26
Al otro lado de la puerta
En el camino que iba hacia el oeste Buscador se encontró con muchas bandas de orlanos que ya no formaban con sus compañías o que estaban bajo el mando de los capitanes del Chajan. La humillación sufrida por su líder había destruido la unidad de la horda, que se había dividido en cientos de bandas más pequeñas de rezagados y merodeadores. Muchos habían emprendido el camino de vuelta hacia su lugar de origen. Algunos habían decidido quedarse y aprovecharse de la caída de Radiancia. Sólo conocían una manera de sobrevivir: el pillaje y el saqueo.
Ninguno de los que se cruzaban con Buscador lo miraba dos veces. Se había difundido la noticia de que el dios de los nomanos había muerto, y en aquella tierra de muchos dioses se daba por sentado que los que perdían a su dios también perdían su poder. Buscador no pretendía desengañarlos. No tenía ningún deseo de llamar la atención.
Siguió caminando a ritmo regular por el camino real, con la capucha puesta para protegerse del frío, hasta que el sol empezó a esconderse tras el horizonte. Necesitaba comer y descansar, de modo que cuando vio una posada decidió hacer un alto.
Unos cuantos caspianos pastaban a sus anchas junto al camino. Una banda de orlanos debía de haberse apoderado de la posada. Pensó en continuar hasta encontrar un lugar menos conflictivo, pero estaba cansado y hambriento. Con suerte lo ignorarían.
Abrió la puerta y se encontró con un grupo de borrachos en plena juerga. Los orlanos se apretujaban en los bancos, pero no había sólo orlanos… también había vagabundos sentados a las mesas y sobre ellas. Los de los bancos golpeaban las tablas con los puños y cantaban, y los que estaban sobre las mesas bailaban y cantaban. Había botellas de brandy vacías rodando por el suelo y, en las mesas, platos desperdigados de arroz con judías a medio comer, que los bailarines pisaban una y otra vez. En la chimenea ardía un fuego brillante.
Nadie vio entrar a Buscador y nadie le preguntó qué lo traía por allí cuando se sentó en un rincón junto a la ventana. Se hizo con uno de los platos de arroz con judías y discretamente se puso a comer lo que quedaba. Mientras comía, observó a los bailarines borrachos.
El baile no era tan desenfrenado como había pensado en un principio. Había cierto orden en él. Los bailarines formaban dos anchos círculos. El exterior era de borrachos que aún tenían la botella en la mano y se movían sin seguir el ritmo de la melodía. Los del círculo interior trataban de seguir los pasos del baile, cambiando del pie derecho al izquierdo y otra vez al derecho al compás que marcaban los golpes de sus compañeros sobre la mesa.
¡Mi único hogar, el camino!
¡Mi único techo, el cielo!
¡Mi única ley, el cuchillo!
¡Así que, si puedo, bebo!
Dicho esto levantaban las botellas, brindaban y bebían.
Al cabo de poco se abrieron los círculos de bailarines y Buscador vio a un orlano de piel oscura con una botella en la mano que cantaba a voz en cuello. Todavía llevaba la armadura, con el látigo y la espada al cinto. Tenía el rostro congestionado y sonreía feliz cantando a coro con los demás. Era Amroth Chajan.
Buscador lo miró atónito. ¿Qué le había sucedido al orgulloso señor de la guerra? Era de esperar que estuviera furioso, desesperado y avergonzado, pero… ¿bailando y riendo?
Entonces vislumbró entre los bailarines que el Chajan no estaba solo en el centro del círculo. Bailaba pegado a una mujer que daba la espalda a Buscador. Sin embargo, él estaba seguro de haber visto antes aquella abundante cabellera negra y aquella figura voluptuosa. Cuando la tuvo de frente bailando y le vio la cara, enseguida recordó su nombre. Era la amiga de Salvaje, Caressa.
El baile terminó poco después, cuando se agotaron las existencias de brandy. Tuvieron que ayudar a Amroth Chajan, con una borrachera de órdago, a bajar de la mesa. Se desplomó en un banco, con la espalda contra la pared, sonriente y dando voces.
—¡Aquí, guapa! ¡Te necesito, guapa! ¡Dame un besito!
Caressa se dejó caer a su lado y la acogió entre sus brazos.
—¡Dilo otra vez! —exclamó, estrujándola—. ¡Dilo otra vez!
—¡Jovenzuelo! —dijo ella riendo—. ¡Imberbe! ¡Potrillo!
—¿Dónde está el viejo?
—Yo no veo a ningún viejo. Veo a un muchacho grande y fuerte, ¡y joven!
—¡Guapísima! ¡Bésame otra vez!
A Buscador le dio pena ver aquel espectáculo. No se regocijaba de la caída del Gran Chajan, y no deseaba infligirle ningún otro castigo. Lo hecho, hecho estaba. Ya era castigo suficiente que un señor de la guerra que había sido todopoderoso y que se había lanzado a conquistar el mundo se viera obligado a humillarse para obtener los halagos de unos bandidos.
Terminó de comer y se levantó, con la intención de marcharse tan discretamente como había entrado. Pero en ese momento uno de los bandidos lo vio.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Un encapuchado!
Los demás se dieron vuelta al oírlo y empezaron a burlarse de Buscador.
—¡Encapuchado, encapuchado, has perdido a tu dios!
—¡Bum! ¡Se acabó!
Buscador se dio cuenta, apesadumbrado, de que suponían que su fuerza se había desvanecido con la destrucción de Anacrea. Agachó la cabeza sin querer provocar ningún conflicto, y se acercó a la puerta.
—¡No tan rápido, pequeño encapuchado!
Lo rodearon, dándole empujones.
—Ya no eres tan guerrero, ¿eh?
Caressa se acercó para ver qué había encontrado su banda. Lo reconoció por su breve encuentro en la Ciudad de los Vagabundos.
—Ese es uno de los chavales que se fue con Salvaje —exclamó—. ¿Así que ahora eres un encapuchado?
Shab, que estaba justo detrás de ella, soltó una risita burlona.
—Más bien un tristón.
—Eh, tristón —dijo Caressa, acercándose a Buscador—. Te crees mejor que nadie, ¿verdad?
—No —dijo Buscador—. No tengo nada contra ti.
—¿Y qué pasa si yo tengo algo contra ti, muchacho?
Amroth Chajan se abrió paso con dificultad entre la multitud. Cuando vio a Buscador, estalló en carcajadas.
—Pero ¡si es él! ¡Ese es! ¡Estaba en la batalla!
—¡Tú y tu batalla! —dijo Caressa—. Si yo hubiera estado allí, estarías contando una historia distinta.
—¡Este es el que me hizo poner de rodillas! —exclamó el Chajan.
Se puso de rodillas y avanzó arrastrándose.
—¡Mira! ¡Estoy arrodillado otra vez! ¡Te beso la mano! —Intentó cogerle la mano—. Ya no me importa. ¿Quieres que te bese también los pies?
—Levántate idiota —dijo Caressa entre risas, obligándolo a levantarse—. No es más que un muchacho triste.
El Chajan la abrazó y le dedicó una sonrisa a Buscador.
—¿Ves, muchacho triste? Tengo a una hermosa mujer entre mis brazos y soy joven otra vez. Así que no me importa si el mundo entero te besa la mano. Tengo una mujer que me besa algo más que las manos.
Comenzó a colmarla de besos borrachos en los labios, mejillas y cuello.
—Déjame —dijo Caressa, aún riendo—. Ya te daré todos los besos que quieras. Ahora lo que quiero es enseñar a bailar a este muchacho tan triste.
—¡Bien! —exclamaron los bandidos—. ¡Lecciones de baile!
—¡Formad un círculo para nuestro invitado, muchachos! Shab, ocúpate del fuego.
Los bandidos apartaron las mesas y rodearon a Buscador formando un corro, con las espadas desenvainadas para dejar claro que no era libre de marcharse. El Chajan negó vigorosamente con la cabeza y trató de detenerlos, pero estallaba en carcajadas a cada rato y se olvidaba de lo que quería decir, de modo que desistió y se sentó en un banco a mirar.
—Sería mejor que me dejarais marchar —dijo Buscador con tranquilidad.
Pero Shab estaba esparciendo brasas por el suelo y el círculo de bandidos era cada vez más estrecho. Las puntas de las espadas empujaban a Buscador hacia las brasas.
—Mira, chico —dijo Caressa—, los encapuchados no me gustáis. Te llevaste a mi Salvaje y le robaste el alma convirtiéndolo en un muchacho triste. Por eso ahora te haré bailar.
Buscador la miró sin decir nada. A pesar de todo lo que le había echado en cara, no sentía ira. No lo comprendían. Y no era ningún crimen, él mismo tampoco se entendía. Así que le pareció que la manera más sencilla de hacerla callar era obedecerla.
Con su mente llegó hasta las plantas de sus pies desnudos y las preparó, las hizo más fuertes. Juntó el lir en las puntas de los dedos y las palmas de las manos. A continuación pisó las brasas ardientes y no sintió ningún dolor. Se agachó y las recogió con la mano sin quemarse.
Le tendió los carbones chisporroteantes a Caressa. Ella se apartó bruscamente de él, con miedo en los ojos. Buscador entendió el significado de esa mirada. Se había convertido en una criatura extraña y monstruosa.
—¡Vámonos, muchachos!
Los bandidos y los orlanos se marcharon juntos, llevándose al Chajan con ellos. Buscador devolvió las brasas al hogar. Ni siquiera le habían chamuscado la piel.
Cuando reanudó su camino ya no estaban. Los había hecho huir. Una vez más salía victorioso, pero no había ninguna gloria en ello. No había buscado aquellos poderes y no sabía cómo usarlos. Había aniquilado el ejército que había atacado el Nom, pero a pesar de todo el Nom había sido destruido. Habían sido derrocados todos los gobernantes. La tierra estaba sumida en la anarquía. Una cosa era ganar una batalla o la guerra, pero ¿quién se hacía cargo después del control?
Buscador siguió adelante bordeando la vieja y ruinosa muralla. Tenía la impresión de que se le había dado una responsabilidad enorme, pero se sentía indefenso. ¿Se suponía que debía traer el orden? ¿Debía proclamarse rey?
Los bandidos tenían razón. Tan sólo era un muchacho triste.
Entonces, ¿por qué le había sido dada semejante fuerza?
«No la pedí. No soy nadie especial. Lo único que quería era ser Guerrero Místico y vivir en el Jardín».
El Jardín había dejado de existir. La desolación volvió a atenazarle el corazón. ¿Para qué las voces? ¿Por qué darle esperanzas para luego quitárselo todo?
«¿Quién me está haciendo esto?».
Daba vueltas a estas preguntas una y otra vez, en círculos. No había respuestas, sólo más preguntas.
«¿Adónde debo ir? ¿Quién soy?».
Daba tumbos interiormente. Era como si al plantearse aquella última pregunta se hubiera dado contra un obstáculo invencible que le bloqueaba el camino. No era tan bobo, al fin y al cabo. Además, seguramente sabía la respuesta. Sabía cómo se llamaba y cómo se llamaban sus padres. Podía describir su aspecto. Así que, ¿por qué de repente le parecía que no sabía quién era?
Se acordó de la sombra en la nube. Era su sombra pero no lo era.
Miró nervioso la que proyectaba en aquel momento. Allí estaba, tenue en la fría luz invernal, una sombra sin nada de particular.
«Soy Buscador de la Verdad. Nací en Anacrea. Mi padre es maestro. He sido adiestrado como Guerrero Místico».
Pero aquello era sólo una pequeña parte de sí mismo. Él era mucho más y la mayor parte estaba por descubrir.
«Soy más de lo que creo ser».
Buscador no sabía de dónde procedía aquella extraña idea, pero no podía sacársela de la cabeza. Pensar que tal vez era alguien o algo distinto lo asustaba, pero también lo aliviaba. Desde que había oído la voz por primera vez en el Nom se había sentido como en un laberinto. En algún lugar estaba el camino correcto, el que lo llevaría a la salida, pero no sabía cuál. En aquel momento le parecía natural no haberlo sabido entonces y también no llegar a saberlo jamás. Si el yo que trataba tan desesperadamente de encontrarle un sentido a todo no era su verdadero yo, o era sólo una pequeña parte de un yo mucho más grande, entonces era evidente que no llegaría a saberlo. Su dedo meñique no sabía por qué estaba caminando por aquella senda. Todo lo que podía hacer era ir con el resto de su cuerpo. Su percepción de sí mismo en aquel momento era quizá demasiado pequeña para comprender el designio superior del que formaba parte.
«¿Quién soy? Más de lo que creo. Sigue caminando».
Se puso a cantar la canción que le había venido a la mente mientras estaba sumergido en la niebla.
Jango arriba, Jango abajo,
Jango sonríe, Jango cabizbajo.
Reza, llora,
nadie te escucha y a nadie le importa.
Busca, busca, busca una puerta…
Y allí estaba el extraño anciano, sentado en su bastón, entre el camino y la vieja muralla. Y justo al lado de donde estaba sentado había una puerta en el muro.
Jango lo saludó con la mano.
—¡Por fin estás aquí, Joven Héroe! O a lo mejor ya te llamas de otro modo a estas alturas, ¿eh? Nuevos nombres para nuevas épocas.
—¿Sabías que vendría?
—¿Por qué si no iba a estar aquí? Soy el fiel guardián de la llave de la puerta. No es que tenga una llave. Aunque bueno, la puerta tampoco tiene cerradura. —Estudió a Buscador con sus ojillos marrones—. Les estás pillando el truco a las puertas, diría yo.
—No creo que le esté pillando el truco a nada.
—Pero no se puede llegar a ningún sitio sin puertas. Y seguro que ya sabes —añadió con una sonrisa maliciosa— que, si sigues tu camino, la puerta estará siempre abierta.
Buscador se lo quedó mirando.
—¿Cómo sabes eso?
—Del mismo modo que lo sabes tú.
—¿También oyes voces?
—Continuamente.
—¿De dónde vienen? ¿Lo sabes?
—Sí, lo sé. Y tú también, sólo que lo has olvidado.
—Entonces, ¡cuéntamelo! ¡Hazme recordar!
Jango sonrió y negó con la cabeza.
—¡Por favor! —dijo Buscador. Para vergüenza suya, notó cómo asomaban las lágrimas a sus ojos. Era todo muy difícil. ¡Había perdido tanto! No soportaba más la tristeza.
—¡Querido muchacho! —exclamó Jango, sumamente conmovido—. ¡Mi querido muchacho! Esto no puede ser. —Sacó un pañuelo roto y desgastado y secó las mejillas de Buscador—. ¿Qué te angustia de esta manera?
Al parecer el anciano no sabía nada de los acontecimientos recientes. Buscador le contó cómo había sido destruida Anacrea, y con ella el Nom y el Niño Perdido al que había jurado proteger. Jango lo escuchó y chasqueó la lengua.
—¿Y tú creías que tu misión era evitarlo?
—¿Para qué si no se me ha dado la fuerza?
—Para matar a los eruditos. Pensaba que había quedado claro.
—He matado a los eruditos.
—¿A todos?
—A todos menos a dos.
Al oírlo Jango se puso muy serio.
—Eso es una desgracia. ¿Sabes dónde encontrarlos?
—En la nube.
—La nube ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —preguntó Buscador consternado. ¿Dónde iba a encontrar a los eruditos ahora?
—Creo que tendrás que ir por otro camino.
—Pero no conozco ningún otro camino.
Jango señaló hacia la vieja puerta de madera que había en el muro, a su lado.
—Quizá por ahí. Es un camino. —Golpeó la puerta con los nudillos—. Para ser exactos, supongo que es una puerta. Pero cuando te pones a pensarlo te das cuenta de que no hay nada exacto acerca de las puertas. Quiero decir… ¿cuál es la esencia de una puerta? Una tabla de madera no es una puerta. Tampoco lo es un agujero en un muro. Ni una tabla de madera fijada a un agujero en el muro. Para ser una puerta debe abrirse. Uno debe poder atravesarla, ¿entiendes?
Buscador estaba confuso y decepcionado. ¿Por qué el anciano divagaba de esa manera?
—Sí —respondió—. Eso es evidente.
—¿Evidente? Me llevó años entenderlo. ¿Así que crees que puedes identificar la esencia de una puerta?
—No, no. —Buscador negó con la cabeza—. Realmente no sé de lo que estás hablando.
—Sí que lo sabes. —Jango le lanzó una mirada de reproche, como si fuera un estudiante que hubiera olvidado una lección reciente—. Es el umbral, por supuesto. El umbral es la esencia de una puerta. Está entre aquí y allí. —Señaló con el dedo—. Cruzas desde aquí, por el umbral, hasta allí.
—Sí, ya lo veo.
—Excelente. Entonces, eso está claro. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Los últimos dos eruditos. Debes encontrarlos, ¿entiendes? Es tu misión.
—Lo era. Pero ahora el Nom ha desaparecido. El Jardín ha desaparecido. Y el Todo y Único también.
—Tu Nom ha desaparecido —dijo Jango—. ¿Qué te hace pensar que es el único?
—¿Hay más de un Nom?
—Por supuesto. Sería un dios muy pobre si fuera tan fácil destruirlo.
Mientras hablaba, sonó un suave crujido detrás de él. La puerta se había abierto unos centímetros.
—¡Bueno, bueno! —murmuró Jango, y sonrió dulcemente—. Parece que alguien se dejó la puerta abierta.
Buscador se fijó atentamente en la puerta por primera vez. Era de madera y en otro tiempo había estado pintada de blanco, pero la pintura ya se había descascarillado. Todo lo que quedaba de ella eran unas líneas finas que rellenaban las rendijas entre tabla y tabla. La parte superior terminaba en curva y encajaba en el arco de piedra abierto en el muro. También el umbral era de madera, y estaba desgastado formando una suave depresión por el paso de muchos pies a lo largo de muchos años.
Por la abertura entre el marco y la puerta Buscador esperaba ver una habitación sencilla pintada de blanco, una mesa, una flor azul. En vez de eso vio ramas de árboles. Empezó a sentirse extraño.
—¿Debo atravesarla?
—Si es lo que quieres —respondió Jango.
Entonces Buscador abrió más la puerta y transpuso el umbral.
Se encontró en un gran bosque de árboles altos desnudos. Un camino recto entre los árboles se dirigía hacia un grupo más denso de árboles de hoja perenne que se veía más adelante. Buscador siguió el camino, sintiendo a medida que se aproximaba una excitación cada vez mayor que no podía explicar.
Donde comenzaban los árboles de hoja perenne el camino atravesaba un agujero abierto en los matorrales de apenas la anchura de un hombre. Buscador pasó por el agujero. Al otro lado los árboles se abrían formando un claro circular rodeado por un muro y cubierto por un techo de follaje oscuro. Penetraba muy poca luz a través del dosel, pero donde lo hacía entraba en finos rayos que dibujaban haces y puntos en el suelo del bosque.
Buscador permaneció en silencio, sin apenas atreverse a respirar.
¿Acaso era posible?
Se volvió para mirar atrás. Allí, al final del camino, entre los árboles, veía el muro y la puerta abierta, y la silueta del anciano en la entrada.
Miró a su alrededor con el corazón desbocado. Había estado en un lugar muy parecido antes. Lo llamaban el Patio Nocturno.
Volvió la vista atrás una vez más. Jango levantó el bastón y lo mantuvo horizontal sobre su cabeza, imitando la postura de Noman tiempo atrás.
—Sigue adelante, Buscador —dijo, y su voz sonó cercana a pesar de la distancia que los separaba—. Tu vida es un experimento en busca de la verdad.
Buscador apretó el paso. Más allá del claro abovedado y oscuro había una alameda. Los suaves troncos plateados se elevaban frente a él iluminados por la luz invernal como columnas de alabastro. Había llegado al Claustro. Ya no había camino. Cualquier dirección que siguiera entre los árboles era la correcta.
Sabía ya lo que encontraría. Lo presintió incluso antes de verlo, mientras la alegría despertaba en su corazón. Vislumbró claridad entre los árboles pálidos. Un brillo verdoso. Siguió adelante a paso ligero hasta que llegó a un matorral. Zarzas y vides creaban una pantalla natural que sobrepasaba la altura de los álamos, resguardando y ocultando el espacio que había detrás. Entre los zarcillos había pequeños huecos, como los agujeros en forma de estrella y rombo de la celosía de plata, y por aquellas aberturas vislumbró el verdor de la hierba y las ondas brillantes del agua, y las flores de color escarlata y dorado.
Cerró los ojos. Incluso sin verlo lo supo. La sensación de dulce tranquilidad era tan fuerte que podía sentirla en todo el cuerpo, en la relajación de sus músculos, en la suavidad de su piel.
Había vuelto al Jardín. El Padre Sabio todavía lo estaba cuidando.
Abrió los ojos y vio a través del zarzal que había alguien en el jardín, igual que la otra vez. La luz procedía de detrás de la figura, como antes, y era tan brillante que no podía distinguir los rasgos faciales de aquella persona sentada, inmóvil.
La luz era cada vez más intensa. Buscador quería ver aquel rostro más que nada en el mundo, pero los ojos le ardían y no pudo seguir mirando.
Cayó de rodillas y rezó.
—Padre Sabio, perdóname por haber dudado de ti. Ahora sé que estás Aquí y Ahora, Siempre y en Todas Partes. Mi Todo, mi Único. Mi único dios verdadero.
Entonces oyó una voz suave que salía del Jardín:
—Sálvame.
FIN