16


Una puerta en el muro

Ese día el aire era cortante y el cielo blanco y despejado indicaba que iba a helar. El hielo todavía no se había formado en las roderas del camino, pero la tierra estaba dura bajo los pies. El anciano que se había autodenominado Jango avanzaba por el camino a paso vivo, golpeando el suelo con su bastón. Cuando el camino llegó al muro de piedra aminoró la marcha, avanzando a paso lento primero y, finalmente, arrastrando los pies. Cuando llegó donde la multitud se había congregado, frente a la casa de la carretera, se movía como se supone debe hacerlo un hombre de su edad y nadie le prestó atención.

La gente rodeaba una carreta en la que un tipo bajito de mirada maliciosa tenía un brazo sobre los hombros de un joven larguirucho. Jango los conocía a ambos. Uno era un vagabundo llamado Sosiego; el otro, el antiguo cabrero, Filka.

—¡Amigos míos! —decía Sosiego—. Vivimos un tiempo de sufrimiento. Muchos de vosotros habéis perdido vuestros hogares por culpa de los invasores. Muchos de vosotros habéis perdido a vuestros seres queridos.

—¡Y los alimentos! —gritó alguien de la multitud.

—Os duele el corazón —prosiguió Sosiego echando una mirada de irritación al que lo había interrumpido—. Ansiáis volver a ver a los seres queridos que habéis perdido.

—Y las cenas que hemos perdido —dijo el impertinente—. Se lo comen todo y no nos dejan nada.

—Pero ¡este es también un tiempo de milagros!

—Sería un milagro conseguir algo que comer.

—¿Queréis o no oír hablar de milagros? —El orador empezaba a impacientarse.

—¡Milagros! ¡Milagros! —gritaron los demás, haciendo callar al que interrumpía.

—Muy bien —dijo Sosiego—. ¿Veis a este muchacho de aquí? ¿Sabéis qué es?

Los espectadores prestaron atención al joven larguirucho de mirada hueca.

—Es un gracioso —gritaron.

—¿Y qué es un gracioso?

—Un simple —dijo uno.

Sosiego asintió.

—Un gracioso —dijo— no es como vosotros ni como yo. Y el diferente puede ser especial. ¡El diferente puede ser tocado por los dioses! ¿Por qué habrían de elegir los dioses tocar a un pobre gracioso como este? ¡Porque es simple! En su simplicidad está abierto al favor de los dioses. ¿Estáis vosotros abiertos al favor de los dioses? —Apuntó a la muchedumbre con su dedo acusador—. ¿Lo estás tú? ¿O tú?

No parecían muy seguros.

—¡No! ¡No lo estáis! Vosotros sois demasiado listos. Estáis demasiado ocupados. Sois demasiado importantes.

Todos asintieron con la cabeza.

—Pero este gracioso, pobre y simple, no es ni listo ni importante ni está ocupado. De modo que los dioses lo han tocado. ¡Y él, sí, este muchacho de aquí, puede hacer milagros! ¡Incluso ha devuelto la vida a un muerto!

De la multitud brotó un murmullo de asombro.

—¡Haz un milagro para mí! —gritó uno, más afectado que el resto. Se abrió camino a empellones hasta la carreta, jadeando y gritando, arrastrando una pierna tullida—. ¡Para mí! —gritó—. ¡Devuelve la fuerza a mi pierna! ¡Haz que pueda andar otra vez sobre dos piernas sanas y te daré todo lo que tengo!

—Nada de dinero, buen hombre. Sólo el corazón abierto.

—¡Eres mi última esperanza! —gritó el tullido sollozando con una mano alzada—. ¡Que los dioses me toquen!

—Apártate, buen hombre —dijo Sosiego—. El gracioso solicitará el favor de los dioses. Si los dioses son clementes, hará por ti lo que pueda.

Murmuró algo al oído de Filka y se apartó para dejarle sitio. Filka levantó los brazos y empezó a girar. Mientras daba vueltas en la carreta, aulló.

Los espectadores observaban con interés.

—¡Está bailando! ¡El gracioso está bailando!

—¡Chsss! —Sosiego impuso silencio—. ¡Mirad!

En el punto culminante de su danza, Filka paró de golpe y empezó a balancearse y a tambalearse. A punto estuvo de caerse de la carreta, pero se enderezó y empezó a mover los brazos como en sueños. Sonrió y balbució cosas sin sentido.

—Acércate —le indicó Sosiego al tullido—. Ahora está listo. Tócalo.

El tullido se arrastró hasta colocarse junto a él, evidentemente asustado, y tocó al gracioso en la pierna. En cuanto entró en contacto con él soltó un grito agudo y cayó al suelo. Filka se balanceaba y balbuceaba como si no hubiera pasado nada. La multitud miraba asombrada.

—Levántate, buen hombre —dijo el orador.

El tullido se puso de rodillas y en su rostro apareció una expresión de aturdimiento. Sentía su pierna mala. Se puso de pie. Saltó sobre la pierna enferma. Se impulsó más alto y gritó de gozo.

—¡Estoy curado! ¡Puedo andar!

La multitud aclamaba. El hombre curado sacó algunas monedas de su bolsa y se las ofreció a Sosiego.

—No, no —dijo Sosiego—. Nada de dinero.

—Pero tenéis que comer. ¡Estoy tan agradecido! ¡Tomadlo!

Por fin, Sosiego aceptó las monedas de oro.

—Tu ofrenda será bien recibida —dijo—, como una ofrenda a los dioses.

A esas alturas, la multitud estaba enardecida. Todos gritaban al mismo tiempo, parecía que todos tenían una dolencia, todos querían ser tocados por el gracioso. Se arremolinaban en torno a la carreta.

—¡Mi dolor de tripa! ¡Cura mi dolor de tripa!

—¡Tócame los ojos! ¡Tócame los ojos!

—¡Las manos! ¡No puedo valerme de mis manos!

Pero, antes de que nadie más pudiera ser curado, Jango, que había estado observando la escena, consiguió subirse a la carreta. Allí, tendiendo una mano huesuda, tocó la mejilla de Filka. Este dejó caer los brazos inmediatamente y salió del trance. Miró al anciano y ya no tenía los ojos en blanco.

—Lo siento, Filka —dijo Jango—. Te han estado utilizando para esto.

—¿Qué haces? —exclamó Sosiego agarrando al anciano por un brazo y tratando de apartarlo—. Espera tu turno.

Jango lo miró.

—Yo te conozco —dijo—. Nos conocimos hace mucho. Y también te conozco a ti —añadió, dirigiéndose al tullido curado que lo miraba desde abajo—. Ya erais socios entonces y lo seguís siendo.

—¡Mientes! —gritó Sosiego—. ¡No lo había visto jamás!

—Tu nombre es Sosiego —dijo Jango—. Y el tuyo es Solaz.

Al oír esto, los dos intercambiaron una rápida mirada furtiva. Sosiego se acercó a Jango.

—¿Quién diablos eres? —le preguntó en un susurro.

—Me llaman Jango.

—Bueno, señor Jango, yo no te he visto en mi vida, pero me da la impresión de que debemos mantener una conversación en privado.

Se bajó de un salto de la carreta y le ofreció la mano al anciano para ayudarle a bajar. Lo alejó de la multitud y el ex tullido fue tras ellos.

—Siga su camino, señor Jango —dijo Sosiego entre dientes, poniéndole unas monedas en la mano—, y alégrese de que no le suceda nada peor.

—Lo siento —replicó Jango—. No puedo permitir que abusen de ese pobre muchacho.

—¿Abusar de él? Pero ¡si somos como su familia!

—Le cuidamos la bolsa —dijo Solaz.

—La bolsa no le sirve para nada, Sol —le recordó Sosiego.

—Pero, de todos modos, se la cuidamos.

—Por pura bondad.

—Demasiada bondad. Esa es nuestra debilidad.

—Un corazón blando, Sol. Esa es nuestra debilidad.

—De modo que no se preocupe por nosotros, señor Jango… —Sosiego rodeó al anciano con el brazo y, al mismo tiempo, sacó una espada cuya punta aplicó a la garganta de Jango—. O tendré que preocuparme yo por usted.

Jango suspiró.

—La estupidez os ciega.

Dicho esto sacudió apenas la cabeza y ambos hombres, que estaban pegados a él, salieron despedidos hacia atrás como si un hachero les hubiera atizado un buen golpe y cayeron al suelo desmadejados.

Jango volvió junto a Filka, que seguía en la carreta, y, ante la multitud que lo miraba atónita, se arrodilló delante de él.

—Perdóname —murmuró—, has sufrido más de lo que mereces.

Filka frunció el ceño confundido. Luego también él se puso de rodillas, no para pedir perdón sino para tomar entre las suyas las manos del anciano.

—Tengo amigos especiales —dijo—, pero se han marchado.

—Lo sé —repuso Jango—, pero he venido yo.

—Eso está bien —dijo Filka.

La multitud empezaba a irritarse.

—¡Ahora nos toca a nosotros! ¡Queremos que nos curen!

Jango se puso de pie y habló:

—Este muchacho no puede curaros. Lo que acabáis de ver era una farsa para sacaros el dinero.

—¡No era una farsa! —gritó una mujer—. ¿Acaso no le he visto con mis propios ojos curar a ese tullido?

—¡Y en ningún momento ha pedido dinero! —gritó otra.

—Mirad —dijo Jango señalando el lugar donde estaban Sosiego y Solaz, frotándose las magulladuras y hablando en voz baja—. Trabajan en equipo.

—Eso no lo sabes —dijo la que había hablado primero—. Sólo quieres dejarnos sin cura a los demás.

—¡Tiene envidia! —gritó alguien—. Es un viejo. Quiere que todos estemos tullidos como él.

—Yo he visto a ese tullido. Arrastraba la pierna como un leño.

—¡Y en ningún momento ha pedido dinero! ¡Ha dicho que no teníamos que darle dinero! El viejo miente si dice que lo ha hecho.

Jango renunció a convencerlos. Sonrió a Filka y le señaló el camino con la cabeza.

—¿Nos vamos? —preguntó.

El anciano y el gracioso bajaron de la carreta y se marcharon juntos, dejando atrás a una multitud furiosa e insatisfecha.

—Quiere al gracioso sólo para él —se quejaban.

Sosiego oyó esto y le indicó a Solaz que lo siguiera hasta la carreta y le habló a la gente que murmuraba:

—Amigos, no os desaniméis porque el gracioso nos haya dejado. El favor de los dioses recae sobre quienes lo merecen. —Pasó un brazo por encima de los hombros de Solaz—. El tullido ha sido curado. Ahora los dioses están con él.

Solaz parecía sorprendido. Sosiego le susurró:

—Baila.

—¿Que baile?

Sosiego imitó la forma de bailar del gracioso para darle una pista. Solaz entendió, abrió los brazos y se puso a bailar.

* * *

Jango y Filka caminaban juntos, atravesando los helados campos invernales. Después de algo más de un kilómetro, el camino seguía paralelo al muro de piedra. Jango ponía el bastón ante sí a cada paso.

—Nunca había visto un bastón como ese —dijo Filka.

—Es para sentarse —le explicó Jango.

Abrió el puño para que Filka viera el pequeño asiento. El muchacho quedó arrobado.

—¿Puedo sentarme?

—Si quieres.

De modo que se detuvieron y Filka se sentó tan orgulloso como un rey en su trono.

—Ahora tenemos que seguir nuestro camino —dijo Jango.

—Yo no tengo camino —replicó Filka.

—Entonces puedes seguir el mío.

—Está bien, me complacerá.

Siguieron adelante a lo largo del muro que se perdía en la distancia. El anciano dejó que Filka llevara el bastón. Una bandada de gaviotas, empujadas tierra adentro por el viento, empezó a volar en círculos por encima de ellos.

—¿Sabes? Yo soy un gracioso —dijo Filka.

—Lo sé.

—¿También tú eres un gracioso?

—Supongo que sí —dijo el anciano.

—¿Te gusta ser un gracioso? Porque a mí no.

—No. No me gusta mucho tampoco. Pero, ya ves, los demás nos necesitan.

—¿Sí? ¿Para qué?

—A cada uno de nosotros para algo diferente, pero todos tenemos algo importante que hacer.

—Bueno —dijo Filka—, yo no sé qué me toca a mí.

—No, casi nunca lo sabemos, pero lo hacemos de todos modos.

—Antes tenía un rebaño de cabras —dijo Filka—. Tenía que cuidarlas. Entonces tenía amigos especiales. Tenía que hacer lo que ellos me decían.

—¿Quieres que te cuente una historia? —preguntó el anciano.

—Está bien.

—Es una historia sobre un muro muy parecido a este. Este muro atravesaba toda la tierra, de un mar a otro. Había una puerta en él, cerrada. Junto a la puerta había una casita. En la casa vivía un hombrecito que tenía la llave de la puerta. La guardaba en una bolsa que llevaba colgada al cuello. Su trabajo era abrir la puerta si alguien quería pasar al otro lado del muro. De vez en cuando llegaba alguien, miraba la puerta y la sacudía para ver lo sólida que era, pero nunca nadie pedía que lo dejaran pasar.

—¿Por qué?

—Verás, porque nadie sabía lo que había al otro lado, y supongo que tú no puedes querer algo de lo que no sabes nada.

—No, supongo que no.

—De modo que el hombrecillo se sentía un inútil. Allí estaba, guardando la llave de la puerta, una llave que nunca le pedían. Deseaba ser como el resto de la gente que veía, con una vida ocupada y muchas cosas que hacer.

—Igual que yo —dijo Filka muy sorprendido—. Es así como me siento.

—Pensó en dejar ese trabajo como guardián de la llave e irse de allí. Pero ¿y si alguien se acercaba a la puerta cuando se hubiera ido y quería pasar?

—Podía dejar la llave en la cerradura —sugirió Filka.

—Hizo algo todavía mejor —añadió—. Hizo girar la llave y abrió la puerta.

—¡La abrió!

—Y pasó por ella.

—¡Pasó por ella!

—Y nunca más se lo volvió a ver.

—¿Qué le pasó?

—Nadie lo sabe.

—Vaya. —Filka estaba decepcionado—. Creía que la historia iba a tener un final feliz.

—Y lo tiene —dijo Jango—. Dejó la puerta abierta.

En ese momento, Filka se dio cuenta de que había una puerta en el muro.

—¡Mira! ¡Aquí también hay una!

—Así es.

Filka salió corriendo muy excitado y llegó a la puerta antes que el anciano, que era más lento. Giró el picaporte y la puerta se abrió.

—¡Está abierta!

—Así es.

—¡Podría pasar al otro lado!

—Claro.

—¿Paso? —Miró a Jango, inseguro.

—Si quieres —dijo Jango.

—Quiero.

De modo que Filka cruzó la puerta. El anciano no lo siguió. Desplegó el asiento y, con un suspiro, se sentó a esperar. Las gaviotas que habían estado dando vueltas en el aire descendieron y se posaron encima del muro y en el suelo, a sus pies. Una se le posó en el hombro.

—Otra vez —dijo Jango, cerrando los ojos.