Jack London
John Claverhouse tenía cara de luna llena, de pan, de torta. Sí, uno de esos rostros de pómulos muy separados y barbilla y frente hundidos entre los cachetes para formar una circunferencia perfecta, con la nariz chata y rechoncha, equidistante del contorno, aplastada en el centro mismo del semblante como una bola de masa lanzada contra el techo. Tenía cara de luna llena y tal vez por eso me habría gustado cruzársela; lo cierto es que realmente me hacía daño a la vista y su sola presencia en esta tierra me parecía un estorbo. Quizá mi madre había creído en alguna superstición relativa a la luna y un día aciago la había mirado de mala manera.
Fuera como fuera, odiaba a John Claverhouse y su cara de luna llena. Que quede claro que no me había hecho nada que la sociedad pudiera considerar un agravio o una afrenta. Ni mucho menos. El mal era más profundo y más sutil, tan esquivo y tan intangible que resultaba imposible definirlo de forma clara y concisa con palabras. Todos experimentamos cosas así en algún momento de nuestras vidas. Vemos por primera vez a determinado individuo, cuya existencia ni siquiera habíamos soñado un instante antes, y en el preciso momento en que lo conocemos ya decimos: «Ese hombre no me cae bien». ¿Y por qué? Ay, no lo sabemos; lo único que tenemos claro es que no nos cae bien. Nos ha resultado antipático y no hay vuelta de hoja. Así me sucedió con John Claverhouse.
¿Qué derecho tenía un sujeto así a ser feliz? Pues por alguna razón, era de naturaleza optimista. Derrochaba alegría y no dejaba de reír. ¡Todo le parecía siempre bien al maldito Claverhouse! ¡Me ponía de los nervios verlo siempre tan contento! Otros hombres podían reírse y no me molestaba. Yo mismo también era dado a la risa... antes de conocer a John Claverhouse.
¡Qué forma de reír! Me fastidiaba, me sacaba de quicio como ninguna otra cosa de este mundo. Me obsesionaba, se apoderaba de mí y no me dejaba en paz. Era una risa exagerada, grotesca. De día o de noche me acompañaba siempre, como un zumbido constante, un chirrido monstruoso que me crispaba los nervios. Al despuntar el día ya oía por los campos aquel jolgorio cargante que me aguaba las gratas ensoñaciones matutinas. Cuando llegaba el letargo provocado por el calor del mediodía, cuando lo verde se abatía y los pájaros se retiraban a las profundidades del bosque, cuando toda la naturaleza se adormilaba, sus sonoros «ja, ja» y «jo, jo» se alzaban hasta el cielo y plantaban cara al sol. Después, en la negrura de la noche cerrada, surgían del cruce solitario por el que pasaba al regresar del pueblo sus aborrecibles carcajadas, que me despertaban y me hacían retorcerme y clavarme las uñas en la palma de la mano.
De madrugada me acercaba sigilosamente y le espantaba las reses, que se iban por los campos, pero por la mañana volvía a oír sus risotadas convulsivas mientras se dedicaba a reunirías.
—No ha pasado nada —decía—, a las bestiezuelas no se les puede echar la culpa por haberse ido en busca de pastos más abundantes.
Tenía un perrazo al que llamaba Marte, un ejemplar magnífico, cruce de galgo de caza escocés y sabueso, con rasgos de ambas razas. Disfrutaba mucho con Marte e iban juntos a todas partes, pero supe tener paciencia y un buen día se presentó la oportunidad: Con artimañas logré llevarme al animal y acabé con él gracias a un buen filete regado con estricnina. John Claverhouse no se alteró lo más mínimo. Sus risas sonaban con la misma intensidad y la misma frecuencia de siempre, y su rostro no dejó de parecerse a una luna llena en ningún momento.
Entonces prendí fuego a sus almiares y a su granero, pero al día siguiente, que era domingo, amaneció una vez más alegre y dicharachero.
—¿Adónde vas? —pregunté cuando pasó por el cruce.
—Truchas —respondió, y se le iluminó la cara como una luna llena—. Me chiflan las truchas.
¡Qué hombre tan imposible! Con el incendio de los almiares y el granero había perdido toda la cosecha. No tenía seguro, de eso ya me había informado, pero, ante la perspectiva del hambre y de la llegada del crudo invierno, él se iba alegremente en pos de unas cuantas truchas, ¡Ni más ni menos que porque le «chiflaban»! Si como mínimo la tristeza hubiera aparecido, aunque fuera levemente, en su frente, o si su semblante de tarugo se hubiera alargado con pesar para parecerse menos a la luna llena, o si aquella sonrisa hubiera desaparecido al menos por una vez de sus labios, podría haberle perdonado su sola existencia. Pero no. Con las desgracias aún se ponía de mejor humor.
Lo insulté. Me miró con una sorpresa que tardó en entender y sin dejar de sonreír.
—¿Pelearme contigo? ¿Para qué?—preguntó lentamente, y acto seguido se echó a reír— ¡Qué gracioso eres! ¡Jo, jo! Vas a acabar conmigo. ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo!
¿Qué podía hacer? Aquello no había quien lo aguantara. ¡Por los clavos de Cristo, cómo lo odiaba! Y encima el nombrecito: ¡Claverhouse! ¡Menudo apellido! Qué absurdo. ¡Claverhouse! Santo cielo, ¿Por qué se llamaría Claverhouse? Me lo pregunté una y mil veces. No me habría importado que se llamara Smith, o Brown, o Jones, pero ¡Claverhouse! Ustedes me entenderán. Repítanlo: Claverhouse. Escuchen ese sonido tan ridículo: ¡Claverhouse! ¿Debería vivir alguien con un nombre así?, les pregunto. «No», me contestarán. Pues eso mismo dije yo.
Entonces me acordé de su hipoteca. Sabía perfectamente que, con la cosecha y el granero destruidos, sería incapaz de pagarla, así que me agencié un prestamista taimado, discreto y agarrado que logró que se la traspasaran. Yo no hice acto de presencia, pero a través de ese intermediario logré que se ejecutara la hipoteca y John Claverhouse recibió noticia de que al cabo de apenas unos días (el mínimo que permitía la ley, créanme) debía retirar todas sus pertenencias del terreno. Luego me acerqué por aquí como quien no quiere la cosa para ver cómo se lo había tomado, puesto que llevaba más de veinte años viviendo allí, pero me recibió con brillo en aquellos ojos como platos y el rostro de pan de kilo radiante, como si acabara de salir la luna llena.
—¡Ja, ja, ja! —se rió—. ¡Qué chaval tan gracioso es ese hijo mío! ¿Has visto alguna vez cosa así? Espera que te cuente. Resulta que ha bajado a jugar al río y un pedazo de orilla ha cedido y lo ha salpicado. «¡Ay, papá!», gritaba. «Ha salido volando un charco enorme que me ha dejado empapado.»
Se detuvo, a la espera de que me uniera a su regocijo del demonio.
—Pues no le veo la gracia —repuse, cortante, y puse mala cara.
Me miró con asombro, a lo que siguieron primero aquel resplandor detestable que iba extendiéndose como ya he descrito, hasta que todo su rostro desprendió un fulgor apacible y cálido como una luna veraniega, y luego la risa:
—¡Ja, ja! ¡Qué gracia! No lo pillas, ¿Eh? ¡Je, je! ¡Jo, jo, jo! ¡No lo pilla! Venga, hombre, escucha. Ya sabes que un charco...
Di media vuelta y me alejé sin más. Fue la gota que colmó el vaso. Ya no lo soportaba. «¡Hay que cortar por lo sano —me dije—, maldito sea! Hay que librar a la tierra de él. Durante el ascenso por la ladera no dejé de oír sus risotadas monstruosas, que resonaban contra el cielo.
La verdad es que me enorgullezco de hacer las cosas con esmero, de modo que cuando decidí matar a John Claverhouse me propuse hacerlo de manera que al recordarlo no fuera a avergonzarme. No soporto ni las chapuzas ni la brutalidad. Para mí, el que un hombre golpee a otro con el puño desnudo resulta repugnante. ¡Qué horror!
Es una asquerosidad. Así pues, la idea de pegarle un tiro, una cuchillada o un garrotazo no me atraía. Además, no sólo estaba decidido a acabar con John Claverhouse (¡Ah, ese nombre!) de forma pulcra y artística, sino que pretendía que fuera imposible que recayera sobre mí la más mínima sospecha.
A tal fin apliqué mi intelecto y, tras una semana de intensa cavilación, fragüé un plan. Luego me puse manos a la obra. Compré una perrita de aguas de cinco meses y me entregué en cuerpo y alma a su adiestramiento. Si alguien me hubiera espiado, habría observado que dicho adiestramiento consistía exclusivamente en una cosa: Yo lanzaba algo y ella me lo devolvía. La llamé Belona y le enseñé a ir a buscar las ramitas que arrojaba al agua, y no sólo eso, sino que me las traía de inmediato, sin mordisquearlas ni juguetear con ellas. El objetivo era que no se detuviera para nada y me acercara las ramitas a toda prisa. Tomé por costumbre alejarme y obligarla así a perseguirme, con la ramita en la boca, hasta alcanzarme. Era un animal despierto y se aficionó al juego con tal entusiasmo que pronto me quedé satisfecho.
Después aproveché el primer encuentro fortuito con John Claverhouse para presentarle a Belona. Sabía lo que me hacía, porque estaba al tanto de una pequeña debilidad de aquel individuo y de un pecadillo privado del que era culpable de forma habitual y contumaz.
—No —contestó, cuando le coloqué el extremo de la cuerda en la mano—. No, no lo dices en serio.
Se quedó boquiabierto y con una sonrisa que ocupaba toda aquella detestable cara de luna llena.
—Es que... me parecía, no sé, que no me apreciabas —explicó—. Tiene gracia que me haya equivocado tanto, ¿No? —Sólo de pensarlo se le saltaron las lágrimas de risa. Por fin logró preguntar, a pesar de las convulsiones—: ¿Cómo se llama?
—Belona —contesté.
—¡Je, je! Qué nombre tan gracioso.
Apreté los dientes, porque su júbilo hacía que rechinaran, y por entre ellos solté:
—Era la esposa de Marte, ¿Sabes?
En ese momento la luz de la luna llena empezó a bañar su rostro hasta que el sujeto espetó:
—Pero si ése era mi perro. Bueno, supongo que ahora es viuda. ¡Ay, ja! ¡Ja, ja! ¡Eh, ji, ji! ¡Ja! —se rió a voz en grito, con lo que pegué media vuelta y me marché a toda prisa por la ladera.
Pasó la semana y el sábado por la noche le dije:
—Te marchas el lunes, ¿Verdad?
Asintió y sonrió de oreja a oreja.
—Pues entonces no tendrás más oportunidades de ir a por esas truchas que tanto te «chiflan».
No se percató de mi tono despectivo y con su sempiterna risa dijo: —Ay, no sé. Mañana voy a ir a intentarlo con todas mis fuerzas. Con aquella garantía me sentí doblemente seguro y volví a casa presa del éxtasis.
A la mañana siguiente, a primera hora, lo vi pasar con una redecilla de pesca y un saco de yute y con Belona pegada a los talones.
Como sabía adonde se dirigía, tomé un atajo por los pastos de atrás y subí por la maleza hasta lo alto de la montaña. Con cautela, para que nadie me viera, seguí la cima durante un par de kilómetros hasta llegar a un anfiteatro natural entre las colinas, donde el riachuelo bajaba con ímpetu a la salida de un barranco antes de detenerse para recuperar fuerzas en una apacible y amplia charca rodeada de rocas. ¡Aquél era el lugar! Me senté allí en la cumbre, desde donde lo dominaba todo, y encendí la pipa.
No habían pasado muchos minutos cuando apareció John Claverhouse, que ascendía con paso pesado por el lecho del arroyo. Tras él avanzaba sin prisa Belona. Estaban de un humor excelente: Los ladridos breves y enérgicos del animal se mezclaban con los tonos más graves surgidos del pecho de su amo. Al llegar a la charca soltó la red y el saco y extrajo del bolsillo trasero lo que parecía una vela grande y gruesa, aunque yo sabía que se trataba de un cartucho «gigante», pues ése era el método que utilizaba para pescar truchas: La dinamita. Para colocar la mecha, envolvió el «gigante.» en un trozo de algodón bien apretado; luego la encendió y lanzó el explosivo a la charca.
Como un rayo, Belona se metió en el agua tras él. Me entraron ganas de chillar de alegría. Claverhouse le gritó, pero no sirvió de nada. Le arrojó terrones y piedras, pero la perra siguió nadando con ganas hasta atrapar el cartucho entre los dientes y luego dio media vuelta y se dirigió hacia la orilla. Entonces su dueño se dio cuenta por fin del peligro que corría y salió por piernas. Tal como yo había previsto y planeado, el animal llegó a la orilla y se fue tras él. ¡Ay, créanme, fue una gozada! Ya he dicho que la charca estaba situada en una especie de anfiteatro, pero por encima y por debajo podría cruzarse el arroyo por estriberones: Dando vueltas y más vueltas, subiendo y bajando por las piedras y saltando por ellas corrieron Claverhouse y Belona. Jamás me habría imaginado que un individuo tan torpe pudiera correr tan deprisa, pero vaya si corría, con Belona siguiéndole los pasos a buen ritmo, cada vez a menos distancia. Y entonces, justo cuando la perrilla alcanzó a Claverhouse, él en plena zancada y ella a medio salto con el morro pegado a la rodilla de su amo, hubo un fogonazo repentino, un estallido de humo y una detonación terrible, y donde un instante antes había habido un hombre y un animal no quedó nada que ver más que un buen socavón.
«Muerte accidental en el transcurso de actividades de pesca ilegal.» Ése fue el veredicto del jurado de instrucción y por eso me enorgullezco de la forma pulcra y artística en la que me deshice de John Claverhouse. No hubo ni chapuzas ni brutalidad, nada de lo que avergonzarse en toda la operación, como seguro que pensarán también ustedes. Aquella risa infernal ya no resuena por las colinas y su cara regordeta de luna llena ya no se ilumina para sacarme de quicio. Ahora vivo una existencia tranquila y por las noches duermo a pierna suelta.