1
La habilidad oculta
Buscador adoptó la postura de combate conocida como Alerta Tranquila: los pies separados a un paso de distancia apoyados en el suelo; las manos relajadas a ambos lados del cuerpo; la cabeza erguida, equilibrada y estable. Desenfocó la mirada para que sus ojos captaran el más mínimo movimiento. Calmó la respiración hasta que sus inspiraciones y expiraciones se hicieron lentas y armoniosas. Prestó momentáneamente atención a las sensaciones de sus pies desnudos: el aguijoneo de la grava esparcida sobre los gastados adoquines, la piedra resbaladiza por el agua.
Del cielo gris caía ininterrumpidamente una lluvia helada de invierno que empapaba su pelo y su túnica y formaba charcos entre las piedras sueltas del patio.
Oyó la inspiración de su maestro y supo que estaba a punto de darle la primera orden. Exhaló larga y lentamente y pasó a la postura de ataque llamada del Clavo y el Martillo. Dos dedos de su mano derecha eran el clavo, hormigueando y aún relajados al costado. La entera fuerza de su ser, que sus maestros llamaban lir, era el martillo. Él había elegido su arma y su golpe inicial.
—¡Saludo de respeto!
La voz rasposa era la de su maestro de combate, un nomano de baja estatura, mediana edad y cara adormilada. Tenía todos los rasgos caídos, las cejas, las mejillas, las comisuras de los labios, y los pesados párpados entornados. Sin embargo, como muy bien sabía Buscador, no estaba dormido ni mucho menos.
Obedientemente, Buscador inclinó primero el tronco por la cintura, luego la cabeza: el saludo de respeto. Sólo cuando se enderezó vio a su oponente, que estaba de pie a un paso de él en el patio mojado por la lluvia, a la sombra de la elevada cúpula del Nom.
Era Salvaje, su amigo y compañero de noviciado, el único de su grupo de ocho al que no había vencido aún. A lo largo de los nueves meses de formación, durante los cuales Buscador había comprobado cómo su cuerpo se fortalecía y cómo fluía el lir a voluntad, Salvaje y él se habían medido en combate catorce veces y había perdido todas. Aún no había logrado asestar a Salvaje ese repentino golpe que hace que el oponente baje la guardia y se desconcentre. Con Jobal lo conseguía, y con Felice, pero nunca con Salvaje.
Su amigo se estaba enderezando después de haber efectuado el saludo de respeto. Se miraron sin verse, como extraños. Buscador tratando de leer las intenciones de Salvaje en el hermoso rostro mojado por la lluvia.
«La garganta. Se me echará a la garganta».
Era el impulso inicial habitual de Salvaje. Pero era tan rápido y tan fuerte que no bastaba con saber lo que se le venía a uno encima. La mente de Buscador actuó con suavidad y rapidez, haciendo uso de los pocos segundos que le quedaban. Cuando el instructor diera la segunda orden comenzaría el combate. Duraría uno, dos o incluso tres asaltos, pero no más. Los nomanos entrenados no necesitaban más asaltos. Cada luchador podía descargar un solo golpe demoledor, el golpe en el que concentraba su lir, como la fuerza de un gran río comprimido en un estrecho chorro. Si ese golpe a todo o nada se descargaba demasiado pronto, o fallaba, la pelea estaba perdida. Aprovechar la oportunidad lo era todo.
La maraña de sentimientos, instinto e ideas de Buscador se fundió en una sola y brillante decisión. Iniciar el ataque, bloquear el contraataque y rematar. Concebido el plan, su cuerpo se relajó por completo, abandonado a la lluvia y al viento.
«No pienses. Nunca pienses. Actúa. Sigue tu plan como si lo desconocieras. Sorpréndete a ti mismo».
Cuánto aprendizaje. Cuánto entrenamiento. «Hay que saberlo todo y luego olvidarlo por completo», les había dicho su instructor.
A un lado se encontraban en fila y en silencio los demás novicios, preparados para ver el combate que estaba a punto de empezar. Estrella Matutina, la tercera de la fila, observaba como los demás, cruzadas las manos sobre el pecho, en silencio bajo la lluvia. En la cabeza de Buscador aleteaba una pregunta.
«¿Quién desea ella que gane? ¿Salvaje o yo?».
Al otro lado se elevaban las columnas de piedra del claustro y, más allá, la gran muralla exterior del Nom. A intervalos se abrían en ella aspilleras por las que se vislumbraba el mar, que se extendía sin límite y sin horizonte confluyendo con el cielo de color gris acerado.
La voz del maestro de lucha sonó como si llegara de muy lejos.
—Adelante.
Salvaje lanzó el primer golpe, y a la garganta, tal como había previsto Buscador, que retrocedió, esquivando la mano del atacante y golpeándole el codo, pero a la defensiva. Si Salvaje se hubiese lanzado a rematar, Buscador sabía que habría vencido.
No tenía tiempo para vacilaciones. Se dejó llevar, poniendo su lir en el golpe que estaba a punto de asestar, rogando para que Salvaje hiciese su movimiento en aquel momento engañoso, cuando él parecía tan vulnerable, para dar el segundo golpe, que había sido siempre el preferido de Salvaje.
Pero aquel día no. Buscador comprobó consternado que se había confiado, y Salvaje no. Se le había acabado el tiempo. Frustrado, Buscador perdió su perfecta concentración y sintió que su lir se retraía brazo arriba desde los dos dedos rápidos de su mano derecha, con lo que se disipó su fuerza. Golpeó con potencia, como el martillo sobre el clavo; alcanzó el hombro izquierdo de Salvaje y lo lanzó hacia atrás, pero no fue suficiente para vencerlo.
Enseguida Buscador aprovechó lo que le quedaba de lir y se pegó al suelo, pero incluso así Salvaje lo alcanzó en una ceja con un golpe propinado con la palma de la mano: el golpe mortal. Como era habitual, no había puesto toda su potencia en el golpe. Buscador no había muerto, pero estaba vencido.
Se quedó como no podía ser de otro modo, paralizado por el golpe y la vergüenza. Salvaje había golpeado y lo había derrotado. La onda del impacto se propagó desde su tumefacta ceja hasta su estómago, produciéndole arcadas.
—Retirada.
El maestro siguió indicando los movimientos como si nada hubiera pasado. Buscador se levantó y saludó, un tanto tembloroso, y volvió a su lugar en la hilera de novicios silenciosos. Lo mismo hizo Salvaje. Ambos permanecieron quietos, cruzadas las manos sobre el pecho, manteniendo la rígida disciplina que les habían inculcado.
Su adormilado maestro procedió, seguidamente, al análisis, secándose ligeramente la cabeza húmeda con la punta del badán. Se llamaba Suerte.
—¿Cuál ha sido su error? Tú.
Señaló a Estrella Matutina.
—Se ha confiado antes de tiempo —respondió Estrella Matutina.
—¿Podría haberlo hecho de otro modo?
—Sí —afirmó Estrella Matutina con voz suave, mirando a Buscador—. Podría haber esperado. Pero sabía que su contrario era el que tenía más alcance de los dos. Su intento de lograr una victoria al primer golpe ha sido acertado.
—Por lo tanto, predecible.
—Sí, maestro.
El maestro asintió y, levantando las manos por encima de la cabeza, dio dos palmadas. Era la señal para romper filas. Los novicios se resguardaron de la lluvia bajo los soportales del claustro, todos excepto Salvaje, que permaneció apartado de los demás al lado de una de las aspilleras de la muralla que daban al mar.
Estrella Matutina se acercó a Buscador. Los ocho meses transcurridos la habían cambiado notablemente, al igual que a los demás. Aparentemente era la misma, con su cara redonda, la nariz diminuta de botón y los dulces ojos azules; pero a Buscador le pareció que había envejecido y que era más seria: se dio cuenta de que cada día la admiraba más.
—Casi vences esta vez —lo animó ella.
—¿Cómo llamas al que casi resulta vencedor?
—Perdedor.
Él esbozó una sonrisa. Por eso se sentía tan unido a Estrella Matutina. Pensaban de la misma manera.
Pero la atención de la joven estaba centrada en Salvaje.
—Míralo —invitó ella—. Ya no sonríe. ¿Por qué no será feliz?
—¿No es feliz?
Estrella Matutina se volvió hacia él con una mirada de reproche.
—¿No te habías dado cuenta?
—Yo no veo los colores de la gente como haces tú.
—Pues sí, es desgraciado.
Buscador se había dado cuenta ya de lo callado que se había vuelto su amigo, y de cómo le gustaba apartarse de los demás, pero lo había atribuido al entrenamiento. Los nomanos aprendían antes que ningún otro el arte de la quietud. Ahora que Estrella Matutina había manifestado su preocupación se dio cuenta de la razón que tenía y estaba enfadado consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.
—Hablaré con él.
Buscador cruzó el patio bajo la lluvia y tocó levemente el brazo de su amigo.
—Has vuelto a ganar —le dijo—. Pero acabaré venciéndote algún día.
Quería que su amigo sintiese algún placer por su victoria.
Salvaje se dio la vuelta y miró a Buscador. Estaba claro a juzgar por su cara que no lo había oído. Se encogió de hombros con indiferencia.
—Sí —respondió—. ¿Por qué no?
—Dicen que podrías ser el mejor guerrero de todos los tiempos.
—¿Dicen eso?
Sacudió su larga cabellera dorada, oscurecida por la lluvia, y levantó los ojos hacia la cúpula del Nom. En el extremo más alejado de la misma, invisible desde el patio, se encontraba el recinto rodeado por una celosía de plata llamado el Jardín. En ese lugar, situado en el corazón del gran monasterio fortificado, vivía el dios de las muchas advocaciones: el Todo y Único, el Eterno y Ubicuo, la Razón y la Meta.
Buscador siguió la mirada de su amigo y creyó entender. Sabía del fervor con que Salvaje anhelaba entrar en el Jardín. Allí, según le habían dicho, encontraría la paz.
—Estás cansado de esperar, ¿no es así?
—Pronto llegará el día —respondió Salvaje.
—Cuando estemos preparados.
—Yo ya lo estoy.
Hablaba con parsimonia, en un tono que nada tenía de la petulancia con la que solía proferir antes sus exigencias.
—Es tanto lo que no sabemos… —repuso Buscador—. Debemos tener paciencia.
—¿Como la tuvo Noman?
Dedicó a Buscador una repentina sonrisa, un ramalazo del antiguo Salvaje. Noman era el señor de la guerra que había ido a Anacrea hacía mucho, mucho tiempo, aguijoneado por la curiosidad que habían despertado en él los informes sobre un dios niño que allí vivía. Noman no había esperado a que le dieran permiso para entrar en el Jardín.
—¿Crees que no soy capaz de saltar esa celosía de plata? —le preguntó Salvaje—. Estaría del otro lado antes de que me vieran moverme.
Buscador se puso pálido.
—¿De qué estás hablando? El Jardín tiene unas defensas que ni siquiera conocemos.
—Sólo hay una forma de comprobarlo.
—¿Estás loco? ¡Te detendrían! Serías… tú sabes bien lo que te harían.
—Me iría.
—¿Adónde te irías? Las puertas están cerradas. No hay manera de salir.
—Hay una salida.
—Todo esto es un tremendo error. No tendrías que pensar en esas cosas. ¿Por qué no lo has dicho antes? Tienes que hablar con el maestro, o con el decano. Él te comprenderá. Te dirá lo que debes hacer.
Salvaje volvió sus oscuros ojos hacia la gris infinitud del mar y del cielo que se extendía más allá de la muralla.
—¿Acaso crees que no lo sé? —preguntó.
—¿Que no sabes qué?
—No me quieren aquí. Nunca me han querido.
—Eso no es verdad.
—Mira afuera —le invitó Salvaje, ignorando lo que había dicho Buscador—. Allá abajo está el mar abierto. Un salto perfecto y me iría para siempre.
Buscador miró hacia abajo. A cien metros a sus pies las olas rompían contra los peñascos sobre los que se asentaban las grandes murallas.
De haber saltado alguien habría quedado destrozado al caer en medio de aquel atronador rompiente.
—Imposible —comentó.
—Un salto perfecto —repitió Salvaje, en voz queda, para sus adentros.
El maestro regresó al claustro y dio una palmada. Los novicios ocuparon su lugar formando una hilera en el patio descubierto. Seguía lloviendo y se oía el gorgoteo del agua que salía de los canalones. Suerte observó a sus alumnos por una rendija de sus pesados párpados y se quedó en silencio más tiempo de lo habitual. Esperaron pacientemente, acostumbrados ya a los métodos de sus instructores. Cuanto más largo era el silencio antes de que empezara una clase, tanto más importante era la lección.
Finalmente, escucharon la lenta expulsión de aire que precede a un discurso.
—Mi tarea —empezó diciendo el maestro, con voz fatigada, como si le costara trabajo hablar—, mi tarea y mi obligación a lo largo de los últimos meses han sido enseñaros a luchar. Os he enseñado a controlar la fuerza vital que llamamos lir. Os he enseñado a descargar esa fuerza en la lucha.
Luego cabeceó y dejó escapar un suspiro.
—Pero no sois aún Guerreros Místicos. Todavía no habéis adquirido la habilidad oculta.
Un temblor recorrió la fila de los novicios. Buscador miró de reojo a Estrella Matutina. ¡La habilidad oculta! Todos eran conscientes de esa laguna. A pesar de toda la fuerza y la resistencia recién adquiridas, aún no habían aprendido a luchar como los nomanos. Los Guerreros Místicos en acción pocas veces golpeaban con los puños y nunca lo hacían con armas. Derribaban a sus oponentes sin tocarlos.
—Tenedlo bien presente —siguió Suerte—. Los Guerreros Místicos no buscan el dominio. —Los miró directamente a los ojos para cerciorarse de que todos lo habían escuchado y entendido—. Independientemente de lo fuertes que lleguéis a ser, nunca trataréis de imponeros por la fuerza a los demás.
Todos lo sabían, era un principio fundamental. Su voto los obligaba a hacer justicia a los oprimidos y a liberar a los sometidos, nada más. La Regla de los nomanos era clara en este punto. Los Guerreros Místicos no eran, ni serían nunca, una clase dominante.
—Tenéis frío —dijo Suerte—. Estáis empapados. Tenéis hambre. Estáis agotados después de estas largas e interminables semanas de entrenamiento. Así es como tiene que ser. Ahora voy a mostraros lo que todavía os queda por aprender.
Escrutó las caras de los novicios.
—Tú.
Señaló a Salvaje.
—Preséntate a mí. Saludo de respeto.
Salvaje avanzó y primero dobló la cintura y luego inclinó la cabeza ante el maestro.
—Preparado.
Ambos dieron un paso lateral, como antes habían hecho Buscador y Salvaje.
—Adelante.
El maestro no hizo el más mínimo movimiento. Durante unos instantes, Salvaje se mantuvo en su posición. Luego, de repente, como si le hubieran golpeado con un clavo, se dobló y cayó al suelo. Se quedó tirado sobre el empedrado anegado, encogido sobre el costado derecho, respirando hondo tal como había aprendido, recuperando sus fuerzas.
El maestro se volvió hacia sus alumnos.
—¿Qué acabo de hacer?
Nadie acertó a responder. El maestro hizo un gesto a Salvaje para que se levantara.
—¿He utilizado la fuerza?
Salvaje se apartó el pelo mojado de la cara y movió la cabeza.
—No —dijo, pero rectificó—. Sí, supongo que sí.
Estrella Matutina miraba y escuchaba con la mayor atención. No podía decir que había visto algo que los demás no hubiesen visto, pero tenía un motivo más para estar sorprendida. Siempre podía predecir una agresión mucho antes de que se produjera. Veía cambiar los colores del atacante. La tenue aura que lo rodeaba se teñía de un violento rojo. Pero los colores del maestro no se habían alterado. Era como si no hubiera lanzado ataque alguno.
—Te has caído por algo que yo he hecho —le explicó el maestro a Salvaje—. ¿Has notado los efectos de la fuerza?
—Sí, creo que sí.
—¿Y qué sensación te ha producido esa fuerza?
Salvaje cabeceó desconcertado. Las preguntas lo confundían y lo hacían sentirse estúpido ante los demás.
—No lo sé.
—¿Acaso te ha golpeado como un puño?
—No.
—¿Como una ráfaga de viento?
—No.
El maestro se volvió hacia el resto de los alumnos.
—¿Alguna sugerencia?
Felice, la del dulce rostro, habló con su voz aterciopelada.
—¿Lo ha vencido tu espíritu?
—No. Esa no es la respuesta.
Jobal, el más lento de la clase y el más amable, levantó la mano pidiendo permiso para hablar y golpeó el aire con un puño a modo de demostración.
—Lo has golpeado con tanta rapidez que nadie ha podido verlo.
Suerte movió la cabeza negativamente, sonriendo. Todos se rieron de la ocurrencia de Jobal.
—No —respondió el maestro—. Soy rápido, pero no tanto.
—A lo mejor estaba cansado —intervino Invierno, enarcando una ceja—, y ha decidido sentarse.
Invierno era el mayor de los novicios y disfrutaba bromeando con sus compañeros más jóvenes con comentarios irónicos y cínicos. Sin embargo, en esta ocasión, y para su sorpresa, el maestro de lucha batió palmas.
—¡Tú! —señaló a otro—. ¿Qué tienes que decir tú?
Buscador, inspirado por lo del cansancio, preguntó:
—¿Has anulado su fuerza?
—Vamos, ¿cómo iba a hacer eso?
—¿Con la mente?
—Más sencillo, más sencillo. ¿Qué he hecho?
Buscador frunció el ceño, concentrándose.
—Lo has mirado fijamente.
—¡Ahí está! Lo he mirado fijamente.
Hizo una seña a Salvaje.
—Acércate —le dijo, y a los demás—: Mirad con atención a ver si podéis percibir lo que estoy haciendo. —Añadió, dirigiéndose a Salvaje—: Golpéame. Dame un golpe fuerte con la palma de la mano.
Salvaje levantó la mano derecha y golpeó, pero erró el golpe.
—Vuelve a intentarlo.
Volvió a golpear y volvió a fallar. Sus golpes, o bien se quedaban cortos o pasaban de largo. Para los espectadores era como si el maestro estuviera protegido por un escudo invisible.
—¡Salvaje! —gritó Buscador, siguiendo con el argumento que había expuesto antes—, cierra los ojos y luego golpéalo.
Salvaje los cerró y golpeó. Esta vez su palma alcanzó al maestro en la mejilla.
—¡Muy bien! —se entusiasmó Suerte, frotándose la mejilla dolorida—. Ya es suficiente.
Salvaje retrocedió y se permitió esbozar una rápida sonrisa. Era el primer golpe que nadie de los presentes había podido darle al maestro. Estrella Matutina captó esa sonrisa malévola. Salvaje se había apartado la melena de la cara y por un instante lo vio muy diferente. Parecía mayor, con sus pronunciados pómulos brillando a la pálida luz de aquel día lluvioso.
—¡Lo tengo! —gritó Jobal, siempre un paso por detrás del resto—. ¡Lo has hecho con los ojos!
—¿Qué he hecho con los ojos?
El maestro miró de arriba abajo la fila de empapados novicios. Levantó una mano y la desplazó en el aire de izquierda a derecha. Toda la fila volvió bruscamente la cabeza hacia la derecha. Todos, uno tras otro, como si hubiesen recibido una bofetada.
—Eso es —dijo el maestro—. Todos lo habéis notado, pero ¿qué habéis notado?
Nadie supo responder.
—Tú.
El maestro llamó a Estrella Matutina. La joven dio un paso al frente.
—Saludo de respeto.
Estrella Matutina se inclinó. Movió los brazos acompasadamente preparándose para el combate.
—Firme —ordenó el maestro.
Estrella Matutina adoptó la postura de Alerta Tranquila. Estudió atentamente los colores de su maestro, pero sólo vio el azul pálido de un espíritu pacífico.
—¿Por qué no caes al suelo?
—Porque no me ha golpeado, maestro.
—Si te hubiera golpeado… —la empujó, pero con suavidad— habrías tensado los músculos para defenderte. Habrías resistido. Yo habría potenciado tu resistencia con mi fuerza.
—Sí, maestro.
—No estoy haciéndolo.
—No, maestro.
—Y sin embargo no te caes. ¿Qué está pasando?
—No caigo porque no quiero caer, maestro.
—Ah, ya lo veo. Entonces, si quisieras caerte, liberarías la tensión muscular que te mantiene en pie y caerías. Yo no tengo que hacer nada. ¿No es así?
—Sí, maestro.
—Como esto.
Ella captó un relámpago de luz roja y sintió que se le aflojaban las piernas. Incapaz de mantenerse erguida, se desplomó.
—Cae —aclaró Suerte a los del grupo—, porque quiere caer. Su cuerpo obedece su voluntad.
—Y la voluntad de ella —intervino Buscador— obedece la tuya.
El maestro asintió con la cabeza, complacido.
—Esa —reveló— es la habilidad oculta de los Guerreros Místicos. La voluntad más fuerte controla la más débil.
Hizo un gesto a Estrella Matutina para que se levantara del suelo y volviera a la fila. La joven lo hizo en silencio y sumida en profundas cavilaciones. En aquel momento de fuerza, cuando el maestro la había derribado, había sentido algo curioso. Los colores de Suerte habían fluido hacia fuera y la habían abrazado. Lo había sentido y lo había visto. No sabía que los colores de una persona pudieran desplegarse como una capa y cubrir a otra persona.
Escuchó con mucha atención las explicaciones del maestro.
—Cuando mi amigo aquí presente —Suerte señaló a Salvaje—, ha tratado de golpearme y ha fallado, no estaba fallando en su objetivo. Estaba eligiendo no golpearme. Yo tenía controlada su voluntad. Yo hice que no deseara golpearme.
«Así es —pensó Estrella Matutina—. Los colores son más que una representación de los sentimientos, son la fuerza de dichos sentimientos. Así que tal vez se pueden cambiar los colores de otras personas».
Si eso era posible significaba que se podía obligar a los demás a hacer lo que uno quisiera. «¿Y luego qué? ¿Qué clase de universo sería si todo el mundo y todas las cosas se sometiesen a los deseos de uno? —Estrella Matutina meneó la cabeza para alejar de su mente aquellas fantasías—. Eso no puede ser —se dijo—. Yo no quiero que pase».
Invierno, entretanto, adelantándose a las intenciones de su maestro, se salió de la fila y dio un paso al frente con una pretendida sonrisa inocente en la cara.
—Hazme caer —pidió al tiempo que cerraba los ojos.
El maestro de lucha hizo un gesto de asentimiento.
—Sin contacto visual —aclaró—, no puedo controlar la voluntad del otro. Sin embargo…
Disparó al aire una mano golpeando con tal fuerza el lado derecho de la cabeza de Invierno que este trastabilló y cayó al suelo.
—La gente que cierra los ojos no puede ver lo que se le viene encima.
Todo el grupo rio. Invierno se sentó en el suelo y se frotó repetidamente la oreja.
—En circunstancias normales —explicó Suerte—, los que te temen te mirarán. Si te miran, puedes controlarlos. Pero sólo si tienes la voluntad más fuerte.
Invierno se puso de pie y volvió a la fila. El maestro de lucha pasó revista a los novicios, en silencio y un buen rato, con los párpados entornados.
—Para eso, necesitáis auténtica fuerza. —Hizo a los alumnos un doble saludo, el saludo de despedida—. Y para adquirirla os hace falta otro maestro.
Los novicios entraron en la sala de estudio, agradecidos de librarse de aquella persistente lluvia, y ocuparon sus lugares habituales en el banco semicircular en torno a la chimenea. Un doméstico del noviciado apareció presuroso para avivar el fuego, que casi estaba apagado. Las astillas secas crepitaron al prender. Muy pronto los troncos fueron pasto de las llamas y un reconfortante calor acarició los cuerpos ateridos y mojados de los novicios.
El maestro de lucha no había acompañado a los alumnos a la sala de estudio, de modo que todos estaban sentados tranquilamente en el banco y trataban de hacer entrar en calor sus heladas manos mientras esperaban por el anunciado nuevo maestro.
Un tronco resinoso chisporroteó y los estallidos hicieron saltar chispas de la chimenea. Estrella Matutina, distraída mirando el fuego, ensimismada aún, captó un parpadeo de color en el aire, a lo lejos. Al mirar hacia arriba, comprobó con sorpresa que había una persona sentada al lado de la ventana. Se trataba de una mujer joven, perfectamente visible para todos, la luz que se colaba por la ventana situada en el lado opuesto de la única puerta de la habitación contorneaba su silueta. Seguramente ya se encontraba allí cuando ellos habían entrado. Es decir, que les había pasado desapercibida.
Llevaba el pelo rubio muy corto y tenía los ojos oscuros y muy separados y su piel era suave y dorada como la miel. Acogió la mirada de sorpresa de Estrella Matutina con expresión divertida y en silencio. Por su vestimenta resultaba evidente que era una nomana. Tendría alrededor de treinta años y era realmente hermosa.
Estrella Matutina estaba a punto de decir algo, pero la nueva maestra se llevó un dedo a los labios. En ese momento el grupo de novicios la vio y todos se quedaron tan sorprendidos como Estrella Matutina. La maestra mantuvo el dedo sobre los labios, de modo que nadie dijo ni una palabra, pero todos se pusieron de pie e hicieron una profunda reverencia. La maestra hizo a su vez una inclinación, pero sólo de cabeza, y a una señal suya todos volvieron a sentarse.
Los novicios esperaron a que la maestra hablara. Se sentaron en silencio y fijaron la vista en ella, que también se sentó, con las manos entrelazadas sobre el regazo, pero sin decir palabra, con una media sonrisa, aparentando interés pero sin revelar nada. En el hogar chisporroteaban los leños mientras la lluvia golpeaba las ventanas, pero nadie se movió. Se escuchaba el chillido de las gaviotas que sobrevolaban la cúpula del Nom y el rugido lejano de las olas que rompían con estrépito abajo, en la playa. Se oía el gemido del viento y los ritmos cambiantes de la lluvia, ora barriendo las tejas como una blanda escoba, ora martilleándolas con un ritmo acelerado.
Así pasaron las horas.
Cuando por fin la gran campana del Nom dio las campanadas del mediodía, la nueva maestra habló.
—Me llamo Miriander —dijo con un hilo de voz, lo cual no impidió que todos oyeran sus palabras—. Mi cometido y mi deber es enseñaros la verdadera fuerza.
Los miró a los ojos uno por uno, sin pararse más tiempo en ninguno, aunque daba la impresión a cada uno de que era objeto de su especial interés.
—Por favor, preparaos. Para encontrar vuestra verdadera fuerza debéis despojaros de todo lo que os protege.
Sonó la última y profunda campanada y las vibraciones se desvanecieron lentamente en el fragor de la lluvia. Por los altos ventanales se veía que el mar estaba desapareciendo engullido por la bruma.
—Esto —dijo ella— os hará daño.