14
Arthur Saltus salió cautelosamente a la nieve. La estación parecía abandonada; nada se movía en ninguna calle hasta tan lejos como alcanzaba la vista.
Su mirada regresó al automóvil aparcado.
Era pequeño, parecido al escarabajo alemán, y de color verde oliva pardusco, pero finalmente lo reconoció como norteamericano por la marca estampada en cada tapacubos. El coche estaba allí desde antes que empezara a nevar; no había huellas de movimientos de ninguna clase. Una delgada capa de nieve cubría el capó y el techo del vehículo, y una ventana estaba abierta apenas un centímetro, lo suficiente para dejar entrar la humedad.
Saltus examinó el aparcamiento, el jardín de flores adjunto y las heladas extensiones desiertas ante él, pero no descubrió nada que se moviera. Se mantuvo rígido, alerta, observando atentamente, escuchando, husmeando el viento en busca de señales de vida. Nada ni nadie había dejado marcas reveladoras en la nieve, ni sonidos ni olores en el viento. Cuando se sintió satisfecho al respecto, se apartó de la puerta de operaciones y dejó que se cerrara tras él, asegurándose de que quedaba bien cerrada. Con el rifle preparado, avanzó cautelosamente hacia una esquina del edificio del laboratorio y miró al otro lado. La calle estaba libre de huellas y desierta, del mismo modo que los senderos y las extensiones de césped de las estructuras situadas al otro lado de la calle. Las copas de los árboles se doblaban bajo el peso de la nieve. Su pie golpeó un objeto cubierto por el manto blanco cuando dio un paso alejándose de la esquina protectora.
Miró hacia abajo, se inclinó y extrajo una radio de la nieve. Había sido tomada del almacén de abajo.
Saltus le dio la vuelta para ver si había recibido algún daño, pero no observó ninguno; el aparato no mostraba señales que sugirieran que había recibido algún disparo, y tras una corta vacilación concluyó que Moresby simplemente se había desprendido de ella para liberarse de peso extra. Saltus reanudó su patrulla, con la intención de rodear el edificio para asegurarse de que estaba solo. La nieve brillaba bajo el sol y se exhibía inmaculada a todo su alrededor. Se sintió aliviado, e hizo una nueva pausa para tomar otro poco de bourbon.
El automóvil reclamó su atención.
El tablero de mandos lo intrigó: tenía un interruptor en vez de la habitual llave, y nada más excepto una luz idiota; no había indicadores para facilitar información útil sobre combustible, aceite, temperatura del agua o presión de los neumáticos, ni siquiera un velocímetro. Animado por una repentina idea excitante, Saltus saltó fuera del pequeño coche y alzó el capó. Tres grandes baterías eléctricas de color plateado estaban alineadas junto a un motor tan compacto y sencillo que no parecía capaz de mover nada, y mucho menos un automóvil. Volvió a cerrar el capó y ocupó de nuevo el asiento. Movió el interruptor a la posición marcha. No se produjo ningún sonido, excepto un breve parpadeo de la luz idiota. Saltus empujó con gran suavidad la palanca selectora a la posición adelante y el coche se arrastró obedientemente sobre la nieve hacia la vacía calle. Apretó el acelerador con creciente exaltación, y dejó que el coche derrapara sobre la calle cubierta de nieve. Coleó y se agitó vertiginosamente, luego recuperó el control cuando Saltus accionó el volante. El pequeño automóvil era muy divertido.
Siguió el camino familiar hacia los barracones donde había vivido con William y el civil, patinando y bailando de un lado a otro por la deslizante superficie debido a que el coche parecía obedecer a la menor insinuación de los mandos. Describía un círculo completo y se detenía con el morro apuntando en la dirección adecuada, se deslizaba de lado sin el menor peligro de volcar, mordía la nieve y saltaba hacia delante con un mínimo de deslizamiento con tal que una rueda hiciera una presa decente. Pensó que los coches eléctricos con tracción a las cuatro ruedas deberían haber sido inventados siglos antes.
Saltus se detuvo desalentado ante el barracón, ante el lugar que antes había ocupado el barracón. Estuvo a punto de pasar de largo sin reconocerlo. Todos los edificios antiguos habían ardido hasta sus cimientos de hormigón, de modo que apenas eran visibles. Salió del coche para contemplar los restos y las solitarias sombras que arrojaba el sol invernal.
Sintiéndose deprimido, Saltus condujo por la calle E y giró al norte en dirección al área de esparcimiento.
Estacionó el coche fuera de la verja que rodeaba el patio, y se asomó cautelosamente por la entrada para escrutar el interior. La nieve, sin señal alguna, lo tranquilizó, pero no se permitió dejarse ganar por una falsa sensación de seguridad. Con el rifle dispuesto, haciendo una pausa cada pocos pasos para mirar y escuchar, y husmear el viento, Saltus avanzó hacia el embaldosado borde de la piscina y miró hacia abajo. Estaba casi vacía, sin agua, y el trampolín había desaparecido.
Casi vacía: media docena de largas formas yacían bajo la sábana de nieve que cubría el fondo, formas humanas. Dos cascos de soldado estaban tirados cerca de ellas, reconocibles por su forma pese a la nieve que los cubría. Un pie desnudo y helado sobresalía de la sábana a la fría luz del sol.
Saltus desvió la vista, lanzando un suspiro de amargo desánimo; no estaba seguro de lo que había esperado encontrar después de tanto tiempo, pero evidentemente no eso…, no los cuerpos del personal de la estación arrojados a una tumba a cielo abierto. Los cascos de soldado sugerían sus identidades y sugerían que habían sido arrojados allí por intrusos, por ramjets. Los supervivientes de la estación hubieran enterrado los cuerpos.
Recordó la hermosa imagen de Katrina en aquella piscina… Katrina, casi desnuda, sucintamente vestida con aquel encantador y sexy traje de baño, y él persiguiéndola, deseando sentir bajo sus manos una y otra vez aquel mojado y espléndido cuerpo. Ella lo había provocado, luego había huido, sabiendo lo que él estaba haciendo pero pretendiendo no darse cuenta; aquello había aumentado aún más su excitación. ¡Y Chaney! El pobre y confuso civil sentado en el solano y ardiendo con una verde y sulfurosa envidia, deseando pero no atreviéndose. ¡Maldita sea, aquél había sido un día digno de ser recordado!
Arthur Saltus escrutó la calle y luego volvió a subir al coche.
Había dos enormes agujeros en la verja que rodeaba la estación en la esquina noroeste. Ambas penetraciones habían sido provocadas por una acción desde el exterior. La carcasa de un camión incendiado había causado una de ellas, y esa carcasa oxidada ocupaba aún la abertura. Un proyectil de mortero había abierto la otra. Había una cavidad poco profunda en el suelo directamente detrás del segundo agujero, una cavidad excavada por la explosión de otro impacto de mortero. Objetos cubiertos de nieve que podían ser los restos de hombres salpicaban la ladera a ambos lados de la verja. Había también la reconocible carcasa de un automóvil totalmente destrozado.
Saltus examinó los restos del coche, haciendo girar las ruedas, de las que colgaban aún jirones de neumáticos, rebuscando entre el revoltijo de partes mecánicas, tomando —para examinarlo con ligero asombro— un parabrisas hecho de plástico transparente tan resistente que había saltado de su sitio y caído sin sufrir el menor daño a un par de metros de los restos. Lo comparó con el parabrisas de su propio coche, y descubrió que eran idénticos. Las baterías habían sido retiradas… o habían resultado completamente destrozadas; el pequeño motor era una masa de metal fundido.
Saltus rascó del mejor modo posible la nieve de los alrededores en busca de algo que indicara que William Moresby había muerto allí. Consideraba probable que William hubiera encontrado aquel coche en el aparcamiento —era un gemelo de su propio vehículo— y lo hubiera conducido hacia el norte en busca del escenario de la contienda. Hasta allí. Sería una maldita mala suerte que el hombre hubiera muerto antes de poder salir de su coche. El viejo William se merecía algo mejor que eso.
No encontró nada, ni siquiera un jirón de uniforme entre los restos; por el momento aquello era reconfortante.
En la parte baja de la ladera se divisaban un montón de tocones y una colgante valla publicitaria. Saltus se dirigió hacia allí para examinarlos. Un cuerpo cubierto por la nieve yacía aplastado contra un tocón, pero eso era todo; no había ningún arma con él. Los restos despedazados de un mortero estaban esparcidos alrededor de la valla publicitaria, y por la apariencia de la pieza dedujo que un proyectil defectuoso había estallado dentro del tubo, destruyendo el arma y probablemente matando al hombre que la manejaba. No había allí ningún cadáver que apoyara esa suposición, a menos que fuera el que estaba aplastado contra el tocón. El segundo de los dos morteros mencionados en la grabación faltaba; había desaparecido. Los vencedores de aquella escaramuza tenían que haber sido los ramjets; habían recogido el mortero que les quedaba y se habían retirado… o habían penetrado por la abertura para invadir la estación.
Saltus regresó ladera arriba y cruzó la abertura en la verja. El nevado suelo se curvaba graciosamente, siguiendo el redondeado contorno de una cavidad de fondo irregular. Se torció el pie con algo invisible en el fondo del agujero y estuvo a punto de perder el equilibrio. Un frío viento soplaba por la ladera, entumeciendo sus dedos y azotándole el rostro.
Empezó la desagradable tarea de rascar la nieve allí donde divisaba un objeto caído que podía ser un hombre, limpiando sólo lo suficiente para tener un atisbo de las semipodridas ropas del uniforme. Los defensores llevaban uniformes caqui, y uno de ellos tenía aún colgada del cuello una placa de identificación militar; en otro lugar descubrió unos galones de cabo cosidos a un jirón de manga, y no muy lejos de allí un par de zapatos vacíos. El uniforme azul de William Moresby no apareció por ningún lado.
La sensación de haber olvidado algo lo perseguía.
Saltus rehizo sus pasos ladera abajo, irritado por su olvido e irritado también por la futilidad del mismo; puso al descubierto los restos de civiles que llevaban ropas civiles difíciles de describir y un brazalete amarillo. Una desteñida cruz negra en un semipodrido trozo de tela amarilla no significó nada para él, pero dobló la tela y la guardó para un posterior examen. Quizá Katrina deseara verla. Los propios ramjets estaban más allá de toda identificación; dieciséis meses de exposición a los elementos los habían hecho tan irreconocibles como aquellos otros cuerpos al otro lado de la verja. Lo único nuevo que descubrió fue que los bandidos mencionados en la cinta eran civiles, civiles equipados con morteros y algún tipo de organización central, quizá el mismo grupo que había lanzado el Harry sobre Chicago. Los ramjets aliados con los chinos, o al menos invitándolos a colaborar.
Para Saltus la escena significaba guerra civil.
Se detuvo ante el siguiente pensamiento, mirando con repentina sorpresa los cuerpos puestos al descubierto. ¿Los ramjets haciendo saltar Chicago… como represalia? ¿Los ramjets vencidos en Chicago veinte años antes, atrapados tras su propio muro, y golpeando su respuesta en una cruel represalia ahora? ¿Los ramjets aliándose a los chinos, unidos por un odio común al establishment blanco?
Examinó de nuevo el cuerpo aplastado contra el tronco, pero la piel del hombre había perdido ya su color.
Arthur Saltus subió la ladera.
El mundo estaba extrañamente silencioso y vado, abandonado. No se veía tráfico en la distante carretera ni en la más cercana vía férrea; el cielo estaba desusadamente vacío de aviones. Permanecía en alerta constante en previsión de cualquier peligro, pero seguía sin ver nada, a nadie; ni siquiera había huellas de animales sobre la nieve. Un mundo abandonado… o, más probablemente, un mundo que se ocultaba. Aquella irritada voz en la radio le había ordenado silencio si no quería revelar la posición de su escondite.
Saltus se detuvo sólo unos pocos minutos más en la fría parte superior de la ladera, de pie entre los restos del destrozado coche. Rogó a Dios por que William hubiera podido saltar fuera del coche antes de que el mortero lo alcanzara. El viejo se merecía al menos poder administrarles un par de buenos golpes a los bandidos antes de que sus profetas de la condenación se hicieran cargo de él.
Estaba finalmente convencido de que el mayor había muerto allí.
Saltus condujo el coche junto a la cantina sin dedicarle más que una breve ojeada al pasar. Como el barracón, las partes de madera de la estructura habían ardido hasta los cimientos de hormigón. Pensó que probablemente los ramjets habían barrido la estación tras abrir su brecha en la verja, quemando todo lo que era combustible y robando o destruyendo el resto. Era una bendición que el laboratorio hubiera sido construido para resistir guerras y terremotos, o de otro modo habría salido en una habitación abierta al aire libre y saltado de su vehículo a la nieve. Esperaba que hiciera mucho tiempo ya que los bandidos se hubieran muerto de hambre, pero al mismo tiempo recordó la saqueada despensa del refugio.
Aquel bandido no se había muerto de hambre, pero tampoco había alimentado a sus compañeros. ¿Cómo había conseguido franquear la puerta cerrada? Tenía que haber tomado las dos llaves de William…, pero un impacto directo contra el coche habría destrozado las llaves tan seguramente como había destrozado el propio coche. Suponiendo la posesión de las llaves, ¿por qué el bandido no había abierto las puertas a sus compañeros? ¿Por qué el almacén no había sido completamente saqueado, vaciado de todo su contenido, y el laboratorio arrasado? ¿Era el hombre tan egoísta que sólo se había aumentado él y había abandonado a los demás a su suerte? Quizá. Pero faltaban más de un par de botas.
Saltus tomó una curva a velocidad excesiva, patinando en la nieve, y luego siguió su camino en línea recta hacia la puerta principal de la verja. Fue un pequeño consuelo descubrir que la garita aún seguía en pie: los bloques de cemento eran difíciles de quemar o destruir. La propia puerta había sido arrancada de sus goznes y retorcida y arrojada a un lado para dejar el paso libre. La cruzó al volante del coche y se encontró en la carretera apenas visible que se abría ante él; la lisa e inmaculada superficie de nieve flanqueada por canalones poco profundos a ambos lados le sirvió de guía. Apenas el jueves anterior, él y William habían recorrido aquella carretera a toda velocidad para pasar un día en Joliet.
Un hombre barbudo saltó fuera de la garita y atravesó de un disparo la ventanilla trasera del coche.
Arthur Saltus no se tomó el tiempo de decidir si estaba sorprendido o ultrajado; el disparo lo aterró, y reaccionó automáticamente al peligro. Apretando el acelerador hasta el fondo, dio un brusco giro al volante y lanzó el coche a un derrapaje alucinante. Dio un bandazo y un giro en un ángulo vertiginoso, deteniéndose por último con su romo morro apuntando directamente a la garita. Saltus pateó de nuevo a fondo el acelerador. Las ruedas traseras giraron inútilmente en la blanda nieve, encontrando agarre tan sólo cuando el calor de la fricción la hubo derretido y llegaron al pavimento, y entonces lanzaron al coche hacia adelante en un estallido de velocidad que cogió por sorpresa a su conductor. Cruzó con violencia la puerta de entrada, avanzando medio inclinado hacia un lado, golpeó brutalmente con el morro contra la puerta de la garita, y él saltó fuera, agazapándose a un lado del vehículo.
Saltus disparó dos veces en rápida sucesión a través de la combada puerta, y fue respondido con un grito de dolor; disparó otra vez, y luego saltó por encima del coche para agazaparse de nuevo junto a la puerta de la garita. El hombre que había gritado yacía ante él en el suelo, arañándose el ensangrentado pecho. Otro hombre alto, delgado y negro, estaba apoyado contra la pared del fondo, apuntándole. Saltus disparó sin apenas alzar el rifle, y luego se volvió y disparó el tiro de gracia contra la cabeza del hombre que se retorcía en el suelo. El grito cesó.
Por un momento el mundo quedó envuelto en silencio.
Saltus dijo:
—Ahora ¿qué demonios…?
Un golpe increíblemente violento impactó por detrás contra sus ríñones, cortándole la respiración y las palabras, y oyó el ruido de un disparo procedente de una distancia inimaginable. Se tambaleó y cayó de rodillas, mientras un fuego devorador ascendía por su espina dorsal hasta su cerebro. Otro disparo lejano quebró la paz del mundo, pero esta vez no sintió nada. Saltus se volvió sobre las rodillas para enfrentarse a la amenaza.
El ramjet estaba trepando sobre el techo del coche para rematarlo.
Atrapado como un hombre que nada en lodo, Saltus alzó el rifle e intentó apuntar. El arma era casi demasiado pesada para levantarla; actuó en un lento y agonizante movimiento. El ramjet se deslizó del techo del vehículo y saltó hacia la puerta, para alcanzarle a él o a su rifle. Saltus apuntó al rostro pero sin conseguir aclarar su visión. Tras aquel rostro, alguien tan imponente como una montaña se cernió sobre él, las manos de alguien agarraron el cañón del rifle y tiraron para arrancárselo. Saltus apretó el gatillo.
El impreciso rostro cambió: se desintegró en una confusa mezcolanza de huesos, sangre y tejidos, deshaciéndose en pedazos como el coche eléctrico de William bajo el impacto del proyectil de mortero. El desenfocado rostro desapareció mientras un retumbante trueno llenaba la garita y hada retemblar la destrozada puerta. Un enorme fragmento de la montaña se derrumbó sobre él, amenazando con enterrarlo bajo su masa. Saltus intentó apartarse arrastrándose.
El cuerpo que se derrumbaba lo hizo caer y le arrancó su arma. Se hundió bajo su masa, luchando aún por mantener la respiración y rogando no ser aplastado.
Arthur Saltus abrió los ojos para descubrir que la luz del día había desaparecido. Un peso intolerable lo mantenía clavado al suelo de la garita, y un dolor insoportable atormentaba su cuerpo.
Moviéndose dolorosamente pero ganando tan sólo dos o tres centímetros cada vez, se arrastró de debajo del enorme peso e intentó rodar a un lado. Tras minutos u horas de tenaces esfuerzos consiguió ponerse de rodillas y librarse de la mochila que atormentaba su espalda; derramó tanta agua como bebió antes de que la cantimplora siguiera el mismo camino. Su rifle estaba en el suelo junto a su rodilla, pero se sorprendió al descubrir que su mano y su brazo no tenían la fuerza suficiente para alzarlo. Posiblemente transcurrió otra hora antes de que consiguiera extraer la pistola automática de reglamento de su funda y depositarla en el capó del coche.
Necesitó otro tiempo increíblemente largo para arrastrarse fuera de la garita, aferrándose a ese mismo capó. La pistola resbaló y cayó al suelo. Saltus se inclinó, la tocó, intentó agarrarla, el vértigo lo dominó, y tuvo que abandonar el arma para no derrumbarse de nuevo. Se aferró a la manecilla de la puerta y se izó penosamente hasta conseguir ponerse en pie. Tras un instante lo intentó de nuevo, y sólo consiguió agarrar el arma y erguirse de nuevo antes de que la náusea lo atacara otra vez. Su estómago se contrajo y vomitó.
Saltus subió al coche y puso la marcha atrás para apartarse de la puerta de la garita. Abriendo la ventanilla para permitir que el aire frío azotara su rostro, maniobró el selector de marchas como pudo y consiguió efectuar un sinuoso trayecto desde la puerta de entrada de la verja hasta el aparcamiento. El coche iba de un bordillo al otro, patinando en la nieve y a veces subiéndose a la acera; habría arrojado fuera a su ocupante de haber estado viajando a mayor velocidad. Saltus no se sentía con fuerzas para apretar el freno, y el cochecito sólo se detuvo cuando golpeó contra la pared de cemento del laboratorio. Fue arrojado contra el volante, y luego fuera del coche, contra la nieve. Un punteado rastro de sangre señaló su errática marcha desde el coche a la puerta con las dos cerraduras gemelas.
La puerta se abrió fácilmente…, tan fácilmente que un impreciso rincón de su obnubilada conciencia no dejaba de repetirle: ¿había insertado las dos llaves en las cerraduras antes de que la puerta se abriera? ¿Había insertado alguna llave?
Arthur Saltus se dejó caer desde lo alto de las escaleras, porque no veía ninguna otra forma de poder bajarlas.
La pistola había desaparecido de su mano pero no podía recordar haberla perdido; su botella de bourbon del cumpleaños había desaparecido de su bolsillo, pero no podía recordar tampoco haberla vaciado o arrojado una vez vacía; las llaves de la puerta se habían perdido. Saltus permaneció tendido de espaldas sobre el polvoriento suelo de cemento, mirando a las brillantes luces y a la cerrada puerta de arriba, en las escaleras. No recordaba haber cerrado aquella puerta.
Una voz dijo:
—Cincuenta horas.
Supo que estaba perdiendo el contacto con la realidad, supo que estaba derivando de uno a otro lado entre una fría y dolorosa conciencia y oscuros períodos de fantasía febril. Deseaba echarse a dormir allí en el suelo, deseaba tenderse allí con el rostro apoyado contra el frío cemento y dejar que el fuego devorador de su espina dorsal terminara consumiéndolo enteramente. El chaleco antibalas de Katrina había salvado su vida… a duras penas. La bala —¿más de una?— estaba alojada en su espalda, pero sin el chaleco le hubiera atravesado de parte a parte y hubiera reventado su caja torácica. Gracias, Katrina.
Una voz dijo:
—Cincuenta horas.
Intentó ponerse en pie, pero cayó boca abajo. Intentó ponerse de rodillas, pero volvió a caer boca abajo. No le quedaban muchas fuerzas. Durante un tiempo que le pareció una eternidad, se arrastró como pudo hacia el VDT.
Arthur Saltus luchó durante una hora para trepar por el lado del vehículo. Su conciencia lo estaba abandonando en un mar de fantasía lleno de náuseas: tenía la sensación alucinatoria de que alguien le quitaba sus pesadas botas…, de que alguien lo ayudaba a despojarse de sus pesadas ropas de invierno e intentaba desnudarlo. Cuando finalmente cayó de cabeza por la abertura del vehículo, que alguien debía de haber abierto, tuvo la fantasía febril de que otra persona distinta a él lo había ayudado a subir al mismo.
Una voz dijo:
—Empuje la barra.
Permanecía tendido boca abajo en la litera de mallas, mirando en la dirección equivocada, y recordó que los ingenieros no podrían recuperar el vehículo hasta pasado el límite de las cincuenta horas. Lo harían cuando William fracasara en su intento de retorno. Había algo debajo de él, clavándose en su cuerpo, poniendo una nueva y dolorosa presión en su caja torácica ya extremadamente sensible al dolor. Saltus extrajo el objeto de debajo de su cuerpo y descubrió que era una grabadora. La lanzó contra la barra impulsora pero falló por pocos centímetros. La alucinación cerró la escotilla.
Dijo con voz espesa:
—Chaney…, los bandidos incendiaron la cueva del tesoro…
La grabadora golpeó contra la barra impulsora.
Eran las dos y cuarenta minutos de la madrugada del 24 de noviembre del año 2000. Su cincuenta cumpleaños había pasado hacía ya rato.