20
Los eruditos
Buscador penetró en la nube, pero ya iba más despacio. No oía los pasos de la erudita, que se había esfumado. No tenía manera de orientarse. Luego se dio cuenta de que la niebla que lo rodeaba se movía. La que estaba pegada a su cuerpo era demasiado transparente para que la viera, pero delante de él, donde formaba la pared que lo encerraba y que retrocedía permanentemente, fluía de manera más lenta. El flujo no era uniforme, pero el remolino giraba en una sola dirección. Fluía hacia él, partiendo de una fuente invisible. Sin darse cuenta, él se dirigía hacia esa fuente, como si siguiera el curso de un río hasta su nacimiento.
El terreno descendía. Se dio cuenta de que la luz disminuía paulatinamente y que se encontraba en una garganta. Luego la oscuridad creció. A oscuras entre la niebla era muy difícil hacerse cargo del entorno, pero el sonido del viento iba cambiando.
«Me dirijo al subsuelo», pensó.
Y era así. La entrada a la bóveda tenía que ser enorme, porque no había puerta ni se notaba ningún cambio entre el exterior y el interior. La niebla indefinida lo llenaba todo y sus propios pasos hacían eco en el techo.
A medida que avanzaba, tuvo la certeza de que iba por el buen camino. La luz quedaba a sus espaldas. Cuanto más avanzaba más se reducía la capa de neblina brillante; hasta que miró atrás y vio que efectivamente se trataba de la boca de una cueva.
Entonces hubo parpadeos de luz delante de él y oyó el sonido de muchos pasos que se arrastraban. Buscador retrocedió de un salto. Los parpadeos se convirtieron en fogonazos en los que se recortó un grupo de sombras, las sombras de gente que avanzaba. Luego, de detrás de un recodo de la cueva salió una procesión de hombres y mujeres con faroles que murmuraban y susurraban acercándose.
Vestían túnica blanca. Caminaban a trompicones, sus ojos miraban sin ver y, con frecuencia, como si apenas pudiesen permanecer despiertos, los párpados se les cerraban. Tenían las mejillas hundidas y respiraban con dificultad. No tenían ni idea de que alguien los observara.
A medida que pasaban Buscador entendió lo que murmuraban algunas voces.
—Vivir eternamente —decían—. Vivir eternamente…
El muchacho los miraba horrorizado. No eran ni viejos ni enfermos: estaban vacíos. Sus cuerpos seguían funcionando, pero la fuerza vital se había esfumado. Les habían absorbido el lir.
Mientras los observaba, uno de los desgraciados de la fila tropezó y se cayó. Se quedó sin moverse en el suelo mientras los demás pasaban por encima de él, sin verlo ni preocuparse, pisoteando al caído.
Aquello era obra de los eruditos. Por eso tenían que morir.
Buscador siguió adelante, internándose cada vez más en la cueva. La neblina le golpeaba la cara a medida que avanzaba. Estaba acercándose a la fuente.
La única iluminación del lugar procedía de faroles desperdigados por el suelo, algunos aún encendidos. Al lado de los faroles yacían los cuerpos de hombres y mujeres, vacíos, muertos. Buscador se detuvo junto a uno de ellos, un joven no mucho mayor que él. Se acercó para ver los ojos sin vida del muchacho. Cuando lo tocó su cara se desintegró en una nubecita de polvo. Dio un paso atrás, impresionado. Cuando el polvo se asentó, vio un lado de la cara: una oreja, el cuello, pero nada más.
En su interior creció la rabia. «Quienquiera que haya hecho esto —pensó— merece morir».
Captó el resplandor de otra luz, un brillo más potente que el de un farol abandonado. La corriente de niebla le impidió calcular las dimensiones de la zona de la cueva por la que estaba pasando, pero tuvo la sensación de que delante de él se abría un espacio mucho mayor.
Caminó hacia la luz. La niebla se espesaba cada vez más y, a la altura de sus tobillos, todavía era más densa. Se desplazaba hacia él por el suelo como nata montada, enroscándose en sus piernas y ocultando sus pies a medida que fluía desde las profundidades de la cueva hacia el aire libre.
La fuente de luz era una lámpara fijada a un pie que sobresalía de la niebla. La llama que ardía en su centro estaba cubierta por una elegante pantalla con flecos de seda estampada, ámbar sobre escarlata. Los flecos eran de borlas de oro. Era la clase de lámpara que uno esperaría encontrar en el vestidor de una dama rica.
Buscador se acercó a la lámpara y se encontró en presencia de un grupito de ancianos que lo miraban con curiosidad y cautela.
En total eran cuatro, sentados en semicírculo alrededor de la lámpara, tres en confortables butacones acolchados y una en silla de ruedas, arropada con una manta de lana. Dos ancianos y dos ancianas. La de la silla de ruedas dormía con la cabeza abatida sobre el pecho. Además de los sillones había mesas bajas y, sobre ellas, botellines y vasos medio llenos, jarrones de flores y libros.
—¡Un visitante! —exclamó uno de los ancianos, agitando una muleta en el aire.
—¿Qué dice? —preguntó la mujer del sillón.
—Dice que tenemos un visitante, querida.
—No, no iré —respondió la anciana, enfadada—. ¿Quién soy yo para ir de visita? Toda la gente a la que conocía ha muerto. No quiero que me digan que tengo que ir de visita.
—No, querida. El visitante ha venido a vernos.
—Oh, no haga caso a la vieja cabra —dijo el de la muleta.
—Estaré encantada de recibir a la visita —aseguró la anciana dama—, pero primero deben cepillarme el pelo y que me den un ligero toque de carmín.
—Tú ya no tienes pelo.
—Un toque de carmín da un aire de animación y no es vulgar.
—¿Quién ha dicho que es vulgar?
—No, no…
—Yo no soy el único que se hace sus cosas en la silla.
—¡Ya estamos! ¡Otra vez con lo de las cosas! E incluso delante de una visita.
Buscador se quedó mirando la escena preso de una profunda confusión. Los cuatro que tenía ante sí, tan ancianos, tan desvalidos, no podían ser los enemigos que buscaba. Tenían que ser víctimas de los eruditos. En cuyo caso, ¿dónde estaban los eruditos? Escrutó la niebla con la esperanza de encontrar más corredores, cuevas más profundas. Pero todo lo que vio dentro del radio de alcance de la lámpara fue la orilla de un estanque. A primera vista parecía que la niebla descansaba sobre la superficie del agua. Luego vio que no había agua, sólo nube. De aquel lago de cremoso vapor fluía la niebla que se arrastraba por el suelo y a lo largo de toda la cueva. Eso si realmente no había otra fuente.
El anciano apuntó con su muleta a Buscador y habló.
—¡Tú! ¿Qué edad tienes?
—Dieciséis años —respondió Buscador.
—¡Dieciséis! ¡Muy bien! ¡Estupendo!
—¿Qué dice? —chilló la anciana.
—Dice que tiene dieciséis, querida.
—¡Dieciséis! ¡Vaya mentira!
—El visitante, querida.
—Siempre ha sido un mentiroso. Pero a mí no me engaña.
—¡Oh, que te den, vieja cabra!
Buscador consideró necesario intervenir.
—Estoy buscando a los eruditos —dijo.
Captó un leve movimiento de la anciana dormida en la silla de ruedas, que tal vez no estaba tan dormida.
—¿Eruditos? —Un anciano negó con la cabeza—. Nunca he oído hablar de ellos.
—Lo más probable es que estén muertos —añadió el otro—. La mayoría de la gente que queremos resulta que está muerta.
—¿Qué dice? —preguntó la anciana.
—Está buscando a alguien.
—Dile que se acerque. Ya no oigo tan bien como antes.
Buscador ya se estaba acercando, pero no a la anciana que había hablado sino a la que dormía en la silla de ruedas con la cabeza abatida sobre el pecho. A medida que se acercaba, ella la fue levantando, exponiéndola a la luz.
Era la madre.
Dio un grito tremendo de rabia.
—¡No dejéis que me toque!
De repente se operó en los ancianos un cambio radical. Desapareció la senilidad, reemplazada por inteligentes miradas calculadoras. Los cuatro, pese al aspecto ruinoso de sus cuerpos, de pronto parecían fuertes y preparados.
—¡Es él! —gritó la madre levantándose—. ¡Ha vuelto!
Todos clavaron la vista en Buscador, temerosos y llenos de odio.
—Dejadme esto a mí.
Lo dijo el anciano de la muleta, cuya voz era otra, clara, increíblemente joven para salir de una boca tan marchita.
Lo obedecieron sin rechistar. La madre se volvió a sentar en la silla de ruedas y se quedó callada. El anciano se volvió hacia Buscador.
—Perdona nuestro modesto engaño —se disculpó—. Hemos aprendido a ser cautelosos con los desconocidos. —Hizo una inclinación de cabeza a modo de bienvenida—. ¿Quién eres?
—Me llamo Buscador de la Verdad.
—¿Te han enviado los nomanos?
—Sí.
—¿Vienes a matarnos?
—Sí.
—Aquí estamos. Tú tienes la fuerza. Estamos a tu merced.
Buscador tuvo dudas. Aquel no era el temible encuentro para el que se había preparado.
—Tú sabes por qué, desde luego. —El anciano tenía una mirada pacífica—. Tú sabes por qué nos temen los nomanos.
—Porque tratáis de destruir el Nom.
—Así es. Pero ¿por qué tratamos de hacerlo?
—No necesito saber eso.
—Nuestro delito es que hemos tratado de buscar verdades más allá de los límites impuestos por el Nom. Como ves, también nosotros somos buscadores de la verdad. Y sólo por esta razón nos temen los nomanos y te envían a matarnos.
—Yo juré proteger al Nom —respondió Buscador.
—¿Proteger al Nom? ¿O proteger al dios que vive en el Jardín?
—Al Todo y Único.
El anciano retuvo a Buscador con sus brillantes ojos y su extraña voz juvenil.
—Tal vez el Todo y Único sea un prisionero —aventuró—. ¿Lo has pensado alguna vez?
Él esbozó una amarga sonrisa.
—Nosotros somos los señores de la sabiduría —prosiguió el anciano—. Hemos dedicado todos los días de nuestra larga vida a vencer los males de la existencia. Hemos aprendido a curar la enfermedad. Hemos averiguado cómo retrasar la muerte, tal vez para siempre. Hemos hecho todo eso para aliviar el sufrimiento de la humanidad. ¿Acaso no es este el auténtico camino para servir al Todo y Único?
Buscador cabeceó. Se aferraba a lo que sabía. Había visto las hileras de hombres y mujeres abandonados a su suerte hasta que se volvían polvo en el suelo de la cueva.
—Ya he visto lo que hacéis por la humanidad.
—No sienten dolor. Se sacrifican por el bien de todos. Lo que has visto te ha confundido. Pero todas las sociedades hacen sacrificios para asegurar su propia supervivencia. En las guerras muchos mueren para defender su país. Estos pocos han dado la vida por una causa mucho más importante.
—Han dado la vida por una mentira. Les contáis que vivirán para siempre.
—¿Es eso una mentira? Míranos. Hemos vencido la muerte. Gozamos de una especie de vida eterna. Pero nuestra causa es más importante que todo eso. ¿Qué es la vida eterna sin una eterna juventud?
—Jóvenes para siempre —murmuraron los demás eruditos, como si se tratase de una plegaria—. Jóvenes para siempre.
—Todavía no hemos alcanzado nuestra meta, pero estamos muy cerca de hacerlo. Necesitamos un poco más de tiempo. Sólo un poco más. —El anciano miraba a Buscador fijamente durante toda la conversación, para ver si mostraba algún indicio de apertura mental a lo que estaba oyendo—. No te estamos engañando, Buscador de la Verdad. No negamos nada. No tenemos secretos. Somos enemigos del Nom.
—Y yo sirvo al Nom.
—¿Acaso has conocido alguna otra verdad a lo largo de tu corta vida? Sin embargo, hay otras verdades. El Nom cree que hace falta poner límites al modo en que la humanidad persigue la sabiduría. Nosotros creemos que no puede haber límites. El Nom espera un mundo justo. Nosotros deseamos hacerlo sabio. El Nom ofrece misterios. Nosotros damos respuestas. Si piensas que debemos morir por eso, mátanos.
Abrió de par en par sus sarmentosos brazos, como si lo invitara a darle el golpe de gracia. Los demás hicieron lo mismo.
Buscador los miró y nadie se movió ni habló. Él se mantuvo firme en su fidelidad al Nom, pero tuvo la sensación de que sus convicciones empezaban a tambalearse. Había basado su persecución de los eruditos en la palabra de un solo hombre, Senda Estrecha, que lo había puesto en guardia ante lo que parecía un gran peligro. Si los eruditos decidían atacarlo lucharía contra ellos como enemigos declarados que eran del Nom y los mataría. Pero no lo atacaban. ¿Cómo podía matarlos a sangre fría?
Necesitaba oír la voz en su cabeza. Pero no pasó nada. Recordó lo que le había dicho la voz en una ocasión: «Seguro que ya sabes que si sigues tu camino la puerta estará siempre abierta».
Allí no había puertas.
Recordó la noche de su visita al Jardín. El hombre que había visto allí le había dicho: «Nada es perdurable, nada dura eternamente». Le había parecido muy sabio en aquel momento, pero no le era de ninguna utilidad.
Le vinieron a la mente las palabras de Jango: «No debes defenderte, sino atacar». Pero los eruditos no luchaban contra él, estaban razonando con él.
Tenía que servirse de sus propios recursos.
Como dudaba, la madre apoyó las manos en las ruedas de la silla y la puso en movimiento. La hizo avanzar lentamente hacia el estanque de niebla.
—¡Detente! —exclamó Buscador.
Ella no se detuvo. El anciano lo miraba con su retorcida sonrisa, como si lo divirtiera ser testigo de aquel dilema.
—¿No es tan fácil, verdad? Tienes que estar muy seguro para matar. Y tú no lo estás.
—No. No estoy seguro.
—Eso se debe a que tienes una mente abierta y especulativa. Para estar seguro es necesario tener una mente cerrada. La gente inteligente sabe que siempre hay más cosas que comprender. Y tú eres muy inteligente.
La silla de ruedas chirriaba en su avance. La madre no tardaría en alcanzar el borde de la laguna nubosa. Buscador sabía que el anciano intentaba manipularlo, pero también que era cierto lo que decía.
«¿Por qué se me ha dado esta fuerza? Yo no soy un ejecutor».
Las primeras palabras del erudito acudieron a su mente de pronto con una fuerza arrobadora: «Tal vez el Todo y Único sea un prisionero».
Buscador no podía poner en duda la existencia y el poder del dios del Jardín, porque repetidas veces se había arrodillado ante la celosía de plata y había sentido su presencia. Pero ¿podía ser que los hermanos y las hermanas que guardaban al Niño Perdido fueran carceleros? ¿Por qué no estaba abierto el Jardín para que el Niño Perdido pudiese ir y venir a voluntad? ¿A quién se protegía y con qué fin?
El Todo y Único era la fuente primigenia del poder de los nomanos. Nadie entrega su poder voluntariamente.
Parecía como si el anciano le hubiese leído la mente.
—Tienes dudas —le dijo—. Sólo los inteligentes las tienen.
La silla de ruedas había llegado al borde del estanque.
«Me adula», pensó Buscador.
Entonces, de repente, llegó a comprender lo que estaban haciendo con él.
«Han encontrado el modo de utilizar la fuerza de los demás».
Él había pensado que se trataba de una fuerza nueva, pero todos tenemos más de una fuente de fuerza. Buscador era inteligente y siempre lo había sabido. El erudito estaba convirtiendo la inteligencia de Buscador en la fuente de su debilidad.
«Combátelos con la locura».
—Soy un cabeza hueca —dijo—. No sé nada. Soy un estúpido.
Eran palabras de hacía mucho tiempo. El anciano se estremeció y parpadeó. Buscador respiró hondo, reuniendo todo su lir en una lanza de fuerza concentrada. Los eruditos que lo contemplaban se dieron cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Los tres clavaron los ojos en los de Buscador y lo golpearon con todas sus fuerzas.
Buscador permaneció en pie e inspiró todavía más profundamente. Dejó que su violencia fluyera en su interior y lo colmase hasta rebosar. Ya se sentía cómodo. El ataque estaba a punto de producirse y ya no había dudas.
Los eruditos comprobaron con horror creciente que la fuerza que debería haber anulado a Buscador lo estaba fortaleciendo aún más a cada segundo que pasaba.
—¡Echaos atrás! —gritó el anciano—. ¡Apartaos de él!
Echaron mano de muletas y bastones y se refugiaron detrás de los sillones. La anciana de la silla de ruedas se precipitó en el estanque de la nube.
Buscador exhaló y golpeó.
La onda de fuerza puso patas arriba los sillones e hizo volar la lámpara de pie. Aplastó a los eruditos contra el suelo y transformó el estanque en una tormenta blanca. Momentáneamente en la cueva no se vio más que el resplandor de la lámpara caída en el suelo, como una luna en la densa niebla blanca.
Fuerza ilimitada.
Buscador dio unos pasos y levantó la lámpara. A su luz examinó los cuerpos caídos, destrozados como muñecas de porcelana, con los miembros retorcidos y los ojos vacíos. Tres eruditos muertos. El cuarto huido. Buscador sintió una quemazón en el pecho y el estómago y todo el cuerpo tembloroso, con una sensación completamente nueva. Era lo más maravilloso que había sentido nunca. Era como estar hambriento y comer hasta saciarse, ambas cosas al mismo tiempo: deseo y satisfacción combinados y apurados de un trago como el vino.
«Estoy cumpliendo la misión que se me ha encomendado», pensó.
Avanzó hasta el borde del estanque en el que se había perdido la madre. Se internó en el espeso vapor arremolinado. Cuando estuvo sumergido hasta las rodillas hizo un alto y miró atrás. No había cambiado nada. La gran cueva estaba en silencio. De modo que siguió avanzando, cada vez más cubierto por la niebla, hasta que la superficie del estanque de niebla se cerró sobre su cabeza.