Las mujeres
El cristianismo tuvo en cualquier caso como consecuencia el acceso de las mujeres a la esfera pública. Efectivamente, la mujer podía ahora viajar a Tierra Santa, fundar monasterios, aprender hebreo, decidir no casarse y quedarse soltera, o dedicarse a la vida religiosa y entablar amistad con hombres ajenos a su círculo familiar, opciones todas a las que difícilmente habrían tenido acceso en otros tiempos. Cabría recordar, en contraposición con esta nueva situación, el hecho de que los esclavos y colonos cristianos siguieron constituyendo en su inmensa mayoría la gran masa de desconocidos de la Antigüedad, a quienes ningún autor se digna dedicar ni un renglón en sus escritos. Cuando la alternativa era con toda verosimilitud una vida de penalidades o de hastío, el ascetismo ofrecía cuando menos la ilusión de una iniciativa personal. A nadie se le ocurrirá sostener que el estatus o la libertad de las mujeres aumentaron de forma ostensible durante este período; lo cierto desde luego es que, al ser considerada la mujer, entre otras cosas, causa y origen de la tentación carnal, buena parte de la literatura teológica de la época muestra unos tintes claramente misóginos;[305] ahora bien, nunca se realizó el menor intento de negar a las mujeres el acceso a la santidad, y en determinados ambientes se hizo posible la amistad entre hombres y mujeres, hasta un punto difícil de imaginar en la sociedad pagana.[306] Característica curiosa de la literatura cristiana del Bajo Imperio es que se comienza a prestar atención a las mujeres con una intensidad difícil de imaginar en época clásica. La vida de santa Macrina, escrita a finales del siglo IV por su hermano, Gregorio de Nisa, es una obra tan conocida que suele olvidarse lo singular que es el hecho de que su protagonista sea una mujer.[307] Al igual que los pobres, las mujeres fueron consideradas dignas de atención. Como cabría esperar, tenemos noticias sobre todo de mujeres cristianas de clase alta como santa Melania la Joven, santa Paula y sus hijas, amigas de san Jerónimo, o la diaconisa Olimpíade, amiga de san Juan Crisóstomo. Teniendo en cuenta el mal carácter de san Jerónimo, resulta enternecedor pensar que los santos Paula, Fabiola y Eustoquio fueran enterrados con él en Belén, pues se había vaticinado que
La señora Paula, que lo cuida, morirá primero, viéndose así al fin libre de su rudeza [es decir, la de san Jerónimo]. [Pues] por culpa suya ninguna persona santa quería vivir en aquel lugar. Su mal carácter habría alejado de allí incluso a su propio hermano (Paladio, Historia lausíaca , XXXVI, 6-7, según la trad. ingl. de Meyer; texto citado por P. Brown, The Body and Society , Nueva York, 1987, p. 378).
Evidentemente este tipo de mujeres no constituían la tónica general, pero comportamientos semejantes tampoco habrían sido posibles en épocas anteriores.[308] Para la mayoría, se trataba más de una postura vital que de un verdadero cambio en su estilo de vida, pero incluso en este sentido las posibilidades se hallaban harto restringidas. Junto al aparente aumento de las oportunidades de la mujer cabe resaltar el hecho de que fuera justamente durante esta época cuando la Virgen María se convirtió en uno de los principales objetos de culto y veneración de los cristianos. Los motivos inmediatos de dicho fenómeno quizá sean de orden cristológico (véanse los capítulos 1 y 3), pero el prestigio de su culto traía aparejado un mensaje simbólico importantísimo para las mujeres: si Eva representaba el carácter pecaminoso de la mujer y su faceta corruptora, María destacaba por su pureza, demostrada por su virginidad y por su total sumisión a la voluntad divina.[309] Este desarrollo del culto de la Virgen, especialmente por la época en que se celebró el concilio de Efeso (431), vino precedido por una acaloradísima defensa de la virginidad por parte de muchos padres de la Iglesia de finales del siglo IV; pese a no ser ni mucho menos un rasgo exclusivamente característico de la mujer, también esta virtud solía ejemplificarse a través de la imagen seductora tradicionalmente atribuida a la mujer.[310] Puesto que el hombre seguía representando por entonces, lo mismo que en la mayoría de las sociedades anteriores y posteriores a aquélla, la racionalidad, mientras que la mujer venía definida en función de su identidad sexual, no es de extrañar que la adquisición de cierto grado de libertad supusiera para la mujer la negación de su sexualidad. No se trataba de un mero ideal, sino de una realidad que evidentemente se llevaba también a la práctica, como demuestran las vidas de algunas santas legendarias, como, por ejemplo, santa María Egipcíaca, que ocultaban por completo su condición de mujer y se vestían de hombre, para no revelar por regla general su verdadera naturaleza hasta que no se hallaban en su lecho de muerte.[311]
El estudio pormenorizado de las numerosas leyes referentes al matrimonio y de otras cuestiones relacionadas con las mujeres publicadas entre el reinado de Constantino y el de Justino II (565-578), pone de manifiesto que hubo una serie de elementos que permanecieron inalterables y otros que sufrieron numerosos cambios. Las mujeres siguen siendo consideradas básicamente sujetos dependientes y necesitadas en todo momento de protección; su estatus es de estricta subordinación a la figura del marido, y su acceso a la justicia está muy limitado. Las prescripciones del derecho civil romano que afectaban al individuo en cuanto tal sufrieron pocos cambios con la cristianización, y de hecho lo único que hicieron los emperadores cristianos fue ponerlas otra vez en vigor. La nueva legislación, en cambio, mostraba un gran interés por la defensa de la moralidad pública, y sobre todo por la defensa de la castidad; a partir de este momento, la mujer habría de encontrar nuevos obstáculos a la iniciación de los trámites de divorcio, y se pusieron muchas trabas a quienes pretendían contraer segundas nupcias; a partir de Constantino se aprobaron una serie de leyes que castigaban con más severidad a las mujeres que a los hombres que iniciaran un proceso injustificado de divorcio, hasta que en 548 Justiniano equiparó las penas. No obstante, incluso durante el reinado de los emperadores cristianos el matrimonio siguió siendo una cuestión civil, y no religiosa. Por otra parte, los derechos y obligaciones de las madres sobre sus hijos se vieron notablemente fortalecidos, especialmente en tiempos de Justiniano, de quien procede la mayor parte de la legislación relacionada con estos temas, y cuyas innovaciones tenían en realidad por objeto mejorar fundamentalmente la situación jurídica de la mujer.[312] No obstante, el verdadero papel desempeñado por el cristianismo en la realización de todas estas transformaciones dista mucho, desde luego, de estar claro; es innegable que durante este período se produjeron muchos cambios en la legislación, pero el motivo de dichos cambios es harina de otro costal. El rasgo más sorprendente acaso sea sencillamente el incremento de la atención prestada en la legislación imperial a las cuestiones relacionadas con las mujeres; y este hecho resulta ya suficientemente importante de por sí.
Así pues, las vías de acceso a la vida pública de las que disponían las mujeres —y no olvidemos que sólo existían para una minoría— seguían siendo muy limitadas. Los casos de las intelectuales paganas Hipada y Atenaide, hija esta última de un filósofo ateniense y posteriormente esposa de un emperador —con el nombre de Eudocia—, tras entablar amistad con Pulquería, la piadosa hermana de Teodosio II (véase el capítulo 1), fueron igualmente excepcionales, si no más. Por otra parte, dentro ya de la esfera de la religión, tanto en el seno de la familia como en el de la vida religiosa, las mujeres alcanzaron un estatus mucho más elevado del que habían tenido hasta entonces. En este sentido —al quedar las mujeres invariablemente relegadas a la esfera de lo privado— cabría decir que la vida privada y los valores individuales gozaron en este período de una estimación y una importancia mayores. En algunos aspectos, las limitaciones a las que habían de hacer frente las mujeres, con ser ya grandes, llegaron incluso a intensificarse, pero al mismo tiempo —y el hecho resulta ya bastante singular, teniendo en cuenta el medio social en el que se produjo—, y sin olvidar en ningún momento los límites impuestos por la moral y la doctrina religiosa de la época, el fondo más intimo de la persona no fue definido nunca como una entidad exclusivamente masculina.
En muchos aspectos fue este un período tumultuoso, en el que algunas de las barreras sociales existentes empezaron a debilitarse, cuando no fueron derribadas por completo. Uno de los rasgos más sobresalientes de esta época es a todas luces el progreso experimentado por la cristianización, que trajo consigo una serie de transformaciones sociales y el desarrollo de una ideología autoritaria.[313] Pero la fragmentación de la sociedad romana en Occidente, los asentamientos bárbaros y el posterior desarrollo de los reinos germánicos contribuyeron también a alterar las normas establecidas; otra cuestión muy distinta es, sin embargo, si dichos cambios trajeron o no consigo una mayor libertad. En el imperio de Oriente, el siglo VI —y especialmente el reinado de Justiniano— supuso todo un hito en la historia de la Bizancio de los primeros tiempos, al contar con un emperador fuerte, unos ministros poderosos y un gobierno centralizado. Al mismo tiempo, sin embargo, la violencia urbana alcanzó cotas desconocidas hasta la fecha (véase el capítulo 7), poniéndose en tela de juicio la relación existente entre el centro y la periferia. Las ambiciosas medidas adoptadas por Justiniano supusieron para el imperio —y para los sucesores de Justiniano— una serie de dificultades que más tarde, a finales del siglo VI, se pondrían sobre todo de manifiesto en las relaciones mantenidas con la poderosa potencia vecina, la Persia sasánida. Justiniano realizó una importantísima codificación de leyes y fue también un legislador de incomparable vigor, pero no logró implantar una seguridad duradera ni una armonía interna en el imperio. Como veremos en los dos capítulos sucesivos, la evidente prosperidad de ciertas zonas del imperio de Oriente durante el siglo VI no bastó para librarlo de las amenazas que se le vinieron encima.