CAPÍTULO 31

 

 

 

 

 

 

Darrell aparca el coche en el parking subterráneo del Queens Center Mall, uno de los mayores centros comerciales de Nueva York, ubicado al este de Manhattan. Cogemos el ascensor y subimos a la última planta, donde se encuentran los restaurantes.

Antes nos hemos pasado por una farmacia para comprar la píldora. Darrell tiene prisa por que me la empiece a tomar.

 

 

 

El McDonald´s no está excesivamente concurrido. Normal, teniendo en cuenta que es miércoles y que la hora punta de comer pasó de largo hace un rato.

Al entrar, un grupo de chicas que está sentado en una de las pocas mesas ocupadas se giran para mirarnos o, más bien, para mirar a Darrell. Sus ojos curiosos pasan de él a mí y de nuevo a él mientras cuchichean en voz baja. Me pregunto cuáles de sus atractivos les habrá llamado la atención: su porte regio, su intensa mirada azul, su parecido con Sean O´Pry, o la elegancia con la que él solo sabe llevar un traje… ¡Son tantas cosas! Pero sea lo que sea, Darrell no se molesta ni siquiera en dedicarles una mirada, aunque alguna de las chicas incluso se ruboriza y baja la cabeza cuando pasamos a su lado. Me alegra ver que no soy la única a la que Darrell Baker impone y sonroja sin necesidad de abrir la boca.

Nos acercamos directamente al mostrador. Como Darrell nunca ha estado en un establecimiento de este tipo, le explico cuál es la manera en qué tenemos que pedir y de paso le aconsejo sobre lo que se puede considerar delicatesen dentro de una hamburguesería.

—Supongo que no estás acostumbrado a tener que hacer cola —comento con sarcasmo cuando nos colocamos detrás de la fila que forman un par de personas que están delante de nosotros.

—Nunca, la verdad —dice Darrell.

—Bienvenido al mundo normal —anoto—. En el que, aunque chasquees los dedos, la gente no aparece dispuesta a hacer lo que quieras.

Al llegar nuestro turno, nos atiende una chica rubia de ojos claros con un brote de acné en la cara y que rondará más o menos mi edad. Cuando se dirige a Darrell, su voz titubea entre los labios y un golpe de rubor mancha sus mejillas.

A ella también le intimida, pienso. Sonrío para mis adentros. Mal de muchos, consuelo de tontos.

—¿Siempre causas ese efecto en el género femenino? —le pregunto a Darrell al tiempo que me siento en una de las mesas del final.

—¿Qué efecto? —dice a su vez él, dejando la bandeja sobre la mesa y desabrochándose el botón de la chaqueta del traje para estar más cómodo.

—¿Qué titubeen y se sonrojen cuando te diriges a ellas o simplemente cuando pasas a su lado?

—No lo sé, supongo que en las tímidas, sí. —Hace una pequeña pausa y se sienta—. ¿Tú titubeas y te sonrojas cuando te diriges a mí?

Carraspeo mientras tomo asiento.

¿Para qué me hace esa pregunta si sabe de sobra la respuesta?

Carraspeo una segunda vez y bajo la mirada. Toqueteo la hamburguesa para disimular que me ha puesto nerviosa, pero creo que no lo consigo.

—Bueno… al principio… quizás… cuando te conocí…

¡Vamos, Lea!  ¡A ver si eres capaz de terminar la frase!, me animo a mí misma con burla.

Opto mejor por callarme y alzo la vista pese a que siento que me estoy ruborizando hasta la raíz del pelo. ¿Quién narices me manda preguntarle a Darrell según qué cuestiones? Maldita sea, voy a tener que coserme la lengua al paladar.

—Me gustan las mujeres que se sonrojan —afirma sin mover un solo músculo del rostro—. Por ejemplo, como tú ahora.

La cara me arde más si cabe.

—Ahora entiendo algunas cosas… —susurro.

—¿Qué cosas?

—A veces creo que haces que me ruborice a propósito —contesto.

Enderezo la espalda en la silla, tratando de mantener la compostura.

—La timidez es muy sexy —alega Darrell, y con eso responde a mi comentario. 

—Ya veo… —replico a media voz. Hago una pequeña pausa para tomar aire—. No creo que te resulte muy difícil ruborizar a las mujeres, incluso no creo que te resulte muy difícil ruborizar a algunos hombres.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Y por qué crees eso, Lea?

Tardo unos segundos en contestar, dudosa de que sea conveniente seguir con esta conversación. Tengo la sensación de estar empezando a caminar por la orilla de una laguna de arenas movedizas. Sin embargo, decido continuar.

—Eres… intimidante —suelto finalmente, aunque no lo digo en un tono nada firme.

—¿Te parezco intimidante?

—No me lo pareces, Darrell, lo eres. No soy la única persona a la que le das esa impresión. Si no, pregúntale a alguno de tus empleados.

—No me considero un mal jefe —objeta.

—No se trata de eso…

—Entonces, ¿de qué se trata?

—No sé… Es algo que va más allá; algo que está en tu actitud, incluso en tu aspecto físico.

—¿Tengo cara de ogro? —pregunta.

A pesar de que no sonríe, como es costumbre en él, su voz es distendida, de broma.

—Sabes de sobra que no —me apresuro a alegar—. Todo lo contrario…

La perfección tiene tu nombre, pienso para mis adentros.

—Es otra cosa… —digo en voz alta—. Quizá tu seriedad, la expresión solemne de tu rostro; o tu altura, tu corpulencia, tus rasgos, o la osadía de tus facciones… No sé… —concluyo, dándome por vencida al presentir que no puedo explicarlo con palabras—. No creo que sea la única que lo piense.

—No —responde Darrell—. Pero viniendo de ti resulta muy interesante.

—¿Interesante? ¿Por qué?

Darrell se encoge de hombros y guarda silencio.

—Será mejor que comamos, o se nos juntará con la cena —sugiere, cambiando de tema. Coge su hamburguesa—. Bueno, vamos a probar las gracias de la comida basura —dice, repitiendo mi frase.

Cuando va a hincarle el diente, le interrumpo.

—Si me admites un consejo; es mejor que te quites la chaqueta. —Frunzo la nariz en un gesto divertido—. El kétchup y la mostaza suelen escurrir.

Darrell me mira con la hamburguesa a medio camino de la boca.

—No sabía que hubiera que seguir un protocolo —apunta.

—Si no quieres que la ropa acabe en la tintorería, sí.

Apoya la hamburguesa en la bandeja, coge una servilleta y se limpia los dedos a conciencia. Seguidamente se quita la chaqueta y la extiende en el respaldo de la silla. Se desabrocha los botones de los puños de la camisa y se la arremanga hasta los codos. Mientras lo hace, con esa elegancia innata que posee, no puedo dejar de mirarlo.

—¿Ya estoy listo? —pregunta, y durante unos segundos espera a que yo le dé el visto bueno.

—Sí —digo—. Ya puedes empezar.

Darrell coge de nuevo la hamburguesa, se la lleva a la boca y le da un mordisco. Pero antes de que los dientes se cierren completamente en torno al bocado, un chorro de kétchup sale disparado y le mancha las manos de forma escandalosa.

—Te lo dije —señalo, haciendo una mueca con los labios.

Darrell vuelve a dejar la hamburguesa en la bandeja.

—Parece que he matado a alguien —dice, mirándose las manos.

Le paso un par de servilletas y mientras se limpia intento reprimir la risa.

—¿Te hace gracia? —me pregunta, al tiempo que coge otra vez la hamburguesa.

Aprieto los labios conteniendo la risa, pero me es imposible al ver que el kétchup y la mostaza siguen manchándole las manos y que no es capaz de frenarlo.

—¿Sabes que en estos momentos tienes un ligero parecido a Shrek? —bromeo, haciendo un paralelismo con su comentario anterior, en el que preguntaba que si tenía cara de ogro.

—En estos momentos puedo parecerme a casi cualquier cosa —afirma—. A Shrek, a Asno, incluso a la mismísima Fiona…

Me echo a reír abiertamente.

—¿Nunca has probado a chuparte los dedos? —pregunto de pronto.

Darrell me mira con los ojos entornados, bajo el abanico de sus espesas pestañas negras.

—Eso traspasa cualquier código de la educación y de las buenas formas —asegura—. Y, si me apuras, hasta del honor.

—Pero no sabes el placer que da —afirmo.

—¿Estás segura?

—Completamente segura. Además, en las hamburgueserías lo hace todo el mundo; como comerse las patatas fritas con las manos. ¿O acaso has visto que nos hayan puesto cubiertos? Esto no es un restaurante de esos finolis que tú frecuentas —continúo—. Aquí uno se puede… desinhibir.

—¿Desinhibir? —repite y se me queda mirando con expresión pícara y una ceja arqueada.

Me ruborizo al captar la doble intención con la que Darrell ha interpretado mis palabras.

—Sí, bueno, ya me entiendes… —trato de excusarme.

—Está bien… Me voy a desinhibir —dice.

Darrell acerca los dedos a la boca y comienza a chuparlos mientras yo aprovecho para contemplarle embelesada.  Madre mía, hasta en esa acción tan mundana es elegante. Segundos después me obligo a apartar los ojos; es mejor que deje de mirarlo o no respondo de mis actos.

—Esto está… riquísimo —comenta, y él mismo parece sorprendido.

—¿Ahora te das cuenta de lo que te has estado perdiendo? —digo.

Levanta la vista. Su mirada sonríe.

—Creo que voy a descubrir muchas cosas contigo —afirma.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La proposición del señor Baker
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