CAPÍTULO 42

 

 

 

 

 

 

—Entonces, ¿te gusta este vestido? —digo, tratando de aliviar la tensión sexual que comienza a flotar en el ambiente.

—Mucho. Deja ver lo femenina que eres —apunta Darrell en tono pausado mientras se pone en pie—. Aunque lo que más me gustaría es quitártelo a mordiscos; ya sabes que te prefiero desnuda…

Me quedo paralizada en el sitio cuando lo veo avanzar hacia mí con los ojos entornados y una actitud casi depredadora.

—A veces me resulta tan difícil resistirme a ti, Lea —confiesa en un susurro. Su voz es algo ronca y sensual—. Tanto que me desconozco.

Incluso él parece sorprendido ante sus palabras.

—Darrell, tenemos que tener cuidado, este vestido vale una fortuna —alcanzo a decir con voz sensata.

—Tranquila, te lo voy a quitar con mucho cuidado —apunta él, según sigue aproximándose a mí—. Pero te aseguro que no me importaría arrancártelo. Te aseguro que no.

—Te creo.

Apenas puedo terminar la frase, Darrell se encuentra a escasos centímetros de mí.

—Gírate —indica.

Me doy la vuelta y me quedo de espaldas a él. Respiro hondo, nerviosa. El corazón se me acelera vertiginosamente. Darrell aferra la cremallera del vestido y la hace descender lentamente hasta el nacimiento de mi trasero, donde termina. Mete los dedos entre la tela del corpiño y lo desliza suavemente hacia abajo. Me agarra la cintura y me atrae hacia él con un movimiento suave pero certero.

Cierro los ojos cuando comienza a dibujar una línea de besos sobre mis hombros y un escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando me muerde la nuca.

Dejo escapar un suspiro y una ola de calor se instala en mi entrepierna.

—Tenemos que darnos prisa —murmuro. Aunque me apetecería detener el tiempo.

—¿A qué viene tanta urgencia? —me pregunta Darrell con un viso mordaz en la voz.

—Estamos en el probador de una tienda…

—Shhh… —Pone el índice en mis labios para hacerme callar—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Me mordisquea el lóbulo de la oreja y me siento desfallecer de placer. ¿Cómo es posible que me encienda; que nos encendamos en solo unos segundos?

Me conduce hasta el espejo, coge mis manos y las apoya en él.

—Quietecita —me susurra al oído.

Su voz envolvente hace que miles de hormigas correteen por las paredes de mi estómago y pierda la poca sensatez que me queda. Ufff… esto es demasiado para mí.

Me mira a través del espejo. Nuestros ojos están velados por el deseo, por un deseo irrefrenable. Introduce las manos entre mis piernas y las separa un poco sin apartar la mirada de mí. Sus dedos descienden hasta mis braguitas, las baja cuidadosamente y las deja en mitad de los muslos.

Le contemplo mientras maniobra con el cinturón y la cremallera con una habilidad asombrosa. Se baja el pantalón un poco, abre mis glúteos y tantea con su miembro la entrada de mi vagina. Me penetra poco a poco, atento en todo momento a la reacción de mi rostro.

Gimo y dejo caer la cabeza hacia delante, pero Darrell la levanta para verme el rostro.

Sale y vuelve a entrar dentro de mí al tiempo que posa la mano derecha en mi sexo y comienza a acariciarlo, trazando círculos con el dedo corazón. Una espiral de doble placer estalla en mi interior. Pongo los ojos en blanco, extasiada.

Darrell aumenta el ritmo de las caricias y de las embestidas. Me tiemblan las piernas. Observo su cara a través del espejo. Los músculos están tensos, las mandíbulas contraídas y mantiene los dientes apretados en un gesto que se me antoja sumamente estimulante. 

Verlo, verme, ver la imagen que nos devuelve la superficie espejada de nuestros cuerpos follando, jadeando como animales en celo, me excita hasta cotas inimaginables. Tanto es así, que antes de que me dé cuenta me corro con su mano de una forma devastadora.

—¿Ya? —me pregunta entre gemidos.

Sabe perfectamente la respuesta. ¡Cómo para no saberlo!, pero le hace sentir triunfante.

—Sí —respondo exhausta y con las rodillas como si fueran de gelatina.

Me sujeta con firmeza, aprieta más los dientes y se clava en mí tres veces más hasta que se deja ir entre un sinfín de jadeos y un gruñido final.

Apoyo la frente en el espejo, inhalo hondo y dejo que el aroma a flores tropicales y a sexo me inunde la nariz. 

—¿Estás bien? —me pregunta.

Muevo la cabeza afirmativamente, pero con la frente aún apoyada en el espejo. Necesito serenarme y acompasar la respiración. El corazón se me va a salir por la boca.

Unos minutos después, cuando consigo calmarme, me visto con mi camiseta básica blanca y mi pantalón vaquero y me acicalo la melena con los dedos.

—¿Te excita hacerlo en lugares públicos, en lugares en los que puedan vernos? —pregunto a Darrell mientras se mete la camisa dentro del pantalón.

—No especialmente —contesta—. Pero me excita hacerlo contigo en cualquier sitio, ya sea público o privado. Logras ponerme a cien en solo un segundo, a veces tengo una erección simplemente mirándote. —Mi rostro se enciende ante sus palabras incendiarias y su mirada pícara. En cierto modo me siento halagada, dadas las circunstancias—. Sobre todo cuando te ruborizas —añade Darrell—. No sé por qué, pero me encanta pervertirte.

Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja y le sonrío traviesamente.

—Y a mí me encanta que me perviertas —se me escapa decir.

Darrell me mira de soslayo mientras se ajusta la corbata con un gesto elegante. Bajo la cabeza y aprieto los labios. ¿Cómo se me ocurre hacerle este tipo de confesiones?, me pregunto a mí misma. Niego de manera imperceptible.

—Será mejor que demos señales de vida —dice, pasándose la mano por el pelo—, o empezarán a sospechar.

—Yo creo han empezado a sospechar cuando les has pedido, o casi ordenado, que nos dejaran a solas.

—¿Tú crees?

En la voz de Darrell no hay ningún atisbo de preocupación. Al contrario, noto cierta ironía renovada en su tono. 

—Sí —respondo.

—Vamos —indica.

Cojo el vestido de Versace que he elegido y salimos del probador. Peter Whiterloss nos mira con una expresión extraña en los ojos aunque trata de actuar de forma normal. Tal vez se ha fijado en el sofoco de nuestros rostros. Bien pensado, no creo que hayamos sido los únicos que hayamos follado en el probador, o quizás sí… Escudo mi repentina vergüenza volviéndome a colocar el pelo detrás de la oreja.

—¿Finalmente se queda con este? —pregunta el dependiente.

—Sí —afirmo.

—Y los zapatos, ¿verdad?

—Sí, también.

Su boca se abre en una amplia sonrisa. Me imagino que si cobra a comisión, esta tarde ha hecho su agosto.

Coge una caja grande y rectangular de color negro con la palabra «Versace» escrita en letras plateadas en uno de los laterales, dobla el vestido cuidadosamente y lo introduce en ella junto con los zapatos.

Mientras trajina con ello, me fijo en la foto del modelo colgada en la pared del fondo de la tienda: es Sean O´Pry con un traje gris de Dolce & Gabanna. Desde que Lissa me dijo que se parecía a Darrell, cada vez que lo veo el corazón me da un vuelco.

—¿Ves el modelo de esa foto? —le pregunto a Darrell, señalándolo discretamente con el dedo.

—¿El de la pared del fondo?

—Sí. El del traje gris de Dolce & Gabanna.

—Sí, lo veo.

—Lissa dice que te pareces a él.

Darrell levanta las cejas levemente y presta más atención a la fotografía.

—¿Y quién es el afortunado que se parece a mí? —curiosea distendido.

—Sean O´Pry… creo… Según me ha dicho Lissa, es el modelo mejor pagado del mundo.

—Interesante… Si un día me va mal en los negocios, puedo dedicarme a la moda —apostilla Darrell. Aparta la mirada de la fotografía después de unos segundos y la dirige hacia mí—. Y tú, ¿también piensas que me parezco a él?

—Bueno… —carraspeo—, tenéis un ligero parecido… —respondo. El parecido es asombroso, pero prefiero ser cauta; no sé cómo se va a tomar Darrell la comparación—. Ojos rasgados y azules, nariz fina, mirada profunda, mentón cuadrado, aire rebelde… —enumero. Y las cualidades no tienen fin.

—Pues sí que tenemos puntos en común para parecernos solo ligeramente —comenta Darrell. La comparación le divierte y eso me alivia—. Cualquiera diría que somos gemelos.

—Todos tenemos un doble. O eso dicen… —comento en tono cómplice.

—Aquí tienen —dice Peter, interrumpiendo la conversación y tendiéndonos la caja.

Darrell mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, saca la cartera y extrae de ella una de las tarjetas de crédito. No se molesta ni siquiera en preguntar el precio total, únicamente se limita a realizar la operación del modo que le indica Peter.

—Muchas gracias, señor —agradece el dependiente obsequiosamente. Darrell coge la caja—. Que tengan un buen día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La proposición del señor Baker
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