Motivos de su éxito

Incluso una exposición tan sumaria como esta demuestra que el imperio de Oriente estaba atravesando por una serie de dificultades muy serias antes incluso de que hicieran su aparición en Siria las nuevas huestes árabes. El episodio del usurpador Focas indica que resultaba bastante complicado efectuar los pagos debidos al ejército y asegurar su aprovisionamiento después de tantos años de campañas; por otra parte, las incursiones de avaros y eslavos en Grecia y los Balcanes habían tenido también serias repercusiones sobre toda esta zona (véase el capítulo 7). Lo más que pudo hacer la capital fue sobrevivir al asedio de 626 y a los sucesos que lo provocaron;[406] en cuanto a las dificultades financieras por las que atravesaba el imperio, quedan patentes en las medidas de emergencia que se vio obligado a tomar Heraclio, entre ellas la utilización de los tesoros de las iglesias para acuñar moneda de plata. El reclutamiento de tropas para hacer frente a la campaña persa supuso un esfuerzo enorme e irrepetible. Además, la marcha de Heraclio sobre Constantinopla en una dramática expedición por tierra desde Cartago y el consiguiente derrocamiento de Focas no se produjeron hasta muy tarde —concretamente en 609-610—, en un contexto de graves disturbios en las ciudades de las provincias orientales.[407] Por último, los restos arqueológicos y las fuentes literarias ponen cada vez más en evidencia que las invasiones persas de Asia Menor, Siria, Palestina y Egipto dejaron tras de sí un panorama general de absoluta desolación, e indujeron a muchas personas a abandonar Oriente y a buscar refugio en otras regiones, primero en el Norte de África, y luego en Sicilia y en el sur de Italia, donde se estableció una importante y duradera colonia de greco-hablantes. De hecho, el Sínodo Laterano, celebrado en Roma en 649, estuvo dominado por un grupo de monjes orientales capitaneados por uno de los teólogos ortodoxos griegos más destacados, san Máximo el Confesor, y sus actas fueron redactadas en griego con la finalidad de influir sobre la opinión pública de Constantinopla. No está muy claro hasta qué punto quedó restablecida la autoridad de Bizancio después de recuperar el territorio ocupado por los persas, pero probablemente lo fuera en muy escasa medida, pues no tardó mucho tiempo en producirse otra invasión y los recursos de Heraclio estaban ya al borde del agotamiento.

En tales circunstancias, el éxito del avance árabe no resulta ya tan sorprendente. Mahoma murió en Medina en 632 y fue sucedido por Abu Bakr. Los bizantinos tardaron bastante en darse cuenta de que los invasores no eran los mismos «sarracenos» que solían hacer incursiones en su territorio y con los que ya estaban acostumbrados a tratar desde el siglo IV, de ahí que las fuentes literarias destaquen su fiereza de «bárbaros». Sólo posteriormente los autores bizantinos empezarían a dar muestras de comprender el contenido religioso de las doctrinas de Mahoma. El cronista Teófanes (muerto en 817) ofrece una relación de los hechos muy hostil hacia ellas:

Mahoma enseñaba a aquellos que le prestaban oídos que quien mataba a un enemigo o era matado por él tenía asegurada su entrada en el paraíso. Según decía, el paraíso era un lugar lleno de placeres, donde se comía, se bebía y se fornicaba; corrían en él ríos de vino, leche y miel, y las mujeres no eran como las de este mundo, sino de otra especie, el comercio carnal era interminable y el placer infinito. Propalaba otros muchos mensajes de prodigalidad e insensatez. Sus seguidores debían de ser solidarios unos con otros y ayudar a los que eran tratados injustamente (Teófanes, de Boor, p. 334; Türtledove, p. 35).

Pero si en un primer momento los autores bizantinos no entendieron muy bien las cosas, a lo que parece, y hacen especial hincapié en los sufrimientos de la población local —en particular las fuentes siríacas—, los testimonios arqueológicos y de otro tipo sugieren que, en último término, las «conquistas» no supusieron en las provincias del Mediterráneo oriental una ruptura radical con la situación reinante hasta la fecha, especialmente por cuanto los gobernantes islámicos se limitaron en un principio a adoptar el marco administrativo creado por los bizantinos y siguieron utilizando oficiales públicos de lengua griega para mantenerlo en funcionamiento. El cambio más importante se produciría más adelante, al trasladarse el gobierno a Bagdad, más hacia el este, a mediados del siglo VIII.

Aún siguen siendo objeto de debate las razones del avance musulmán desde Arabia a Palestina y Siria. Parece, sin embargo, que se produjo otro gran avance en dirección contraria, hacia el sur, cuando Heraclio estaba ocupado en la celebración de sus victorias sobre los persas. Pese a la derrota sufrida en Mu'ta por los musulmanes el año 629, en buena parte a manos de otras tribus árabes, un ejército de esta nacionalidad conquistó Tabuk, al norte de Hejaz, tras lo cual tres importantes centros bizantinos de la Palestina oriental, Tertia, Udruh y Aila (Aqaba), guarnecidas estas dos últimas por fuerzas legionarias, así como la ciudad de Jarba, se rindieron sin más, dando con ello paso a los musulmanes a la Palestina meridional. El cronista Teófanes se lamenta de que éstos habían recibido ayuda de las tribus del desierto, a quienes los bizantinos no habían abonado los subsidios que habitualmente les pagaban: «Los árabes oprimidos se presentaron ante los otros integrantes de su tribu y les mostraron el camino al país de Gaza, que es la entrada del desierto hacia el monte Sinaí y además una tierra muy rica» (Türtledove, p. 36).[408] De nuevo, aunque la versión de Teófanes no sea más que una simple anécdota, la cronología de todos estos acontecimientos resulta muy difícil de establecer; en cualquier caso, parece evidente que cuando los musulmanes llegaron al Néguev y a Gaza ambas regiones estaban indefensas, pues prácticamente no opusieron resistencia alguna. Fueran cuales fuesen las razones de esta circunstancia, lo cierto es que las infraestructuras de defensa que habrían podido detener a los musulmanes cuando pasaron de Arabia a Palestina y Siria sencillamente no existían.

Esto bastaría para explicar muchas cosas, sin que hiciera falta apelar a otros factores de índole religiosa. Pero además de los cristianos, había otros grupos religiosos. Las fuentes cristianas culpan a los judíos de Palestina de haber prestado ayuda a los invasores persas, y afirman que cuando éstos abandonaron el país dejaron Jerusalén al mando de los judíos, que actuaban en nombre suyo. No es de extrañar que, ante la derrota de los cristianos bizantinos, los judíos empezaran a acariciar esperanzas mesiánicas de que a corto plazo se produjera la restauración del Templo. La reacción de los bizantinos ante esta situación fue, como es natural, extremadamente hostil, y tras derrotar a los persas, Heraclio promulgó un decreto ordenando la conversión forzosa de todos los judíos (632). Desde el reinado de Justiniano, los judíos del imperio bizantino se habían visto sometidos a una serie de sanciones y prohibiciones cada vez más severas; a partir de este momento, la hostilidad de Bizancio se intensificó y pronto volvió a acusárseles de colaboracionismo, esta vez con los musulmanes. No sería muy prudente prestar crédito a las fuentes cristianas, que son extraordinariamente partidistas, pero da la impresión de que la presencia judía constituyó efectivamente un factor de peso en la situación reinante en la Mesopotamia preislámica, así como en Siria y Palestina; además, por hostiles que sean, podemos ver en las fuentes cristianas un tenue reflejo de la pervivencia en Tiberíades de una importante escuela rabínica, que acaso tuviera un papel destacado durante todos estos años. Lo cierto es que el propio islam debe mucho al judaismo; muestra un gran respeto por las Sagradas Escrituras hebreas y se declara representante de la herencia de Abraham. A la hora de la verdad, las medidas adoptadas por Heraclio sólo podrían ponerse en vigor hasta cierto punto, y bajo el islam la situación de los judíos de Palestina probablemente no mejorara mucho.[409] En cuanto a la población cristiana, la ordenación de sacerdotes monofisitas en la Gran Siria en tiempos de Justiniano tuvo sin duda como consecuencia la aparición de una Iglesia dividida y la obtención de una posición bien asentada por parte de los monofisitas. Sería erróneo, no obstante, pensar que todo Oriente, o incluso las zonas en las que el monofisismo había arraigado más, eran uniformemente monofisitas; el patriarcado de Antioquía, por ejemplo, estuvo controlado alternativamente por calcedonianos y monofisitas, y cuando Heraclio pasó por Edesa en el curso de sus campañas contra los persas encontró comunidades monofisitas y ortodoxas. La propia Palestina era en gran medida fiel al credo de Calcedonia, y sus obispos se opusieron por igual a la fe monofisita y a la monotelita (solución de compromiso entre una y otra doctrina, según la cual Cristo tenía una sola voluntad), a la que recurrió Heraclio en un desesperado intento por alcanzar la unidad de los cristianos. La jerarquía palestina estaba capitaneada por Sofronio, que fue nombrado patriarca de Jerusalén en 634 y que acabó por rendirse a los musulmanes en 638; lo irónico del caso para el observador contemporáneo está en comprobar que durante la época de las conquistas árabes la Iglesia se mostró más preocupada por ganar apoyos contra la nueva doctrina imperial del monotelismo, que por hacer frente a los peligros militares que se le venían encima.[410]

La iniciativa tomada por Heraclio no sólo no trajo consigo la unidad de la Iglesia, sino que introdujo una nueva escisión, al dividir a la jerarquía calcedoniana, que, según la opinión habitual, habría sido la que apoyaba al emperador. La división de los cristianos en materia de religión debió de debilitar sin duda su resistencia ante los invasores, debido a su desconfianza y a su desunión, pero ello no implica que los monofisitas prefirieran el dominio árabe al de los bizantinos, como a menudo se ha supuesto. Los verdaderos factores de la derrota de Bizancio fueron de carácter militar, político y económico, y radican en el debilitamiento de la presencia bizantina en las provincias orientales antes de las conquistas persas y árabes, y no sólo cuando éstas se produjeron. Ya por entonces se hallaban divididas las ciudades de Oriente, como podemos ver por la viva relación de la violencia existente entre las facciones en los últimos días del reinado de Focas que nos ofrece el historiador copto Juan de Nikiu (cuya obra se nos ha conservado en traducción al etíope). Verdes y Azules, cristianos y judíos, calcedonianos y monofisitas, todos desempeñaron algún papel en el drama. Una curiosa obra conocida habitualmente con el título de Doctrina Jacobi nuper baptizan —esto es, «Doctrina de Santiago, recién bautizado»—, que data de finales de la tercera década del siglo VII y que, al parecer, fue escrita por un judío bautizado en cumplimiento de las órdenes imperiales con el fin de convencer a los demás judíos de que siguieran su ejemplo, nos da muchos detalles acerca de la juventud del tal Santiago; por aquel entonces participó activamente en los enfrentamientos entre las facciones:

[Durante el reinado de Focas], cuando los Verdes, al mando de Crucis, incendiaron la Mese [de Constantinopla] y lo pasaron tan mal [cf. Chron. Pasch ., pp. 695-696, Bonn], me pegué con muchos cristianos y vine a las manos con ellos por incendiarios y maniqueos. Y cuando en Antioquía Bonoso castigó a los Verdes e hizo una matanza de ellos [en 609], yo también me fui a Antioquía y, como era Azul y partidario del emperador, me dediqué a zurrar a los cristianos tachándolos de Verdes y traidores ( Doctrina Jacobi , I, 40).