8
Brian Chaney estaba chapoteando en la piscina a la mañana siguiente antes de que la mayoría del personal de la estación hubiera terminado su desayuno. Nadaba solo, gozando del lujo de la soledad tras su acostumbrado paseo desde los barracones. El temprano sol de la mañana brillaba cegadoramente en el agua, en contraste con la noche anterior: la estación había sido sacudida por una violenta tormenta de truenos durante toda la noche, y los escombros arrastrados por el viento llenaban aún las calles.
Chaney se volvió boca arriba y se llenó los pulmones de aire, flotando indolentemente en la superficie de la piscina. Se sentía satisfecho. Cerró los ojos para protegerlos del resplandor.
Casi podía imaginarse de vuelta a la playa de Florida…, de vuelta al día en que descansaba al borde del agua, contemplando las gaviotas y la distante vela y sin hacer nada más cansado que especular sobre el miedo interior de los críticos y lectores que lo habían condenado y habían condenado su traducción del papiro del Apocalipsis. Sí, y de vuelta al día anterior a su encuentro con Katrina. No había sentido ningún vado personal entonces, pero ahora sabía que cuando se separaran —cuando su misión hubiera terminado— sentiría uno. Echaría de menos a aquella mujer. Separarse de Katrina le dolería, y cuando volviera a la playa sería agudamente consciente del nuevo vacío.
Había sido innecesariamente brusco con ella cuando se le acercó la primera vez, y ahora lo lamentaba; había creído que ella era tan sólo una nueva periodista que acudía a importunarlo. No actuaba en términos civilizados con la gente de la prensa. Tampoco era propenso a admitir los celos —una emoción infantil—, pero Arthur Saltus había despertado en él una respuesta sospechosamente cercana a los celos. Saltus simplemente había actuado a pecho descubierto y había tomado posesión de la mujer.
Pero ésa no era la única herida.
El dedo con el que había apretado el gatillo estaba rígido e hinchado, y el hombro le dolía terriblemente; le habían asegurado que era un rifle ligero, pero tras una hora de disparar con él Chaney no lo creía en absoluto. Incluso en su sueño la imponente figura del mayor lo abrumaba, aguijoneándolo: «Apriételo, apriete fuerte, no dé tirones, suavemente, ¡bien sujeto!». Chaney lo apretaba fuertemente, y cuatro o cinco veces de cada diez conseguía acertar en el blanco. Él pensaba que era un buen promedio, pero sus compañeros no. Moresby estaba tan disgustado que arrancó el rifle de manos de Chaney y colocó cinco balas en el centro del blanco en el espacio de un parpadeo.
La pistola era peor. El modelo automático reglamentario del ejército parecía infinitamente más ligero comparado con el rifle, pero debido a que no podía utilizar su mano izquierda para alzar y estabilizar el cañón fallaba el blanco ocho de cada diez veces. Los dos tiros buenos se clavaban simplemente en el borde del blanco.
Moresby murmuró:
—¡Denle a ese civil un fusil de caza!
Y se alejó a grandes zancadas.
Arthur Saltus le enseñó las técnicas de filmación.
Chaney estaba familiarizado con las habituales cámaras manuales y con el equipo que se usaba en los laboratorios para copiar documentos, pero Saltus lo introdujo en un nuevo mundo. La cámara holográfica era algo nuevo. Saltus dijo que la película había quedado relegada a las cámaras baratas; los instrumentos holográficos utilizaban una delgada cinta de nailon grabado que podía soportarlo casi todo y reproducir pese a ello una imagen reconocible. Para demostrarlo tomaba un negativo de nailon y lo frotaba con papel de lija, y luego sacaba una buena foto. La iluminación ya no era problema; la cámara holográfica podía producir una foto satisfactoria tomada en mitad de un aguacero.
Chaney experimentó con una cámara atada a su pecho, con el objetivo asomando por un ojal de su chaqueta allí donde debería haber habido un botón; otra cámara estaba fijada en su hombro izquierdo, con el objetivo disimulado en lo que daba la impresión de ser un escudo en su solapa; un cable de control remoto recorría el interior de la manga de su chaqueta, y el disparador quedaba oculto en la palma de la mano. Una abultada hebilla de cinturón ocultaba una cámara. Un sombrero hongo ocultaba una cámara. Un periódico doblado era en realidad una fumadora camuflada, y un maletín de negocios otra. Los micrófonos de las grabadoras —ocultas en el interior de la chaqueta o en sus bolsillos— eran botones o emblemas o alfileres de corbata o ballenas del cuello de las camisas.
Normalmente conseguía sacar fotos decentes; era difícil que salieran deficientes con los instrumentos holográficos, pero Saltus se mostraba a menudo poco satisfecho, señalando que esto o aquello o aquello otro podría haber quedado con una imagen más clara o mejor encuadrado. Katrina fue fotografiada cientos de veces durante las prácticas. Ella parecía soportarlo todo con paciencia.
Chaney dejó escapar una bocanada de aire y empezó a hundirse. Se volvió sobre el estómago y nadó bajo el agua hasta el borde de la piscina. Aferrándose a las baldosas del borde, se izó fuera del agua y se encontró con sorpresa ante el sonriente rostro de Arthur Saltus.
—Buenos días, civil. ¿Qué hay de nuevo en el antiguo Egipto?
Chaney miró más allá del otro hombre.
—¿Dónde está…? —se interrumpió.
—No la he visto —respondió Saltus—. No estaba en la cantina… Pensé que estaba con usted.
Chaney se secó el rostro con una toalla.
—No. He tenido la piscina para mí solo.
—Ah…, quizá el viejo William nos haya ganado la mano esta vez; quizá esté jugando al ajedrez con ella en algún oscuro rincón. —Saltus sonrió ante aquella idea—. ¿Adivina lo que ha pasado, amigo?
—¿Qué ha sido ahora?
—Anoche leí su libro.
—¿Debo echar a correr para protegerme, o cuadrarme para recibir la medalla?
—No, no, no ése. No estoy interesado en esos viejos papiros. Me refiero al otro libro que me dejó, aquel acerca de las tribus del desierto…, el viejo Abraham y todo eso. ¡Ese maldito fotógrafo tomó algunas fotos excelentes! —Se sentó junto a Chaney—. ¿Recuerda aquella del pozo nabateo, o la cisterna, o lo que fuera, a los pies de la fortaleza?
—La recuerdo. Un buen trabajo. La cisterna sirvió a la fortaleza durante más de un asedio.
—Seguro que sí. El tipo tomó la foto con luz natural. Sin flash, sin reflectores solares, sólo luz natural; uno puede ver el detalle de las piedras y el nivel del agua. Y la había hecho sobre film, además, no utilizó nailon.
—¿Puede usted determinar eso mediante un simple examen?
—¡Por supuesto que puedo! Escuche, amigo, eso es buena fotografía. Ese hombre es bueno.
—Gracias. Se lo diré la próxima vez que lo vea.
—Quizá lea su libro algún día. Sólo para descubrir por qué todos lo atacan.
—No lleva fotos.
—Oh, puedo leer todas las palabras fáciles. —Estiró las piernas y miró al interior del parasol de colores chillones. Una araña estaba empezando a tejer una tela entre las varillas metálicas—. Este lugar está muerto esta mañana.
—¿Qué hacemos hoy? ¿Otra interesante partida con el mayor, o una nueva sesión de tiro con rifle?
Saltus se echó a reír.
—¿Le duele el hombro? No se preocupe, se le pasará. Escuche, si consigo encontrar a Ka trina, la tiraré a la piscina y luego saltaré al agua con ella… ¡A eso se le llama acción!
Chaney pensó que era más juicioso no responder. Su mirada se posó en el agua de la piscina, que reflejaba el sol y se hallaba ahora vacía de nadadores, recuperando lentamente su placidez. Recordó la forma en que Saltus había jugado allí con Katrina, pero el recuerdo no era agradable. No se había unido al juego porque se sentía cohibido por primera vez en su vida, porque su físico estaba en desventaja ante el musculoso cuerpo del comandante, porque la mujer prefería al parecer la compañía del otro hombre más joven que la suya. Era doloroso admitirlo.
Chaney captó un rápido movimiento en la verja.
—El mayor nos ha encontrado.
El mayor Moresby se apresuraba hacia el área de esparcimiento, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la piscina, buscándolos. A medio camino en el patio los vio tras el parasol y se volvió bruscamente hacia ellos. Respiraba pesadamente y su rostro estaba enrojecido por la excitación.
—¡Arriba, en pie! —le ladró al comandante. Y a Chaney—: Vístase. Es urgente. Nos esperan en la sala de conferencias ahora. Tengo un coche esperando.
—Diga…, ¿qué ocurre?
Saltus se levantó de un salto de su silla.
—Nos vamos. Alguien ha tomado la gran decisión. ¡Maldita sea, Chaney, muévase!
—¿Las pruebas sobre el terreno? —preguntó Saltus—. ¿Las pruebas sobre el terreno? ¿Esta mañana? ¿Ahora?
—Esta mañana, ahora —asintió Moresby—. Gilbert Seabrooke trajo la decisión; me sacaron de la cama. ¡Vamos a ir, al fin! —Se volvió hacia Chaney—. ¿Quiere levantar el culo de esa maldita silla, civil? ¡Vamos, muévase! Estoy esperando, todo el mundo está esperando, el vehículo está conectado y esperando.
Chaney saltó de su silla, el corazón empujando contra su caja torácica.
Moresby:
—Katrina dice que utilicemos el coche. No va a malgastar usted tiempo yendo a pie, y además es una orden.
Los reflejos de Chaney eran más lentos, pero ya estaba corriendo hacia los vestuarios para cambiarse. Corrieron con él.
—No estoy andando.
—¿Adónde vamos? —preguntó Saltus, sin aliento—. Quiero decir, ¿a cuándo? ¿A cuándo en Joliet? ¿Lo sabe?
—Katrina me lo dijo. No le va a gustar, Art.
Arthur Saltus se detuvo bruscamente en la puerta, y Chaney chocó contra él.
—¿Por qué no va a gustarme?
—Porque es una cosa política, una cosa estúpidamente política, después de todo. Katrina dijo que la decisión llegó a primera hora de esta mañana directamente de la Casa Blanca, de él. Hubiéramos debido esperar algo así.
—¿Por qué no va a gustarme? —repitió despacio Saltus.
Moresby dijo desdeñosamente:
—Vamos a dos años de aquí, a una fecha muy concreta: el seis de noviembre de mil novecientos ochenta, un jueves. El Presidente desea saber si será reelegido.
Arthur Saltus se lo quedó mirando con la boca abierta por el asombro. Tras un momento de incredulidad, se volvió hacia Chaney.
—¿Cuál es esa palabra, amigo? ¿Esa palabra aramea?
Brian Chaney se la dijo.