24


El traidor

Amroth Chajan se puso en pie, se sacudió el polvo del peto de su armadura y buscó su caballo.

—¡Malook! —bramó.

El caspiano se esforzó por levantarse y acudió trotando desde los árboles, con las orejas gachas de miedo, pero obediente a la llamada de su amo. El Gran Chajan montó y cabalgó hasta campo abierto, donde todos pudieran verlo. Malook tuvo que sortear los cuerpos de los orlanos que yacían boca abajo y los de sus caballos. El terremoto y la explosión que se había producido a continuación no habían dejado a nadie en pie.

—¡Levantaos! —rugió el Chajan—. ¡A formar! —Se había quedado tan atónito como los demás por el devastador final de la batalla; pero ya estaba prevenido y sabía que le daría la victoria. Como tantas otras veces, le correspondía restaurar el orden y recibir el voto de obediencia de los vencidos.

Los orlanos que habían sobrevivido, conmocionados y polvorientos, se pusieron en pie y volvieron a montar. Los vagabundos también se levantaron a trompicones, sin estar seguros de adónde debían ir. Salvaje permaneció en silencio, mirando incrédulo el lugar donde antes estaba Anacrea. A lo largo de toda la orilla, los nomanos también miraban las aguas poco profundas que bullían donde antes había estado su hogar y el de su dios.

El Chajan bajó a caballo por la costa empinada hasta quedar frente al decano de los nomanos. El anciano estaba tendido en el suelo. Los nomanos que lo rodeaban lo atendían llorando. Uno de ellos miró hacia arriba al acercarse el Chajan y habló con una amargura tranquila.

—Hoy habéis asesinado todo el bien que había en el mundo.

—Os opusisteis a mí —contestó el Chajan—. Yo destruyo a todos los que se oponen a mí. Soy el Gran Chajan.

Hizo girar en redondo a su caballo y observó con satisfacción que se estaban cumpliendo sus órdenes y que su ejército volvía a formar. Todavía quedaba el problema de los vagabundos, pero no parecían tener ganas de seguir con la batalla. Se ocuparía de ellos más tarde.

El Gran Chajan sonrió para sus adentros mientras contemplaba la devastación en el campo de batalla. Olió el polvo que flotaba en el aire. Oyó los lamentos de los heridos. Aquel era el momento que más le gustaba; el momento en que el silencio se adueñaba del campo de batalla y la sangre cantaba en sus oídos y sabía que había vencido.

Sus dos hijos, Alva y Sabin, se abrían paso zigzagueando por entre hombres y caballos. El Chajan los miró con un afecto nacido de su humor victorioso. No eran malos chicos. Quizá debía darles un poco más de responsabilidad, de poder. Entonces pensó en Sacha, su hijo mayor, a quien había enviado a quemar el Glimmen. A esas alturas el bosque ya estaría ardiendo y aquella muchacha ingrata deseando no haberle escupido en la cara al Gran Chajan.

—¡Alva! —llamó—. ¡Sabin! Tengo una tarea que encomendaros a ambos. Parece que estos que se hacen llamar Guerreros Místicos se han quedado sin trucos. Alineadlos y que se arrodillen ante mí.

—Sí, padre.

—Y al resto de la escoria también, mientras te ocupas de ello. Diles que el Gran Chajan es compasivo. Pero deben arrodillarse.

—Sí, padre.

En aquel momento, y para su sorpresa, vio que la joven pálida y hermosa a la que había honrado con una oferta de matrimonio cabalgaba hacia él. Todavía podía oír sus palabras despectivas: «Crees que puedes tener todo lo que quieras, pero no puedes tenerme a mí». Bueno, al parecer había cambiado de opinión. Habría decidido que después de todo no le parecía tan viejo. También este era uno de los dulces frutos de la victoria.

Otros dos la acompañaban, caminando junto a su caballo, pero no les prestó atención. Sus ojos estaban fijos en Eco. Le exigiría que se arrodillara ante él una vez más, y que besara su mano. Entonces la perdonaría. Puede que incluso algún día le contara cuánto había admirado su espíritu retador. Pero sólo cuando fuera lo bastante sumisa.

Tenía una expresión extraña en el rostro para ser alguien que volvía a pedir perdón. Miraba de reojo continuamente al joven que caminaba a su derecha. Aquel joven tenía un rostro suave, incluso infantil, cubierto por la capucha gris de los nomanos. Así que era un joven Guerrero Místico, que había vuelto a casa para encontrarse con que ya no existía. El Chajan sonrió y lo observó para saber cómo le estaba afectando la pérdida.

El joven lo miraba a él y su mirada no tenía nada de infantil ni de blanda. El Chajan sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

Estaba mirando a un pozo de furia sin fondo.

—Bajad del caballo —dijo el joven.

—Nadie me da órdenes…

¡Uf! Un golpe paralizador alcanzó al Chajan en el pecho, desmontándolo de su caballo y arrojándolo al suelo.

—¡Haz que se arrodille! —dijo Eco—. ¡Y que me bese la mano!

El Chajan empezaba a ponerse en pie lentamente cuando lo alcanzó otro golpe, y otro más, hasta que quedó tendido a los pies del caballo de Eco.

—Arrodillaos —dijo el joven. Su voz era el sonido más terrorífico que había oído jamás el Chajan: fría como el hielo y carente de toda humanidad.

Sus hijos acudieron al trote en su ayuda.

—Muchachos…

El joven nomano levantó la mano y juntó dos dedos, con lo que Alva y Sabin cayeron al suelo gritando. Los mismos dos dedos apuntaron a continuación a su padre.

—Arrodillaos —amenazó—, o extraeré la vida de vuestro cuerpo.

Amroth Chajan estaba demasiado conmocionado para responder. No entendía lo que estaba sucediendo. Él era el vencedor. Era el líder de un poderoso ejército. ¿Por qué sus hombres no apresaban a aquel joven y castigaban su insolencia?

—No se arrodilla —dijo Eco—. ¡Aplástalo!

El Chajan sintió un peso terrible cernirse sobre él, un peso que llenaba el cielo. No podía hacer nada contra semejante poder.

—¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor!

Su ejército observaba estupefacto cómo su temido y poderoso líder permanecía tendido en el suelo, sin que nadie lo tocara, suplicando por su vida. Lo vieron ponerse de rodillas jadeando con mucho esfuerzo y arrastrarse hacia la muchacha que montaba el caballo.

—Estoy arrodillado —dijo—, estoy arrodillado.

—Ahora besa mi mano.

Le acercó la mano. Él la tomó y la besó. Eco miró a Buscador, con los ojos brillantes y severos.

—Ahora mátalo —dijo.

—¡No!

El grito provenía de Estrella Matutina.

—¡Basta!

—¿Por qué no? —preguntó Buscador bruscamente—. ¿Crees que lo hago por ella? ¡Lo hago por todos nosotros! Este señor de la guerra ha matado a nuestro dios. ¡Debe morir! Cada uno de los hombres que han luchado con él debe morir. Pretendo matar, y seguir matando, hasta librar al mundo de todos los señores de la guerra, ¡y nadie se atreverá a hacer la guerra nunca más!

—Entonces —dijo Estrella Matutina—, tú serás el último señor de la guerra.

—¡No me digas lo que debo hacer!

—No te estoy diciendo lo que debes hacer. Te estoy diciendo lo que eres.

—¡Soy lo que han hecho de mí! —Buscador señaló con un dedo la desembocadura del río donde antes había estado la isla—. ¡Mira lo que han hecho! ¡El Nom ha desaparecido! ¡El Jardín también! ¡Y el Niño Perdido! ¡Juramos proteger todo eso y fallamos! ¡Todo lo que amaba, todo aquello en lo que creía y que tenía algún sentido en mi vida… ha desaparecido! ¿Y qué soy yo ahora? ¡Dime! ¿Qué queda de mí?

Parecía a punto de llorar de rabia y de pena.

—Tú no tienes la culpa, Buscador —dijo Estrella Matutina.

—¡Por supuesto que tengo la culpa! ¡Soy el que tiene la fuerza! ¡He llegado tarde!

Se dio la vuelta bruscamente y se alejó a grandes zancadas hacia los árboles, sollozando.

Amroth Chajan se puso de pie lentamente.

—Si causas algún problema, viejo —dijo Eco bruscamente—, lo hago volver.

El Chajan negó con la cabeza.

—Ningún problema.

Amroth Chajan se sentía realmente un viejo. Le dolía todo el cuerpo; pero mucho peor que eso, su espíritu orgulloso se había quebrado. Se puso al frente de sus hombres y ya no les dio órdenes. Sus hijos lo miraron apenados. El Chajan no había pasado nunca por esa experiencia. No sabía cómo actuar ni cómo sentirse. Estaba desconcertado.

Eco lo miró desde arriba y vio que no le quedaba espíritu de lucha, y se dio cuenta de que no se sentía tan satisfecha como había esperado. Se acarició el dedo meñique izquierdo y jugueteó con él con los dedos de la mano derecha.

—Deberías tratar a tus hijos con más respeto —dijo.

—Sí —dijo el Chajan con voz apagada.

—Deberías volver a casa con tus esposas.

La miró y se encontró con sus hermosos ojos. Había percibido el cambio en su voz. También ella lo compadecía.

—He sido deshonrado —dijo con voz tranquila—. Jamás podré regresar a casa.

* * *

Soren Similin se sentía mareado por el triunfo. Había visto la caída del ejército del Chajan y la impresionante destrucción de Anacrea. Había llegado su mejor momento. Lamentó que Evor Ortus hubiera decidido quitarse la vida, ya que nunca había tenido mejor opinión de él. Cada parte de su construcción había funcionado. Cada cálculo había sido preciso. El hombre estaba loco, pero era un genio.

Mayor razón entonces para confiar en el poder que le había dado antes de morir. Similin podía sentirlo arder dentro de sí, pero aún no estaba seguro de la forma que tomaría. El pequeño científico había hablado de una fuerza extraordinaria. Había dicho que lo haría invulnerable. A continuación había dicho, en su delirio final: «Te he dejado algo para que me recuerdes. Hagas lo que hagas, no… vaciles tuve gira».

Seguramente era algo importante. Todo lo demás había ocurrido exactamente como había predicho Ortus. Por consiguiente, esto ocurriría también. Él, Similin, debía tener cuidado de no… «vaciles tuve gira». Por supuesto, aquello no tenía sentido. Ortus debía de haber dicho algo que sonaba igual. Pero ¿qué?

En ese momento se fijó en que había movimiento entre los orlanos de la otra orilla del río. Por lo que podía ver desde tan lejos, no todo iba conforme al plan. De repente se dio cuenta de que tenía cierta prisa. Sin duda debía comprobar su nuevo poder. Tenía que cruzar el río.

Avanzó presuroso hacia la ribera. Allí encontró unas casas de pescadores y botes sobre los guijarros de la orilla. No había nadie a la vista.

Escogió el bote más pequeño y lo arrastró hasta el agua. No era un marinero, pero se sabía capaz de gobernar la barca para recorrer la corta distancia que separaba ambas orillas. Estaba empujando el bote para adentrarse en el río cuando salió su propietario de la cabaña.

—¿Qué crees que estás haciendo?

El pescador era un tipo grande y de constitución fuerte, melena oscura y rostro del color de la madera curada. Similin pensó que era la ocasión perfecta para probar su nuevo poder.

—Llevarme tu bote —respondió calmadamente.

El pescador se revolvió furioso.

—¡Primero hacéis temblar mi casa hasta destrozar todo lo que había en ella! ¡Después tomáis la isla! ¡Y ahora te quieres llevar mi bote!

—Yo lo necesito más que tú —dijo Similin.

—¡Yo te daré necesidad!

El pescador empujó con fuerza a Similin, que se enfrentó a él sin ningún miedo, sintiendo el cosquilleo de su fuerza en los brazos. El pescador se acercó e hizo el gesto de golpearlo con su musculoso brazo.

—¡Detente! —le ordenó Similin, levantando una mano.

El primer puñetazo le dio de lleno en la cara, arrojándolo al agua. Medio aturdido luchó por mantenerse a flote, respirando con dificultad y tragando algas. El pescador volvió a arrastrar su bote hasta la orilla.

—Si quieres más —le dijo a Similin—, tengo más de donde ha salido el primero.

Similin se levantó tambaleándose. Le sangraba copiosamente la nariz y le dolía toda la cara. Pero, peor aún, le temblaba todo el cuerpo de miedo. No quería nada más del pescador.

¿Qué había fallado? ¿Dónde estaba su poder? ¿Le había mentido el profesor loco? No tenía sentido. ¿En qué podía beneficiar a Ortus hacerle representar el numerito de tragar agua que supuestamente estaba cargada si era sólo agua común y corriente? Y además había sentido el cosquilleo por todo el cuerpo. El agua estaba cargada, de eso estaba seguro.

«Te he dejado algo para que me recuerdes».

Similin recordó la expresión en el rostro de Ortus cuando le había dicho aquellas palabras: había sido una sonrisa de odio. No le había dado importancia en aquel momento, consciente de lo susceptible que era el pequeño científico. Pero acababa de darse cuenta de que aquella era seguramente la venganza de Evor Ortus.

«Hagas lo que hagas, no… vaciles tuve gira».

El pescador volvió hacia él pisando fuerte, con el puño cerrado y amenazador.

—¿Te vas o te quedas?

El puño lo ayudó a decidirse.

—Me voy —dijo Similin.

—Lo que te he dado —dijo el pescador— era sólo un aperitivo.

—Sólo un aperitivo. Vale.

—Si vuelves a tocar mi bote, te arranco la cabeza y me meo en tu cuello.

—Vale. Bueno, entonces me voy.

Volvió por la orilla hasta los campos. Allí los maderos que habían formado parte de la gran rampa estaban esparcidos, destrozados. Similin andaba despacio, confuso. El pescador lo había humillado, pero de eso se ocuparía luego. Ahora necesitaba saber qué le había hecho Ortus.

En la otra orilla el ejército orlano parecía estar dispersándose. Los nomanos aún seguían allí, reunidos en una gran asamblea, sin duda tratando de decidir adónde ir y qué hacer ahora que su casa y su dios habían sido destruidos. La columna de polvo que había provocado la bomba se estaba dispersando, arrastrada por un viento cada vez más fresco. El aire olía a lluvia.

Similin pensó en la amenaza del pescador y se estremeció. «Me meo en tu cuello». ¿De dónde sacaría un bruto ignorante como ese una imagen tan sugestiva? Seguramente de su vida brutal e ignorante. Seguro que estaba orgulloso de su potencia de meada. Un hombre de ese tamaño debía de tener una vejiga de buey.

Similin se detuvo.

«Vejiga».

«Hagas lo que hagas, no… vaciles tuve gira».

Sí, eso había dicho. Sólo que, por supuesto, no era exactamente eso. Era algo mucho más ordinario. Y mucho más terrible. «Hagas lo que hagas, no… vacíes tu vejiga».

* * *

—El decano se está muriendo.

Buscador escuchó conmocionado a Estrella Matutina. A continuación se alejó de los árboles y volvió corriendo a la orilla. Apartó a empujones a los nomanos reunidos alrededor del decano con las manos sobre él, entonando el canto con el que se despedía a un Guerrero Místico.

—¡Todavía no! —gritó—. ¡No me dejes todavía!

Se arrodilló junto al decano, rogándole que hablara antes de morir.

—¡Explícamelo! ¿Por qué nuestro dios ha permitido que pasara esto? ¿Por qué yo no estaba contigo? ¿Para qué se me dio tanta fuerza inútil?

—Déjalo —dijo Miriander—. ¿No ves lo débil que está?

—Tiene que decírmelo —insistió Buscador—. Es el único que lo entiende. No se puede ir sin decírmelo.

Pero el decano no dijo nada. Su respiración era ya demasiado débil.

—¡No te mueras! —exclamó angustiado Buscador—. ¡Te necesito!

Miriander miró hacia arriba y se encontró con la mirada de Estrella Matutina. Le hizo una señal para que la ayudara. Estrella Matutina se arrodilló junto a Buscador y lo rodeó con el brazo.

—Deja que se vaya en paz —dijo.

Buscador le apretó la mano como si ella tuviera todas las respuestas que tan desesperadamente necesitaba.

—Sabía que los orlanos no eran el verdadero peligro —dijo—. ¿Por qué abandonó el Nom?

—Lo hizo lo mejor que pudo.

—¡Los nomanos no hacen la guerra! ¿Por qué abandonasteis el Nom? —De repente recordó algo y se levantó de un salto—. ¡Había un traidor en el Nom! —se volvió hacia Miriander, con ojos llameantes—. ¡Tú! ¿Eres tú? ¿Eres tú la traidora?

—No, Buscador —dijo Miriander.

—¿Entonces eres tú, o quizá tú?

Fue de nomano en nomano, con su mirada furiosa buscando un enemigo contra el que luchar. Todos se apartaban, negando con la cabeza.

—¿Dónde está Senda Estrecha? Él fue quien me lo contó. ¡Debe de ser él el traidor!

Estrella Matutina observó al decano moribundo. Vio algo en él que ningún otro pudo ver.

—Buscador —dijo con voz queda.

—¡Lo hemos perdido todo por culpa de un solo hombre! —exclamó Buscador—. ¡Nuestro dios está muerto por culpa de un traidor en la Comunidad!

—Yo sé quién es el traidor.

—¡Lo haré pedazos!

—Está tendido frente a ti.

Buscador miró consternado hacia abajo.

—¿El decano?

Estrella Matutina asintió.

—¡No puede ser!

Volvió a arrodillarse junto al moribundo. Al hacerlo, los ojos del decano parpadearon y se abrieron. Buscador le suplicó.

—Ayúdame, decano. Dime quién ha traicionado al Nom.

Los labios del anciano se movieron. Buscador acercó la oreja para captar mejor las débiles palabras.

—Perdóname… —escuchó—. Lo entenderás… algún día.

Buscador sintió que una gran congoja le atenazaba la garganta. El decano volvió a cerrar los ojos. El aliento con el que había pronunciado aquellas últimas y breves palabras había sido el último.

Buscador se puso en pie con el rostro totalmente inexpresivo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Miriander.

—Nada —dijo Buscador—. No ha dicho nada.

* * *

Soren Similin se arrodilló en la orilla y cogiendo agua con las manos, bebió todo lo que pudo. El agua se le escapaba entre los dedos y empapaba sus vestiduras, pero siguió bebiendo. Cuando no pudo beber más se puso en pie y comenzó a caminar todo lo rápido que pudo. Quería evitar quedarse quieto. Sabía que tan pronto relajara los músculos querría orinar. Y no debía hacerlo todavía.

Aquello no le había dado un problema en toda su vida. Podía pasarse horas sin orinar cuando tenía la mente ocupada en algún tema urgente. Pero desde que había comprendido con espantosa claridad que no debía vaciar la vejiga, lo único en lo que podía pensar era en cuánto deseaba hacer justo eso.

Volvió a maldecir su suerte, cosa que llevaba haciendo desde que había descubierto la monstruosa venganza de Ortus. ¿Por qué no lo había previsto? Sabía perfectamente que el agua cargada explotaba en contacto con el aire. ¿Por qué no se había parado a pensar que lo que entra debe salir tarde o temprano?

Su única defensa ante la catástrofe que se avecinaba era diluir el agua cargada que había en su interior con agua corriente. Había bebido todo lo que había podido. Ya sólo le quedaba esperar que el agua del río atravesara su sistema antes de que la necesidad de orinar fuera demasiado acuciante.

Mientras caminaba gritó llamando a la erudita que lo había controlado durante tanto tiempo.

—¡Señora, ayúdame!

Pero no hubo una voz en su interior que le respondiera.

A continuación apeló al Poder Radiante, al dios sol en cuyo nombre había gobernado, sabiendo muy bien que no había ningún dios, pero la desesperación hace finalmente creyentes a todos los hombres.

—¡Gran Poder! ¡Ayúdame!

Como si quisiera fastidiarlo, en el cielo apareció una nube negra sobre él, oscureciendo aún más aquel aburrido día invernal.

Entonces llamó a los primeros dioses que había conocido, el padre y la madre que lo habían criado en una humilde aldea del norte y a los que pensaba que no vería jamás, ya que eran la gente insignificante de la que se había librado.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayudadme!

Cuando no había nadie más a quien recurrir, y su vejiga estaba a punto de explotar, dejó de pedir ayuda y puso todas sus esperanzas en la suerte.

—No puedo morir —se dijo—. Soy demasiado especial, demasiado inteligente, demasiado superior. La muerte es para la gente insignificante.

Animado por aquel pensamiento, decidió arriesgarse a hacer lo que de todos modos era imposible evitar. Por puro hábito buscó unos arbustos. Se desató los calzones detrás y se preparó para aliviarse.

La explosión asustó a los grajos que estaban posados en los olmos, pero por lo demás pasó inadvertida en un día tan lleno de explosiones. Fue la última, y la más pequeña, pero fue lo suficientemente grande.