17
La sala de conferencias era sutilmente distinta de aquella en la que había entrado por primera vez, hacía semanas o años o siglos.
Recordó al policía militar que lo había escoltado desde la verja de entrada y luego había abierto la puerta por él; recordó su primera mirada dentro de: la habitación, la recepción poco calurosa, su tardía llegada. Había descubierto a Kathryn van Hise observándolo críticamente, evaluándolo, preguntándose si daría la talla en la tarea que le esperaba; había descubierto al mayor Moresby y a Arthur Saltus jugando a las cartas, aburridos, aguardando impacientemente su llegada; había descubierto la larga mesa de acero situada bajo las luces en medio de la habitación…, todo ello esperándolo.
Había dado su nombre e iniciado una disculpa por su tardanza cuando el primer doloroso sonido lo había interrumpido, cortándole la palabra en mitad de una frase y martilleando sus oídos. Los había visto volverse: al unísono para observar el reloj: sesenta y un segundos. Todo aquello tan sólo una o dos semanas —tan sólo uno o dos siglos— antes de que los abultadlos sobres fueran abiertos y un centenar de vuelos de fantasía fueran liberados. El largo viaje desde la playa de Florida lo había conducido dos veces a esa habitación, pero esta vez la linterna iluminaba pobremente el lugar.
Katrina estaba allí.
La anciana mujer estaba sentada en su habitual silla a un lado de: la enorme mesa de acero, sentada apaciblemente en la oscuridad bajo lias apagadas luces del techo. Como siempre, sus entrelazadas manos permanecían descansando sobre la mesa. Chaney depositó la linterna en la mesa entre ellos, y la débil luz incidió en el rostro de la mujer.
Katrina.
Sus ojos eran brillantes y vivos, tan agudos y alertas como los recordaba, pero el tiempo no había sido benévolo con ella. Leyó arrugas de dolor, de desconocidos problemas y pesares; las arrugas de una mujer tenaz que había soportado mucho, había sufrido mucho, pero nunca había permitido que se derrumbara su coraje. La piel estaba tensa sobre sus pómulos, en torno a su boca y en su mentón, y parecía cetrina a la luz de la linterna. Su lustroso pelo era enteramente gris. Habían sido unos años duros, infelices, difíciles.
Pese a todo reconoció aquel destello familiar que provocaba en él: era una belleza tanto en su vejez como en su juventud. Se alegró de descubrir que su encanto soportaba el paso del tiempo.
Chaney apartó su propia silla de la mesa y se sentó, sin separar los ojos de ella. La vieja mujer permanecía sentada sin moverse, sin hablar, observándolo atentamente y esperando sus primeras palabras.
Pensó: ella debía de haber permanecido sentada allí durante siglos, mientras el polvo y la oscuridad se acumulaban a su alrededor, aguardando pacientemente a que él llegara, aguardando a que él explorara la estación, cumpliera con su última misión, terminara el sondeo, y luego empezara a abrir puertas para buscar las respuestas a las preguntas que se le habían planteado sobre el terreno. Chaney no se habría sorprendido demasiado si la hubiera descubierto aguardándolo en la antigua Jericó, de haber ido diez mil años hacia el pasado. Habría estado allí, aguardándolo plácidamente en algún templo o choza, aguardándolo en algún lugar donde él la habría encontrado cuando empezara a abrir puertas.
La polvorienta sala de conferencias estaba tan fría como lo había estado el subterráneo, tan fría como el aire de fuera, y ella iba arropada con las ropas de abrigo tomadas del almacén. Sus manos estaban enfundadas en unos guantes pensados para un hombre, y si hubiera podido mirar, habría comprobado que sus botas eran también demasiado grandes. Parecía acurrucada, como empequeñecida, en su asiento, y terriblemente cansada.
Katrina lo esperaba.
Chaney buscó algo que decir, algo que no sonara estúpido o melodramático o cargado de una falsa cordialidad. Ella lo hubiera despreciado por eso. Se debatía de nuevo del mismo modo que en la puerta exterior, y allí también tenía miedo de equivocarse. Había abandonado a aquella mujer en esa misma habitación hacía apenas unas horas, la había dejado con una sensación de seca aprensión mientras se preparaba para su tercer —y último, ahora lo sabía— sondeo al futuro. Había estado sentada en aquella misma silla, en aquella misma actitud de relajación.
Chaney dijo:
—Sigo enamorado de usted, Katrina.
La miró directamente a los ojos, y creyó verlos llenarse de humor y placentera risa.
—Gracias, Brian.
Su voz también había envejecido: sonaba más ronca de lo que recordaba, y reflejaba su cansancio.
—Descubrí fresas en los viejos barracones, Katrina. ¿Cuándo es la estación de las fresas en Illinois?
Había risa en sus ojos.
—En mayo o junio. Los veranos se han vuelto más bien fríos, pero en mayo o junio.
—¿Sabe el año? ¿La fecha?
Un imperceptible movimiento de su cabeza.
—La electricidad falló hace muchos años. Lo siento, Brian, pero he perdido la cuenta.
—Imagino que no importa realmente…, no ahora, no con lo que ya sabemos. Estoy de acuerdo con Píndaro.
Ella lo interrogó con la mirada.
Él dijo:
—Píndaro vivió hará unos dos mil quinientos años, pero era más sabio que la mayoría de los hombres que viven hoy en día. Previno a los hombres contra intentar mirar demasiado lejos en el futuro, les advirtió que no les gustaría lo que hallarían allí. —Un gesto de disculpa, una sonrisa—. Bartlett de nuevo: mi vicio. El comandante siempre me pinchaba sobre mi predilección por Bartlett.
—Arthur lo esperó durante mucho tiempo. Confiaba en que llegara más pronto, en poder verlo de nuevo.
—Me hubiera gustado… Pero ¿nadie lo supo?
—No.
—¿Por qué no? Ese giroscopio estaba marcando mi rastro.
—Nadie supo nunca su fecha de llegada; nadie pudo llegar siquiera a imaginarla. El giroscopio no podía medir su avance después de que la energía quedara interrumpida aquí. Supimos solamente la fecha en que se produjo esa interrupción, cuando el VDT dejó repentinamente de transmitir señales a la computadora de allí. Lo perdimos por completo, Brian.
—¡Sheeg! ¡Esos malditos ingenieros infalibles y sus malditos inventos infalibles! —Se dominó, sintiéndose avergonzado por el estallido—. Discúlpeme, Katrina. —Chaney se inclinó sobre la mesa y cerró sus manos sobre las de ella—. Encontré la tumba del comandante ahí fuera… Me hubiera gustado llegar a tiempo. Y había decidido ya no decirle nada a usted sobre esa tumba cuando regresara, cuando hiciera mi informe. —La miró fijamente—. No dije nada a nadie, ¿verdad?
—No, no informó usted de nada.
Un satisfecho gesto de asentimiento.
—Un punto para mí…; sigo sabiendo mantener la boca cerrada. El comandante me hizo prometer que no le diría a usted nada acerca de su futuro matrimonio, hace de eso una o dos semanas, cuando regresamos de las pruebas en Joliet. Pero usted intentó arrancarme el secreto, ¿recuerda?
Ella sonrió ante sus palabras.
—Hace una o dos semanas.
Chaney se dio mentalmente una patada.
—Tengo la mala costumbre de meter siempre la pata.
Ella hizo un ligero movimiento con su cabeza para tranquilizarlo.
—Pero yo adiviné su secreto, Brian. Entre su comportamiento y la forma de actuar de Arthur, lo adiviné. Usted se alejó de mí.
—Pensé que usted había tomado ya su decisión. Los pequeños indicios empezaban a hacerse evidentes, Katrina.
Tuvo un vivido recuerdo de la fiesta de la victoria, la noche de su regreso.
—Casi me había decidido por aquel entonces —dijo ella—, y me decidí poco después; me decidí cuando él regresó herido de su exploración. Estaba tan indefenso, tan cerca de la muerte cuando usted y el doctor lo sacaron del vehículo, que decidí en aquel mismo momento. —Miró sus manos cruzadas, y luego alzó los ojos—. Pero yo era consciente de sus sentimientos. Sabía que a usted iba a dolerle.
Él apretó los dedos de ella en un gesto de ánimo.
—Hace tanto tiempo de eso, Katrina… Ya lo estoy superando. Ella no respondió, sabiendo que era una verdad a medias.
—Encontré a los niños… —Se interrumpió, sabiendo que acababa de decir una tontería—. Bueno, ya no son niños… ¡Son mayores que yo! Encontré a Arthur y Kathryn ahí fuera, pero tuvieron miedo de mí.
Katrina asintió, y de nuevo su mirada se apartó de él para clavarse en las manos que rodeaban las suyas.
—Arthur es diez años mayor que usted, creo, pero Kathryn debe de tener aproximadamente su misma edad. Lamento no poder ser más precisa que eso; lamento no poder decirle cuánto tiempo hace que murió mi marido. Ya no contamos el tiempo aquí, Brian; simplemente vivimos de un verano a otro. No es la más feliz de las existencias. —Tras un instante sus manos se movieron dentro de las de él, y lo miró de nuevo—. Tuvieron miedo de usted porque no han conocido a otro hombre desde que la estación fue invadida, desde que el personal militar abandonó el recinto y nosotros nos quedamos dentro por razones de seguridad. Durante un año o dos ni siquiera nos atrevimos a abandonar este edificio.
Amargamente:
—La gente de ahí fuera tuvo miedo de mí también. Huyeron al verme. Ella mostró una rápida sorpresa, y traicionó su alarma.
—¿Qué gente? ¿Dónde?
—La familia que descubrí fuera de la verja…, allá en la vía férrea.
—No hay nadie con vida ahí fuera.
—Katrina, sí lo hay… Yo los vi, los llamé, les supliqué que volvieran, pero huyeron corriendo, asustados.
—¿Cuántos? ¿Cuántos eran?
—Tres. Una familia de tres: el padre, la madre y un niño pequeño. Los descubrí caminando a lo largo de la vía férrea, allá en la esquina norte. El niño estaba recogiendo algo, trozos de carbón quizá, y los metía en el cesto que llevaba su madre; parecían estar haciendo de ello un juego. Estaban andando tranquilamente, contentos, hasta que los llamé.
Secamente:
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué atrajo su atención hacia usted?
—¡Porque me sentía solo! ¡Porque la visión de este mundo vacío me dolía y me ponía enfermo! Los llamé porque esa gente eran las únicas cosas vivas que descubrí aquí, aparte un conejo asustado. Deseaba su compañía, ¿deseaba sus noticias? Les hubiera dado todo lo que tengo por sólo una hora de su tiempo. Katrina, deseaba saber si todavía había gente viviendo en este mundo. —Se detuvo e intentó dominar sus emociones. Más calmadamente—: Deseaba hablar con ellos, hacerles preguntas, pero ellos tuvieron miedo de mí… Huyeron asustados, horrorizados al verme. Corrieron como ese conejo, y ya no he vuelto a verlos. No puedo expresarle lo mucho que me dolió eso.
Ella extrajo sus manos de entre las de él y las dejó caer en su regazo.
—Katrina…
La mujer se negó a alzar de nuevo la mirada, manteniéndola obstinadamente fija en la superficie de la mesa. El movimiento de sus manos había dejado pequeños surcos en el polvo. Chaney pensó que parecía más pequeña y arrugada que antes: la tensa piel de su rostro parecía haber envejecido en los últimos minutos…, o quizá esa edad había estado reclamando sus derechos durante todo el tiempo que habían estado hablando.
—Katrina, por favor.
Tras un largo rato, ella dijo:
—Lo siento, Brian. Debo disculparme por mis hijos, y por esa familia. No se atrevieron a confiar en usted, ninguno de ellos, y la pobre familia tenía buenas razones para temerle. —Alzó la cabeza, y él se estremeció—. Todo el mundo le teme; nadie confiará en usted desde la rebelión. Yo soy la única aquí que no le teme a un hombre negro.
Él se sintió dolido de nuevo, no por sus palabras sino porque ella estaba llorando. Le dolía verla llorar.
Brian Chaney entró en la sala de conferencias por segunda vez. Llevaba consigo otra linterna, dos tazas de plástico y un contenedor de agua del almacén. Habría traído consigo una botella de whisky si hubiera encontrado alguna, pero probablemente el comandante había consumido todo el whisky hacía mucho tiempo, a base de celebrar sus sucesivos cumpleaños.
La vieja mujer se había secado los ojos.
Chaney llenó las dos tazas y empujó una sobre la mesa hacia ella.
—Beba… Brindaremos.
—¿En honor a qué, Brian?
—¿En honor a qué? ¿Necesitamos alguna excusa? —Agitó su brazo en un amplio gesto que abarcó toda la habitación—. En honor a ese maldito reloj de ahí arriba, sonando cada sesenta y un segundos y rompiéndome los tímpanos. En honor a ese teléfono rojo; nunca lo utilicé para llamar al Presidente y decirle que era un asno. En honor nuestro: un demógrafo de la Corporación Indiana y una supervisora de investigaciones de la Oficina de Pesas y Medidas…, los últimos dos inadaptados esperando el fin del mundo. Estamos fuera de lugar y fuera de tiempo, Katrina; no necesitan demógrafos ni investigadores aquí, no necesitan corporaciones ni oficinas. Bebamos por nosotros.
—Brian, es usted un payaso.
—Oh, sí. —Se reclinó en su asiento y la miró fijamente a la luz de la linterna—. Sí, lo soy. Y creo que usted está casi sonriendo de nuevo. Por favor, sonría para mí.
Katrina sonrió: la pálida sombra de una vieja sonrisa.
Chaney dijo:
—¡Es por eso que aún la sigo amando! —Alzó su taza—. A la salud de la más hermosa investigadora del mundo… Y usted puede brindar a la salud del más frustrado demógrafo del mundo. ¡Hasta el fondo! —Chaney vació la taza, y notó que el agua era insípida, vieja.
Ella asintió sobre el borde de su taza y dio un sorbo.
Chaney miró la enorme mesa, las inútiles luces del techo, el reloj parado, los teléfonos muertos.
—Se supone que yo debo estar trabajando, realizando una investigación.
—Ya no importa.
—Hay que mantener contento a Seabrooke. Puedo informar de la existencia de una familia fuera de aquí: al menos una familia con vida y viviendo en paz. Supongo que habrá más… Tienen que haber más. ¿No conoce usted a nadie más? ¿Nadie en absoluto?
Pacientemente:
—Hubo unas pocas al principio, hace muchos años; conseguimos mantenernos en contacto con algunos supervivientes a través de la radio antes de que se acabara la energía. Arthur localizó a un pequeño grupo en Virginia, un grupo militar que vivía bajo tierra en un puesto de mando del ejército; y luego contactó con una familia en Maine. A veces establecíamos breves contactos con uno o dos individuos en el oeste, en los estados montañosos, pero las noticias eran siempre deprimentes. Todos ellos sobrevivían por las mismas razones: por una serie de circunstancias afortunadas, o por su valor y habilidad, o porque estaban mejor protegidos de lo normal, como nosotros aquí. Su número era siempre pequeño, y las noticias eran siempre decepcionantes.
—Pero algunos sobrevivieron. Eso es importante, Katrina. ¿Cuánto tiempo hace que están solos en la estación?
—Desde la rebelión, desde el año del mayor.
Chaney hizo un gesto.
—Eso puede ser… —La miró fijamente, intentando adivinar su edad—. Eso puede ser hace treinta años.
—Quizá.
—Pero ¿qué le ocurrió a la otra gente de aquí?
—Casi todo el personal militar fue retirado al principio —dijo ella—; fue destinado a ultramar. Los pocos que quedaron no sobrevivieron al ataque cuando los rebeldes invadieron la estación. Unos pocos técnicos civiles se quedaron con nosotros durante un tiempo, pero luego se marcharon para reunirse con sus familias… o para ir en busca de sus familias. El laboratorio estaba prácticamente vado en el año de Arthur. Nosotros recibimos órdenes de mantenernos en el refugio subterráneo mientras duraran las hostilidades.
—Las hostilidades. ¿Cuánto tiempo duraron?
Los viejos ojos inquisitivos lo estudiaron.
—Me atrevería a decir que están terminando ahora, Brian. Su descripción de la familia del otro lado de la verja sugiere que están terminando ahora.
Amargamente:
—Y nadie a nuestro alrededor excepto usted y yo para firmar el tratado de paz y posar para las cámaras. ¿Y Seabrooke?
—El señor Seabrooke fue relevado de su puesto, cesado, poco después de los tres lanzamientos. Creo que regresó a Dakota. El Presidente le echó a él la culpa del fracaso de la investigación, y lo convirtió en su chivo expiatorio.
Chaney golpeó la mesa con un puño.
—Siempre dije que ese hombre era un asno, uno más en la larga lista de idiotas y zopencos que han ocupado la Casa Blanca. Katrina, no comprendo cómo este país ha conseguido sobrevivir con tantos incompetentes idiotas a su cabeza.
—No ha sobrevivido, Brian —le recordó ella con voz suave.
Él murmuró algo para sí mismo y miró al polvo acumulado encima de la mesa.
—Perdón —dijo en voz alta.
Ella asintió pero no dijo nada.
Un recuerdo atosigaba a Chaney.
—¿Qué le ocurrió a la Junta de Jefes de Estado Mayor, a esos hombres que intentaron tomar Camp David?
Ella cerró los ojos por un momento, como si los cerrara al pasado. Su expresión era amarga.
—Los componentes de la Junta de Jefes de Estado Mayor fueron fusilados ante un pelotón de ejecución, en un espectáculo público. El Presidente declaró festivo el día de la ejecución; las oficinas del gobierno cerraron y los niños no fueron a la escuela, y todas las cadenas de televisión dieron el espectáculo. Estaba determinado a darle una lección al país. Fue horrible, deprimente, y lo odié por actuar así.
Chaney la miró fijamente.
—Y yo tengo que regresar y decirle lo que va a hacer. ¿Qué mierda de trabajo es esta investigación? —Lanzó la taza al otro lado de la habitación, incapaz de dominar su irritado impulso—. Katrina, desearía que nunca me hubiera encontrado usted allá en la playa. Desearía haber huido de usted, o haberla arrojado al mar, o haberla raptado y huido con usted a Israel… ¡Cualquier cosa!
Ella sonrió de nuevo, quizá ante el recuerdo de la playa.
—No hubiera conseguido nada con eso, Brian. La Federación Árabe invadió Israel y echó a toda su gente al mar. No hubiéramos escapado de ningún modo.
Él pronunció una única palabra, y luego se disculpó de nuevo, aunque la mujer no había comprendido el epíteto.
—Seguramente el mayor fue a parar al inicio del infierno.
Ella lo corrigió.
—El mayor fue a parar a su final; las guerras se prolongaban ya desde hacía casi veinte años, y la nación estaba al borde del desastre. El mayor Moresby fue al futuro tan sólo para ver el final de todos nosotros, de los Estados Unidos de Norteamérica. Tras él, el gobierno dejó de existir. Tras veinte años estábamos completamente agotados, gastados hasta la médula, incapaces de defendernos contra nadie.
La vieja mujer habló con seco cansancio, una larga fatiga, y él pudo darse cuenta de que su voz y su espíritu iban menguando a medida que hablaba.
Las guerras empezaron inmediatamente después de las elecciones presidenciales de 1980, inmediatamente después de los ensayos sobre el terreno en Joliet. Arthur Saltus le había hablado de los dos centros ferroviarios chinos borrados del mapa, y repentinamente, un día de diciembre, los chinos bombardearon Darwin, Australia, en unas largo tiempo diferidas represalias. Toda la parte norte de Australia se volvió inhabitable a causa de las radiaciones. Al público no se le contó jamás el primer golpe contra los centros ferroviarios, sino tan sólo el segundo: fue pintado como un acto de brutal salvajismo contra una población inocente. La radiactividad se extendió por el mar de Arafura hasta las islas del norte, y derivó en dirección a las Filipinas. Gran Bretaña apeló a los Estados Unidos solicitando ayuda.
El reelegido Presidente y su Congreso declararon la guerra contra la República Popular China a la semana siguiente de la reelección, tras haber mantenido una guerra no declarada desde 1954. El Pentágono les había asegurado privadamente que el asunto podía quedar terminado y el enemigo derrotado en tres semanas. Algunos meses más tarde el Presidente envió un número masivo de tropas al frente asiático; la guerra implicaba ahora a once naciones, desde la República de Filipinas hasta el Pakistán, además de la defensa de Australia. Luego se vio obligado a enviar tropas a Corea, para contrarrestar las renovadas hostilidades allí, pero las perdió cuando los chinos y los mongoles invadieron la península y terminaron con la ocupación extranjera.
Katrina dijo cansadamente:
—El Presidente fue reelegido en mil novecientos ochenta, y de nuevo para un tercer mandato en el ochenta y cuatro. Después de que Arthur regresara con las terribles noticias de Joliet, el hombre pareció incapaz de controlarse e incapaz de hacer nada correcto. La prohibición de un tercer mandato fue anulada a petición suya, y en un momento determinado durante ese tercer mandato la Constitución fue suspendida «durante la duración de la emergencia». La emergencia no terminó nunca. Brian, ese hombre fue el último Presidente electo que tuvo este país. Después de él ya no hubo nada.
—Los mansos, los terribles mansos —dijo Chaney amargamente—. ¡Espero que esté aún con vida para ver todo esto!
—No lo está, no llegó a estarlo nunca. Fue asesinado y su cuerpo arrojado a la Casa Blanca en llamas. Quemaron Washington para destruir un símbolo de opresión.
—¡Lo quemaron! Espere a que le cuente eso.
Ella hizo un gesto ambiguo para hacerlo callar o para contradecirlo.
—Eso no es todo. Hubo más, mucho más. Esos veinte años han sido una prueba atroz; los últimos años han sido una pesadilla. La vida pareció detenerse, volver al salvajismo. Al principio fueron las pequeñas cosas: los trenes y aviones de pasajeros fueron prohibidos al tráfico civil, el correo se entregaba dos veces por semana y luego simplemente fue suprimido, los noticiarios de la televisión fueron restringidos a uno solo al día y, cuando la guerra empeoró, limitados a las noticias locales de naturaleza no militar. Nos encontramos aislados del mundo y casi aislados de Washington.
»Nuestros camiones fueron retirados para ser llevados a algún otro lugar; la comida dejó de llegar, y luego los medicamentos, las ropas, el combustible, y tuvimos que acudir a las provisiones almacenadas en la estación. El personal militar fue transferido a otros puestos o a ultramar, dejando sólo una guardia simbólica para custodiar esta instalación.
»Brian, esa guardia se vio obligada a disparar contra la gente de las localidades vecinas que intentaban asaltar nuestros almacenes: había corrido el rumor de que enormes provisiones de comida se hallaban guardadas aquí, y estaban desesperadamente hambrientos.
Katrina se miró las manos y tragó dolorosamente saliva.
—Esos veinte años terminaron finalmente para nosotros en una horrible guerra civil.
Chaney dijo:
—Los ramjets.
—Así fueron llamados cuando salieron a la luz, cuando hicieron públicas sus intenciones: «Revolution And Morality»…, revolución y moralidad. A veces podíamos ver banderas con las siglas RAM, pero el nombre se convirtió pronto en algo sucio…, algo parecido a ese otro nombre con que habían sido llamados durante siglos; fueron tiempos muy amargos, y los hubiera sufrido usted duramente si se hubiera quedado en la estación.
»Brian, la gente moría de hambre por todos lados, moría de enfermedades, pudriéndose en el abandono y la miseria, pero esa gente poseía unos líderes de los que nosotros carecíamos. Los ramjets poseían unos líderes carismáticos. Unos líderes que los usaban contra nosotros sin piedad, y ése fue nuestro turno de sufrir. Era una revolución, pero había muy poca moralidad; cualquier moralidad que hubieran poseído al principio fue pronto perdida en la rebelión, y todos sufrimos a causa de ello. El país se sumergió en un salvajismo sin sentido.
—¿Fue entonces cuando llegó Moresby?
Un cansado signo de afirmación.
El mayor Moresby había sido testigo del inicio de la guerra civil cuando salió en la fecha que había elegido como objetivo. Ellos habían elegido la misma fecha para desencadenar la rebelión…, habían seleccionado el 4 de julio como su objetivo para independizarse de la Norteamérica blanca, y el bombardeo de Chicago tenía que ser la señal. El contacto de los ramjets con Pequín lo había arreglado: Chicago —no Atlanta o Memphis o Birmingham— era el objetivo más odiado desde el muro. Pero el plan salió de diferente modo.
La rebelión se inició casi una semana antes —casi por accidente—, desencadenada por unos disturbios en la pequeña ciudad fluvial de Cairo, Illinois. Un embotellamiento de tráfico allí, seguido por unos disparos callejeros y luego por una liberación masiva de prisioneros negros, lo desencadenó todo: la revuelta escapó pronto de todo control. La milicia del estado y la policía se vieron impotentes, abrumados por el número, con sus reservas enviadas desde hacía tiempo a ultramar; no había ningún ejército regular estacionado en los Estados Unidos, excepto algunas pocas tropas en varios puestos y estaciones, e incluso las guardias ceremoniales en los monumentos nacionales habían sido eliminadas y asignadas a unidades de combate en el extranjero. No había en el país ninguna fuerza para reprimir la rebelión. El mayor Moresby saltó del vehículo y se metió en mitad del holocausto.
La agonía duró al menos diecisiete meses.
El Presidente fue asesinado, el Congreso huyó —o murió mientras intentaba huir— y Washington ardió. Ardieron la mayoría de las ciudades donde los rebeldes eran numéricamente fuertes. En su pasión, incendiaron sus casas y destruyeron los campos y las cosechas que los alimentaban.
Las pocas líneas de transporte que aún funcionaban en ese momento se interrumpieron definitivamente. Los camiones fueron interceptados, saqueados e incendiados, sus conductores muertos a tiros. Los autobuses fueron detenidos en las carreteras interestatales y los pasajeros blancos asesinados. Los trenes fueron abandonados allí donde fueron detenidos, o las vías fueron destruidas, y los maquinistas fueron muertos allí donde fueron encontrados. Un hambre desesperada siguió pronto a la interrupción del tráfico.
Katrina dijo:
—Todo el mundo esperaba que los chinos intervinieran, que nos invadieran, y sabíamos que no podríamos detenerlos. Brian, nuestro país había perdido o abandonado a veinte millones de hombres al otro lado del mar; estábamos indefensos ante cualquier invasor. Pero no vinieron. Doy gracias a Dios de que no vinieron. No pudieron venir porque los soviéticos desencadenaron contra ellos una guerra santa en nombre del comunismo: la larga disputa fronteriza se convirtió de pronto en una guerra abierta, y los rusos atacaron Lop Nor. —Hizo un breve gesto de futilidad—. Nunca llegamos a saber lo que ocurrió; nunca llegamos a saber nada de lo que ocurrió allí o en Europa. Quizá aún estén luchando, si queda alguien todavía para luchar. Nuestros contactos con el continente se perdieron, y nunca han sido restablecidos, por lo que sabemos. Perdimos el contacto con el grupo militar de Virginia cuando falló la electricidad. Estábamos solos.
Él dijo asombrado:
—Israel, Egipto, Australia, Gran Bretaña, Rusia, China…, todos ellos: el mundo.
—Todos ellos —repitió la mujer con un embotado cansancio—. Y nuestras tropas fueron malgastadas en casi cada uno de esos países, desperdiciadas por un hombre con un ego monumental. Ni un puñado de esas tropas llegó a regresar nunca. Estábamos perdidos.
Chaney dijo:
—Supongo que el comandante salió al final de todo eso, diecisiete meses más tarde.
—Arthur salió del VDT en la fecha prevista, inmediatamente después del final de todo, en el inicio del segundo invierno después de la rebelión. Creemos que la rebelión había terminado, agotada por su propia furia. Creemos que los hombres que lo asaltaron en la garita de la verja de entrada eran combatientes rezagados, supervivientes que habían conseguido pasar el primer invierno. Él dijo que aquellos hombres parecían tan sorprendidos por su aparición como él por la de ellos. —Katrina entrelazó sus dedos sobre la mesa en su gesto tan familiar y lo miró—. Vimos algunas bandas armadas rondando la región aquel segundo invierno. Reparamos la verja, montamos guardias, pero no fuimos molestados de nuevo. Arthur colgó advertencias como las que había visto en el libro que usted le dio. A la primavera siguiente las bandas de hombres se habían reducido a unos pocos merodeadores en busca de caza, y luego ya no vimos a nadie. Hasta su llegada, no hemos vuelto a tener ningún tropiezo.
Él dijo:
—Y así terminan los sangrientos asuntos del día.