Oriente y Occidente

Hay por supuesto unos cuantos temas que evidentemente sólo afectan a este último período, entre ellos el del progresivo distanciamiento entre Oriente y Occidente. Resulta importantísimo a este respecto recordar que las estructuras administrativas, económicas y militares básicas del estado romano instauradas a comienzos del siglo IV siguieron existiendo en el imperio oriental al menos hasta el reinado de Justiniano, y en muchos casos incluso hasta más tarde. Debemos buscar, por tanto, factores especiales, como los que hemos analizado en el capítulo 2, que expliquen por qué las cosas fueron tan distintas en Occidente.

El sistema fiscal del Bajo Imperio tenía por objeto hacer frente a una situación en la que la devaluación continua de la moneda había conducido casi a su hundimiento absoluto, de suerte que las contribuciones debían cobrarse en especie, y también en especie debían efectuarse los pagos a las tropas; la realización regular del censo y el establecimiento de la indicción por cinco años tenían por objeto garantizar la recaudación de las contribuciones al estado; por otro lado, este expediente implicaba una elaborada adecuación de la demanda a la oferta. La principal partida de los presupuestos estaba destinada, como siempre, a sufragar los gastos del ejército, que por entonces cobraba parte de sus emolumentos en metálico y parte en especie (véase el capítulo 2). Ello trajo consigo una serie de consecuencias previsibles: por ejemplo, las distintas unidades del ejército —en este momento mucho más variadas en su tipología y organización que hasta la fecha— empezaron a acantonarse cerca de las fuentes de aprovisionamiento, y por lo tanto dentro de las ciudades o en sus cercanías, y no en las fronteras. Mientras que a finales del siglo IV la mayoría de los pagos se efectuaban en metálico, el protagonismo del estado en todo lo relativo a la recaudación y distribución de la annona o aprovisionamiento del ejército siguió siendo un rasgo fundamental de la economía, tanto por lo que respecta a la organización de la producción como en lo concerniente a su incentivación; pero la desaparición de esta función del estado durante el siglo V constituyó un factor decisivo de cara a la fragmentación económica del imperio, lo mismo que la supresión del abastecimiento oficial de grano a la ciudad de Roma (véase el capítulo 7).

Por otra parte, si bien el sistema utilizado en Oriente era el mismo que el empleado en Occidente, da la sensación de que en aquella parte del imperio funcionó mejor. A ello contribuyeron diversos factores. La zona oriental, por ejemplo, había sido urbanizada antes y de una forma más feliz que la occidental, y así, pese a las continuas quejas de los consejos municipales y de sus portavoces, la mayoría de las ciudades pervivieron y conocieron incluso cierto auge durante los siglos V y VI. Sabemos muchas cosas respecto a sus problemas, entre otras razones porque las fuentes escritas suelen proceder precisamente de este tipo de ambientes; así, por ejemplo, Amiano Marcelino, Libanio, Juliano y posteriormente Procopio defendieron la causa de las ciudades frente al gobierno central (véase el capítulo 7). Sin embargo, muchas de sus quejas tienen un fundamento de tipo ideológico; en la práctica, el siglo V y las primeras décadas del VI supusieron, al parecer, un período de prosperidad para muchas regiones de Oriente, sobre todo para ciertas zonas de Siria y Palestina (véanse los capítulos 1 Y 8). Otra diferencia evidente entre Oriente y Occidente por lo que a la economía se refiere tiene que ver con las incursiones constantes —y en definitiva mucho más serias— de los bárbaros sufridas por la mitad occidental durante el siglo V; no sólo la base económica de Occidente era mucho más débil que la de Oriente (véase la p. 109), sino que allí la demanda era también mayor. Como hemos visto, el gobierno de Occidente encontró serias dificultades para mantener unas fuerzas militares a la altura de su cometido. Pero todavía hay una diferencia estructural más profunda entre una parte y otra del imperio, a saber, el desarrollo en Occidente durante el siglo IV de una clase de terratenientes de rango senatorial inmensamente ricos y poderosos, mientras que en Oriente la riqueza estuvo siempre comparativamente mucho mejor repartida. La conjunción de un gobierno débil y unos terratenientes ricos y poderosos fue crucial a la hora de determinar el modelo de la economía occidental.

Así, pues, entre Oriente y Occidente hubo durante toda esta época muchas semejanzas, pero también muchas diferencias. A partir de 395 los factores locales adquirieron una importancia cada vez mayor, aunque siguieron existiendo muchos rasgos comunes y podemos observar la pervivencia de algunas tendencias análogas en una y otra zona; el alcance de los cambios, sin embargo, podía variar mucho. En las obras basadas en los conceptos tradicionales de decadencia y hundimiento todas esas diferencias que se daban en la realidad quedan absolutamente desdibujadas. Por el contrario, el actual auge de las investigaciones arqueológicas nos invita a establecer comparaciones entre un yacimiento y otro o entre toda una región y otra, fomentando de paso una visión más amplia de la situación; nos invita asimismo a dilucidar la cuestión de hasta qué punto guardan relación los testimonios literarios tradicionales y las evidencias materiales, por lo demás cada vez más numerosas. A finales del período que nos ocupa, aunque todavía cabe hablar en determinados aspectos de mundo mediterráneo,[146] lo cierto es que la mitad occidental se hallaba ya muy fragmentada, mientras que el gobierno de Oriente y sus estructuras provinciales y defensivas atravesaban por una situación de debilidad clarísima respecto a épocas anteriores. Cabe afirmar, como veremos inmediatamente, que las guerras de reconquista emprendidas por Justiniano (véase el capítulo 5) contribuyeron en realidad a agravar ese debilitamiento, lo mismo que la catastrófica peste que asoló el imperio en 541. Existían además factores estructurales que podemos ver reflejados en la paulatina metamorfosis experimentada por muchas urbes del imperio de Oriente, que pasan a convertirse en simples ciudades medievales o —en la mayoría de los casos— en meras aldeas, proceso que dio comienzo mucho antes de que acabara el siglo VI (véase el capítulo 7). En muchas regiones, los signos de prosperidad evidentes hasta entonces habían empezado ya a desaparecer cuando las invasiones persas de comienzos del siglo VII infligieron otro severo golpe al imperio de Oriente, incapacitándolo para hacer frente a las primeras conquistas árabes ocurridas a partir de 630 (véase el capítulo 8). Desde una perspectiva general, cabe afirmar que Oriente y Occidente pasaron por unos procesos semejantes, aunque, eso sí, en fechas diferentes, dependiendo la velocidad de los cambios de la intervención de factores locales.[147]