7

El VDT fue una amarga decepción.

Brian Chaney conoció el desánimo, la desilusión. Quizá había esperado demasiado, quizá había confiado en una rutilante máquina brillando con cromados, esmaltes y vidrio, recién salida de la línea de montaje; o quizá había esperado un monstruo mecánico de película, un prominente leviatán del que brotasen cables como retorcidos tentáculos y cuyo enorme peso amenazase con hundir el suelo. Quizá se había dejado arrastrar por su imaginación.

El vehículo no era ninguna de esas cosas. Era como una especie de lata rechoncha y fea con el número 2 pintado en blanco a un lado. Carecía en absoluto de romanticismo. Era estrictamente funcional.

El VDT parecía simplemente un bidón de aceite de mayor tamaño que lo normal, construido a mano con retales de aluminio y trozos de plástico viejo recuperados de un chatarrero para esa única operación. Chaney pensó en un Ford modelo T que había visto en un museo, y en un destartalado biplano que había visto en otro, dos reliquias que no parecían capaces de moverse ni un centímetro. El VDT era un artilugio de plástico y aluminio que descansaba en un tanque de cemento lleno de poliagua, ocupando todo el aparato un pequeño espacio en una habitación subterránea casi completamente vacía. La máquina no parecía capaz de moverse ni un minuto.

El tambor tenía unos dos metros de largo y su diámetro era apenas el suficiente para albergar a un hombre gordo echado; el hombre en su interior debía viajar a través del tiempo tendido de espaldas; permanecía recostado sobre una especie de litera de mallas sujetando dos barras de apoyo cerca de sus hombros con las manos, mientras sus pies descansaban sobre otra barra de apoyo en el fondo del tambor. Una pequeña compuerta en el extremo superior permitía entrar y salir. La parte superior del tambor mostraba como una incisión —parecía haber sido hecha posteriormente—, y en la abertura había sido montada una burbuja de plástico que permitía observar el reloj y el calendario. Una cámara y un cubo metálico sellado ocupaban parte de la burbuja. Varios cables eléctricos, todos ellos más gruesos que un dedo pulgar hinchado, salían del fondo del vehículo y serpenteaban por el suelo del subterráneo para desaparecer en la pared que separaba la sala de operaciones del laboratorio. Junto al tanque de poliagua había una pequeña escalerilla.

Todo el conjunto parecía haber sido construido por un aficionado al bricolaje provisto de muy pocas herramientas.

—¿Y eso funciona? —preguntó Chaney.

—A la perfección —respondió Seabrooke.

Chaney pasó por encima de los cables y le dio la vuelta al vehículo, siguiendo la invitación de uno de los ingenieros. El reloj y el calendario estaban firmemente fijados a una pared cercana, cada uno de ellos protegido por una burbuja de plástico transparente. Sobre ellos —como perchados buitres preparados para el planeo— había dos pequeñas cámaras de televisión apuntando al fondo de la habitación subterránea. Un armario metálico, situado cerca de la puerta y bien anclado a la pared, estaba destinado a contener sus ropas. La instalación eléctrica de iluminación, empotrada en el alto techo, bañaba la habitación con una fría y brillante luz. La habitación en sí parecía fría y extrañamente seca para ser subterránea; se apreciaba un intenso olor que podía ser ozono, junto con un desagradable sabor a polvo.

Chaney apoyó su mano plana contra el casco de aluminio y lo notó frío. Sintió contra su pahua una débil descarga de electricidad estática.

Preguntó:

—¿Cómo lo controlan los monos?

—No lo hacen, por supuesto —respondió el ingeniero con irritación. (Quizá carecía de sentido del humor.)—. Este vehículo está diseñado para operar de dos formas distintas, señor Chaney. Todas las pruebas fueron controladas desde el laboratorio, como serán controlados ustedes en su viaje de ida. Nosotros los lanzaremos.

Chaney buscó un doble significado en aquellas últimas palabras.

—Cuando el vehículo está programado para control remoto, puede ser literalmente pateado hacia su objetivo, o de vuelta del mismo, accionando la barra donde se apoyan los pies. Nosotros los lanzamos hacia su objetivo, pero serán ustedes quienes ordenen el regreso una vez completada la misión. Nosotros accionaremos el retorno solamente en caso de emergencia.

—Supongo que allí nos estarán esperando.

—Allí los estarán esperando. Una vez alcanzado el objetivo, el vehículo se inmovilizará en un punto y permanecerá allí hasta ser desbloqueado, por ustedes o por nosotros. El vehículo no puede moverse a menos que sea propulsado por una corriente eléctrica, y esta corriente debe ser constante. Los generadores de taquiones proporcionan este empuje contra una pantalla deflectora que proporciona el impulso. El VDT opera en un vacío creado artificialmente que precede al vehículo en un milisegundo, creando en realidad su propio sendero temporal. ¿Soy lo suficientemente claro?

—No —dijo Chaney.

El ingeniero pareció apenado.

—Quizá debiera leer usted algún buen libro sobre los sistemas deflectores a taquiones.

—Quizá. ¿Dónde puedo conseguir uno?

—No puede. Aún no han sido escritos.

—Pero todo eso suena como el movimiento perpetuo.

—No lo es, créame. Ese bebé come energía.

—Supongo que necesitan ustedes ese reactor nuclear.

—Todo absolutamente; suministra energía sólo a este laboratorio.

Chaney mostró su sorpresa.

—¿No proporciona energía a la estación de afuera? ¿Cuánta se necesita para patear a esa cosa hacia el futuro?

—El vehículo requiere quinientos mil kilovatios por lanzamiento.

Chaney y Arthur Saltus silbaron al unísono. Chaney dijo:

—¿Está protegida esa central de energía? ¿Qué hay de los cables? ¿Y los transformadores? Los sistemas eléctricos son vulnerables a casi todo: tormentas de aguanieve, conductores borrachos derribando postes, interrupciones del suministro…, una cosa tras otra.

—Nuestro reactor está rodeado de cemento, señor Chaney. Las conducciones son subterráneas. El equipo está diseñado para proporcionar como mínimo veinte años de servicio ininterrumpido. —Hizo un gesto con la mano indicando un mayor juicio, un mayor conocimiento—. No necesitan preocuparse; nuestra planificación para el futuro es completa. Tendremos energía disponible para los próximos quinientos años, si es necesario. Habrá energía disponible para todos los lanzamientos y regresos.

Brian Chaney se mostraba escéptico.

—¿Durarán los cables y transformadores quinientos años?

De nuevo el breve reflejo de irritación.

—No esperamos tanto. Todo el equipo será reemplazado cada veinte o veinticinco años, según una planificación prevista. Ésta es una operación completamente planificada.

Chaney pateó el tanque de cemento y se hizo daño en el dedo gordo del pie.

—Quizá el tanque tenga alguna fuga.

—La poliagua no admite fugas. Tiene la consistencia de la grasa fluida, y se halla en suspensión en tubos capilares. Este tanque contiene el noventa y nueve por ciento de las existencias mundiales. —Siguió el ejemplo de Chaney y pateó el tanque—. Ninguna posibilidad de fuga.

—¿Contra qué empuja el VDT? ¿Contra esta poliagua?

El ingeniero lo miró como si fuera idiota.

—Flota en la poliagua, señor Chaney. Ya le he dicho que el empuje se produce contra una pantalla: una pantalla de molibdeno proporciona el impulso para desplazar los estratos temporales.

—¡Ah! —dijo Chaney—. Ahora comprendo.

—Yo no —dijo Arthur Saltus lúgubremente. Permanecía de pie junto al extremo superior del vehículo, con la nariz apretada contra la burbuja transparente—. ¿Qué guía a esta cosa? No veo ningún volante ni palanca.

El ingeniero dio la impresión de querer abandonar la habitación, de querer transferir el turno de instrucciones a algún subordinado.

—El vehículo es gobernado mediante un giroscopio a protones de mercurio, señor Saltus. —Señaló más allá de la nariz del comandante a un cubo metálico dentro de la burbuja, situado al lado de la cámara—. Ese instrumento. Tomamos esa técnica de la marina, de su programa de pilotaje interplanetario para naves de largo alcance.

Arthur Saltus pareció impresionado.

—Eso está muy bien, ¿eh?

—Mejor que bien. Los giroscopios que utilizan protones de mercurio no se ven afectados por el movimiento, choques, vibraciones o sacudidas. Esa unidad los llevará a ustedes a donde sea y los devolverá al punto de origen sesenta y un segundos exactos después de su partida. Confíen en ello.

—¿Cómo? —dijo Saltus.

Y el mayor Moresby lo secundó:

—Explíquelo, por favor. Estoy interesado en ello.

El ingeniero miró a Moresby como si fuera el único no ingeniero parcialmente inteligente en la habitación.

—Células sensitivas en la unidad nos transmitirán una señal continua señalando su sendero temporal, señor Moresby. Indicarán cualquier desviación de la trayectoria prevista; si el vehículo oscila lo sabremos inmediatamente. Nuestra computadora lo interpretará y lo corregirá de inmediato. La computadora enviará hacia adelante la señal correctiva adecuada al sistema deflector de taquiones y devolverá el vehículo a su correcto sendero temporal, todo ello en menos de un segundo. Ustedes, por supuesto, no serán conscientes ni de la desviación ni de la corrección.

Saltus:

—¿Garantizan ustedes que llegaremos a nuestro destino previsto?

—Con cuatro minutos de margen de error por año recorrido, señor Saltus. Este sistema no permite un error superior a más menos cuatro minutos por año. A eso lo llamamos dar en el blanco. Los soviéticos no podrían hacer nada mejor.

Chaney se sobresaltó.

—¿Ellos también tienen uno?

—No —intervino Gilbert Seabrooke—. Era una forma de hablar. Todos nos sentimos orgullosos de nuestro trabajo.

El escalafón era algo fundamental. El mayor Moresby hizo la primera prueba, y luego el comandante Saltus.

Cuando llegó su turno, Chaney se desvistió y colocó sus ropas en el armario. La presencia del ingeniero no le importaba, pero los inquisitivos ojos de las dos cámaras de televisión sí. No podía saber quién estaba al otro lado de la pared, observándolo. Llevando tan sólo un sucinto traje de baño —una concesión de último momento al pudor— y de pie sobre sus pies desnudos en el piso de cemento, Chaney reprimió el impulso de reforzar su dolido ego frunciendo la nariz a las inquisitivas cámaras. Probablemente Gilbert Seabrooke no lo hubiera aprobado.

Siguiendo las instrucciones, se metió en el VDT.

Chaney se contorsionó por la abertura, se tendió sobre la elástica litera y no tardó en dar con la cabeza contra la cámara montada en la burbuja. Le dolió.

—¡Maldita sea!

El ingeniero dijo en tono reprobador.

—Por favor, sea más cuidadoso con la cámara, señor Chaney.

—Podrían haberla colocado fuera de aquí.

Una vez tendido en la endeble litera, descubrió que cuando sus pies se apoyaban en la barra accionadora no tenía espacio suficiente para girar la cabeza sin golpear o la cámara o el giroscopio, ni tampoco podía apoyar los codos. Hizo una mueca al ingeniero para protestar, pero el rostro del hombre había desaparecido de la abertura mientras la escotilla se cerraba con un chasquido. Chaney tuvo un momento de pánico pero consiguió eliminarlo; aquel tambor no era peor que una angosta tumba, y era mejor en un pequeño detalle: la burbuja transparente dejaba pasar la luz difundida desde el techo. Siguiendo aún las detalladas instrucciones, alzó las manos para asegurar la escotilla, y fue recompensado inmediatamente con una parpadeante luz verde sobre su cabeza. Pensó que aquello al menos era agradable.

Chaney contempló la luz durante un tiempo, pero no ocurrió nada.

Gritó:

—¡Adelante, muévanlo!

El sonido de su voz en aquel recinto cerrado lo sobresaltó.

Volviéndose a expensas de tensar peligrosamente los músculos de su cuello y darse otro golpe contra la cámara, miró a través de la burbuja sin ver a nadie en la habitación. Se suponía que tenía que estar vacía durante la partida. Supuso que sus compañeros estarían en el laboratorio al otro lado de la pared, observándolo a través de los monitores como él los había observado a ellos. Los sonidos habían sido aturdidores allí, causando un agudo dolor en sus tímpanos.

La mirada de Chaney volvió a la luz verde contra el casco encima de su cabeza, y descubrió que una luz roja brillaba ahora a su lado, parpadeando de la misma forma monótona que su hermana. Se quedó mirando las dos luces, preguntándose qué se suponía que debía hacer a continuación. Las instrucciones no habían ido más allá de ese punto.

Era consciente de que sus rodillas estaban ligeramente dobladas y de que le dolían las piernas; el interior de aquel trasto no había sido diseñado para un hombre que medía un metro noventa y tenía que compartir el espacio con una cámara y un giroscopio. Chaney bajó las rodillas y extendió las piernas todo lo que pudo sobre la litera, pero había olvidado la barra hasta que sus pies desnudos la empujaron. La luz roja se apagó.

Tras un momento alguien tamborileó en la burbuja de plástico, y Chaney se retorció para ver a Arthur Saltus haciéndole gestos de que saliera. Abrió la escotilla y se sentó. Cuando estuvo en una posición confortable, descubrió que podía apoyar su barbilla en el borde de la escotilla y mirar a su alrededor en la habitación.

Saltus permanecía de pie allí, sonriéndole.

—Y bien, amigo, ¿qué piensa usted de eso?

—Hay más espacio en un ataúd sirio —respondió Chaney—. Tengo moraduras por todas partes.

—Claro, claro, civil, se está apretado y todo lo demás, pero ¿qué piensa de ello?

—¿Que qué pienso de qué?

—Bueno, del… —Saltus se detuvo y abrió incrédulo la boca—. Civil, no irá a decirme que se ha quedado ahí como un idiota y no ha mirado ese reloj.

—Estaba mirando las luces; era como en Navidad.

—Amigo, ellos han estado verificando su prueba. Usted vio las nuestras, ¿no? ¿Comprobó el tiempo?

—Sí, lo hice.

—Bien, ¡ha saltado usted al futuro! ¡Una hora!

—Y un infierno.

—Ningún infierno, civil. ¿Qué demonios pensó que estaba haciendo ahí dentro, echar una cabezada? Se suponía que tenía que observar el reloj. Saltó usted una hora, y entonces se pateó usted mismo de vuelta. Ese ingeniero pretencioso estaba como loco; se suponía que usted tenía que esperar a que fuera él quien lo trajera de vuelta.

—Pero yo no oí nada, no sentí nada.

—Uno no oye nada ahí dentro; sólo fuera, los que lo están mirando. ¡Nosotros ya lo creo que lo oímos! Puf, puf, el martillo neumático. Y se suponía que el tipo le había dicho que ahí dentro no hay ninguna sensación de movimiento: uno simplemente entra, y luego sale. Un salto de una hora… —Saltus hizo una mueca—. Civil, a veces me decepciona.

—A veces yo mismo me decepciono —dijo Chaney—. Me he perdido la hora más excitante de mi vida. Imagino que era excitante. Estaba mirando las luces y esperando a que ocurriera algo.

—Ocurrió. —Saltus se apartó del vehículo—. Salga de ahí y vístase. Tenemos que asistir a una conferencia del viejo charlatán en el laboratorio, y después inspeccionar el almacén. El refugio antiatómico, la comida, el agua y todo lo demás; puede que tengamos que sobrevivir con lo que haya allí cuando vayamos a los albores del año dos mil. ¿Qué ocurrirá si todo está racionado y nosotros no tenemos cartillas de racionamiento?

—Siempre podemos llamar a Katrina y pedirle unas cuantas.

—Katrina será una mujer vieja entonces. ¿Ha pensado usted en eso? Tendrá cuarenta y cinco o cincuenta anos quizá, no sé cuántos tiene ahora. Una mujer vieja… ¡Maldita sea!

Chaney sonrió ante aquel concepto de la vejez.

—No va a tener usted tiempo para citas. Vamos a tener que cazar republicanos.

No, supongo que no, y tampoco la oportunidad. Se supone que no debemos buscar a nadie cuando estemos allí; se supone que no debemos buscarla a ella, ni a Seabrooke, ni a nosotros mismos. Temen que nos encontremos con nosotros mismos. —Hizo un gesto de fastidio—. Póngase los pantalones. Maldita conferencia… Odio las conferencias. Siempre acabo durmiéndome en ellas.

Fue un equipo de ingenieros quien dio la conferencia. El mayor Moresby escuchó atentamente. Chaney escuchó a medias, con su atención desviándose hacia Kathryn van Hise, que estaba sentada en una esquina de la sala. Arthur Saltus se durmió.

Chaney hubiera preferido que la información que se le daba estuviera impresa en los habituales papeles fotocopiados y pasados en torno a la mesa para su estudio. Ese método de divulgación era el más efectivo para él; la información se le quedaba más cuando podía leerla en una página impresa y retroceder a la frase o al párrafo anterior para comprender un punto determinado. Era más difícil retroceder en una conferencia hablada sin hacer preguntas, que interrumpían al conferenciante y su cadena de pensamiento y rompían la monotonía que mantenía a Saltus dormido. Lo ideal hubiera sido poner por escrito la conferencia en arameo o hebreo y dársela a traducir; eso habría asegurado su concentración en el texto y la comprensión del mensaje.

Clavó un ojo y un oído en el conferenciante.

Fechas objetivo. Una vez seleccionada una fecha objetivo y reunidos los datos necesarios, las computadoras determinaban la cantidad exacta de energía requerida para alcanzar esa fecha, y luego se alimentaba con esa cantidad el generador de taquiones en un inmenso flujo. La descarga resultante contra el deflector proporcionaba el impulso necesario desplazando los estratos temporales delante del vehículo a lo largo del sendero temporal designado; los estratos desplazados creaban un vacío dentro del cual el vehículo era aspirado hacia su fecha objetivo, siempre bajo el control del giroscopio de protones de mercurio. (Chaney pensó: movimiento perpetuo).

El ingeniero dijo:

—Para el año dos mil se encontrarán ustedes como máximo a ochenta y ocho minutos de distancia en cualquiera de los dos sentidos de la hora exacta fijada como fecha objetivo. Es decir, cuatro minutos por año; hay que tener en cuenta eso. Pero hay otro elemento significativo de tiempo que hay que tener bien en cuenta, que no pueden olvidar bajo ningún concepto. Cincuenta horas. Pueden ustedes pasar hasta cincuenta horas sobre el terreno en cualquier fecha, pero no deben superar ese límite. Es un límite arbitrario, pero lo hemos fijado sobre la base de que la seguridad del hombre desplazado es lo más importante hasta un cierto momento. Hasta un cierto momento. —Miró al dormido Saltus—. Tras ese momento, la recuperación del vehículo pasará a ocupar la prioridad.

—Entiendo —dijo Chaney—. Nosotros somos sacrificables, el aparato no.

—No puedo estar de acuerdo con eso, señor Chaney. Prefiero decir que al expirar las cincuenta horas el vehículo será recuperado para permitir a un segundo hombre efectuar el mismo recorrido, si se cree aconsejable, e intentar recuperar al primero.

—Si puede ser hallado —añadió Chaney.

Secamente:

—Ustedes no deberán permanecer en el objetivo más allá del límite arbitrario de cincuenta horas. Tenemos tan sólo un vehículo: no deseamos perderlo.

—Es suficiente —le aseguró Moresby—. Podemos hacer nuestro trabajo en la mitad de tiempo, después de todo.

Una vez cumplida su misión, cada uno de ellos volvería al laboratorio sesenta y un segundos después de la partida original, ya permanecieran en su objetivo una hora o cincuenta. El tiempo transcurrido allí no afectaría a su regreso. Aunque naturalmente ellos sí se verían afectados por el tiempo transcurrido en su objetivo; esas pocas horas de envejecimiento natural no serían recuperadas o neutralizadas a su vuelta, por supuesto.

Las necesidades básicas y unos pocos de los lujos de la vida estaban almacenados en el refugio: aumentos, medicinas, ropas de abrigo, armas, dinero, fumadoras y grabadoras, radios de onda corta, instrumentos. Si el almacenamiento de baterías capaces de durar diez o veinte años era posible en un próximo futuro, también serían incluidas. Las radios estarían equipadas para emitir y recibir en las bandas militar y civil; podrían ser accionadas por medio de tomas eléctricas disponibles en el refugio o mediante baterías cuando fueran usadas con una unidad conversora. El refugio estaría provisto de tomas de antena que permitirían a las radios ser conectadas con una antena exterior, pero una vez estuvieran fuera en el objetivo unas minianteñas incorporadas a los instrumentos les ofrecerían un alcance de aproximadamente ochenta kilómetros. El refugio estaba equipado con lámparas y hornillos de gasolina; un depósito de combustible había sido instalado en una de las paredes exteriores.

Tras salir del vehículo, cada hombre debería cerrar la compuerta de éste y anotar cuidadosamente la hora y la fecha. Tendría que comprobar su reloj con relación al reloj de la pared para asegurarse y determinar la variación en más o en menos. Antes de abandonar la zona del subterráneo para entrar en su fecha objetivo debería equiparse tomando lo necesario del almacén, y anotar cualquier señal de uso reciente del mismo. Estaba prohibido abrir cualquier otra puerta o entrar en cualquier otra habitación del edificio; en particular, estaba prohibido entrar en el laboratorio, donde los ingenieros estarían preparando su regreso, y estaba prohibido entrar en la sala de conferencias, donde alguien podía estar aguardando la llegada y la partida.

Tendría que seguir el corredor del subterráneo hasta la parte de atrás del edificio, subir un tramo de escalera y abrir la puerta de salida. Recibiría instrucciones de dónde localizar las dos llaves necesarias para abrir las dos cerraduras gemelas de la puerta. Sólo ellos tres podrían utilizar esa puerta.

Chaney preguntó:

—¿Por qué?

—Ha sido designada como puerta de operaciones. El resto del personal no está autorizado a usarla; sólo los expedicionarios.

Al otro lado de la puerta habría un aparcamiento. Encontrarían allí automóviles dispuestos en cualquier momento para su exclusivo uso; estarían preparados y con el depósito lleno en cualquier fecha objetivo. Se les aconsejaba fueran con cuidado de no conducir un coche de un nuevo modelo hasta tanto no se hubieran familiarizado concienzudamente con los controles y se sintieran seguros de poder manejarlo. A cada hombre se le proporcionarían los documentos necesarios, convenientemente fechados, para cruzar la verja de entrada, y llevaría una razonable suma de dinero, suficiente para hacer frente a los gastos previstos.

Saltus se había despertado. Le dio un codazo a Chaney.

—Puede usted volar a Florida en cincuenta horas, tomar un baño y estar de vuelta a tiempo. Es su oportunidad, civil.

—También puedo ir andando hasta Chicago en cincuenta horas —respondió Chaney.

Su misión sería observar, filmar, grabar, verificar; reunir todos los datos que fueran posibles en cada fecha seleccionada. Deberían también hacer todas las observaciones (y dejar un informe de ellas en el refugio) que pudieran beneficiar al hombre que viajara después a aquel objetivo. Deberían llevar de vuelta consigo todas las películas y cintas que hubieran grabado, pero los instrumentos deberían ser dejados en el refugio para que el siguiente expedicionario los usara. Un número determinado de pequeños discos metálicos de treinta y tres gramos de peso cada uno serían colocados en el vehículo antes de su partida; el número correspondiente de esos discos debería ser retirado antes del regreso para compensar el peso de las cintas y películas que trajeran de vuelta.

¿Había alguna pregunta?

Arthur Saltus miró al ingeniero con ojos soñolientos. El mayor Moresby dijo:

—Ninguna por el momento, gracias.

Chaney meneó la cabeza.

Kathryn van Hise llamó su atención.

—Señor Chaney, tiene usted otra cita con el médico dentro de media hora. Cuando haya terminado allí, diríjase por favor al campo de tiro; necesita iniciar sus prácticas con armas de fuego.

—No voy a ir por Chicago disparando a diestro y siniestro; ya tienen bastante de eso.

—Se trata de su propia protección, señor.

Chaney abrió la boca para seguir protestando, pero fue interrumpido. El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido producía dolor.

Miró a los ingenieros con una muda pregunta en los labios, y descubrió a los dos hombres mirándose con absoluta sorpresa. Salieron al mismo tiempo de la habitación, precipitadamente.

—¿Qué demonios ocurre ahora? —dijo Saltus.

—Alguien ha decidido dar un paseíto —respondió Chaney—. Será mejor que cuenten los monos; puede que falte alguno.

—No había prevista ninguna prueba —dijo Katrina.

—¿Puede esa máquina ponerse en marcha por sí misma?

—No, señor. Debe ser activada por control humano.

Chaney tuvo una sospecha y miró su reloj. La sospecha se convirtió en certeza, y a su pesar, fracasó en reprimir una risita.

—Ese era yo, terminando mi prueba. Pateé esa barra por accidente hace exactamente una hora.

—Mi prueba no hizo un ruido como ése —objetó Saltus—. La de William tampoco.

Chaney le mostró el reloj.

—Usted dijo que yo fui una hora hacia delante. Eso es ahora. ¿Patearon ustedes mismos su vuelta?

—No…, aguardamos a que los ingenieros nos hicieron regresar.

—Pues yo pateé la barra. Me propulsé a mí mismo desde aquí, desde hace un minuto. —Miró a la puerta por la que los dos hombres habían salido corriendo—. Si esa computadora ha registrado una pérdida de energía, he sido yo. Espero que no me lo descuenten de mi paga.

Se hallaban al arre libre, bajo el cálido sol de una tarde de verano. El cielo de Illinois era oscuro y nuboso allá a lo lejos, por el oeste, presagiando una tormenta nocturna.

Arthur Saltus miró hacia las nubes tormentosas y dijo:

—Me pregunto si esos ingenieros no estarán divagando. ¿Cree realmente que saben de lo que están hablando? ¿Impulsos de energía y senderos temporales y un agua que no fluye?

Chaney se alzó de hombros.

—Quizá sólo el grosor de un cabello separe lo falso de lo cierto… Ellos tienen la ventaja.

Saltus lo miró intensamente.

—Está citando de nuevo a alguien, y me temo que ahora ha cambiado la cita.

—Una o dos palabras —admitió Chaney—. ¿Recuerda usted el resto? ¿Los otros tres versos del poema?

—No.

Chaney repitió el poema, y Saltus dijo:

—Sí.

—Bien, comandante. Esa máquina de ahí abajo es nuestro Alif; el VDT es un Alif. Con él podemos buscar la cueva del tesoro.

—Quizá.

—Sin quizá: podemos. Podemos buscar todas las cuevas del tesoro de la historia. Los arqueólogos y los historiadores se volverán locos de felicidad. —Siguió la mirada del hombre hacia el este, donde creía haber oído un lejano trueno—. Si no fuera un proyecto político no sería malgastado en Chicago. El Smithsonian Institute encontraría otro uso muy distinto para el vehículo.

—Ah…, veo cuál es su idea, civil. A usted no le gusta ir hacia adelante, sino hacia atrás. Conducir hasta el año Cero, o algo así, y observar a esos antiguos escribas garabateando sus papiros. Es usted de ideas fijas.

—No es cierto —negó Chaney—. Y no ha habido ningún año Cero. Pero tiene razón en una cosa: yo no iría hacia adelante. No con todas las cuevas del tesoro de la historia aguardando ser abiertas, exploradas, catalogadas. Yo no iría hacia adelante.

—¿Entonces dónde, amigo? ¿A qué punto del pasado?

Chaney dijo soñadoramente:

—Eridu, Larsa, Nippur, Kish, Kufah, Nínive, Uruk…

—Pero eso sólo son… viejas ciudades, creo.

—Viejas ciudades, antiguas aglomeraciones, muertas y perdidas hace mucho tiempo…, como lo será Chicago cuando llegue su turno. Ésas son las cuevas del tesoro, comandante. Desearía erguirme en los muros de la ciudad de Ur, y contemplar la crecida del Eufrates; desearía conocer cómo esa historia entró en el Génesis. Desearía situarme en las llanuras frente a Uruk y ver a Gilgamesh reedificar las murallas de la ciudad; desearía ver esa legendaria lucha con Enkidu.

»Pero más aún, desearía llegar a los bosques de Kadesh y ver a Muwatallis rechazar la marea egipcia. Creo que a ustedes dos también les gustaría ver eso. Muwatallis se veía superado en hombres y armas, le faltaba de todo menos valor e inteligencia; sorprendió al ejército de Ramsés dividido en cuatro secciones, y la derrota que les infligió cambió el curso de la historia occidental. Ocurrió hace tres mil años, pero si los hititas hubieran perdido…, si Ramsés hubiera vencido a Muwatallis…, hoy seríamos probablemente ciudadanos egipcios.

Saltus:

—No sé hablar su idioma.

—Lo hablaría, o algún dialecto local, si Ramsés hubiera vencido. —Hizo un gesto—. Pero eso es lo que yo haría si tuviera el Alif y la libertad de elegir.

Arthur Saltus se perdió en sus pensamientos, mirando hacia las lejanas nubes al este. Los truenos podían oírse claramente ahora.

Tras un tiempo, dijo:

—No puedo pensar en nada realmente valioso para mí, amigo. Nada que desee ver especialmente. Así que lo mejor es ir a Chicago.

—Me descubro admirado ante un hombre satisfecho —citó Chaney—. El polvo de la historia no es más grande que este hecho.