CAPÍTULO 23

 

 

 

 

 

Cuando llego a mi cuarto, mi mente está sumida en un profundo caos al que no consigo poner orden. Y todo también se torna caótico a mi alrededor. Estoy cansada, confundida y algo dolorida, pero eso es por los nervios y la tensión de mis músculos.

Me dirijo a la cama y echo a un lado la colcha.

¿Cómo es posible que Darrell sea tan caliente y tan frío a la vez?, me vuelvo a preguntar, y lo hago una y otro vez, al tiempo que me tumbo. No lo entiendo. Es extremadamente apasionado entre las sábanas, sin embargo, fuera de ellas sigue siendo un hombre frío e impasible, un hombre de hielo.

Me sitúo de lado en la cama, subo las rodillas hasta el pecho y las agarro con las manos, formando una posición fetal. Suspiro agotada, e intento controlar los fogonazos que vienen a mi mente. Afortunadamente, antes de darme cuenta, caigo en un profundo sueño.

 

 

 

Cuando abro los ojos está amaneciendo. Me incorporo en la cama y miro al frente. El sol despunta por encima de los altos rascacielos de Nueva York, que aparecen recortados contra un telón de fondo teñido de rosas y púrpuras. La panorámica es casi aún más impresionante que la que se puede ver por la noche.

Me levanto, bajo las escaleras y me dirijo a la cocina, absorta en los recuerdos y en las sensaciones que llegan a mi mente y que reviven todo lo que ha sucedido la noche anterior. Darrell está sentado a la mesa, tomándose un café. Cuando lo veo vestido elegantemente con un traje negro y una camisa blanca, vuelvo de golpe a la realidad. Madre mía, ¿es que no hay nada que le quede mal?

—Buenos días —saluda.

—Buenos días —digo, detenida en el umbral de la puerta.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Tengo agujetas, pero estoy bien —respondo, subiéndome el tirante de la camiseta del pijama que se me ha deslizado por el hombro.

—Eso es la falta de costumbre —afirma. Noto que en su voz hay una ligera nota de sarcasmo. Me ruborizo. Levanta la taza de manera pausada y da un sorbo de café—. Con la práctica se quitan —dice con calma, mirándome por encima del borde de la taza.

Las mejillas se me encienden aún más; la piel me arde como si fueran ascuas. Me adentro en la cocina con la cabeza baja para disimular mi sonrojo. Voy a la nevera, la abro y cojo la leche de forma mecánica mientras no paro de morderme el interior del carrillo. Cuando me siento a la mesa, Darrell se levanta, consulta su lujoso Rolex y me mira con expresión enigmática en los ojos.

—Que pena que hoy tenga una reunión muy importante a primera hora y que yo sea un maniático de la puntualidad —dice en un tono entre apenado y pícaro, mientras se coloca la corbata en un gesto que se me antoja tremendamente sensual—, sino nada te hubiera librado de que te follara encima de la mesa. —Hace una pequeña pausa y añade—: Tus pantaloncitos son tan tentadores… —concluye con voz pausada.

Sus palabras me dejan boquiabierta. ¿Le ponen mis pantaloncitos de algodón del pijama? Es cierto que son muy cortos, quizá demasiado, pero es con lo único con lo que no paso calor. Me sonrojo de nuevo violentamente. ¡Madre mía, si sigo así, voy a entrar en autocombustión de un momento a otro! Carraspeo y lo miro por debajo de la línea de las pestañas. Sus labios no se mueven, sin embargo, sus ojos sonríen de ese modo tan característico suyo. Está claro, le divierte ruborizarme, y visto lo visto, conmigo lo tiene muy fácil.

—Estaré fuera unos días —anuncia—. Tengo que viajar a Washington por motivos de trabajo y no volveré hasta el domingo. Si tienes cualquier problema, no dudes en llamarme al móvil.

—Vale —digo. Cuando se dispone a salir de la cocina, lo llamo—. Darrell…

Se gira completamente hacia mí.

—¿Sí?

—¿Puede venir Lissa a casa? —le pregunto—. Tengo que darle unos apuntes de una asignatura… Es mi mejor amiga. Es una persona discreta y educada. Te aseguro que no dará problemas… —me adelanto a decir.

—Por supuesto que puede venir —accede Darrell—. Estás en tu casa.

—Gracias —le agradezco en tono tímido.

—Nos vemos el domingo, Lea —se despide.

—Nos vemos el domingo… —repito.

—Pórtate bien —dice con voz sensual.

Darrell sale de la cocina y yo me quedo sentada frente a mi taza de café. Me echo dos cucharadas de azúcar y las remuevo lentamente. Mientras se disuelven, mi mente me traiciona y me sorprendo fantaseando con las cosas que Darrell me haría encima de la mesa. Me sonrojo solo de pensar en ello. Sacudo la cabeza de un lado a otro, intentando apartar de mi cabeza las imágenes que me asaltan sin descanso.

No voy a volver a verlo hasta el domingo; debería sentirme aliviada. Durante tres noches no tendré que cumplir con mi parte del contrato, no tendré que acostarme con él. Sin embargo, no lo estoy. Tengo sentimientos encontrados y eso me tiene muy confundida. ¡Voy a volverme loca! Suspiro, doy un trago de café y apoyo la barbilla en la mano mientras me mordisqueo el interior del carillo.

—Buenos días —dice de pronto una voz femenina y madura. Me sobresalto en la silla—. Perdón. No era mi intención asustarla.

Alzo la vista y me encuentro con una mujer de unos cincuenta y cinco años, de pelo moreno, tez blanca y pequeños ojos marrones.

—Soy Gloria —se presenta.

—Buenos días, Gloria —digo—. Soy Lea.

—Supongo que el señor Baker le habrá hablado de mí —comenta con cortesía.

—Sí, por supuesto que sí —respondo de inmediato. Me pregunto si Darrell habrá puesto a Gloria al tanto de mí, si ella sabe en calidad de qué estoy aquí exactamente y si habrá conocido a otras que hayan pasado por la habitación que ahora ocupo yo—. Su ensalada de pasta estaba riquísima —apunto, tratando de crear una corriente de simpatía entre nosotras.

—Muchas gracias —dice Gloria, sonriente.

Creo que realmente le ha agradado mi halago.

—Me encanta cocinar —añado—. Quizá un día podríamos intercambiar pareceres —sugiero—. Hay alguna cosa que todavía se me resiste y seguro que usted puede darme algún truco…

—Para mí será un placer —contesta Gloria, sin deshacer la sonrisa de los labios.

—Genial —digo, devolviéndole el gesto y sorbiendo el último trago de café.

—¿Va a quedarse en casa ahora por la mañana? —me pregunta.

—No —niego al mismo tiempo que me levanto de la mesa—. Tengo que acercarme a la facultad y a comprar unos libros de texto que necesito para el nuevo curso —añado. Abro el lavavajillas y meto la taza.

—No piense que soy indiscreta —se apresura a justificarse Gloria—. Se lo pregunto para tratar de no hacer ruido. No quiero molestarla.

—Tranquila —digo, algo sorprendida por su amabilidad —. No me molestará. Pero gracias de todas formas.

—Está bien.

—Que tenga buena mañana, Gloria —digo a modo de despedida.

—Igualmente —dice ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La proposición del señor Baker
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