Las provincias de Oriente: guerra y paz con Persia
Las motivaciones de esas guerras, sin embargo, tienen menos importancia que lo que realmente ocurrió en ellas. Como suele suceder en estos casos, fueran cuales fuesen las intenciones originales, ideas y directrices políticas fueron cambiando a medida que cambiaban las circunstancias y aquellos comienzos tan esperanzadores chocaron enseguida con dificultades. Además, el imperio persa plantearía un gravísimo problema militar que siguió amenazando a Bizancio todo el tiempo que duraron las campañas de Occidente e incluso hasta más tarde, pues lo heredaron junto con el trono los sucesores de Justiniano. La historia de las guerras de Justiniano contra Persia viene a ilustrar con tintes verdaderamente dramáticos la grave carencia de los recursos necesarios para llevar a cabo grandes expediciones en la frontera oriental o, cuando menos, para resistir las incursiones persas, al mismo tiempo que se organizaban otras campañas en otros lugares; y, por si fuera poco, a ello había que añadir el enorme coste que para el imperio de Oriente suponía la consecución de una paz pasajera.
Las dos potencias habían venido rivalizando por el dominio del territorio fronterizo y su población desde que los sasánidas alcanzaran el poder en el siglo III (véase el capítulo 8). Ahora bien, tras una serie de campañas no muy gloriosas en la frontera de Mesopotamia organizadas durante los primeros años del reinado de Justiniano, a raíz de las cuales el futuro historiador Procopio se hizo íntimo amigo de Belisario, se alcanzó una tregua en 531 con motivo del fallecimiento del sha Cavadh de Persia y la subida al trono de Cosroes I. En 533 ambas potencias firmaron un tratado (BP, I, 22);[195] una de las cláusulas del mismo preveía el pago de once mil libras de oro por parte de Bizancio, pero, aparte de obligar a ambos ejércitos a efectuar una retirada parcial de sus tropas, las cosas quedaban prácticamente como estaban. No cabía esperar que un gobernante tan enérgico como Cosroes I —comparado con Justiniano, podríamos afirmar que eran tal para cual— fuera a contentarse con eso. Además, su sentido de la oportunidad resultaría fatal para los bizantinos; tras efectuar unos cuantos movimientos hostiles durante cierto tiempo, volvió a invadir el territorio romano en 540, precisamente el año en que Belisario recibió la orden de retirarse de Italia.[196] La segunda guerra de los persas, que estalló aproximadamente en el año 540, fue muy distinta de la primera. La falta de un sistema adecuado de defensas por parte de los romanos se pone tristemente de manifiesto en la facilidad con la que los ejércitos persas llegaron a las inmediaciones de algunas ciudades, como Edesa o Apamea, en Mesopotamia y Siria respectivamente, obligándoles a pagar fuertes sumas de plata por su salvaguardia. Los obispos locales fueron los desgraciados mediadores de estas transacciones; los persas tomaron e incendiaron Berea (Alepo) mientras el obispo de la ciudad, Megas, se hallaba ausente pidiendo ayuda al mando supremo de las tropas romanas, establecido en Antioquía. Allí se encontró con un panorama desolador: Justiniano había dado la orden de que no se entregara dinero alguno a los enemigos para asegurar la salvaguardia de las ciudades de Oriente, y al mismo tiempo corrían rumores de que el patriarca de Antioquía, Efraím, tenía intenciones de entregar su ciudad a los persas. Al regresar a Berea, el infortunado Megas manifestó su desolación ante Cosroes quien, al enterarse de que no había recibido fondos para asegurar la salvación de Antioquía, se dirigió inmediatamente a esta ciudad (BP, 11, 7).[197] Los que pudieron, salieron huyendo inmediatamente, y Cosroes puso sitio a Antioquía, la segunda ciudad del imperio, que fue brutalmente saqueada; semejante catástrofe lleva a Procopio a exclamar:
Siento escalofríos al relatar tan gran desastre, pero lo recojo para que lo recuerden las generaciones venideras; lo que no sé es el fin que perseguirá la voluntad de Dios al elevar la fortuna de un individuo o un lugar para después dejarlos caer y aniquilarlos sin razón aparente (BP, II, 10, 4).