ya lo había jurado y cuando llegó el momento ¡No entré!

»Tres veces en un año he pasado ante esa puerta sin franquearla. Tres veces en el último año.

»La primera fue la noche de la votación de la Ley de amortización de arrendamientos, en la que el gobierno se salvó por apenas tres votos de diferencia. ¿Te acuerdas? Nadie de nuestro bando (y seguramente muy pocos del otro) esperaba ese resultado. Luego el debate se desmoronó. Hotchkiss y yo íbamos a cenar a casa de su primo, en Brentford, los dos íbamos sin pareja y nos llamaron por teléfono, de modo que nos fuimos de inmediato en el automóvil de nuestro anfitrión. Teníamos el tiempo muy justo, pero por el camino pasamos ante mi muro y su puerta, pálida a la luz de la luna y manchada de un amarillo intenso cuando la iluminó el resplandor de nuestros faros, pero inconfundible. “¡Dios mío!”, exclamé. “¿Qué?”, preguntó Hotchkiss. “¡Nada!”, respondí, y el momento pasó.

»”He hecho un gran sacrificio”, confesé al diputado responsable de la disciplina de nuestro grupo parlamentario al entrar. “Como todos los demás”, contestó, y se alejó rápidamente.

»Considero que en aquella ocasión no había posibilidad de actuar de otro modo. La siguiente se presentó cuando me dirigía a toda prisa a despedirme de mi severo y anciano padre en su lecho de muerte. También esa vez las demandas de la vida resultaron imperiosas. Sin embargo, la tercera oportunidad fue distinta; sucedió hace una semana. Recordarla me llena de un remordimiento punzante. Me encontraba con Gurker y con Ralphs (ya no es ningún secreto que mantuve una charla con Gurker). Habíamos cenado en Frobisher y la conversación había adquirido un tono de intimidad. La cuestión de mi lugar en el ministerio una vez remodelado quedó en todo momento un poco más allá de los límites de la tertulia. Sí... Sí. Está todo decidido. No hacía falta sacar el tema todavía, pero contigo no hay motivo para mantener el secreto... Sí, gracias. ¡Gracias! Pero permíteme que te cuente la historia.

»En aquel momento, aquella noche, la cosa aún estaba en el aire. Me encontraba en una posición muy delicada. Tenía muchísimo interés en conseguir una respuesta definitiva de Gurker, pero la presencia de Ralphs suponía un obstáculo. Dediqué toda mi capacidad mental a llevar aquella charla trivial y despreocupada, con la debida discreción, al terreno que me interesaba. No tenía más remedio y la posterior conducta de Ralphs ha justificado de sobras mi precaución... Como sabía que éste nos dejaría al pasar Kensington High Street, me propuse sorprender entonces a Gurker con una franqueza repentina. En ocasiones hay que recurrir a esas pequeñas artimañas... Antes de que llegara ese momento distinguí una vez más con el rabillo del ojo el muro blanco con su puerta verde. Estaba algo más adelante, en aquella misma calle.

»Pasamos por delante, charlando. Pasé de largo. Es como si aún tuviera ante mí la sombra del pronunciado perfil de Gurker, con el sombrero de copa inclinado hacia delante sobre la nariz prominente y los muchos pliegues de la bufanda adelantados a mi sombra y a la de Ralphs mientras paseábamos tranquilamente.

Pasé a menos de medio metro de la puerta. “Si me despido y entro —me dije—, ¿Qué sucederá?” Me moría de ganas de hablar con Gurker.

»No podía contestar a esa pregunta estando enredado en mis demás problemas. “Se creerán que me he vuelto loco —pensé—. ¡Lo que pasaría si desapareciera ahora! ‘¡Sorprendente desvanecimiento de destacado político!’” Con eso me convencí. Un millar de mundanerías de una insignificancia inconcebible me convencieron para salir de aquella crisis.

En ese momento se volvió hacia mí con una sonrisa de aflicción y siguió hablando lentamente.

—¡Aquí estoy!—dijo, y lo repitió—: Aquí estoy y se me ha escapado la oportunidad de entrar. Tres veces en un año se me ha ofrecido la puerta, esa puerta que lleva a la paz, al placer, a una belleza que supera los sueños, a una bondad que no puede conocer nadie en la tierra. Y la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido...

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé. Ahora me toca superarlo y entregarme a las tareas que tanto me reclamaban cuando se presentaron las oportunidades. Bueno, dices que tengo éxito, ese concepto vulgar, chabacano, cargante y envidiado. Es cierto. Si esto fuera mi éxito... —Y con esas palabras estrujó una nuez que tenía en la enorme mano y me la mostró—. Permíteme que te diga una cosa, Redmond: Este vacío está acabando conmigo. Hace dos meses, ya casi diez semanas, que no he trabajado en absoluto, que sólo he cumplido con las tareas más necesarias y urgentes. Mi alma rebosa remordimientos inconsolables. Por la noche, cuando hay menos posibilidades de que me reconozcan, salgo a la calle y vago sin rumbo. Sí. A saber qué diría la gente si se enterase. Todo un ministro, el responsable del departamento más vital, va dando tumbos, llorando, en ocasiones de forma casi audible, ¡Por haber perdido una puerta, un jardín!

IV

Veo perfectamente su rostro, bastante pálido, y el fuego sombrío y nada habitual que se había apoderado de su mirada. Esta noche lo veo con total claridad. Recuerdo sus palabras, su voz, aquí sentado con la Westminster Gazette de ayer por la tarde aún encima del sofá, con la noticia de su muerte. Hoy durante el almuerzo en el club no se hablaba de otra cosa que no fuera él y el enigma de su suerte.

Encontraron su cadáver ayer a primera hora en una profunda fosa cerca de la estación de East Kensington. Se trata de uno de los dos pozos que se han perforado durante las obras de ampliación del ferrocarril en dirección sur. Para protegerlo de la intromisión del público hay una valla en la calle principal en la que se ha abierto una entrada que utilizan algunos de los trabajadores, que viven en esta dirección. Había quedado sin cerrar con llave debido a una confusión entre dos capataces y al parecer por ahí pasó Wallace.

Me abruman las preguntas y los enigmas.

Por lo visto, esa noche se marchó a pie de la Cámara de los Comunes (últimamente había vuelto a casa andando con frecuencia) y así es como me imagino su figura oscura por las calles desiertas a aquellas horas, bien abrigada, resuelta. ¿Tal vez las pálidas farolas eléctricas cercanas a la estación confirieron a los bastos tablones cierto tono blanco? ¿Acaso aquella puerta funesta a la que nadie había echado el candado despertó algún recuerdo?

¿Existió alguna vez, después de todo, un muro banco con una puerta verde?

No lo sé. He referido la historia tal como me la contó él. En ocasiones tengo la impresión de que Wallace fue simplemente víctima de la coincidencia entre una alucinación poco común pero no inaudita y una trampa provocada por un descuido, pero lo cierto es que no acabo de estar convencido. Considérenme supersticioso si así lo desean, e insensato, pero la verdad es que estoy bastante seguro de que realmente tenía un don anormal, y un espacio, algo (no sé qué exactamente) que, con la apariencia de un muro y una puerta, le ofrecía una vía de escape, un pasaje secreto y peculiar que daba a otro mundo, sumamente más hermoso. De todos modos, dirán ustedes, al final eso lo traicionó. O quizá no. Ahí llegamos al misterio más íntimo de estos soñadores, de estos hombres dotados de amplitud de miras e imaginación.

Nosotros vemos el mundo con una claridad manifiesta: Una valla y un pozo. Según nuestros parámetros diáfanos, Wallace se alejó de lo seguro y se adentró en las tinieblas, en el peligro, en la muerte. Pero ¿Fue eso lo que vio él?