19


El ejército de los vagabundos

A medida que avanzaban hacia el este, Estrella Matutina y Salvaje se cruzaron con un numeroso grupo de viajeros que avanzaban más lentamente en la misma dirección.

—¿Adónde vais? —preguntó Estrella Matutina cuando pasaban por su lado.

—A la Ciudad de los Vagabundos —le respondieron.

Iban escapando de la horda de orlanos, en busca de refugio entre los numerosos colegas que se estaban reuniendo en la Ciudad de los Vagabundos.

—Ahora todos somos vagabundos —dijo Salvaje.

Cuando alcanzaron la cima de la última colina, antes de iniciar la bajada a la Ciudad de los Vagabundos, desmontaron para que Cielo descansara. Miraron hacia el meandro del gran río y vieron que una enorme muchedumbre se congregaba en las praderas de las orillas. Débil pero claro en el aire frío, oyeron el clamor de las voces de los reunidos.

Salvaje observó con mucha atención a la distante multitud.

—Es una asamblea —dijo—. Las tribus han convocado una asamblea.

—¿Para qué? —preguntó Estrella Matutina.

—Para hablar de los invasores. Estarán eligiendo un jefe. —Era un buen augurio. Había llegado en el momento justo—. Pero nunca se pondrán de acuerdo.

Estrella Matutina se dio cuenta de que Salvaje había recuperado la energía gracias a un nuevo objetivo.

—Tienes que ser su líder, Salvaje.

—¿Tú crees?

—Serás un jefe fuerte.

—Podría ser. Ya veremos.

Cuando volvieron a montar, él estaba dispuesto a asumir la jefatura. Ella estaba feliz de ir a lomos de Cielo detrás de él. Cuando iniciaron el descenso lo rodeó con sus brazos y apretó la mejilla contra la espalda de Salvaje. Estaba haciendo todo lo que podía para ocultarlo, pero aquella proximidad la intoxicaba. Cada contacto era precioso para ella. No pedía nada salvo estar en su compañía y verlo feliz.

«Deseo más que él sea feliz que serlo yo», pensó.

Esa entrega total no la había experimentado nunca. Salvaje la atemorizaba y a la vez la entusiasmaba.

Cabalgaron por las embarradas calles de chabolas de la Ciudad de los Vagabundos y por la desierta vía principal hacia el río. A medida que se acercaban se escuchaban con mayor claridad las voces enfurecidas de la multitud reunida y los gritos estentóreos de los que optaban a la jefatura.

—¡Yo soy el padre de todos los vagabundos! ¡Seguidme!

—¡Tú no, anciano!

—¡Soy tan buen hombre como tú en todo, Branco!

—¡Ven aquí y demuéstramelo, barba gris!

Los gritos se hicieron más violentos.

—Empezarán las peleas en cualquier momento —predijo Salvaje—. Es lo que hacen siempre, luchar entre sí.

Tenían ante ellos las últimas filas de los reunidos. Tal como había pronosticado Salvaje, estaba a punto de empezar la lucha. Un corpulento vagabundo de larga barba gris avanzaba con determinación hacia un fornido moreno que estaba de pie con los brazos en jarras, bien afirmados los pies sobre el suelo. La multitud había retrocedido abriendo un amplio corro para el combate. A un lado, los partidarios de Mully, el mayor de los dos; al otro, los montañeses que seguían a Branco.

—¡Yaaa! —rugió Mully, dando grandes manotazos a medida que avanzaba entre la gente.

—¡Yaaa! —respondió Branco, pateando el suelo.

—Bájate, Estrella.

Estrella Matutina se dejó caer del lomo del caspiano hasta tocar tierra con los pies. Salvaje cabalgó solo hasta el corro abierto.

—¡Eh, valientes!

Muchas caras de asombro se volvieron hacia él y todos se quedaron boquiabiertos. Mully bajó las manos y se paró a mirar. Branco giró en redondo y clavó la vista en el jinete.

Salvaje abrió los brazos en un gesto ampuloso y gritó su familiar pregunta.

—¿Me am-a-á-is?

De todos los rincones brotó una carcajada. El corpulento Mully rio a pleno pulmón.

—¡Eres tú, loco Salvaje! —le gritó—. ¿Dónde has robado ese animal?

Salvaje se bajó del caballo y, ya en el suelo, se retiró de la cara la melena dorada.

—En el lugar de donde viene este hay más —respondió.

Palmeó el cuello de la yegua caspiana. Había galopado mucho y aspiraba profundas y estremecidas bocanadas de aire.

—Veo que habéis venido a darme la bienvenida a casa —dijo Salvaje, echando una mirada en derredor—. A eso lo llamo yo un comportamiento amistoso.

—No estamos aquí por ti —gruñó Branco—. Nos hemos reunido para elegir a un jefe guerrero.

—¿Un jefe guerrero? —se asombró Salvaje. Volvió a abrir mucho los brazos y empezó a dar vueltas exhibiéndose ante la multitud—. ¡Aquí estoy!

—¡Fuera de ahí, muchacho! —se impacientó Branco, que no tenía tiempo para hacer caso al disparatado joven ni a sus payasadas.

Con un musculoso brazo empujó a un lado a Salvaje. Pero, en lugar de dejarle paso, el chico aferró aquel brazo y obligó a la montaña de músculos a darse la vuelta para clavar en él la mirada.

—¿Tú me amas, valiente?

No hizo ningún esfuerzo, pero para sorpresa de los presentes Branco lo abrazó.

—Puedes estar seguro de que te amo, Salvaje.

Luego Salvaje se volvió hacia Mully.

—Branco vota por mí —le dijo—. ¿Votas también tú por mí, anciano?

—Aún no estoy muerto, muchacho —respondió Mully—. El día que vote por ti será el día que…

Salvaje lo estaba mirando fijamente. Mully tartamudeó y se quedó callado.

—¿Me quieres tú también, valiente?

Mully se encorvó e inclinó profundamente la cabeza en señal de sumisión.

—Te quiero, Salvaje.

—Entonces, ¡bien! —Salvaje volvió su sonriente cara hacia la asamblea de vagabundos—. ¡Todo el mundo me quiere! ¿Hay alguno de los presentes que tenga algún inconveniente?

Trazó una curva en el aire con la mano y todos los que la vieron sintieron la intensidad de su fuerza como un viento que azotase sus caras.

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje! —gritaron.

Estrella Matutina permaneció inmóvil, de pie al lado de la yegua caspiana, satisfecha por el cambio que había experimentado Salvaje. Se lo veía iluminado por la fuerza: su hermoso rostro irradiaba fuerza y la fuerza reía en su sonrisa y ardía en sus ojos relucientes. Allí, ante una muchedumbre entregada, se había revelado en público tal como ya era en lo más hondo del corazón de Estrella, como alguien cuyas acciones eran perfectas. Había descartado todas sus dudas. Estaba intoxicado por el amor de tanta gente.

La multitud aclamaba su nombre, cantaba su nombre. Los rostros taciturnos volvían a sonreír para él.

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

El muchacho saltó sobre el casco de un barco varado boca abajo en la ribera y pronunció palabras que ya estaban en el corazón de los presentes porque en ese momento todo era fácil y no podía equivocarse.

—¡Amigos míos! Soy un vagabundo como vosotros. Nosotros somos la gente que no pertenece a ningún sitio. No tenemos patria, no contamos con un refugio seguro. Se nos llama pedigüeños y ladrones. Se nos teme y se nos desprecia. Pero ¡estamos por todas partes! Recorremos los caminos de todos los países. Somos de todas las razas y tribus. ¡Somos todos y cada uno!

Estrella Matutina escuchó a Salvaje y compartió su orgullo, tal como vio que lo compartía aquella muchedumbre.

«Entonces, ahora soy también una vagabunda», pensó, y esbozó una sonrisa.

—Los vagabundos no tienen nada —gritaba Salvaje—, pero ¡son libres! ¿Vais a luchar por vuestra libertad?

—¡Sí! —gritaron al unísono los reunidos.

—¿Lucharéis codo con codo, valientes? ¿Todas las tribus unidas en un solo ejército?

—¡Sííí!

—¿Y yo seré vuestro jefe?

—¡Sííí!

—Entonces no hay un solo señor de la guerra en el mundo que pueda vencernos.

La multitud lo aclamó, una y otra vez, sin descanso.

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

Entonces se oyó un tumulto y un rugido de rabia. Los asistentes a la asamblea abrieron un camino para dejar paso a un joven alto y delgado vestido con pesadas pieles pero con la cabeza descubierta y la calva pintada, desde las cejas hasta la nuca, con rayas verticales amarillas y negras. Tras él avanzaba una numerosa banda de hombres de expresión malvada pintados del mismo modo. El extraño se acercó con una pica en una mano y con la otra extendida y señalando con el índice a Salvaje.

—Te quiero a ti —exigió.

—¡Los Tigres! —gritaron varias voces atemorizadas—. ¡Son los Tigres!

El extraño hendió el aire con su pica en señal de desafío, invitando a Salvaje a pelear. Salvaje saltó del barco y se aproximó al forastero.

—No quiero pelearme contigo —le dijo por toda respuesta.

Los forasteros lo rodearon. La banda conocida como los Tigres era numerosa, contaba con más de cien hombres armados con picas y espadas.

—Puede que yo quiera pelearme contigo.

—Aquí me tienes.

El extraño se acercó más a Salvaje. Estrella Matutina, que observaba los ojos de Salvaje, esperaba ver cómo sucumbía el forastero a su voluntad. En cambio, el forastero le dijo una palabra al oído a su contrincante:

—Pollito.

Salvaje se sobresaltó, como si le hubiese picado un bicho, y retrocedió mirando fijamente al forastero, que revolvió el cabello de Salvaje con una mano y se echó a reír a carcajadas.

—¿No me conoces, verdad?

Salvaje siguió mirándolo fijamente un poco más y, poco a poco, se fue dibujando en su cara una sonrisa de reconocimiento.

—¡Snakey!

Se abrazaron efusivamente. Los curtidos hombres de la banda de los Tigres empezaron a sonreír también. La tensión de la multitud se aflojó.

—¡Snakey! —repitió Salvaje—. ¿Eres tú, Snakey?

—No podría ser otro —respondió el forastero.

—¿Qué ha sido de tu vida?

—Creciendo, Pollito. Como tú.

Y revolvió de nuevo la melena de Salvaje.

Del brazo, ambos pusieron rumbo al bar del gordo para celebrar su reencuentro y una gran multitud los siguió. Tan pronto como se marcharon los vítores se apagaron y el espíritu de unidad momentáneo dio paso de nuevo a discusiones y peleas. Estrella Matutina se quedó atrás con Cielo y vio con toda claridad la oleada de sospechas que se extendía por los corrillos de vagabundos. Lo percibió en sus colores. Cada grupo, soliviantadas las pasiones una vez más por los comentarios despectivos de los grupos rivales, conservaba su propio color dominante. Era un fenómeno que ella nunca había visto. El de barba canosa llamado Mully estaba en el centro de un nutrido grupo de compañeros, todos ellos con el aura de color rojo sucio. El color en sí no era nada fuera de lo común, expresaba el resentimiento de un grupo que se sentía amenazado y menospreciado. Pero no había visto hasta ese momento un solo color dominante, como una sábana de niebla, sobre tantas personas.

Cerca de la banda de Mully había un grupo de montañeses, todos ellos envueltos en un aura naranja. Cuando ambas bandas se apretaban una contra la otra las auras se desplazaban, pero no se mezclaban. Era la prueba más clara de que las tribus de vagabundos no estaban unidas todavía, pero era una prueba que sólo podía ver Estrella Matutina.

Cielo empujó con la cabeza la espalda de Estrella Matutina, tratando de llamar su atención. Ella se dio la vuelta y palmeó el cuello de la yegua caspiana y le habló en voz muy baja:

—¿Quieres beber, verdad Cielo?

La caspiana movió afirmativamente su hermosa cabeza y Estrella Matutina le acarició el pelaje y vio que sus propios colores se mezclaban con los de Cielo, tal como había ocurrido anteriormente. En aquel momento le había llamado la atención el hecho de poder compartir colores con un caballo y de hacerlo también con una persona. Recordó cómo los colores de sus maestros de lucha habían fluido hacia ella envolviéndola, y cómo se había dado cuenta de que los colores de una persona podían cambiar los de otra. En su cabeza empezó a tomar forma una idea.

Lo encontró en la taberna, bebiendo con el forastero de la cabeza pintada a rayas. La llamó alegre mientras ella trataba de abrirse paso entre la multitud.

—¡Eh, Estrella! Este es Snakey. ¿Recuerdas que te hablé de Snakey?

—Lo recuerdo.

—Snakey me cuidó cuando yo era niño.

—Cuando eras un pollito —lo corrigió Snakey, y prorrumpió en carcajadas.

—Por eso me llaman Pollito —explicó Salvaje, ruborizándose.

—Era muy pequeñito —siguió Snakey— y tenía ese pelo dorado, todo rizos…

Pasó los dedos de una mano por el cabello de Salvaje.

—¡Y míralo ahora! Se ha convertido en el Pollito Salvaje. —Se agachó mientras Salvaje hacía un amago de echársele encima.

—¡Mírate, Snakey! Yo soy el hombre.

—Eso veo. Y pensar que solías correr detrás de mí gritando: «¡Snakey, no me dejes!».

—Hasta que me dejaste.

—Nunca te dejé.

Salvaje se volvió hacia Estrella Matutina.

—Snakey fue capturado por tratantes de esclavos. Yo creí que me había abandonado.

—Yo nunca habría hecho eso, Pollito.

—Se lo llevaron en una jaula a un lejano país para venderlo como esclavo. Pero no sabían en qué se metían capturando a Snakey. Tan pronto como lo sacaron de la jaula les cortó el cuello a todos y echó a correr. Tenía nueve años.

—Ocho, Pollito. Ocho.

Snakey se palmeó la cabeza pintada y enseñó una dentadura muy estropeada.

—Fueron épocas muy duras —rememoró Salvaje.

—No veo que los tiempos vayan a ser mucho mejores en un futuro —comentó Snakey.

—Salvaje —dijo Estrella Matutina—, hay algo que quiero mostrarte.

Siguiendo las órdenes de Salvaje, dos grandes bandas se reunieron en la calle principal de la ciudad, una de norteños y otra de montañeses. Salvaje les habló. A su lado estaba Estrella Matutina.

—Esta es Estrella Matutina —se la presentó—. Haced todo lo que os pida que hagáis, igual que si os lo pidiera yo.

Estrella Matutina se dirigió a ellos.

—El señor de la guerra se acerca —dijo— y las tribus de vagabundos habéis llegado al acuerdo de luchar juntos bajo el mando de un solo jefe. Pero no estáis unidos. En vuestro corazón los miembros de cada tribu estáis pensando: «Cuando haya que luchar nosotros lucharemos mejor que los demás». De ese modo no llegaréis a ser una gran fuerza. Y de ese modo perderéis todas las batallas.

A los hombres no les gustaba que una chica les dijera lo que debían hacer. Murmuraban y hablaban en voz baja entre sí, Branco expresó en voz alta lo que pensaban.

—¿Quién es ella para darnos lecciones?

—Escuchadla u os las tendréis que ver conmigo —intervino Salvaje.

Estrella Matutina siguió hablando.

—Conozco la manera de uniros a todos.

—Ya ha habido treguas —dijo Mully—. Lo sabemos todo sobre las treguas.

—Esto no es una tregua. —Observó un grupo tras otro. Sus colores eran claramente diferentes, realzados por el desafío que ella les lanzaba—. Esto es una unión.

Dio unos pasos y se colocó entre las dos bandas. Luego, volviéndose primero hacia los montañeses, le habló al que tenía más cerca.

—No te muevas. Te voy a tocar.

Le puso las manos sobre los hombros y observó el aura que los abarcaba a él y a sus compañeros. Estrella dejó que los colores del hombre fluyeran en torno a ella y notó cómo la invadían las feroces sensaciones que brotaban de los montañeses. Luego se volvió hacia la segunda banda y puso las manos sobre los hombros de un miembro de la tribu de Mully. Se estremeció con las emociones que la invadieron y por los colores que la envolvieron, y vio que los dos colores en competencia se entrelazaban y fluían en enmarañadas hebras de naranja y rojo. Sintió un vertiginoso mareo cuando las dos corrientes de odio se entremezclaron como ondas en su interior. Cerró los ojos y contuvo el aliento, y trató de vaciarse por completo de sus propios sentimientos, de tal modo que se convirtió en un mero canal de transferencia de las pasiones de las dos bandas. Sintió que se mezclaban y que fluían desde su interior hacia fuera y entonces las náuseas cesaron. Abrió los ojos y lo vio con toda claridad: envolvía las dos bandas una sola aura que abarcaba a todos sus hombres.

Salvaje no vio nada relativo a los colores, pero observó el cambio en los hombres. En un primer momento fue apenas un ligero movimiento, como si trataran de ponerse más cómodos. Luego se echaron miradas cautelosas, sin saber lo que había pasado. Después se sonrieron y miraron a su alrededor con más confianza. Finalmente, enderezaron la espalda y cuadraron los hombros, y sin darse cuenta de que lo hacían formaron en un solo batallón.

Estrella Matutina retrocedió unos pasos alejándose de ellos y volviendo a mirarlos sintió una extraordinaria explosión de euforia. Estaban todos unidos por un solo color. La muchacha temblaba de agotamiento. El esfuerzo había sido mucho mayor de lo previsto, pero lo había logrado. Sabía que tenía que ir sumando banda tras banda y que cada nuevo grupo compartiría la emoción dominante del cuerpo principal. Estaba creando el instrumento de guerra perfecto.

—Ahora están todos unidos —dijo con satisfacción a Salvaje.

—¡Fantástico! ¿Funcionará con los demás?

—Con tantos como tú quieras.

—Los quiero a todos.

—Los puedes tener a todos —respondió Estrella Matutina—. No hay límites.

—Todas las razas y todas las tribus —siguió Salvaje, asombrado por la perspectiva—. A todos. Eso es lo que quiero. Un ejército formado por todos.

—Eso es lo que te doy, Salvaje —ofreció Estrella Matutina, y añadió para sí: «Porque te amo».

Salvaje habló a su nuevo ejército de vagabundos, apretujado a su alrededor en la pradera ribereña.

—¡Eh, valientes! ¿Me amáis?

La respuesta fue un clamoroso y unánime grito.

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

—¿Tenemos miedo a los orlanos?

—¡Nooo!

—¿Echaremos a los orlanos de nuestras tierras?

—¡Sí!

—¿Me seguiréis a la batalla?

—¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!

«¿Y a Anacrea? ¿Y al corazón del Nom? ¿Y al mismísimo Jardín?». Pero estas cosas no las dijo en voz alta.