13


El jagga

La banda de Caressa viajaba del norte hacia Radiancia para participar en los tres días de festejos y juegos públicos en honor de los orlanos, y con ellos iba Salvaje. Estaba recuperando las fuerzas y sentía crecer interiormente su antiguo espíritu indomable, pero no tenía nada claro cuál iba a ser su camino. Por eso se limitaba a seguir, a observar, a esperar.

Los bandidos se mezclaron con la multitud entre las tiendas en forma de cúpula y el campamento de los orlanos. Bebían a la salud del Gran Chajan brindando con los sonrientes hacheros imperiales y se unían a los curtidos veteranos orlanos en sus vítores al Líder Radiante. Al final del día, se calentaron junto a las hogueras y comieron su ración de cordero asado y batatas, admirando los hermosos animales orlanos.

Salvaje observaba divertido los intentos de un rico mercader de Radiancia de comprar un caspiano.

—Tengo oro —repetía una y otra vez—. Pagaré en oro.

—¿Venderías a tu propio hijo? —preguntaba el orlano.

—Pero ¡si te estoy ofreciendo oro! —protestaba el mercader, como si ese argumento superase todos los demás.

—Puede que de todas maneras nos quedemos con tu oro —dijo el guerrero con un guiño—. En cuanto hayan acabado los festejos.

También Caressa observaba a los caspianos con gran atención. No le importaban gran cosa los festejos ni los juegos. Había hecho el viaje río arriba por los caballos.

—¿A ti qué te parece, Salvaje? Tienen fama de ser muy veloces y fuertes.

Salvaje miró a un orlano que pasaba montado en uno.

—Son hermosos —respondió.

—¡Si tú y yo tuviéramos monturas como esas, podríamos tenerlo todo!

Salvaje no dijo nada. Ni siquiera se volvió para mirar los brillantes ojos de la mujer.

Shab se unió a ellos.

—He bajado hasta la orilla del lago —dijo—. Allí hay cientos de animales pastando libremente.

—¿Están vigilados? —preguntó Caressa.

—Si lo están, no lo he visto.

—Esperaremos a que se haga de noche —dijo la mujer—. Entonces nos apoderaremos de algunos.

—De acuerdo, jefa —aceptó Shab.

—De acuerdo, jefa —corearon los demás.

—¿De acuerdo, Salvaje? —inquirió Caressa.

Salvaje respondió encogiéndose de hombros.

—Tal vez —dijo.

Estaba mirando a un grupo de orlanos a caballo que iban de un lado para otro abriendo un espacio delante de las puertas de la ciudad. Marchaban en disciplinada formación, girando todos al mismo tiempo en fila. De esta manera, veinte hombres montados impusieron su voluntad a una multitud de muchos cientos de personas.

—Salvaje —le susurró Caressa—, no lo hagas.

—¿Hacer qué, princesa?

—Ya sabes.

—Es mi forma de ser, princesa.

—Da la impresión de que tú fueras mejor —dijo Caressa, un poco enfurruñada—. Lo siguiente es que quieras ser jefe.

—¿Yo? No, princesa. Esta es tu banda. Tú eres la jefa.

—Entonces, ¿obedecerás mis órdenes?

Salvaje volvió por fin hacia ella su hermoso rostro dorado y sacudió la larga cabellera rubia.

—¿Quieres que obedezca tus órdenes?

—Lo que quiero es abrirte las tripas y rellenarte con estiércol de cerdo y enterrarte vivo —fue la respuesta.

—Eso suena como un no.

Ella lo golpeó en el pecho con una mano.

—¿Para qué has vuelto? —gritó—. Me las arreglaba muy bien hasta que volviste. ¡Míralos!

Con un gesto señaló al resto de la banda, de pie a su alrededor, fingiendo no enterarse de lo que estaba sucediendo.

—Ellos me obedecen. Saben que soy la jefa. Shab sabe que soy la jefa.

—Esa es la razón por la que no deseas a Shab —dijo Salvaje.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡No me digas lo que yo ya sé! ¡Es a ti a quien deseo! ¡Te deseo porque nunca vas a aceptar mis órdenes! ¡Te ordeno que me desees y no me deseas, y cuanto menos me obedeces más te deseo! —Volvió a golpearlo varias veces—. ¡Me vuelves loca! Vuelve a arrojarte al mar y, esta vez, muérete de verdad.

—¿Quieres que me vaya?

—¡No! ¡No quiero que te vayas! Te quiero conmigo. Quiero que estemos juntos. ¡Tú y yo juntos, Salvaje, podríamos ser los mejores!

Se oyó un redoblar de tambores y el bronco sonido de los cuernos y, por las puertas de la ciudad, salió una procesión de sacerdotes de rojo. Detrás iban los sirvientes con sillas doradas que colocaron en fila. Encendieron antorchas para delimitar el círculo que se había abierto ante las sillas doradas. Los espectadores se agolparon para ver lo que estaba sucediendo, y Salvaje, Caressa y los demás siguieron el movimiento de la multitud.

Cuando detrás de los sacerdotes llegó el Líder Radiante, resplandeciente con sus ropajes dorados y su brillante corona, todos los ciudadanos de Radiancia bajaron los ojos. Él se detuvo un momento para contemplar las cabezas inclinadas y, a continuación, tomó asiento en una de las sillas con respaldo de oro. Con una señal indicó que estaba listo. Por las puertas de la ciudad salieron tres jóvenes jinetes orlanos en bloque. Un murmullo recorrió la multitud: eran los hijos del Gran Chajan y se iba a celebrar una especie de torneo.

A pie, detrás de ellos, iba una joven pálida y esbelta escoltada por capitanes orlanos. Con la vista fija delante, como si no viera nada, permitió que la condujeran hasta una silla dorada sin decir una sola palabra. Salvaje la miró con curiosidad, al igual que todos los presentes, y un murmullo pasó de boca en boca: era la recompensa. Combatirían por ella.

Entonces los tambores redoblaron y los cuernos sonaron más alto y un destello brilló en la puerta de la ciudad. Precedido por el sonido de las trompetas, irradiando luz, apareció cabalgando el Gran Chajan. De las gargantas de todos los orlanos salió un grito poderoso, y su líder alzó ambos brazos por encima de la cabeza, cabalgando y batiendo palmas al mismo tiempo.

Salvaje, transfigurado, tenía los ojos fijos en él. A su alrededor se repetía el grito.

—¡El señor de la guerra! ¡El señor de la guerra!

El Chajan era más bajo de lo que él suponía, y más feo, pero todos sus movimientos eran una prueba de autoridad y poder absoluto. Salvaje observó cómo aceptaba los vítores de sus guerreros y vio miedo y admiración en los rostros de todos los demás. Sintió brotar dentro de sí una oleada de entusiasmo. En eso consistía ser un señor de la guerra.

Tiempo atrás, otro señor de la guerra al que todos temían y obedecían había construido un gran reino, pero se había extralimitado. Se había valido de su poder para abrirse camino hacia el corazón del Nom, hasta el mismísimo Jardín. ¿Qué había encontrado allí? Fuera lo que fuese, lo había cambiado para siempre.

Salvaje observó a Amroth Chajan mientras cabalgaba siguiendo el círculo delimitado por las antorchas, y pensó en Noman. ¿Acaso también él había nacido para vivir salvaje? ¿Había respirado el aire libre? ¿Se había negado a jurar obediencia a ningún hombre? ¿Había recorrido con orgullo su propio camino? ¿Había aprendido a ansiar eso que llaman paz?

Salvaje sabía que jamás llegaría a ser un auténtico Guerrero Místico. Sin embargo, podía ser un señor de la guerra. Conquistaría su paz por la fuerza.

Rio entre dientes, regocijándose en la idea. Caressa lo oyó reír y pensó que lo que le hacía gracia era el Gran Chajan.

—¿Te parece gracioso?

—¿Él? No.

—Entonces, ¿es la chica la que te hace gracia?

Salvaje miró a la joven sentada entre los jefes en su silla dorada. Era la única de los allí reunidos que no prestaba la menor atención al inminente torneo. Delante de ella, muy cerca, los tres hijos del Chajan se desnudaban de cintura para arriba y hacían restallar los látigos en el aire. Sin embargo, ella seguía con la mirada perdida en la distancia, sin hacer el menor intento de ocultar la indiferencia que sentía por cuanto la rodeaba.

—A mí me parece graciosa —dijo Caressa—. Esa chica tiene cara de pez.

A continuación volvió a mirar al Gran Chajan. También él se estaba despojando de la guerrera y de la camisa para dejar a la vista su torso musculoso. A la luz de las antorchas, resultaba un espectáculo impresionante. Uno de sus sirvientes le ató en la nuca el cabello negro, despejando sus altos pómulos. Sus facciones pronunciadas le daban un aspecto magnífico.

Caressa quedó fascinada.

—Ese hombre —musitó— debe de ser el más feo del mundo.

* * *

Amroth Chajan llevaba diez años sin participar en un jagga, pero en cuanto desenroscó su viejo látigo volvió a sentir la emoción del deporte. Respiró una gran bocanada de aire crepuscular, sintió su frío contacto sobre la piel desnuda y supo que no tardaría en sentir el fiero ardor. Su mejor caspiano, Malook, esperaba inquieto a su jinete, con la piel trémula de agitación.

—¿Tú también lo echabas de menos, Malook? Les vamos a dar un buen espectáculo, ¿verdad?

Hizo un gesto de cabeza al palafrenero y de un salto se plantó sobre el lomo de Malook. Miró a Eco Kittle y vio que tenía la mirada perdida. Permanecía con el hermoso rostro muy serio. «He ahí una joven por la que vale la pena competir —se dijo—. Aquel de mis hijos que me venza se ganará una buena esposa y tendrá suerte».

Los tres jóvenes habían montado y lo esperaban. Se acomodó en la silla, se inclinó un poco hacia delante y Malook avanzó, tan suave como una pluma. Apoyando delicadamente los cascos, el animal fue eligiendo su camino para cruzar el espacio abierto hasta donde estaban reunidos los tres pretendientes.

—Y bien, ¿quién va a ser el primero? —les preguntó Chajan a sus hijos.

—Yo seré el primero, padre —dijo Sabin, el más joven—. No pretendo ser muy diestro en el jagga.

—Eres un orlano —dijo su padre—. Has nacido para esto. —Miró a la multitud expectante que lo rodeaba y una vez más a Eco—. ¡Y tenemos una multitud dispuesta a aclamarnos!

Alzó su látigo y lo hizo restallar en el aire con un chasquido seco. Los espectadores más próximos dieron un salto. El Chajan sonrió. Se sentía fuerte.

—Vamos pues, chico. ¡A mi grito!

Hizo dar la vuelta a Malook, que lo llevó al trote al otro lado, donde se volvió nuevamente. Todo esto lo hizo el animal sin necesidad de indicaciones. Sabin desplegó su látigo y puso su caballo en posición para enfrentarse a su padre. El joven se veía pequeño, casi frágil en comparación con su progenitor, y en su rostro había una expresión de incertidumbre.

—¡Ya, jagga! —gritó el Chajan. Su látigo hendió el aire y Malook partió a medio galope. Sabin se inclinó hacia la izquierda y salió al galope rodeando el círculo, pero Malook cambió hábilmente de dirección y le cortó el paso. Ambos se enfrentaron. El látigo del Chajan atrapó el brazo izquierdo de Sabin. El joven se mantuvo firme en su montura. Con un contrabalanceo rodeó con su látigo los hombros de su padre. El tirón de uno y otro lado los arrastró a ambos. Los dos aflojaron al mismo tiempo los látigos y, con una sacudida de sus torsos desnudos, se liberaron.

—¡Bien, chico! —gritó el Chajan—. ¡Otra vez!

Hizo describir a Malook un estrecho círculo mientras su látigo restallaba en el aire, y Sabin giró con él, sin perder ojo al látigo para evitar que lo atrapara. Los orlanos más veteranos cabeceaban y sonreían: el viejo ya lo tenía.

El Chajan eligió el momento con tranquilidad. Murmuró algo al oído de Malook y el caspiano pasó como una centella junto a Sabin. Fue esa la fracción de segundo que escogió el Chajan para dar el latigazo que rodeó la cintura de Sabin. Antes de que el muchacho pudiera librarse de su abrazo, el látigo se tensó y lo derribó del caballo. Cayó al suelo en una postura poco decorosa.

Todos los presentes rompieron en un aplauso. Amroth Chajan alzó el puño izquierdo victorioso y miró a Eco. Ella lo había visto ganar. El Chajan le sonrió con el pecho agitado.

Sabin se puso de pie y se frotó la herida que el látigo le había hecho en la piel.

—Ya te dije que no era adversario para ti, padre.

—Me has dejado a mí la iniciativa —repuso el Chajan—. Nunca esperes a que tu oponente golpee primero. Perder la iniciativa equivale a perder el jagga.

Le tocaba a su segundo hijo, Alva, que cabalgó hacia él.

—¿Quieres descansar antes del próximo combate, padre?

—¿Descansar cuando estoy empezando a calentarme?

—Entonces estoy listo si tú lo estás, señor.

El Chajan miró con aprobación el poderoso torso de Alva. Esperaba que lo venciera. Alva era un feroz contrincante en el jagga y tenía un caballo excelente.

—¡A nuestros puestos!

El Chajan dirigió su montura a donde estaban los espectadores de honor. Se inclinó para hablar a su anfitrión, el Líder Radiante, aunque sus palabras iban dirigidas a Eco.

—¿Qué os parece nuestro deporte?

—Es un buen deporte —dijo el Líder Radiante—, pero acaba pronto.

—Esta vez veréis un combate más igualado. El muchacho es un campeón. Lo haré durar todo lo que pueda.

Después miró directamente a Eco, y allí estaba, mirándolo con sus hermosos ojos grises. Un estremecimiento de orgullo sacudió al Chajan. No sabía lo que estaría pensando, pero cada vez que se volvía hacia ella lo estaba mirando. No a sus hijos, sino a él.

Ocupó su puesto frente a Alva, al otro lado de la pisoteada hierba. Alva estaba listo y ansioso.

—¡Ya, jagga! —gritó y cargó.

Malook se mantuvo firme hasta el último momento y entonces lo esquivó con un movimiento lateral. El Chajan calculó a la perfección el impacto del látigo de Alva y se agachó inclinándose al mismo tiempo hacia el exterior. Alva falló el golpe, pero inmediatamente se puso a describir círculos dando latigazos. Su padre también cabalgaba en círculo. Una, dos vueltas y, a la tercera, se alejó del círculo cabalgando. Alva lo siguió, lo alcanzó y lanzó el látigo al brazo con que su padre manejaba el suyo, pero como iba avanzando no pudo tensarlo. Malook se paró en seco. Alva pasó rápido a su lado, el Chajan dejó que su brazo siguiera su movimiento y el látigo se soltó.

Con Alva por delante y el brazo libre, el Chajan alcanzó a Alva en la espalda, aunque no estaba lo bastante cerca como para enlazarlo.

Los espectadores aplaudieron. El combate era rápido e implacable, muy igualado.

Ambos jinetes se apartaron, corrieron hasta los extremos opuestos del campo y se volvieron como si obedecieran la misma orden. Ya no había escapatoria. Todo era cuestión de fuerza. Los caballos se cruzaron tan cerca que las piernas de los jinetes se rozaron. Los dos látigos cortaron el aire y encontraron asidero. Retorciéndose en sus monturas, ambos sintieron el súbito tirón que los impulsó hacia atrás, pero sus caballos también lo sintieron, cedieron al impulso y dieron la vuelta, de modo que ninguno de los dos jinetes fue derribado.

Malook rodeó al otro caballo, pero Alva no era un rival tan fácil como su hermano menor. Él también volvió grupas y se apartó. De repente estaba detrás de su padre, y su látigo rodeó el cuello del Chajan. Todos los orlanos presentes contuvieron la respiración, sabedores de que si el padre caía habría una muerte. Pero el Chajan no cayó. Recogió su látigo y con la mano agarró el que amenazaba con estrangularlo. De un tirón violento, derribó a Alva de su caballo.

Un bramido de admiración se elevó de la muchedumbre. El Chajan se liberó del látigo que le atenazaba el cuello y dio un puñetazo en el aire. Se volvió hacia Eco, que lo seguía mirando.

Alva se puso de pie, recorrió la distancia que lo separaba de su padre y levantó la mano.

—Sigues siendo el mejor, padre —reconoció.

—A punto has estado de vencerme, hijo.

Sacha, su hijo mayor, avanzó hacia ellos a caballo.

—Padre —dijo en voz baja—, sólo quedo yo. Soy tu hijo mayor y debo ganar este combate.

—Ganarás si mereces ganar, hijo.

—No, padre. Te ruego que pienses en lo que estás haciendo. Uno de nosotros tres debe ganar, y sólo quedo yo.

—Sí, hijo, sí, tienes razón.

El Chajan respiró hondo, como para recuperar la cordura, y vio las cosas claras. El premio para el ganador era la chica y ella jamás podría ser suya. Sacha tenía que ganar.

Con esta idea perfectamente nítida en su mente, el Chajan ocupó su puesto para el tercer combate, el combate final. Su hijo mayor no era tan fuerte como Alva, pero era más listo. Así debían ser las cosas.

Levantó la mano del látigo.

—¡Ya, jagga!

Partió a medio galope hacia su hijo. Puesto que se había comprometido a perder, no había prisa. Sacha salió a su encuentro y aceleró para pasar a su lado como una centella al tiempo que lanzaba su látigo. Se quedó corto y le faltó potencia. El Chajan ni siquiera trató de esquivarlo. Se limitó a dejar que pasara a su lado y luego, con una levísima inclinación del tronco, impulsó a Malook hacia delante. El caballo, que siempre respondía a la perfección, salió disparado, dejando a Sacha detrás, fuera de su alcance. Luego, cuando el joven lo seguía para acortar distancias, el Chajan se volvió haciendo restallar el látigo y lo atrapó en un bucle perfecto. Realmente estaba resultando demasiado fácil, pensó.

Sacha luchó por soltarse, pero no pudo.

—¡Padre! —musitó enfadado.

El Chajan invirtió el impulso del látigo, que se soltó. Los orlanos que estaban observando vieron cómo el padre aflojaba el lazo y hubo murmullos de desaprobación.

—¡Vamos, muchacho! —dijo el Chajan—. ¡Aquí estoy!

Sacha se apartó y azuzó su caballo, que se encabritó. Recorrió el perímetro del campo y luego avanzó hacia el centro, sobre su adversario.

Malook ni se movió. El Chajan observó desdeñoso a su hijo. Toda esa carrera era puro exhibicionismo. «No sirve para este juego; el chico no merece ganar», pensó.

Sacha se abalanzó sobre él con un grito de guerra. Su látigo silbó hacia el flanco izquierdo de su padre. El Chajan sabía lo que cualquier orlano habría hecho en tales circunstancias: enfrentarse a él con un ataque decidido. Respondió al envite con otro envite. Su látigo apresó el de su hijo en el aire y los dos se enredaron. El Chajan se paró, Sacha pasó al galope y, cuando se produjo el tirón, el padre estaba firme como una roca en su montura. Sacha llevaba las de perder, se vio arrastrado hacia un lado y a punto estuvo de caer antes de que su caballo le diera holgura.

Los látigos se soltaron. Sacha miró furioso a su padre. El Chajan se encogió de hombros, como diciendo: «tendrás que esmerarte más». Sacha cabalgó hacia él al trote.

—¡Debes caer! —musitó al pasar a su lado.

«Si debo caer, caeré», pensó el Chajan.

Sacha giró abruptamente cuando lo hubo dejado atrás, y también el padre se volvió. Mirándose de frente, ambos esgrimieron el látigo. Era una maniobra muy frecuente en el jagga, una maniobra que sólo dependía de la fuerza. Los dos caballos avanzaron despacio el uno hacia el otro hasta que estuvieron a tiro. Entonces, ambos contendientes levantaron el brazo derecho, los látigos restallaron y se enroscaron estrechamente alrededor del cuerpo del contrincante. Con un tirón violento y simultáneo, los tensaron. Era un tirón definitivo. El hombre que perdiera antes las fuerzas sería derribado al suelo.

Sacha no apartaba los ojos de su padre mientras tiraba. Su padre lo miraba a su vez con una leve sonrisa. La multitud que observaba guardó silencio, cautivada por la repentina quietud de los combatientes. Los dos brazos que sostenían el látigo temblaban por el esfuerzo. Pronto uno cedería.

—¡Padre! —Sacha sólo movió los labios.

El Chajan asintió muy levemente, pero su poderoso brazo derecho no aflojó. Podía sentir el esfuerzo a lo largo de todo el brazo y en la espalda, incluso en el propio Malook, que era como una prolongación de sí mismo. Sentía que tenía más fuerza. Podía ganar, aunque no debía.

Entonces sus ojos se desviaron un instante y se fijaron en Eco, que, desde lejos, seguía mirándolo. Estaba un poco inclinada hacia delante, con los labios entreabiertos. «También ella sabe que puedo ganar», pensó.

«Entonces, ¿por qué estoy a punto de perder?

»Soy más fuerte que todos ellos. ¿Por qué tengo que perder? ¡Soy el Chajan! ¿Qué importa la edad? Debe ganar el mejor. Y ella lo sabe, ha sabido siempre que soy el mejor. ¿Acaso no ha tenido los ojos fijos en mí todo el tiempo? ¡El jagga debe determinar quién merece ocupar mi lugar, pero ningún hombre merece ocuparlo! No mientras viva».

—¡Lo siento, hijo! —gritó, y con una imponente explosión de fuerza arrancó a Sacha de su montura y lo hizo caer al suelo.

Los espectadores lo aclamaron. Los orlanos sonrieron torvamente y batieron palmas con las manos alzadas sobre sus cabezas. El Chajan arrojó el látigo y dio una vuelta victoriosa alrededor del campo, agradeciendo los aplausos.

Sacha se puso de pie y se reunió con sus hermanos. Los tres observaban en silencio.

El Gran Chajan acabó su recorrido ante los invitados de honor.

—Felicitaciones —dijo el Líder Radiante.

El Chajan hizo caso omiso de él. Sus ojos no se apartaban de Eco Kittle.

Desmontó y se quedó de pie ante ella. Ya no lo miraba. Tenía la vista clavada en el suelo. El torso desnudo del hombre relucía a la luz de las antorchas y su rostro fiero brillaba con el orgullo de la victoria.

—Hemos hecho lo que pediste —dijo—. Ahora debes elegir.

Eco no respondió.

—Tengo dos esposas —añadió—, pero están lejos. Quiero que tú seas la tercera, y la mejor.

Ella alzó la vista. Su mirada era firme.

—Eres demasiado viejo —respondió.

En su voz no había piedad. Sólo entonces empezó a adivinar el Chajan lo profundo de su enfado.

—Piensas que puedes tener todo lo que quieres —dijo Eco—, pero no puedes tenerme a mí.

Dicho esto, se puso de pie.

—¡Te advierto que…! —replicó el Chajan.

—¿Qué? —Echaba chispas—. ¿Qué vas a hacer? ¿Quemar mi casa? ¡Hazlo! ¡Quema todo el mundo, viejo! ¡Después gobierna sobre un mundo de sangre y cenizas!

Se dio la vuelta y se alejó con paso decidido.

El Chajan se quedó quieto como una estatua viéndola marcharse. Nadie se atrevía a moverse.

Después, cuando hubo desaparecido en la oscuridad, volvió a la vida con una gran risotada.

—¿Dónde está ese festín que prometiste? —le preguntó al Líder Radiante—. ¡Me comería un toro!

Caressa había observado todo el jagga sin decir palabra. Cuando terminó se volvió hacia Salvaje. Le brillaban los ojos.

—Sabía que iba a ganar él —dijo—. Sabía que ganaría el feo. Los demás no valen nada.

Los líderes y sus respectivos séquitos volvieron a la ciudad y una tras otra se apagaron las antorchas. La multitud se dispersó. Unos iban al festín que habría en la plaza del templo y otros se marchaban a casa. Ya era noche cerrada y el gran campamento de los orlanos brillaba con el resplandor de incontables hogueras.

Los bandidos bajaron sigilosamente por la ribera del río hacia el prado donde pastaban las manadas de caspianos. Por el camino, Caressa no dejaba de hablar del Gran Chajan.

—¿Por qué crees que le obedecen las hordas? No es un hombre corpulento y es honrosamente feo. ¿Por qué no se le ríen en la cara?

—¿Te reirías tú en su cara? —le preguntó Shab.

—Yo lo abofetearía —dijo Caressa—, y luego me reiría.

—Sí, seguro que sí —repuso Shab.

La mano de la mujer salió disparada y le dio una sonora bofetada. Shab se quejó.

—Si quieres venir conmigo, muéstrame respeto.

—Sí, jefa.

Los caballos dejaron de pastar y alzaron la cabeza al acercarse los bandidos, pero no dieron señal de tener miedo. Caressa se acercó a uno, a una yegua, y le acarició el cuello mientras la examinaba a la débil luz de las hogueras distantes.

—No parece que vaya a ser difícil.

Desenrolló la cuerda que llevaba y la deslizó alrededor del cuello del animal. Los demás siguieron su ejemplo y, escogiendo un caspiano en la oscuridad, hicieron lo mismo… Todos excepto Salvaje, que se mantenía apartado y observaba.

Shab, dolido aún por la regañina de Caressa, fue el primero que intentó montar. Hizo exactamente lo que había visto hacer a los orlanos y que le había parecido lo más sencillo del mundo. Se colocó al lado del caballo y saltó describiendo un amplio círculo con la pierna.

El caballo se movió. No fue un movimiento rápido ni se alejó demasiado, pero bastó para que Shab cayera de bruces sobre la hierba húmeda.

Los demás rieron.

—Tratad de sujetaros a la cuerda —dijo Caressa.

Dicho y hecho. Caressa tensó la suya y se impulsó hasta montarse sobre el lomo del caspiano.

—¿Veis? No es tan difícil.

—¡Vaya, jefa!

Los bandidos quedaron impresionados. Sin embargo, cuando la mujer trató de hacer que su montura se moviera, no sucedió nada.

—Vamos, vamos —insistió inclinándose hacia delante y espoleando la yegua con los talones. Pero el animal ni se movió—. Que alguien haga que se mueva.

Shab le dio a la yegua una buena palmada en la grupa, que tuvo una consecuencia notable: bajó la cabeza y levantó las patas traseras. Caressa salió despedida sin contemplaciones y cayó al suelo con cuerda y todo.

—¡Imbécil! —increpó a Shab mientras se levantaba.

—Es la cuerda —dijo Salvaje, que había estado estudiando a los caspianos—. No les gusta la cuerda.

—A ver si tú puedes hacerlo mejor.

Salvaje se aproximó a la yegua, que a esas alturas miraba a los bandidos con desconfianza, y se paró delante de ella. Casi inconscientemente, aplicó lo que había aprendido en el Nom. Se quedó muy quieto, aquietó su respiración y sintió fluir el lir en su interior. A continuación lo concentró en un punto y dejó que recorriera primero su brazo derecho y después la mano del mismo lado. Alzó la mano y tocó levemente el animal en la frente.

La yegua lo miró con cierta sorpresa, pero no se alejó. Salvaje no apartó la mano y sintió que su poderosa calma se comunicaba al caballo. A continuación se puso junto al caballo y lo montó de un salto.

—Ahora haz que se mueva —dijo Caressa.

Shab preparó un palo.

—Deja que te ayude —dijo.

Pinchó con el palo una pata de la yegua, que se puso a dar coces y a corcovear y, en ese preciso momento, con un golpeteo de airosos cascos, surgieron de la oscuridad un caballo y su jinete. El caspiano de Salvaje inició un galope llevándose a Salvaje por el sendero del río y perdiéndose en la noche.

—¡Salvaje! —gritó Caressa—. ¡Vuelve!

Pero la yegua se limitaba a seguir al otro caballo y no respondía a las órdenes de nadie. Salvaje no podía hacer otra cosa que tratar de no caerse, para lo cual iba inclinado hacia delante, abrazado al cuello del animal, más como un saco de maíz que como un jinete.

Todo lo que podía distinguir delante de sí era el otro caballo y a su jinete. Fuera quien fuera, no parecía tener intención de parar pronto. Continuaron río abajo y, a cada paso, Salvaje creía que se iba a caer, pero sus brazos eran fuertes y se sujetaba bien. Por fin, mientras una luna joven se elevaba en el cielo nocturno, el jinete que lo precedía redujo el galope a un trote y por fin se detuvo. La yegua de Salvaje, que seguía haciendo lo que le daba la gana sin hacerle el menor caso, se puso a la altura del otro caballo y los dos caspianos se saludaron tocándose las narices.

El jinete era la hermosa joven que había desafiado al Gran Chajan y miraba a Salvaje con temor.

—No eres un orlano —dijo—. ¿Quién eres?

—No soy nadie —dijo Salvaje, jadeante todavía por la cabalgata—. Sólo un vagabundo.

—Entonces, ¿cómo es que sabes montar?

—No sé montar.

—¿Y por qué me seguías?

—No era yo quien te seguía, sino el caballo.

Entonces la chica miró a la yegua de Salvaje y vio que los dos caspianos se acariciaban con el morro.

—Antes eran una pareja de rastreadores —aclaró y, a continuación, sus ojos desconfiados volvieron a fijarse en Salvaje—. ¿No te han enviado para hacerme volver?

—No.

—¿Adónde vas, entonces?

Salvaje indicó con un gesto camino adelante.

—A la Ciudad de los Vagabundos.

—¿Está de camino del Glimmen?

—Una parte del camino.

—Yo soy del Glimmen. El Gran Chajan ha jurado quemar el gran bosque hasta que no queden ni vestigios de él.

—¿Por qué?

—Porque me niego a ser su esposa.

Salvaje estaba asombrado, pero también impresionado.

—¿Y puede hacerlo?

—No le faltan hombres. Nadie puede hacerle frente, salvo los Guerreros Místicos. —Le echó a Salvaje una mirada escrutadora—. ¿Sabes algo sobre los Guerreros Místicos?

Salvaje guardó silencio un momento y luego apartó la vista.

—No, no sé nada —mintió al fin.

Siguieron al paso flanco con flanco. Salvaje le dijo cómo se llamaba y se enteró de cómo se llamaba ella.

—¿No sería mejor acceder a ser su esposa que dejar que queme el Glimmen?

Eco se sacudió como si pretendiera quitarse el polvo.

—Puedo soportarlo casi todo —dijo—, pero eso no.

—Es feo —dijo Salvaje—, pero magnífico. —Pensaba en el brillo de los ojos de Caressa mientras lo observaba.

—No quiero ser la esposa de nadie —dijo Eco—. Sólo quiero ser yo misma.

Pasado un rato llegaron a un refugio construido a un lado del camino para que los viajeros descansaran a resguardo del viento y de la lluvia.

—Deberíamos descansar un poco —propuso Salvaje.

—Los orlanos me seguirán —dijo Eco.

—Yo vigilaré mientras duermes.

La muchacha desmontó.

—Vigilaremos por turnos —repuso.

La cabaña era pequeña y de techo bajo, sin ventanas, de modo que en el interior reinaba la oscuridad más absoluta. Eco se echó en el suelo de tierra y no tardó en quedarse profundamente dormida. Salvaje permaneció fuera vigilando, mientras los caspianos pastaban y la luna seguía su viaje por el cielo.

Pensó en el Chajan y en los orlanos que lo seguían. Se los imaginó en su campamento, en las afueras de Radiancia. Volvió a ver la multitud congregada para presenciar el jagga. Había muchos orlanos, pero había muchos más vagabundos. La diferencia era que los orlanos estaban unidos en un ejército disciplinado, mientras que los vagabundos eran una chusma desorganizada. Los vagabundos pertenecían a tribus diferentes, y las tribus estaban divididas en bandas cuyos miembros no hacían más que pelearse entre sí. Tan sólo en la Ciudad de los Vagabundos había tres jefes que se disputaban el control de las calles, y sus seguidores se enfrentaban por el territorio en frecuentes y sangrientas riñas. Pero, si alguien conseguía imponerse a todos y lograba unir a los vagabundos de la tierra, podría formar un ejército capaz de rivalizar con el de los orlanos. Un jefe así podría declararse señor de la guerra.

Pero ¿cómo hacer eso?

Cuando la luz del alba se coló por la puerta del refugio, Eco Kittle se despertó. Sólo entonces descubrió que no estaba sola. Había otra figura que dormía acurrucada en un rincón de la cabaña. Eco se la quedó mirando sorprendida. Luego salió a gatas y fue hasta donde estaba Salvaje.

—Hay alguien en la cabaña.

—¿Quién?

—No lo sé —dijo Eco—, pero creo haber reconocido su ropa. Me parece que es un Guerrero Místico.

Salvaje entró en el refugio para cerciorarse. En cuanto vio quién era soltó una exclamación y el durmiente despertó. Abrió los ojos y lo miró con la confusión de quien acaba de salir de un sueño profundo. Luego sonrió.

Era Estrella Matutina.