4

Brian Chaney despertó con el sentimiento culpable de que de nuevo era tarde. El mayor nunca se lo perdonaría.

Se sentó al borde de la cama y escuchó atentamente en busca de ruidos de voces en el edificio, pero no se oía nada. La estación parecía sorprendentemente tranquila. Su habitación era pequeña, un sencillo cubículo con escasos muebles, en una doble hilera de habitaciones idénticas habilitadas en un antiguo barracón del ejército. Los tabiques eran delgados, y al parecer habían sido construidos apresuradamente y a poco coste; el techo estaba a menos de noventa centímetros sobre su cabeza…, y era un hombre alto. A cada extremo del único corredor había grandes salas comunes que contenían las duchas y los lavabos. El lugar tenía un sello indiscutiblemente militar, como si las tropas se hubieran marchado el día antes de llegar él.

Quizá eso era precisamente lo que había ocurrido; quizá las tropas estaban ocupando ahora esos trenes blindados que unían Chicago con Saint Louis. Sin blindaje y custodia armada, un tren de pasajeros difícilmente podía atravesar el barrio sur de Chicago sin ver todos los cristales de las ventanillas destrozados a pedradas y balazos.

Chaney abrió la puerta y miró al corredor. Estaba vacío, pero sonidos reconocibles surgiendo de las dos habitaciones opuestas a la suya lo aliviaron un tanto. En una de las habitaciones alguien estaba abriendo y cerrando los cajones de una cómoda en frustrada búsqueda de algo; en la otra habitación su ocupante estaba roncando. Chaney tomó una toalla y sus útiles de afeitar y se dirigió a las duchas. Los ronquidos eran audibles a todo lo largo del corredor.

El agua fría era fría, pero la caliente era tan sólo unos pocos grados más caliente…, apenas lo suficiente como para notar la diferencia. Chaney salió de la ducha, se ató una toalla a la cintura y empezó a aplicarse crema de afeitar.

—¡Alto! —Arthur Saltus estaba en la puerta, apuntándole con un dedo acusador—. Suelte esa navaja, civil.

Sorprendido, Chaney dejó caer la navaja en el lavabo lleno de agua apenas tibia.

—Buenos días, comandante. —Recuperándose, recogió la navaja para empezar a afeitarse—. ¿Por qué?

—Han llegado órdenes secretas en mitad de la noche —declaró Saltus—. Toda la gente del futuro lleva largas barbas, como el viejo Abraham Lincoln. Debemos estar en consonancia.

—Nudistas con pobladas barbas —comentó Chaney—. Debe de ser un buen espectáculo.

Siguió afeitándose.

—Bien, ayer estuvo usted un poco duro, civil. —Saltus metió una mano exploradora bajo la ducha y abrió el grifo del agua. Había anticipado el resultado—. Esto no ha cambiado desde mi primer campo de entrenamiento —le dijo a Chaney—. A cada barracón se le asignan cincuenta litros de agua caliente. El primero que llega la utiliza toda.

—Supuse que esto era un barracón militar.

—¿Este edificio? Sí, debió de serlo en un momento u otro, pero la estación no fue siempre un puesto militar. Me di cuenta de ello apenas entrar. Katrina dijo que había sido construida como fábrica de pertrechos militares en 1941…, ya sabe, durante esa guerra. —Se metió bajo la ducha—. Hace de eso… ¿cuánto? ¿Treinta y siete años? El tiempo vuela, y los ratones han hecho su trabajo.

—Ese otro edificio es nuevo.

—El edificio del laboratorio es completamente nuevo. Katrina dijo que fue edificado para albergar esa ruidosa máquina…, edificado para que durara siempre. Cemento reforzado hasta los cimientos; un subsuelo, y otro subsuelo, y otras cosas más. El vehículo está en algún lugar allí abajo, llevando monos arriba y abajo.

—Me gustaría ver ese maldito aparato.

—Usted y yo juntos, civil. Usted y yo y el mayor. —Su mano surgió de la ducha y su voz descendió hasta un susurro—. Pero tengo mis ideas al respecto.

—¿Sí? ¿Cuáles?

—¿Me promete que no se lo dirá a Katrina? ¿Qué no le dirá al hombre de la Casa Blanca que he roto las consignas de seguridad?

—Cruzo los dedos sobre mi pecho, escupo a la luna y todo lo demás.

—De acuerdo: todo esto es un complot, un truco para ir por delante de todos los demás. Katrina nos está engañando. No vamos a ir hasta los albores del próximo siglo…, ¡vamos a ir hacia atrás, a retroceder en la historia!

—¿Hacia atrás? ¿Por qué?

—Vamos a retroceder dos mil años, civil. Para agarrar esos viejos papiros suyos, piratearlos, como si fueran información clasificada o algo así. Vamos a deslizamos allí en alguna noche oscura, encontrar todo un fajo de ellos en alguna cueva o algún otro sitio parecido, y copiarlos. Fotografiarlos. Para eso utilizaremos las cámaras. Y mientras tanto usted utilizará una grabadora, registrando la localización y cosas así. Quizá pueda desenrollar un papiro o dos y leer los títulos, para saber así si hemos puesto la mano encima de algo importante.

—Pero normalmente no tienen títulos.

Saltus se interrumpió, sorprendido.

—¿Por qué no?

—En aquella época los títulos no se consideraban importantes.

—Bueno…, no importa; nos las arreglaremos de todos modos, simplemente copiaremos todo lo que podamos encontrar y luego ya escogeremos. Y cuando hayamos terminado lo volveremos a dejar todo de la misma forma en que lo encontramos y escaparemos.

Saltus hizo restallar sus dedos para indicar un trabajo bien hecho y volvió bajo la ducha.

—¿Eso es todo?

—Es suficiente para nosotros… ¡Le habremos ganado al resto del mundo! Y mucho tiempo después…, ya sabe, un año cualquiera…, algún pastor encontrará la cueva y descubrirá su contenido de la forma habitual. ¡Pero sólo nosotros sabremos la verdad!

Chaney se enjuagó y secó el rostro.

—¿Y cómo lograremos llegar a Palestina hace dos mil años? ¿Cruzaremos el Atlántico en canoa?

—No, no, no vamos a ir primero hacia atrás, civil…, no aquí, no en Illinois. ¡Si lo hiciéramos tendríamos que abrirnos camino luchando contra los indios! Mire: la Oficina de Pesos y Medidas embarcará el vehículo desde aquí dentro de un par de semanas, una vez hayamos efectuado nuestras pruebas sobre el terreno. Lo colocarán en una caja marcada como Maquinaria agrícola o algo así, y lo haremos entrar de contrabando como hace todo el mundo. ¿Cómo cree que se las arreglaron los egipcios para hacer entrar esa pequeña bomba en Israel? ¿Enviándola como paquete postal?

—Fantástico —dijo Chaney.

Un rostro surgió de la ducha.

—¿Está mostrándose usted desagradable, civil?

—Estoy mostrándome escéptico, marino.

—¡Aguafiestas!

—¿Por qué deberíamos desear copiar los papiros?

—Para ser los primeros.

—Pero ¿por qué?

Saltus salió enteramente de la ducha.

—Bueno…, para ser los primeros, eso es todo. Nos gusta ser los primeros en todo. ¿Dónde está su patriotismo, civil?

—Lo llevo en el bolsillo. ¿Cómo vamos a copiar los papiros en la oscuridad, en una cueva?

—¡Ése es mi departamento! Equipo de infrarrojos, por supuesto. No se preocupe por los aspectos técnicos, señor. Soy un cámara experimentado, ¿sabe?

—No lo sabía.

—Bueno, pues fui un cámara, un cámara profesional, cuando era soldado raso. ¿Recuerda usted los vuelos Gemini, hará unos trece o catorce años?

—Los recuerdo.

—Yo estaba allí en el muelle, señor. Como aprendiz de cámara, destinado al Wasp cuando se iniciaron los vuelos; manejé las cámaras de cubierta en algunos de los primeros vuelos en mil novecientos sesenta y cuatro, pero cuando el último de ellos se estrelló en el mar en el sesenta y seis, yo conducía uno de los helicópteros que fueron a su rescate. —Hizo un gesto despectivo con la mano—. Ahora, ¿querrá creerme?, estoy conduciendo un escritorio. Oficial de estado mayor. —Su rostro reflejó su insatisfacción—. Preferiría seguir estando detrás de la cámara; los soldados rasos son los que se lo pasan mejor con su trabajo.

—Acabo de aprender algo nuevo —dijo Chaney.

—¿Qué es?

—El porqué usted y yo estamos aquí. Yo trazaré el mapa y la estructura del futuro; usted lo filmará. ¿Cuál es la especialidad del mayor?

—Inteligencia aérea. Creí que lo sabía.

—No lo sabía. ¿Espionaje?

—No, no…, es otro hombre de escritorio, y lo odia tanto como yo. El viejo Williams es un cerebro: interrogatorios e interpretación. Da instrucciones a los pilotos antes de sus vuelos, les dice dónde deben ir a buscar sus blancos, qué se oculta en ellos y la forma en que están defendidos, y luego cuando regresan los atosiga horriblemente para saber qué han visto, dónde lo han visto, cómo han ocurrido las cosas, cómo olían y qué disparaba contra ellos.

—Inteligencia aérea —rumió Chaney—. ¿Una mente fotográfica?

—Puede apostar por ello hasta su último dólar, civil. ¿Recuerda esos mapas que nos dio Katrina ayer?

—No es probable que los olvide. Alto secreto.

—Aplique esto literalmente para el mayor: los ha memorizado, señor, de tal modo que si usted le muestra hoy otro mapa con una pequeña ciudad de Illinois desplazada cinco milímetros de su situación de ayer, el viejo William pondrá su largo dedo sobre ella y dirá: «Esta ciudad se ha movido de sitio». Es bueno. —Saltus sonrió alegremente—. El enemigo no podrá ocultarle nunca ni un depósito de agua ni un silo de misiles ni un bunker de municiones…, no a él.

Chaney asintió, admirado.

—¿Se da cuenta de la clase de equipo que está reuniendo Katrina? ¿Qué tipo de hombres ha reclutado ese misterioso Seabrooke? Me gustaría saber lo que esperan realmente que descubramos allí.

Arthur Saltus abandonó su habitación y cruzó el corredor para detenerse ante la puerta de Chaney, vestido para un día de verano.

—Eh…, ¿qué le parece nuestra Katrina?

—Consideremos la belleza como una finalidad suficiente en sí misma —dijo Chaney.

—Amigo, ¿se ha tragado usted todo un ejemplar de Bartlett?

Chaney sonrió.

—Me gusta rebuscar entre las viejas culturas, entre los viejos tiempos. Bartlett y Haakon son mis favoritos; cada uno a su manera ofrecen una fuente inagotable, un tesoro.

—¿Haakon? ¿Quién es Haakon?

—Un vikingo moderno; nació demasiado tarde. Haakon escribió Pax Abrahamitica, una historia de las tribus del desierto. Diría que es más un tesoro que una historia: mapas, fotografías y textos dicen todo lo que cualquiera puede desear saber de las tribus de hace cinco a siete mil años.

—¿Fotografías de hace cinco mil años?

—No; fotografías de los vestigios de la vida tribal de hace cinco mil años: diques bizantinos, cisternas nabateas, cursos de agua del viejo Negev que aún llevan agua, que sirven aún a las gentes que viven allí hoy en día. Los nabateos construyeron cosas para durar. Sus cisternas siguen siendo estancas; aún son utilizadas por los beduinos. Hay algunas buenas fotografías de ellas.

—Me gustaría ver eso. ¿Podría prestarme el libro?

Chaney asintió.

—Lo tengo aquí conmigo. —Miró hacia la puerta cerrada y escuchó los ronquidos—. ¿Lo despertamos?

—¡No! No si debemos convivir en la misma habitación con él todo el día. Actúa como un oso cuando es sacado de su cueva antes de que esté preparado para ello. Y nunca desayuna. Dice que con el estómago vacío se piensa y se lucha mejor.

—La compañía es espartana —dijo Chaney—; recibe todas sus heridas por delante.

—¡Oh, deje ya eso! Vamos a desayunar.

Abandonaron el barracón reconvertido y avanzaron por el estrecho sendero de cemento que conducía hacia el norte hasta la cantina. Un jeep y un coche de estado mayor pasaron por la calle, mientras a media distancia un racimo de coches civiles estaban aparcados en torno a un amplio edificio que albergaba la cantina. Eran los únicos que caminaban.

—Hace un tiempo ideal para nadar —dijo Chaney—. ¿Hay alguna piscina por aquí?

—Tiene que haberla… Katrina no ha conseguido ese hermoso bronceado bajo una lámpara solar. Creo que está por ese lado…, por la calle E, cerca del Club de Oficiales. ¿Desea ir esta tarde?

—Si ella nos lo permite… Puede que tengamos que estudiar.

—¡Empiezo a estar harto de eso! No me preocupa cuántos millones de votantes con el estómago de plástico estarán afiliados al Partido A y vivirán en Chicago dentro de veinte años. Amigo, ¿cómo puede pasarse usted años enteros jugando con números?

—Me siento fascinado por ellos… Los números y la gente. El aliviar un estómago de plástico puede hacer que un ciudadano se convierta de un activista A en un B, más conservador; su voto puede alterar los resultados de unas elecciones, y una administración conservadora, local, estatal o nacional puede esquivar o no hacer nada frente a un problema que necesitaba una solución ayer. El problema de los Grandes Lagos es un problema precisamente debido a eso.

—Perdón. ¿Qué problema?

—Debe de haber estado usted lejos. Los Lagos han alcanzado su nivel más alto en la historia: están inundando quince mil kilómetros de orilla. La media de precipitaciones anuales en la cuenca de los Lagos ha estado aumentando firmemente durante los últimos ochenta años, y el aumento de las aguas está causando daños. Esas casas de verano han estado sumergiéndose en los Lagos durante años, y las aguas han erosionado los riscos; dentro de muy poco tiempo otras cosas además de las casas de verano se irán hundiendo en ellos. Las playas han desaparecido, los muelles privados se están esfumando, las tierras bajas se convierten en pantanos. Algo triste, comandante.

—Cuando vayamos a Chicago durante la investigación quizá tengamos que comprobar si la avenida Michigan se halla bajo el agua.

—No es ningún chiste. Puede que lo esté.

—¡Oh, fatalidad, fatalidad, fatalidad! —declaró Saltus—. Sus libros y tablas están gritando siempre «fatalidad».

—Sólo he publicado un libro. Y no hablaba de fatalidad.

—Yo no lo he leído, no leo mucho, pero William dijo que eran tonterías, y cuando lo dijo arrugó la nariz. Y Katrina dijo que los periódicos lo atacaron ferozmente.

—Han estado hablando de mí. ¡Comadrees ociosos!

—Eh…, tardó usted dos o tres días más de la cuenta en llegar, ¿recuerda? Teníamos que hablar de algo, así que hablamos de usted, principalmente debido a nuestra curiosidad hacia el único civil en un equipo militar. Katrina lo sabía todo sobre usted; imagino que se había leído su expediente por delante y por detrás. Dijo que tenía usted problemas…, problemas con su compañía, con los críticos, con los intelectuales, con la Iglesia y…, vaya, con todo el mundo. —Saltus lanzó a su compañero de caminata una mirada de reojo—. El viejo William dijo que pretendía usted destruir los fundamentos de la cristiandad. Tiene que haber hecho usted algo, amigo. ¿Ha minado realmente esos fundamentos?

Chaney respondió con una única palabra.

Saltus se sintió interesado.

—No conozco esa palabra.

—Es aramea. Usted la conoce en inglés.

—Dígala de nuevo, lentamente, y explíqueme qué significa.

Chaney la repitió, y Saltus le dio vueltas en su lengua, paladeando su sonido y la fresca traducción de un viejo verbo transitivo.

—Oiga…, ¡me gusta!

Apretó el paso, repitiendo la palabra apenas en un murmullo.

Tras una pausa:

—¿Qué hay de esos fundamentos?

—Traduje dos papiros al inglés y conseguí que fueran publicados —dijo Chaney resignadamente—. Hubiera podido emplear mejor mi tiempo, o gastar mis vacaciones cavando en ciudades enterradas. Un hombre de cada diez lee el libro lenta y cuidadosamente y comprende lo que he hecho; los otros nueve empiezan a parlotear antes de haber terminado la primera mitad.

Su compañero le respondió con una rápida sonrisa.

—William parloteó, y Katrina pareció escandalizada, pero apostaría a que Gilbert Seabrooke lo leyó lentamente. Katrina dijo que la Oficina se sentía molesta a causa de usted, pero que Seabrooke lo había defendido. Pero yo, que no lo he leído y probablemente no voy a leerlo nunca, ¿dónde me sitúo?

—Un neutral honesto, sujeto a intimidación.

—De acuerdo, amigo: intimide a este honesto neutral.

Chaney miró hacia la cantina, midiendo la distancia que les quedaba por recorrer. Procuró ser corto; el tema era doloroso porque una editorial universitaria había publicado el libro y un público incomprensivo se había ensañado con él.

—No quiero que empiece a berrear contra mí, comandante, así que primero necesita comprender una palabra: midrash.

Midrash… ¿Es otra palabra aramea?

—No, es hebrea, y significa «ficción religiosa». Compárela con el paralelo moderno que desee: ficción histórica, melodramas televisivos, historias de detectives, fantasía… A los antiguos hebreos les gustaba su midrash. Era su forma favorita de fantasía; les gustaba utilizar acontecimientos bíblicos y personajes en sus ficciones… Llámelo bibloficción si lo desea. Los eruditos son conscientes de ello desde hace mucho tiempo; conocen un midrash apenas verlo, pero el público en general apenas parece saber que existe. El público tiende a creer que todo lo escrito hace dos mil años era sagrado, la obra de uno u otro santo.

—Supongo que nadie se lo ha dicho —murmuró Saltus—. De acuerdo, siga con eso.

—Gracias. El público debería ser así de generoso.

—¿No les ha hablado usted del midrash?

—Por supuesto. Empleé doce páginas de la introducción en explicar el término y su contexto general; señalé que era algo muy común, que los antiguos hebreos utilizaban frecuentemente la ficción religiosa o heroica como un medio de difundir su mensaje. Los tiempos eran duros, sus tierras estaban casi siempre bajo la bota de algún opresor, y deseaban desesperadamente la libertad…, deseaban el mesías que les había sido prometido durante los últimos cientos de años.

—Ah…, ¡ése fue su error, civil! ¿Quién desea pasar doce páginas royendo un hueso cuando lo que quieren es la médula? —Miró a Chaney y vio su expresión apenada—. Disculpe, amigo. No suelo leer mucho…, y supongo que ellos tampoco.

—Mis dos papiros eran ambos midrash, y ambos utilizaban variaciones del mismo tema: un personaje heroico acudía a liberar al país del opresor, a liberar al pueblo de sus enfermedades y su hambre, a mostrarles la puerta hacia una vida completamente nueva y a unos tiempos felices para toda la eternidad. El primer papiro era el más largo de los dos, con mayores detalles y más explícitas promesas; predecía guerras y pestilencias, señales en los cielos, invasores de tierras lejanas, muchas muertes, y finalmente la llegada del mesías que traería consigo la paz eterna al mundo. Mi opinión fue la de que se trataba de una gran obra.

Saltus parecía asombrado.

—Bien…, ¿cuál es el problema?

—¿No ha leído usted la Biblia?

—No.

—¿Ni el Apocalipsis?

—No suelo leer mucho, civil.

—El primer papiro era una copia original del Apocalipsis. Original en el sentido de que había sido escrito al menos cien años antes que el libro incluido en la Biblia. Y era presentado como ficción. Por eso el mayor Moresby está irritado conmigo. Moresby, y la gente como él, no desean que el libro sea un centenar de años más antiguo de lo que quieren creer; no desean que sea revelado como ficción. No pueden aceptar la idea de que la historia fue escrita en primer lugar por algún sacerdote o escriba de Qumran, y circuló por el país para entretener o inspirar a la población. El mayor Moresby no desea que el libro sea midrash.

Saltus silbó.

—¡Imagino que no! Él se toma todo eso muy en serio, amigo. Él cree en las profecías.

—Yo no. Yo soy escéptico, pero estoy dispuesto a aceptar que otros crean en ellas si así lo desean. No dije nada en el libro que pudiera minar sus creencias; ofrecí mis propias opiniones. Pero mostré que el primer papiro del Apocalipsis fue escrito en la escuela de Qumran, y que quedó enterrado en una cueva un centenar de años o más antes de que el libro que conocemos fuese escrito, o copiado, e incluido en la Biblia. Ofrecí pruebas indiscutibles de que el libro en la Biblia Cristiana era no sólo una copia posterior, sino que había sido alterado a partir del original. Las dos versiones no encajan; se aprecian las costuras. Quienquiera que fuese el que escribió la segunda versión, eliminó varios pasajes de la primera e insertó nuevos capítulos más en consonancia con su época. En pocas palabras, la modernizó y la hizo más aceptable para sus sacerdotes, para su rey, para su pueblo. Su único fallo fue que era un pobre adaptador, o un mal costurero, y sus costuras son visibles. Hizo un pobre trabajo de reescritura.

—Y el viejo William empezó a echar humo —dijo Saltus—. Lo culpa a usted de todo.

—Casi todo el mundo lo ha hecho. Un crítico de un periódico de Saint Louis puso en duda mi patriotismo; otro en Minneapolis sugirió que yo era el Anticristo y un instrumento de los comunistas. Un periódico en Roma me atravesó con el peor estoque de todos: imprimió la frase Traduttore Traditore encabezando la crítica…, el traductor es un traidor. —Pese a sus esfuerzos, no pudo evitar que asomara un rastro de amargura—. En mis próximas vacaciones voy a dedicarme a algo más seguro. Me dedicaré a excavar en una ciudad de diez mil años de antigüedad en el Negev, o iré a redescubrir la Atlántida.

Caminaron en silencio durante un espacio de tiempo. Un coche pasó por su lado a toda velocidad, en dirección a la repleta cantina.

Chaney preguntó:

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, comandante?

—Adelante, amigo, dispare.

—¿Cómo ha conseguido su grado tan joven?

Saltus se echó a reír.

—¿No ha estado usted nunca en el ejército?

—No.

—Échele la culpa a nuestra maldita guerra. Los ingeniosos la llaman nuestra Guerra de los Treinta Años. Los ascensos son rápidos en tiempo de guerra porque hombres y barcos se pierden a un ritmo acelerado, y llegan más rápido a los hombres en primera línea que a los hombres en la playa. Yo siempre he estado en primera línea. Cuando la guerra del Vietnam superó los primeros cinco años, empecé a subir; cuando pasó los diez años sin ablandarse, ascendí más aprisa. Y cuando rebasó los quince años, tras esa falsa paz, esa tregua, fui hacia arriba como un cohete. —Miró a Chaney con una expresión grave—. Perdimos un montón de hombres y un montón de barcos en esas aguas cuando los chinos empezaron a dispararnos.

Chaney asintió.

—He oído los rumores, las historias. Los periódicos israelíes se llenaban con los problemas israelíes, pero de tanto en tanto había un poco de espacio para las noticias del exterior.

—Algún día oirá la verdad; será un shock para usted. Washington no ha publicado las cifras, pero cuando lo haga será como una patada en la barriga. Un montón de cosas quedan sin revelar en las guerras no declaradas. Algunas de esas cosas se abren camino hasta la superficie tras un cierto tiempo, pero otras nunca llegan a surgir. —Otra mirada de soslayo, midiendo a Chaney—. ¿Recuerda usted cuando los chinos lanzaron aquel misil contra la ciudad portuaria que ocupábamos? ¿Aquel puerto por debajo de Saigón?

—Nadie puede olvidar aquello.

—Bien, amigo, les respondimos adecuadamente, y los chinos perdieron dos centros ferroviarios aquella misma mañana, Keiyang y Yungning. Dos agujeros en el suelo, y bastantes kilómetros cuadrados de cultivos radiactivos. Su misil contenía una bomba tipo A de poco rendimiento, era todo lo que podían conseguir por aquel entonces, pero nosotros les golpeamos con dos Harry. Por favor, guarde eso bajo su sombrero hasta que lo lea en los periódicos…, si es que lo lee alguna vez.

Chaney digirió la información con una cierta alarma.

—¿Qué es lo que hicieron ellos para responder a eso?

—Nada… todavía. Pero lo harán, amigo, ¡lo harán! Tan pronto como piensen que estamos dormidos, nos tirarán algo encima. Y duro.

Chaney tuvo que asentir.

—Supongo que se ha visto usted más de una vez en una situación comprometida allá en el mar de la China.

—Más de una vez —dijo Saltus—. La última vez torpedearon dos buenos barcos junto a mí, y los submarinos chinos fueron los responsables en las dos ocasiones. Esos bastardos saben realmente disparar, señor. Son buenos.

—¿Un capitán de corbeta es equivalente a qué?

—A un mayor, aunque tenga el título de comandante. El viejo William y yo somos iguales bajo nuestra piel. Pero no se sienta impresionado por ello. De no ser por esta guerra, yo seguiría siendo un simple teniente recién nombrado.

El deseo de seguir la conversación fue languideciendo, y caminaron en un silencio pensativo hasta la cantina. Chaney recordó con desagrado su contribución a un informe para el Pentágono relativo a la potencia ofensiva de los chinos en el futuro. Saltus parecía confirmar parte de lo que señalaba el informe.

Chaney pasó delante en la cola del autoservicio, pero se detuvo un momento al final, con la bandeja en equilibrio para evitar que se derramara el café. Observó la gran sala.

—Eh…, ¡ahí está Katrina!

—¿Dónde?

—Ahí delante, junto a aquella ventana del fondo.

—No creo conveniente quedarnos aquí esperando su invitación.

—Siga adelante entonces. ¡Yo lo sigo!

Chaney descubrió que había derramado su café cuando llegó a la mesa. Había intentado avanzar demasiado rápidamente, pero pese a todo había perdido.

Arthur Saltus había llegado primero. Se sentó rápidamente en la silla más cercana a la joven, y transfirió los platos de su desayuno de la bandeja a la mesa. Saltus clavó sus codos en la mesa, miró de cerca a Katrina, luego se volvió a medias hacia Chaney.

—¿No está encantadora esta mañana? ¿Qué diría su amigo Bartlett de ello?

Chaney notó la imperceptible arruga de desaprobación que se formaba sobre los ojos de la mujer.

—El fruncir de su ceño sustituye en ella a las sonrisas de las demás doncellas.

—¡Bravo! ¡Bravo! —Saltus palmeó su aprobación, y sostuvo descaradamente las miradas de los ocupantes de las demás mesas que se habían vuelto para observarlo—. Bastante entremetidos, esos patanes —dijo con voz lo suficientemente alta.

Kathryn van Hise luchó por mantener su compostura.

—Buenos días, caballeros. ¿Dónde está el mayor?

—Roncando —respondió Arthur Saltus—. Nos deslizamos fuera sin hacer ruido para tener la oportunidad de desayunar a solas con usted.

—Y esas otras doscientas personas. —Chaney agitó una mano hacia la multitud que llenaba el salón—. Nada más romántico.

—Esas personas no son románticas —desaprobó Saltus—. Les falta el color y el encanto del Viejo Mundo. —Miró lúgubremente la sala—. Oiga, amigo, podríamos practicar con ellos. Echémosles una ojeada, descubramos cuántos de ellos son republicanos que comen huevos fritos. —Hizo restallar sus dedos—. Mejor aún… ¡Descubramos cuántos estómagos republicanos han sido arruinados comiendo esos huevos fritos del ejército!

Katrina emitió un rápido sonido de advertencia.

—Vaya con cuidado con su conversación en lugares públicos. Algunos temas quedan restringidos a nuestra sala de conferencias.

—¡Rápido! —dijo Chaney—. Pasemos al arameo. Esos patanes no van a comprenderlo.

Saltus empezó a reír, pero se interrumpió bruscamente.

—Sólo conozco una palabra —dijo.

Pareció turbado.

—Entonces no la repita —advirtió Chaney—. Puede que Katrina haya estudiado arameo… Lo lee todo.

—Oiga, eso no es justo.

—Yo no hago cosas justas, devuelvo ojo por ojo, comandante. La noche pasada me deslicé en la sala de conferencias mientras todos ustedes estaban durmiendo. —Se volvió hacia la joven—. Conozco su secreto. Sé uno de los objetivos alternativos.

—¿De veras, señor Chaney?

—Sí, señorita Van Hise. Registré la sala de conferencias de arriba abajo…, un registro concienzudo, de hecho. Descubrí un mapa secreto oculto bajo uno de los teléfonos, el teléfono rojo. El objetivo alternativo es el monasterio de Qumran. Vamos a ir hacia atrás a destruir esos embarazosos papiros…, sacarlos de sus vasijas y quemarlos. Simplemente.

Se echó hacia atrás en su asiento, sin ocultar su regocijo.

La mujer se lo quedó mirando durante un rato, y Chaney sintió una repentina e intuitiva inquietud. Se agitó.

Cuando ella rompió el silencio, su voz era tan baja que no podía llegar a las mesas adyacentes.

—Casi ha acertado, señor Chaney. Una de nuestras alternativas es un sondeo a Palestina, y usted fue seleccionado también para el equipo debido a su conocimiento de aquella zona en general.

Chaney se sintió instantáneamente cauteloso.

—No quiero tener nada que ver con esos papiros. No los tocaré siquiera.

—No va a ser necesario. No son un objetivo alternativo.

—¿Cuál es entonces?

—No conozco la fecha correcta, señor. Las investigaciones no han tenido éxito en determinar el momento y el lugar precisos, pero el señor Seabrooke cree que será una alternativa provechosa. Se halla bajo intenso estudio. —Vaciló y bajó la mirada hacia la mesa—. La localización general en Palestina es o era un lugar conocido como la colina del Calvario.

Chaney saltó en su asiento.

En el largo silencio que siguió, Arthur Saltus intentó comprender.

—Chaney, ¿qué…? —Miró a la mujer, luego de vuelta al hombre—. Eh…, ¡cuéntenme algo de eso!

Chaney dijo suavemente:

—Seabrooke ha escogido una alternativa muy candente. Si no podemos ir hacia adelante para nuestra investigación, nuestro equipo irá hacia atrás para filmar la Crucifixión.