Estación Investigadora Nacional de Elwood
Joliet, Illinois
12 de junio de 1978
Quizá sólo el grosor de un cabello separe lo falso de lo cierto;
sí, y un simple Alif sea la clave que lleve
(si sabes descubrirla) a la casa del tesoro,
y acaso también al propio Maestro.
OMAR KHAYYAM
2
Dos pasos por delante de él, el policía militar que lo había escoltado desde la verja de entrada abrió la puerta y dijo:
—En esta sala recibirá sus instrucciones, señor.
Brian Chaney le dio las gracias y cruzó la puerta.
Descubrió a la joven observándolo críticamente, evaluándolo, esperándolo.
Dos hombres estaban jugando a las cartas en un lado. Una enorme mesa de acero —modelo gubernamental— estaba situada en el centro de la habitación, bajo brillantes luces. Tres abultados sobres de papel marrón se hallaban apilados sobre la mesa cerca de la mujer, mientras que los hombres y su juego para matar el tiempo ocupaban el extremo más alejado de ella. Kathryn van Hise había estado mirando hacia la puerta cuando ésta se abrió, anticipando su llegada, pero hasta ahora ninguno de los jugadores alzó los ojos de su juego para observar al recién llegado.
Hizo una inclinación de cabeza hacia los hombres y dijo:
—Me llamó Chaney. He sido…
El doloroso sonido lo interrumpió, cortando sus palabras.
El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido dolía. Las luces disminuyeron de intensidad.
Las tres personas que ocupaban la habitación estaban mirando hacia algo detrás de él, encima de él.
Chaney se dio la vuelta pero no descubrió nada más que un reloj de pared encima de la puerta. Estaban observando el recorrido de la manecilla roja. Se volvió de nuevo hacia el trío con una pregunta en sus labios, pero la mujer hizo un pequeño movimiento de que mantuviera silencio. Ella y sus compañeros masculinos siguieron observando el reloj, con una fija intensidad.
El recién llegado aguardó.
No vio nada en la habitación que pudiera causar el sonido, nada que pudiera explicar aquel concentrado interés; sólo había allí los muebles habituales de una habitación acondicionada por el gobierno y las cuatro personas que ahora la ocupaban. Las paredes estaban desnudas de mapas, yeso era algo inusual; había tres teléfonos de distintos colores en un estante cerca de la puerta, yeso también era algo inusual; pero aparte eso no era más que una sala de conferencias sin ventanas y bien custodiada situada en un recinto militar igualmente bien custodiado a cuarenta y cinco minutos de Chicago por tren blindado.
Había cruzado la habitual verja custodiada de una instalación de acceso restringido que abarcaba unos ocho kilómetros cuadrados, había sido examinado e identificado con la habitual meticulosidad del personal militar, y había sido escoltado hasta la habitación sin ninguna explicación y sin el menor retraso. Las macizas puertas exteriores de una estructura de cemento que parecía a prueba de terremotos lo habían sorprendido e impresionado. Había varios edificios muy separados los unos de los otros en el recinto —pero ninguno tan imponente como ése—, los cuales lo llevaron a creer que antiguamente había sido una fábrica de municiones. Ahora, la presencia de un cierto número de personas de ambos sexos yendo de un lado para otro sugería unas instalaciones menos peligrosas. Ningún indicio o señal externa indicaba su actividad actual, y Chaney se preguntó si el conocimiento de la existencia del vehículo era compartido por el personal de la estación.
Guardó silencio, estudiando de nuevo a la mujer. Estaba sentada, y mentalmente especuló con la longitud de la falda que llevaba ese día, comparada con los pantalones cortos en delta de la playa.
El más joven de los dos hombres señaló repentinamente al reloj.
—¡Agárrese el sombrero, amigo!
Chaney miró al reloj, luego al que había hablado. Calculó que el hombre tendría unos treinta años, apenas unos años más joven que él, pero la misma figura larguirucha. Su pelo era color arena, su aspecto, musculoso, y algo en su forma de mirar sugería a un hombre de mar; su piel estaba profundamente bronceada, en oposición al reciente bronceado de la mujer, y ahora su boca abierta revelaba una funda de plata en uno de sus dientes delanteros. Como sus compañeros, iba vestido con un simple traje de verano, con su camisa deportiva medio desabrochada sobre su pecho. Su dedo, que señalaba al reloj, cayó, como si fuera una señal.
El reluctante suspiro del martillo o el mazo hundiéndose blandamente en un fluido llenó la habitación, y Chaney deseó taparse los oídos. De nuevo el invisible martillo golpeó contra aire comprimido, la banda de caucho azotó sus tímpanos, y hubo un pop final y anticlimático.
—Ya está —dijo el hombre más joven—. Los mismos sesenta y uno de siempre. —Miró a Chaney, y añadió lo que parecía ser una explicación—: Sesenta y un segundos, amigo.
—¿Es eso bueno?
—Es lo mejor que hayamos conseguido nunca.
—Excelente. ¿Qué es lo que ocurre?
—Pruebas. Pruebas, pruebas, pruebas, una y otra y otra vez. Incluso los monos empiezan a sentirse cansados de eso.
Lanzó una rápida mirada a Kathryn van Hise, como preguntando: «¿Lo sabe?».
El otro jugador de cartas estudiaba a Chaney con una cierta reserva, como si deseara catalogarlo convenientemente. Era un hombre más viejo.
—Se llama Chaney —repitió hoscamente—. Y ha sido… ¿qué?
—Reclutado —respondió Chaney, y vio al hombre sobresaltarse.
—¿Señor Chaney? —dijo la joven rápidamente.
Se volvió, y vio que ella se había levantado.
—¿Señorita Van Hise?
—Lo esperábamos antes, señor Chaney.
—Esperaban demasiado. He tenido que aguardar unos días para conseguir una reserva de coche-cama, y me entretuve en Chicago visitando a unos viejos amigos. No me sentía ansioso de abandonar la playa, señorita Van Hise.
—¿Coche-cama? —preguntó el hombre más viejo—. ¿En tren? ¿Por qué no ha venido usted en avión?
Chaney pareció embarazado.
—Le tengo miedo a los aviones.
El hombre del pelo color arena estalló en una estruendosa carcajada y apuntó un dedo explicativo hacia su hosco compañero.
—Fuerzas Aéreas —le dijo a Chaney—. Nació en el aire, y lleva el volar pegado al fondillo de sus pantalones. —Dio una palmada en la mesa y las cartas saltaron, pero nadie compartió su ruidoso humor—. ¡NO ha empezado usted lo que se dice precisamente bien, amigo!
—Para mi vergüenza, ¿debo sostener una vela? —preguntó Chaney.
—Por favor, señor Chaney —dijo de nuevo la mujer.
Él le dedicó su atención, y ella le presentó a los jugadores de cartas.
El mayor William Theodore Moresby era el desaprobador miembro de las Fuerzas Aéreas; rozaba los cuarenta y cinco años, y sus cabellos en retroceso acentuaban aún más sus grandes y penetrantes ojos grisverdosos. La arista de su nariz era afilada y huesuda, yen alguna ocasión había resultado rota. Había la sospecha de una papada, y otra sospecha de una prominente barriga bajo la camisa de verano que llevaba por encima de sus pantalones. El mayor Moresby no tenía sentido del humor, y cuando estrechó su mano con la del nuevo recluta que había llegado con retraso lo hizo con el aire de un hombre que estrecha la mano a un desertor que acaba de regresar del Canadá.
El hombre más joven de aspecto musculoso y muy bronceado y la llamativa prótesis dental era el capitán de corbeta Arthur Saltus. Felicitó a Chaney por haber tenido el buen sentido de mostrarse reluctante a abandonar el mar, y dijo que estaba en la Marina desde los quince años. Había mentido acerca de su edad, y mostrado unos papeles falsos para apoyar su mentira. Incluso en aquella habitación sin ventanas sus ojos parecían protegerse contra la brillante luz del sol reflejada en el agua. Era simpático.
—¿Un civil? —preguntó gravemente el mayor Moresby.
—Alguien ha de quedarse en casa y pagar los impuestos —respondió Chaney en el mismo tono.
La joven intervino rápida y diplomáticamente:
—Es la política oficial, mayor. Nuestras directrices fueron establecer un equipo equilibrado. —Miró a Chaney como pidiéndole disculpas—. Algunos miembros del Senado se mostraron disconformes con la anterior política de la NASA de seleccionar únicamente personal militar para las misiones orbitales, de modo que nosotros decidimos reclutar una tripulación más equilibrada para…, para evitar cualquier posible encuesta futura. La Oficina tiene muy en cuenta las opiniones del Congreso.
Saltus:
—Traducción: debemos hacer que los fondos sigan llegando.
Moresby:
—¡Maldita sea! ¿También aquí está metida la política?
—Sí, señor, me temo que sí. El subcomité del Senado que supervisa nuestro proyecto ha apostado a un agente aquí para mantener el contacto. Es lamentable, señor, pero algunos de sus miembros pretenden ver un paralelismo con el viejo proyecto Manhattan, de modo que insisten en mantener una relación constante.
—Quiere decir vigilancia —gruñó Moresby.
—Oh, consuélese, William. —Arthur Saltus había tomado las cartas esparcidas sobre la mesa y las estaba barajando ruidosamente—. Ese civil no va a molestarnos; lo superamos dos a uno, y mire el grado que no tiene. Es la cola del equipo, el último hombre en el escalafón, y lo pondremos a redactar los informes. —Se volvió hacia el civil—. ¿Qué es usted, Chaney? ¿Astrónomo? ¿Cartógrafo? ¿Algo?
—Algo —respondió Chaney tranquilamente—. Investigador, traductor, estadístico, un poco de eso y de aquello.
Kathryn van Hise dijo:
—El señor Chaney es el autor del informe de la Indic.
—Ah —asintió Saltus—. Ese Chaney.
—El señor Chaney es el autor de un libro sobre los papiros de Qumran.
—¿Ese Chaney? —reaccionó el mayor Moresby.
—El señor Chaney va a salir de aquí tremendamente ofendido y hará volar el edificio —dijo Brian Chaney—. Se niega a ser un bicho en la platina de un microscopio.
Arthur Saltus lo miró con ojos muy abiertos.
—¡He oído hablar de usted, amigo! William tiene su libro. Desean colgarlo a usted de los pulgares.
—Es algo que ocurre de tanto en tanto —dijo Chaney amablemente—. San Jerónimo trastornó a toda la Iglesia con su radical traducción en el siglo quinto, e intentaron tirar de algo más que de sus pulgares antes de que alguien interviniera para apaciguar los ánimos. Efectuó una nueva traducción latina del Antiguo Testamento, pero sus críticos no la celebraron precisamente. No importa…, su obra les sobrevivió. Los nombres de sus críticos han sido olvidados.
—Mejor para él. ¿Fue un éxito?
—Lo fue. Es probable que haya oído hablar usted alguna vez de la Vulgata.
Saltus pareció reconocer vagamente el nombre, pero el mayor estaba enrojecido y furioso.
—¡Chaney! ¿No estará comparando esa sarta de estupideces suya con la Vulgata?
—No, señor —dijo suavemente Chaney, para aplacar al hombre. Ahora sabía cuál era la religión del mayor, y sabía que el hombre había leído su libro superficialmente—. Estoy indicando que tras quince siglos lo radical es aceptado como norma. Mi traducción del Apocalipsis sólo parece radical ahora. Puede que a la larga tenga la misma suerte que san Jerónimo, pero no espero ser canonizado.
Kathryn van Hise dijo insistentemente:
—Caballeros.
Tres cabezas se volvieron para mirarla.
—Por favor, caballeros, siéntense. Deberíamos empezar a ponernos a trabajar.
—¿Ahora? —preguntó Saltus—. ¿Hoy?
—Hemos perdido ya demasiado tiempo. Siéntense.
Cuando se hubieron sentado, el incorregible Arthur Saltus se volvió en su asiento:
—Es una auténtica tirana, amigo. Una ordenancista, una déspota…, pero perfecta para su labor. Una civil realmente adecuada, no una chica del gobierno vulgar. La llamamos Katrina… Es holandesa, ya sabe.
—Completamente de acuerdo —dijo Chaney. Recordó la blusa transparente y los pantalones cortos en delta, e hizo un gesto hacia ella que podía ser tomado por el inicio de una inclinación de cabeza—. Atesoro en mi vida una belleza al día.
La joven enrojeció.
—¡Vayamos al asunto! —declaró Saltus—. Estoy empezando a hacerme una idea respecto a usted, investigador civil. Creo haber reconocido la primera que nos lanzó, eso de la vela.
—Es bueno conocer a Bartlett.
—Mire: acerca de su libro, acerca de esos papiros que tradujo usted…, ¿cómo consiguió que dejaran de ser secretos?
—Nunca fueron secretos.
Saltus evidenció su incredulidad.
—¡Oh, tienen que haberlo sido! El gobierno de allá no podía desear que fueran divulgados.
—En absoluto. No había ningún secreto en ellos; los documentos estaban ahí para quien quisiera leerlos. El gobierno israelí mantiene un derecho de propiedad sobre ellos, por supuesto, y en la actualidad los papiros han sido trasladados a otro lugar más seguro mientras dure la guerra, pero eso es todo. —Miró abiertamente al mayor. El hombre estaba escuchando en un hosco silencio—. Sería una tragedia si fueran destruidos por los bombardeos.
—Apostaría a que usted sabe dónde están.
—Sí, pero ése es el único secreto relativo a ellos. Cuando la guerra haya terminado serán exhibidos de nuevo y puestos a disposición de quien los solicite.
—Bueno…, ¿cree que los árabes van a ganarle a Israel?
—No, no ahora. Hace unos veinte años quizá hubieran podido, pero no ahora. He visto sus fábricas de municiones.
Saltus se inclinó hacia delante.
—¿Tienen la bomba H?
—Sí.
Saltus silbó. Moresby murmuró:
—Apocalipsis.
—¡Caballeros! ¿Puedo conseguir que me presten su atención ahora?
Kathryn van Hise estaba sentada envaradamente en su silla, las manos apoyadas sobre los sobres marrones. Sus dedos estaban entrelazados y sus pulgares alzados hacia el cielo como un capitel.
Saltus se echó a reír.
—Siempre la ha tenido, Katrina.
Su fruncimiento de ceño en respuesta fue algo rápido y fugaz.
—Soy su oficial de coordinación. Mi tarea es prepararlos para una misión que no tiene precedentes en la historia, pero que está muy cerca de su culminación. Sería deseable que a partir de ahora el proyecto se desarrollara a un ritmo razonable. Debo insistir en que empecemos inmediatamente los preparativos.
—¿Estamos trabajando para la NASA? —preguntó Chaney.
—No, señor. Han sido ustedes empleados directamente por la Oficina de Pesos y Medidas, y no serán identificados por ninguna otra agencia o departamento. La naturaleza del trabajo no va a ser hecha pública, por supuesto. La Casa Blanca insiste en ello.
Chaney sintió un cierto alivio cuando la mujer respondió a su siguiente pregunta, pero fue de corta duración.
—Supongo que no van a ponernos en órbita. Que no tendremos que efectuar nuestro trabajo en la Luna o en algún otro lugar así.
—No, señor.
—Es un alivio. ¿No voy a tener que volar?
La mujer dijo cautelosamente:
—No puedo garantizarle nada sobre este punto, señor. Si fracasamos en alcanzar nuestro objetivo primario, puede que los objetivos secundarios impliquen algún vuelo.
—Eso es malo. ¿Hay alternativas?
—Sí, señor. Se han planeado dos alternativas, si por cualquier razón no podemos conseguir el primer objetivo.
El mayor Moresby dejó escapar una risita ante la frustración de Chaney.
—¿Deberemos simplemente sentarnos aquí y aguardar a que ocurra algo…, aguardar a que ese vehículo funcione? —preguntó Chaney.
—No, señor. Lo ayudaré a que se prepare, en la seguridad de que algo ocurrirá. Las pruebas han sido ya casi completadas, y esperamos las conclusiones en cualquier momento. Cuando estén completadas, todos ustedes deberán familiarizarse con la operativa del vehículo; y cuando eso esté realizado, entonces se efectuará un ensayo sobre el terreno. Si este ensayo tiene éxito, seguiremos inmediatamente con la investigación en sí. Nos sentimos muy optimistas respecto a que cada fase de la operación quedará concluida en buen orden y en el menor tiempo posible. —Hizo una pausa para dar mayor énfasis a su siguiente afirmación—. El primer objetivo será una amplia investigación política y demográfica del próximo futuro; deseamos conocer la estabilidad política de ese futuro y el bienestar de la población en general. Puede que seamos capaces de contribuir a ambas cosas si poseemos un conocimiento anticipado de sus problemas. Con esa finalidad, estudiarán y cartografiarán la zona central de los Estados Unidos a finales de siglo, es decir en las proximidades del año dos mil.
—¡Diablos! —exclamó Saltus.
Chaney sintió de nuevo la impresión inicial que había conocido en la playa; aquél no iba a ser un estudio académico.
—¿Vamos a ir hasta allí arriba? ¿Tan lejos?
—Creí haber dejado esto muy claro, señor Chaney.
—No tan claro —dijo él, con cierto embarazo y confusión—. En la playa soplaba viento…, mi mente estaba en otras cosas. —Unas rápidas miradas a Saltus y al mayor le ofrecieron poco consuelo: uno de ellos le estaba sonriendo y el otro se mostraba despectivo—. Supuse que mi papel iba a ser pasivo: trazar las líneas de actuación, preparar las investigaciones y cosas así. Había supuesto que estaban utilizando instrumentos para las pruebas reales…
Pero se dio cuenta de lo poco convincente que resultaba.
—No, señor. Cada uno de ustedes irá al futuro para llevar a cabo la investigación. Emplearán algunos instrumentos sobre la marcha, pero el elemento humano es necesario.
Moresby pareció creer necesario aguijonearlo.
—Después de todo, aplicaremos la antigüedad. Actuaremos según el orden correcto. Primero yo, luego Art, y luego usted.
—Esperamos iniciar la investigación dentro de tres semanas, una vez completadas todas las pruebas previstas. —La voz de la mujer pareció contener un rastro de burla a sus expensas—. Puede que sea antes si su programa de entrenamiento puede ser completado antes. Hay previsto un examen físico para última hora de esta tarde, señor Chaney; los otros ya han pasado el suyo. Los exámenes proseguirán a razón de dos por semana hasta que el vehículo sea lanzado realmente.
—¿Por qué?
—Para su protección y la nuestra, señor. Si existe algún defecto serio debemos conocerlo ahora.
—Tengo el valor de una gallina —dijo él débilmente.
—Pero tengo entendido que aguantó el fuego en Israel.
—Eso fue diferente. No podía detener el bombardeo, y el trabajo debía ser realizado.
—Podía haber abandonado usted el país.
—No, no podía hacerlo…, no hasta terminar el trabajo, no hasta que la traducción estuviera completa y el libro a punto.
Kathryn van Hise juntó tabaleando sus dedos y sólo lo miró a él. Pensó que aquélla era una respuesta suficiente.
Chaney recordó algo que ella había dicho en la playa, algo que había citado deducido de su expediente. O quizá era aquel maldito perfil de la computadora, campanilleando sobre su supuesta resolución y estabilidad. Tuvo una brusca sospecha.
—¿Ha leído usted mi expediente? ¿Todo él?
—Sí, señor.
—Uf. ¿Contiene información…, esto, algún chisme sobre un incidente en el otro lado del Nuevo Puente Allenby?
—Creo que el gobierno jordano contribuyó con una cierta cantidad de información sobre el incidente, señor. Fue obtenida por mediación de la legación suiza en Ammán, por supuesto. Tengo entendido que lo apalearon a usted a conciencia.
Saltus, ansiosamente:
—Eh…, ¿de qué se trata?
—No crea todo lo que lee —dijo Chaney—. Estuve terriblemente cerca de ser fusilado por espía en Jordania, pero esa mujer musulmana no llevaba velo. Tenga en cuenta eso…, no llevaba velo. Se supone que eso lo cambia absolutamente todo.
Saltus:
—¿Pero qué tiene que ver la mujer con un espía?
—Creyeron que yo era un espía sionista —explicó Chaney—. La mujer sin velo era tan sólo un agradable interludio… Bueno, se suponía que era tan sólo un agradable interludio. Pero las cosas no resultaron así.
—¿Y lo atraparon? ¿Y estuvieron a punto de fusilarlo?
—Y me golpearon hasta dejarme molido. Los árabes no respetan las mismas reglas que nosotros. Utilizan garrotes y dagas.
Saltus:
—Pero ¿qué le ocurrió a la mujer?
—Nada. No hubo tiempo. Desapareció.
—Demasiado malo —exclamó Saltus.
—¿Puedo continuar, por favor? —pidió Kathryn van Hise.
Chaney creyó ver un ligero asomo de color en las mejillas de la mujer.
—Vamos a ir de todos modos… —dijo en un tono definitivo.
—Sí, señor.
Deseó estar de vuelta en la playa.
—¿Es seguro?
Arthur Saltus interrumpió de nuevo antes de que la mujer pudiera responder.
—Los monos no se han quejado… No veo por qué debería hacerlo usted.
—¿Monos?
—Los que utilizamos para las pruebas, civil. Los pobres bichos han estado yendo en esa maldita máquina durante semanas, cabeza arriba, cabeza abajo, de lado, de espaldas. Pero no han presentado ninguna queja…, al menos por escrito.
—Pero, ¿y suponiendo que lo hagan?
—Oh, en ese caso —dijo Saltus con frivolidad— le cederíamos nuestros derechos de prioridad. Usted podría ir a donde fuera a investigar sus quejas y descubrir cuál es el problema. Los contribuyentes también se merecen algunos privilegios.
—Por favor —atajó con impaciencia Kathryn van Hise.
—De acuerdo, Katrina —dijo Saltus alegremente—. Pero creo que debería decirle a este civil lo que le espera.
Moresby captó el significado de aquellas palabras y se echó a reír.
—¿Qué me espera? —preguntó Chaney, desconfiado.
—Va a ir usted desnudo. —Saltus se alzó la camisa para palmear su pecho—. Todos nosotros vamos a ir desnudos.
Chaney se lo quedó mirando, buscando dónde estaba el chiste, y demasiado tarde comprendió que no era ningún chiste. Se volvió hacia la mujer y observó que su rostro volvía a estar enrojecido.
—Es un asunto de peso, señor Chaney —dijo ella—. La máquina debe propulsarse a sí misma y a usted hacia el futuro, lo cual es una operación que requiere una tremenda cantidad de energía eléctrica. Los ingenieros nos han advertido que el peso total es un asunto crítico, que nada excepto el pasajero debe ser enviado o devuelto. Insisten en un peso mínimo.
—¿Desnudo? ¿Todo el viaje desnudo?
Saltus:
—Desnudo como un gusano, civil. Así ahorramos cuatro, seis, ocho kilos de exceso de peso. Ellos lo exigen. No querrá contrariar a esos ingenieros, ¿verdad? No cuando tiene que poner su vida en sus manos. Son tipos muy sensibles, ya sabe…, tenemos que mantenerlos contentos.
Chaney luchó por conservar su sentido del humor.
—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos al futuro, cuando alcancemos el año dos mil?
De nuevo la mujer intentó replicar, pero de nuevo Saltus la interrumpió:
—Oh, Katrina ha pensado en todo. Su viejo informe de la Indic decía que la gente del futuro llevará menos ropas que nosotros, así que Katrina nos proporcionará los papeles adecuados. Iremos allí como nudistas federados.