El emperador y la ciudad
A Teodosio lo sucedió un oficial del ejército, Marciano (450-457), en virtud de un pacto político ratificado mediante su matrimonio con Pulquería. Ésta había ejercido como regente durante la minoría de edad de su hermano, al que educó «para que tuviera unos modales adecuados y dignos de un príncipe»; hablaba perfectamente griego y latín y actuó siempre en nombre de su hermano, sin extralimitarse nunca en sus funciones (Sozómeno, HE, IX, 1). Marciano demostró ser un gobernante atento y competente, pero murió sin herederos y el encargado de nombrar a su sucesor fue el poderoso jefe del ejército, Aspar, que eligió a un miembro de su séquito, León.
Resulta curioso que la sucesión en el trono imperial hubiera sido siempre una materia incierta, sin que en ningún momento, desde sus mismos orígenes, tuviera un carácter formal; cuando, como en este caso, no existía un heredero directo, quedaba en manos del ejército, o de los elementos más próximos a los centros del poder, y del senado solventar el problema. No obstante, la aprobación del pueblo —en la práctica la de los habitantes de Constantinopla— constituía también un factor importante, mientras que el papel religioso desempeñado por el patriarca u obispo de Constantinopla no se reconoció formalmente hasta finales del siglo V o comienzos del VI. Dada la situación, eran demasiados los factores que quedaban al azar, sobre todo cuando, como hemos visto, la posibilidad de que se produjeran disturbios y sublevaciones era un elemento constante en la vida de la metrópoli. Seguramente no es una coincidencia que a partir de este momento empecemos a tener referencias de lo que podríamos denominar ceremonia formal de entronización, y que los principales elementos de ésta fueran tomados de los hábitos propios de la milicia.[19] A León se le impuso el torques, el collar militar, en el palco imperial del Hipódromo, en presencia de los soldados y del pueblo; a continuación fue levantado sobre un escudo en una especie de ceremonia germánica bastante inverosímil, y sólo después se le impuso la diadema imperial. Aunque el patriarca desempeñara también su papelito, como le correspondía en virtud de su nuevo estatus, aún no existía una coronación religiosa propiamente dicha, ni se ungía al futuro rey, ni se daba ninguna de las suntuosas ceremonias propias de las coronaciones medievales, si bien en el siglo VII aproximadamente la ceremonia se había convertido ya en todo un espectáculo eclesiástico.
La entronización del emperador, lo mismo que otras ceremonias públicas, iba acompañada por los gritos y aclamaciones de la multitud. Éstas podían ser meros vivas al emperador, pero en ocasiones eran también auténticos himnos en verso, de complicada métrica, o incluso, a veces, soflamas de carácter doctrinal. Llegado el caso, el emperador establecía desde el palco imperial un auténtico diálogo con el pueblo; se nos ha conservado un curioso ejemplo de esta costumbre en los denominados Acta Calapodii, en los que se recoge uno de esos diálogos, mantenido con motivo de la sublevación de Nika en 532.[20] Por lo general constituían una oportunidad para dar rienda suelta a las quejas políticas o de otra índole, o para apelar al emperador. La facción de los Verdes
empezó a abuchear a Calapodio, cubiculario y espatario del emperador, y a entonar cantos de burla contra él: «¡Viva Justiniano, vivan sus victorias! ¡Tú sí que eres bueno, mientras que nosotros somos agraviados! Bien sabe Dios que esto ya es intolerable. ¡Cuál es el peligro en que nos vemos! Calapodio, el espatarocubiculario, es quien nos agravia» ( Chronicon Paschale , según la trad. ingl. de Whitby y Whitby, p. 114).
A veces se daba un grado de licencia sorprendente; pocos días después de este suceso, durante aquella misma revuelta, el emperador entró en su palco del Hipódromo llevando los Evangelios en la mano y prestó juramente ante el pueblo con el fin de aplacarlo: «Mucha gente se puso entonces a cantar "Augusto Justiniano, tuya es la victoria", mientras que otros vociferaban: "¡Eres un perjuro, burro!"» (ChroniconPaschale, según la trad. ingl. de Whitby y Whitby, p. 121).
El hecho de que el Hipódromo se convirtiera en escenario habitual de este tipo de confrontaciones no venía sino a continuar una costumbre habitual a comienzos de la época imperial, cuando el emperador y el pueblo acudían juntos a los juegos. En Constantinopla se produjo una formalización completa de esta usanza, al estar el Hipódromo y el palacio comunicados a través de un pasadizo, y allí es donde por regla general el emperador hacía sus comparecencias oficiales ante el pueblo. Podemos ver cómo a lo largo del siglo V fueron evolucionando las relaciones perfectamente ritualizadas, incluso cuando eran turbulentas, del emperador y el pueblo, rasgo característico de la última época de Bizancio, cuando, con motivo de las carreras de carros, las dos facciones del Hipódromo, los Verdes y los Azules, desempeñaron un papel fundamental no sólo como participantes en las ceremonias públicas del estado, sino también, en ocasiones, y sobre todo en las primeras épocas, como instigadores y cabecillas de las revueltas populares. Los emperadores solían apoyar a un «partido» o a otro y son muchos los que han pensado que estos grupos de Verdes y Azules acaso representaran también las diferentes posturas religiosas del momento; no obstante, aunque determinado grupo pudiera hacer suya una u otra causa en un momento o en un lugar determinados (sabemos que Verdes y Azules desempeñaron un papel preponderante en los disturbios producidos en numerosas ciudades de Oriente con motivo de la caída del emperador Focas, en 609-610), carecemos de pruebas que demuestren que una de las dos facciones se identificaba especialmente con algún grupo en particular. Los relieves escultóricos de la base del obelisco erigido por Teodosio II en el Hipódromo muestran al emperador en su palco, rodeado de sus cortesanos y con un grupo de artistas y músicos ante él. Los partidarios de los Verdes y los Azules ocupaban sitios especiales en el Hipódromo (se han conservado también numerosos graffiti con mensajes del tipo «¡Que ganen los Verdes!» grabados en los asientos de numerosos teatros y circos, como por ejemplo el de Afrodisias); por otra parte, al igual que los hinchas de cualquier equipo en todas las épocas, también éstos se vestían de una manera especial:
La parte de su túnica que cubría sus brazos se recogía y ceñía en torno a las muñecas, mientras que el resto de la manga, hasta la altura del hombro, quedaba mucho más amplia y hueca. Así pues, cuando agitaban las manos al aplaudir en el teatro o en el Hipódromo, o cuando animaban a sus favoritos como es habitual, esa parte de su vestimenta se hinchaba de tal forma que los más ingenuos creían que su corpulencia y fuerza eran tales que requerían ser cubiertas por unas prendas tan voluminosas... Sus mantos y sus calzas, y en general también sus zapatos se incluían entre los denominados «hunos», por su nombre y su forma