CAPÍTULO 33

 

 

 

 

 

 

Matt es uno de mis compañeros de clase. Es un chico alto y delgado con rostro risueño, ojos negros y un atractivo bastante particular. Nos llevamos muy bien porque siempre hemos ido a la misma clase desde que comenzamos la carrera hace tres años. Lissa asegura que está enamorado de mí, y quizás tenga razón. Yo a veces también lo pienso por la forma en que me mira. Pero Matt es consciente de que solo somos amigos y de que no habrá entre nosotros nada más que una buena amistad.

Tenemos que ir a comprar los libros de texto de algunas asignaturas. Ayer me llamó por teléfono y hoy por la tarde hemos quedado en la puerta de la Librería Números, una librería especializada en libros de matemáticas.

—Hola, Lea —me saluda.

—Hola, Matt —digo cuando lo alcanzo.

Me acerco y le doy un fuerte abrazo.

—¿Has tenido algún problema en encontrar el lugar? —dice.

—No, ninguno. Vine un par de veces el año pasado —respondo.

—¿Entramos? —sugiere apuntando la librería con la cabeza.

—Sí.

—¿Cómo ves la asignatura de Álgebra Computacional? —me pregunta Matt mientras abre la puerta y cruzamos el umbral.

—Bueno, es una asignatura troncal —alego—, y por lo que me han dicho, una de las más fuertes del curso. Además el profesor Banach tiene fama de estricto. Según parece, es un hueso duro de roer —añado.

—Seguro que hace años que no folla con su mujer —apunta Matt.

—Matt… —lo amonesto, intentando aguantarme la risa.

—He oído que es un amargado y que por eso la toma con sus alumnos, haciéndolos la vida imposible —apunta—. Seguro que es porque hace años que su mujer no le deja mojar el churro.

—Matt… —vuelvo a decir, poniendo los ojos en blanco.

Sin embargo, no puedo evitar reírme. Una carcajada sale de mi boca.

—Te lo estoy diciendo en serio, Lea —continúa Matt—. La abstinencia absoluta y continuada agria el carácter y te hace pagarlo con los de alrededor. 

—No creo que sea para tanto —digo entre risas—. Simplemente el profesor Banach es muy estricto.

—Sí, sí, estricto…

—¿Crees que su asignatura nos puede dar problemas? —pregunto.

Matt frunce los labios con esa expresión que quiere decir que no tiene clara la respuesta.

—A ti seguro que no. Eres una Pitagorina —bromea.

—Mira quién fue a hablar… —replico—. ¿Tengo que recordarte que tus notas han sido unas de las mejores del año?

—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudaros? —nos pregunta la dependienta, interrumpiendo la conversación. Es una mujer de mediana edad, con gafas y pelo corto de color castaño.

—Buenas tardes. Buscamos los libros de Topología de Superficies y Geometría de Riemann —me adelanto a decir.

—Sí, enseguida os los traigo —responde la mujer, dándose media vuelta y metiéndose en lo que parece la trastienda.

—Gracias —decimos Matt y yo casi a la vez.

Mientras la dependienta vuelve, nos damos una vuelta por la librería. Hay un par de chicas y un chico que también están hojeando algunos ejemplares de asignaturas del quinto año de carrera.

—Aquí tenéis.

La voz de la dependienta llama nuestra atención a nuestra espalda. Cuando Matt y yo nos giramos, abrimos los ojos de par en par. Los libros de Topología de Superficie y Geometría de Riemann parecen dos Biblias. Nos acercamos al mostrador.

—¿Has visto lo gordos que son? —dice Matt.

Voy a contestar, pero en esos momentos suena la musiquilla de mi teléfono móvil. Abro el bolso, lo saco y miro la pantalla. Es Darrell…

Qué extraño; nunca me ha llamado.

Descuelgo.

—Hola. Dime… —digo tímidamente.

—¿Dónde estás? —me pregunta, sin ni siquiera saludarme.

Su tono es formal y serio, más formal y serio de lo acostumbrado en él.

—Estoy en una librería, comprando unos libros.

—¿En qué librería?

—En la Librería Números.

—¿A cuánto queda del ático?

—A una media hora, más o menos…

—Quiero que vengas. —Sus palabras suenan a orden.

Arrugo el ceño. ¿Qué coño le pasa?, me pregunto extrañada. ¿Por qué me habla así? ¿Cómo si estuviera enfadado conmigo?

Miro el reloj de mi muñeca.

—En media hora estoy allí —digo.

—Perfecto.

Sin mediar más palabras, Darrell cuelga. Me retiro el teléfono de la oreja y me quedo mirando la pantalla durante unos instantes, desconcertada. Levanto los ojos y me encuentro con la mirada de Matt.

—Matt…

—¿Sí?

—Tengo que irme —le digo con prisa en la voz.

—¿Ya? Pensé que íbamos a tomarnos algo.

Noto un asomo de decepción en su tono.

—No… No puedo. Lo siento… Me acabo de acordar de que había quedado con Lissa… —me excuso impaciente mientras saco la cartera del bolso—. Quiere… quiere hablarme de no sé qué. Ya la conoces… —Me muerdo el interior del carrillo, esperando que mi mentira cuele—. Va a matarme si llego tarde.

—Está bien… —dice resignado Matt—. ¿Nos vemos mañana?

—Sí, claro —digo, aliviada de que no sospeche nada.

Pago de manera expedita a la dependienta, que mete los dos libros en una bolsa. Me la tiende.

—Te llamo por la mañana…

—Sí, y concretamos hora y lugar.

Cojo la bolsa rápidamente y doy un par de besos a Matt a modo de despedida.

—Si quieres puedo acompañarte… —sugiere.

—No, no es necesario, gracias —me adelanto a decir. Por nada del mundo quiero que vea dónde vivo actualmente. Eso daría lugar a un sinfín de preguntas que no me apetece responder—. Nos vemos mañana, ¿vale? —corto, para cambiar de tema.

—Como quieras —claudica Matt—. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Salgo de la tienda como una exhalación y pongo rumbo hacia la primera boca de metro que haya en las inmediaciones, esquivando la masa de gente que deambula ansiosa de un lado a otro por las laberínticas calles de Nueva York.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La proposición del señor Baker
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