15


La tierra nubosa

Estrella Matutina sonrió mirando a Salvaje, convencida de que estaba soñando. Alzó los brazos y le rodeó el cuello.

—¡Oh, Salvaje! ¡Sabía que estabas vivo!

—Sí, estoy vivo.

Pero, en vez de acercarse más, se apartó. Estrella Matutina dejó caer los brazos. Ya estaba despierta.

Cuando Salvaje salió de la cabaña, Estrella Matutina oyó fuera el murmullo de voces sofocadas. Se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa. Sentía en la cara el ardor del rubor. Habría deseado no haberlo abrazado como había hecho.

Salió a la brillante luz del día parpadeando y tan sorprendida se quedó que olvidó su vergüenza. Dos extraños y hermosos animales volvieron hacia ella sus caras afiladas y la miraron con sus grandes ojos pardos. Mientras los contemplaba, experimentó una segunda conmoción: podía ver sus colores. Las auras eran tenues pero inconfundibles, un resplandor blancuzco con un matiz azul, como el cielo invernal. Era la primera vez que veía los colores de un animal, y eso la indujo a pensar que tenían algo de humanos.

Avanzó con la mano extendida y les acarició el cuello y la cara. La dejaron que lo hiciera sin resistirse. Estrella vio que su mano provocaba ondas en el aura pero no cambiaba su color.

—Son caspianos.

La voz surgió a sus espaldas. Estrella Matutina se volvió y vio a una esbelta desconocida. Ella también era hermosa.

Estrella Matutina pensó que se encontraba en un mundo donde todos eran hermosos menos ella.

Buscó con la vista a Salvaje. Estaba apartado, con los ojos fijos en el camino. Estudió su vestimenta de vivos colores y el verde apagado de su aura, y comprendió que había roto con su pasado reciente.

—Me alegro de que estés vivo, Salvaje —dijo.

—No creía volver a verte —respondió él.

—Eres una nomana, ¿verdad? —preguntó la hermosa muchacha. En su voz había nerviosismo y temor—. Por favor, necesito tu ayuda.

—Lo siento —dijo Estrella Matutina con creciente pesar—. He dejado el Nom. Ya no puedo llamarme nomana.

—¿Tú también? —inquirió Salvaje.

La bella muchacha cayó de rodillas ante Estrella Matutina y le besó la mano.

—Me postro ante ti —dijo—, y beso tu mano. Te ruego que nos ayudes.

Estrella Matutina volvió a ruborizarse, avergonzada nuevamente.

—Lo siento, no puedo ayudarte.

—Dime entonces dónde encontrar a los que sí que pueden. Dispongo de muy poco tiempo. Van a incendiar el Glimmen. Sólo los Guerreros Místicos pueden salvar a mi pueblo.

Al oír esto, Estrella Matutina se olvidó de sus propios problemas e hizo lo posible por encontrar sentido a lo que decía aquella muchacha.

—¿Quién va a quemar el Glimmen? ¿Por qué?

Así supo de los orlanos y de la pasión de Amroth Chajan y de la promesa de Eco Kittle. Todo aquello despertó sus simpatías.

—Anacrea está muy lejos —dijo—. No tengo poder para defender el Glimmen de un ejército, pero hay un nomano que recorre este mismo camino y que tiene más poder que todos nosotros. —Entonces recordó la respuesta de Buscador a los ruegos de las mujeres de la barcaza—: Lo que no sé es si estaría dispuesto a ayudarte.

Eco Kittle se puso de pie de un salto.

—¿A qué distancia está?

—Me separé de él ayer a mediodía y se dirigía al bosque.

Salvaje se volvió a mirarla.

—¿Quién?

—Buscador.

—¡Buscador!

Eco se dio cuenta entonces de que Salvaje también conocía a ese gran nomano.

—¿Es amigo tuyo?

—Lo fue.

Estrella Matutina observó sus colores y advirtió un destello de vergüenza. O sea que también Salvaje tenía la sensación de haber fracasado.

—Ven conmigo —dijo Eco—. Pídele que me ayude.

Salvaje negó con la cabeza.

—Me dirijo a otra parte.

—Buscador tiene una misión —dijo Estrella Matutina—, no creo que vaya a detenerse por ti.

Eco se dio cuenta de que sólo contaba con su propia determinación. Llamó a Kell y el caspiano acudió. Estrella Matutina miró con admiración a la bella joven montada en la hermosa bestia. Eran como seres mágicos de otro mundo, un mundo más hermoso.

—Haré que se detenga —dijo Eco—. Cuando esté en el Glimmen, estará en mi mundo.

Dirigió a Kell hacia el camino y lo puso al galope. Un instante después había desaparecido por el camino real hacia el oeste.

Salvaje y Estrella Matutina se quedaron solos.

—Vaya, Salvaje —le dijo ella en tono quedo—. Parece que vuelves a ser un bandido.

Él evitó mirarla a los ojos. Su mirada le hacía sentir incómodo.

—¿Qué importa lo que sea?

—¿Y adónde vas? ¿Tiene importancia eso?

Se encogió de hombros.

—A la Ciudad de los Vagabundos.

—¿Te importa que vaya contigo? Por el momento.

—El camino no me pertenece.

Eso era suficiente. Estrella Matutina centró su atención en el segundo caspiano que pastaba por allí. Se acercó y la yegua alzó su hermosa cabeza y la miró con curiosidad, sin miedo.

—No va a dejar que la montes —dijo Salvaje.

Estrella Matutina tocó con una mano los colores vibrantes de la yegua. Después le acarició el cuello, pasó un brazo por encima de su lomo y apoyó el cuerpo en el flanco del animal. La yegua ni se movió. Estrella Matutina cerró los ojos y apretó la frente contra el flanco de la bestia visualizando cómo su propia aura se fundía con la de la yegua. No tenía ni la menor idea de lo que resultaría de aquello. Se limitaba a responder instintivamente al hallazgo de que el hermoso animal tenía un aura como la suya.

La yegua se estremeció y sacudió la melena. Volvió la cabeza y empujó a Estrella Matutina con la nariz. La muchacha abrió los ojos y miró de frente a la yegua y, lentamente, sus cabezas se aproximaron hasta tocarse. Entonces, aunque no podía verlo, Estrella Matutina supo que compartían colores y que la misma aura las envolvía a las dos.

La recorrió un estremecimiento cálido que nunca había experimentado. La yegua y ella estaban vinculadas, como hermanas. Más allá de eso no sabía nada de los caspianos y, por supuesto, el animal no sabía nada de ella, pero desde ese momento estaban unidas por la confianza.

—Ahora me dejará montarla —le dijo a Salvaje—. Ayúdame a montar.

Salvaje le tendió la mano y ella se montó de un salto en el lomo de la yegua.

El animal caminó un poco, muy despacio, dando tiempo a Estrella Matutina para que se familiarizase con el nuevo movimiento. Después inició un trote ligero. La muchacha se sujetó de sus crines y el enérgico movimiento le dio risa. Después la yegua se puso al galope y giró describiendo una amplia curva y volviendo a donde Salvaje estaba observando.

El bandido sonreía y aplaudía.

—¡Vaya, Estrella!

La muchacha lo saludó con la mano. Tenía el rostro arrebolado y jadeaba, feliz.

—Es muy hermosa. ¿Cómo se llama?

—No lo sé.

Estrella Matutina se inclinó.

—¿Cómo te llamas, hermosa? —le preguntó al oído.

La yegua movió las orejas, pero, por supuesto, esa fue toda su respuesta.

—Te llamaré Cielo —dijo la muchacha—, porque tienes los colores del cielo. —Luego, volviéndose hacia Salvaje, añadió—: Sube. Nos llevará a los dos.

Salvaje subió de un salto a la grupa del animal y rodeó con los brazos la cintura de Estrella Matutina.

—¿Qué tal, Cielo?

La yegua caspiana se puso en marcha a paso suave, moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo mientras andaba. Luego, a petición de Estrella, apuró el paso e inició un trote rápido. Así cabalgaron hacia el este, en dirección al gran río.

Estrella Matutina sentía el fresco viento en el rostro y el calor de Salvaje en la espalda. Era momentáneamente feliz. Su pasado era un perfecto fracaso y su futuro estaba en blanco. Aquella cabalgada llegaría a su término, pero había encontrado por fin a su guapo Salvaje y no le pedía nada más a la vida.

* * *

Llegó el crepúsculo mientras Buscador avanzaba por el camino que atravesaba el gran bosque. Estaba cansado y hambriento y no tenía forma de saber hasta dónde se extendía la floresta, pero no se paró a descansar. Las sombras se cernían rápidamente sobre los oscuros árboles invernales y pronto se encontró con que casi no podía ver el camino ante sí. Entonces empezó a pensar que tal vez fuese prudente hacer un alto y descansar hasta que amaneciera.

En ese momento, una luz cayó del cielo… o más bien, como no tardó en darse cuenta, de las ramas de los árboles que lo tapaban. Era un farol cuya llama ardía protegida por una pantalla de latón, sujeto al extremo de una cuerda larga. Quedó balanceándose en el camino delante de él, iluminando su cara sorprendida y proyectando su sombra sobre los troncos de los árboles circundantes.

Lo siguiente que cayó de las ramas fue una cesta, también suspendida de una cuerda. Dentro había una larga salchicha curva. Alzó la vista, pero no logró ver a nadie en la oscuridad reinante. Así que decidió dejar las preguntas para después y empezó a comer salchicha.

Estaba tan sabrosa y él tan absorto en comerla que no oyó a los habitantes del Glimmen que se descolgaban de los árboles y se dejaban caer suavemente sobre el suelo del bosque. Sólo tomó conciencia de su presencia cuando empezaron a aparecer entre los árboles, andando con paso suave hacia él a la luz temblorosa del farol.

Salían de todas partes, como fantasmas de figura esbelta y rostro hermoso. En su actitud no había nada agresivo, de modo que no sintió miedo.

A la cabeza iba Eco Kittle.

—¿Eres tú el Guerrero Místico a quien llaman Buscador?

—Yo soy —dijo Buscador, cada vez más sorprendido—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Me encontré por el camino con algunos amigos tuyos.

Uno de los habitantes del bosque, de más edad que ella, hizo una reverencia y habló.

—Ya está oscuro, señor. ¿Podemos ofrecerte la hospitalidad de nuestros hogares para pasar la noche?

—¿Vuestros hogares?

El habitante del Glimmen señaló hacia las ramas de los árboles.

—Están muy cerca —dijo—. Podemos ofrecerte comida y bebida y una cama confortable, pero tendrás que trepar.

Ahora que había comido algo, Buscador se dio cuenta de lo hambriento que estaba y de que descansar en una cama le permitiría recuperar fuerzas mejor que dormir sobre la hojarasca húmeda, entre los árboles.

—Gracias —dijo—. Acepto vuestra oferta, pero debo ponerme en camino en cuanto asome el primer rayo del sol.

La linterna subía a medida que él trepaba, movida por una mano invisible desde lo alto. El hermano de Eco, Sander, le precedía desplazándose por las ramas como un pájaro. Buscador lo siguió, de rama en rama, sintiéndose pesado y torpe en comparación. Empezaron a aparecer luces en las ramas superiores y a su alrededor, reluciendo como estrellas en la noche del bosque.

—¿Tienes alguna de las nuevas bestias que se montan? —le preguntó Sander.

—No —dijo Buscador sin saber a qué se refería.

—Eco sí, trajo una a su regreso.

Cuanto más se acercaba a las ramas altas donde vivían los habitantes del bosque, más luces aparecían. Allí vio para su sorpresa, aparentemente suspendidas en la oscuridad y en el aire, las casas de muchas habitaciones arracimadas sin orden ni concierto pero separadas entre sí, como si una tormenta las hubiera desgajado y hubiesen quedado en las ramas tal como habían caído. Cada habitación tenía techo, puerta y ventanas, a través de las cuales, mientras trepaba, Buscador vio apacibles escenas domésticas. Una familia sentada a la mesa cenando; una madre arropando a dos niños en una cama cubierta por una colcha; una anciana en una silla de respaldo alto que bordaba a la luz de una lámpara. Vio a unos muchachos joviales sentados codo con codo en un banco, con jarras en las manos, bebiendo y riendo. Era realmente como atravesar un pueblo de noche, salvo por el hecho de que todo sucedía allá arriba.

—¿Por qué vivís en los árboles? —le preguntó a Sander.

—Porque sí —respondió el chico—. ¿Por qué vivís vosotros donde lo hacéis?

—Si no te gusta, nadie te obliga a venir —terció una voz desde arriba. Era Orvin Chipe, que miraba enfadado a Buscador mientras este subía a la rama principal de la vivienda—. No recibimos a muchos habitantes del suelo aquí arriba. Nos mantenemos aislados.

De esta manera fue conducido Buscador a la casa de la familia Kittle, donde lo recibió la madre de Eco.

—¡De modo que tú eres el que debe salvarnos! —exclamó la mujer, saludando y sonriendo a pesar de que las lágrimas corrían por sus mejillas—. Mi Eco dice que todos seremos destruidos y que es un milagro que haya podido volver con nosotros. Instálate en el sofá grande. Lo encontrarás muy cómodo, como dormir en el aire. Eso es lo que a mí me parece.

Buscador se sentó en el sofá y miró en derredor. Tres lámparas relucientes iluminaban una habitación empapelada de rosa con motivos florales en verde. En el centro había una mesa pulida con un jarrón de terracota lleno de flores de invierno. Alrededor había sillones y sofás en los que se había acomodado la familia para mirarlo. A pesar de lo urgente de su misión y de lo mucho que deseaba dormir, le pareció descortés no admirar las comodidades domésticas.

—Qué bonita habitación.

—¿Te parece? —exclamó la señora Kittle—. Así es como nos gusta hacer las cosas en esta familia. También es cierto que hay quienes dicen amablemente que tengo un don, pero al fin y al cabo no es ni más ni menos que lo que yo llamo un hogar. Y un hogar debe ser bonito, ¿no te parece?

Trajeron comida y bebida que le ofrecieron a Buscador. Mientras comía, los lugareños lo observaban con franca curiosidad y se decían cosas en voz baja unos a otros.

—De modo que eres el Guerrero Místico —dijo el señor Kittle.

—¿Qué es un Guerrero Místico? —preguntó Sander, impresionado.

—Sólo es un nombre —dijo Orvin.

—Dejad que coma —intervino Eco.

—¿Qué tal el sofá? —inquirió la señora Kittle.

—Muy cómodo —respondió Buscador.

—Seguramente te preguntarás quién lo hizo. Fue él —dijo señalando con orgullo a su marido—. Díselo, querido.

—No, no —dijo el hombre—. Seguramente no le interesan los muebles.

—No veo por qué no. Si no vamos a morir quemados, necesitamos un lugar cómodo para sentarnos tranquilamente.

—¡Madre!

—Oh, no debo hablar. —Echó una mirada a la habitación con expresión confundida—. No sé por qué será, pero parece que ya nadie aprecia una buena conversación. Mi hija ha vuelto de entre los muertos, porque todos estábamos seguros de que había sido asesinada por esos horribles hombres peludos, y por lo que respecta a los animales que montaban, tenían un color de lo más raro, lo que yo llamo color bizcocho, un color que nunca se me había ocurrido usar, pero que iría muy bien con los rojos de las cortinas de esta habitación, que yo llamo rojos tierra…

Se calló, intimidada por la mirada furiosa de su hija.

—Los glimmenos no deben salir del Glimmen —dijo Orvin—. Esa es la forma que tenemos de evitarnos problemas.

—Puedes hacer lo que quieras, Orvin —replicó Eco—, y yo haré lo que me plazca.

Había estado observando a Buscador con creciente incertidumbre.

Aunque iba vestido como un Guerrero Místico, le parecía demasiado joven para dominar el tipo de poder que ella necesitaba. La cara reflexiva y los grandes ojos marrones eran más de estudiante que de luchador. No obstante, era su única esperanza.

—Señor —dijo, cuando por fin Buscador dejó el plato—, mi madre ya ha hablado de ello y ahora debo decírtelo directamente. Corremos un gran peligro. Me han dicho que los Guerreros Místicos están comprometidos por juramento a acudir en ayuda de los oprimidos. Señor, nuestros hogares, nuestro pueblo, los árboles de todo este gran bosque que nos rodea, todo está amenazado por la destrucción. Solicitamos tu ayuda.

Buscador la oyó consternado y bajó la vista. Los glimmenos tenían los ojos fijos en él en un ruego silencioso.

Eco prosiguió:

—El Gran Chajan ha jurado quemar el Glimmen y matar a toda la gente que aquí vive. Sólo tú puedes salvarnos.

Buscador seguía con la vista fija en el suelo. Eco sintió que sus esperanzas se desvanecían.

—Eres un Guerrero Místico. Es tu deber.

Buscador alzó por fin la vista.

—Tengo un deber mayor que ese —dijo.

—¿Qué puede ser más urgente que salvar la vida de cientos de personas inocentes?

—Salvar al Todo y Único, que es quien nos da la vida.

—¿El Todo y Único? —preguntó Sander—. ¿Qué es eso?

—Nuestro dios —respondió Buscador—. El dios de todos.

—Qué raro —dijo el señor Kittle—. ¿Tú vas a salvar a tu propio dios? ¿Eres más fuerte que tu propio dios?

—El Todo y Único es el más débil de todos nosotros —explicó Buscador—. También lo llamamos el Niño Perdido.

—¡Un dios débil! —Eco sintió que la rabia se agolpaba en su interior—. ¿De qué sirve un dios débil?

—Vivimos nuestra propia vida —dijo Buscador.

—Si no tienes poder para ayudarnos —replicó Eco—, dilo sin más. Si lo tienes y no estás dispuesto a usarlo, entonces no mereces nuestra cortesía.

Buscador se puso de pie.

—Creo que debería irme.

—No. No quería decir eso. —Eco se encontró sin escapatoria—. Quédate hasta mañana, sólo un día. Si los orlanos vienen, vendrán mañana.

—No tengo tiempo que perder. Ni siquiera un día.

—¡Vete entonces! —gritó la muchacha con amargura—. ¡Ve con tu pequeño dios y yo haré lo que quiere el viejo monstruo y desearé estar muerta!

Se volvió mordiéndose el labio para no llorar. Su familia y los demás glimmenos la miraban en silencio, respetuosos con su enfado y su dolor.

Buscador hizo una reverencia al estilo de los nomanos.

—Perdóname —dijo—. Tú tienes tu deber y yo el mío.

Así fue como, al final, Buscador pasó la noche sobre un lecho de hojas. Durmió bien y se despertó temprano. Enseguida se puso en marcha, sin saber que una figura silenciosa lo seguía arriba, entre las copas de los árboles. Llegó a la linde del bosque al romper el alba y, deteniéndose junto a los últimos árboles, miró hacia el oeste.

Al frente, al otro lado de la llanura, plateada por la luz del sol naciente, estaba la tierra nubosa.

Se asentaba como una pluma inmensa sobre la tierra sin relieve. Su parte superior, algodonosa y de color blanco cremoso, estaba en constante movimiento, subiendo y bajando, hinchándose y vibrando como la respiración de una enorme criatura dormida. Tenía un aspecto inofensivo, incluso confortable desde la seguridad del bosque, pero sin duda no se trataba de una creación natural.

Eco observaba a Buscador desde la rama de un árbol. Entonces se dio cuenta de que se dirigía a la tierra nubosa. Lo vio abandonar el bosque con rabia y admiración a un tiempo. Los glimmenos habían visto a muchos peregrinos penetrar en la nube entre cánticos, pero nunca había salido nadie de ella. ¿Qué sentido tenía realizar un acto de valentía sabiendo que te matarías?

Entonces se dio cuenta de que con los dedos de la mano derecha se tiraba del meñique de la izquierda. Se ruborizó de vergüenza, aunque no había nadie que pudiera verla.