Conflictos entre los cristianos: los concilios de la Iglesia
En general podemos afirmar que los emperadores no se abstuvieron de intervenir en el terreno religioso. A menudo este tipo de actitudes daban lugar a episodios violentos, como cuando la legislación severamente antipagana de Teodosio I promulgada en 391-392 (CTh, XVI, 10, 10-12) indujo a los cristianos de Alejandría, instigados por su obispo, Teófilo, a poner sitio al gran templo de Serapis y en último término a destruirlo (véase el capítulo 1). También otros templos importantes fueron atacados o arrasados por la multitud, por ejemplo en la ciudad siria de Apamea, o en Gaza; tal es también el contexto en el que debemos situar el asesinato de Hipatia, la filósofa neoplatónica maestra de Sinesio (véase el capítulo I).[101] Pero también se produjeron incidentes violentos entre grupos cristianos rivales, un ejemplo de los cuales nos lo proporcionan los enfrentamientos entre arrianos y ortodoxos que tuvieron lugar en Constantinopla a comienzos del siglo V. Los monjes podían ejercer una influencia nefasta en este sentido; tal es el caso de los llamados «Insomnes» (Akoimétoi) de Antioquía, quienes provocaron tales disturbios en Constantinopla que las turbas rivales se lanzaron contra ellos en 426 y hubieron de ser desterrados para poder mantener la ciudad en paz. Los dos grandes concilios de la Iglesia celebrados en el siglo V, el de Éfeso de 431 y el de Calcedonia de 451, se vieron precedidos por violentas escenas de enfrentamiento entre los partidarios de las diversas tesis; tal fue la furia que alcanzó en 431 la rivalidad existente entre Cirilo de Alejandría y Nestorio de Constantinopla que a punto estuvieron los propios prelados de llegar a las manos;[102] en cuanto al II concilio de Éfeso de 449, también concluyó con escenas violentísimas.
Como vimos en el capítulo 1, los tres grandes concilios de la Iglesia se celebraron en esta época: Efeso (431), Calcedonia (451) y Constantinopla (llamado V concilio ecuménico, 553-554), pero aunque éstos fueron los más importantes, no fueron ni mucho menos los únicos. Desde que se celebrara el I concilio de Nicea (325), había venido fortaleciéndose la idea de una fe universal definida en un concilio general de los creyentes, y por esta época aún seguían debatiéndose numerosos puntos trascendentales que iban desde la cristología a la autoridad de las principales iglesias, sobre todo (especialmente durante la segunda mitad de este período) a la de Constantinopla respecto de la de Roma. Además de publicar sus actas, los concilios promulgaban también sus acuerdos («cánones») en materia de doctrina, autoridad eclesiástica e innumerables pormenores relacionados con el comportamiento de los cristianos, sobre todo por lo que se refiere al clero, como por ejemplo los preceptos relativos a la continencia y el celibato, puntos respecto a los cuales la Iglesia occidental hacía más hincapié y se mostraba más severa que la oriental.[103] Las controversias eran acaloradísimas y a menudo desembocaban en violentas luchas entre los distintos obispos y los partidarios de cada uno. Al emperador competía la convocatoria de los concilios ecuménicos, pudiendo ejercer una influencia considerable sobre sus resultados, como hizo Constantino en el de 325 y como haría Justiniano en el de 553-554. En este último caso las sesiones duraron varios meses, pues el papa Vigilio se negó a asistir a ellas, a pesar de hallarse presente en Constantinopla. Al final, tras el acoso a que se vio sometido, no tuvo más remedio que cambiar de postura, pero siguió sin asistir a las reuniones, de suerte que las directrices impuestas por Justiniano para determinar las decisiones del concilio no convencieron a la Iglesia de Occidente. Al término del concilio de Calcedonia, el emperador Marciano promulgó un edicto por medio del cual esperaba persuadir al pueblo cristiano de que la controversia había quedado al fin zanjada:
Por último lo que tanto ansiaba, con la mayor devoción y el más ferviente deseo, sucedió. Se ha puesto término a la controversia de que era objeto la religión ortodoxa de los cristianos; por fin se han hallado remedios contra la mentira culpable, y la diversidad de opiniones entre las gentes ha dado paso al consenso y la concordia general (Stevenson, Creeds , p. 341).
Como hemos visto, se trataba más de una declaración de buenos deseos para el futuro que de una descripción de lo que había ocurrido en realidad.
Sería erróneo pensar que estos conflictos en materia doctrinal no eran más que una máscara tras la cual se ocultaban las «verdaderas» cuestiones de poderío y autoridad de un individuo o de una iglesia determinada, pues, si en nuestra sociedad la religión queda relegada en la mayoría de los casos a un ámbito especial, y por lo general secundario, en la Antigüedad tardía, por el contrario, la religión —tanto pagana como cristiana— no sólo ocupaba el centro de la escena, sino que la Iglesia cristiana fue además adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la vida política, económica y social. Dada la situación, las propias doctrinas cristianas, así como las múltiples alternativas que dividían a los creyentes, suscitaban el apasionamiento de los hombres de la época, del mismo modo que hoy día lo provocan las cuestiones de índole social o política. Algunas de esas discrepancias eran de índole meramente práctica, como por ejemplo la determinación de la fecha en que debía celebrarse la Pascua, materia en torno a la cual diferían considerablemente las diversas tradiciones locales; pero a las cuestiones estrictamente teológicas, como por ejemplo la de la doble naturaleza divina y humana de Jesucristo o el estatus conferido a la Virgen María, se les otorgaba mucha mayor importancia. Durante la primera parte del período que nos ocupa, el arrianismo, que centraba su atención en la relación del Hijo con el Padre, siguió constituyendo un problema de primera magnitud, sobre todo en lo concerniente a los bárbaros, pues si bien casi todas las tribus se habían convertido ya al cristianismo, lo habían hecho en su modalidad arriana. Hacia mediados del siglo V, sin embargo, la problemática fundamental se centraba en la doble naturaleza divina y humana de Jesucristo. Nestorio fue condenado en el concilio de Éfeso (431), pero sus doctrinas pervivieron en sus seguidores, los nestorianos, que siguieron haciendo hincapié en la humanidad de Jesús. El extremo opuesto del nestorianismo recibió el nombre de monofisismo (que afirmaba la existencia de una sola physis o «naturaleza» absolutamente divina de Jesucristo), y sería esta postura la que, pese a ser condenada en el concilio de Calcedonia (451) en la persona de Eutiques, simple cura de Constantinopla, constituiría el mayor obstáculo para la consecución de la unidad cristiana durante los ciento cincuenta años siguientes. Cuando Justiniano intentó llevar a cabo la reconciliación de las iglesias de Oriente planteando la modificación de los cánones de Calcedonia, sólo lograría su propósito a costa de infligir una grave ofensa a Occidente. Un indicio de la fuerza que podían llegar a tener las opiniones en esta materia nos lo proporciona el siguiente hecho: antes de celebrarse el concilio de Calcedonia, Eutiques ya había sido condenado en un sínodo local (448), pero inmediatamente después fue rehabilitado por otro concilio de signo contrario (el «Latrocinio de Éfeso», de 449). Se debió en gran parte a la labor del nuevo emperador Marciano y a la de su piadosa esposa, la emperatriz Pulquería, el hecho de que el concilio de Calcedonia pudiera promulgar el 25 de octubre de 451 un decreto afirmando la doble naturaleza de Jesucristo. La discusión del llamado «Tomo» del papa León I, en el que se subrayaban una vez más las dos naturalezas —substantiae— de Jesucristo (véase el capítulo 1), ocupó la mayor parte del concilio. El Tomo despertó las sospechas de los seguidores de Cirilo de Alejandría, y así muchos cristianos orientales llegaron a pensar que los acuerdos de Calcedonia constituían una traición a los principios de este obispo. Las diferencias cristalizarían en un verdadero cisma cuando, pocos años después de celebrarse el V concilio ecuménico, Justiniano nombró a Jacob Bar'adai obispo de Edesa y permitió en toda Siria la ordenación especial de sacerdotes monofisitas, abriendo así el camino para la constitución de una Iglesia aparte (la llamada «jacobita», por alusión a Jacob Bar'adai, o «Iglesia ortodoxa siria»), que sobreviviría a la conquista árabe, y que aún persiste en algunos lugares.[104]
Así pues, pese a los enormes esfuerzos que comportaba la celebración de los concilios y la intensidad de los sentimientos encontrados, las divisiones religiosas no fueron ni mucho menos subsanadas; es más, como la Iglesia de Roma y la Iglesia católica del Norte de África, que había logrado sobrevivir a las persecuciones sufridas durante el período vándalo para resurgir con más fuerza a raíz de la reconquista bizantina de 534, habían adoptado una férrea actitud antimonofisita, los emperadores de finales del siglo V y del siglo VI se toparon cada vez con más dificultades a la hora de mantener la unidad de la Iglesia, tan necesaria desde el punto de vista político. Los intentos por reconquistar Occidente llevados a cabo por Justiniano en nombre de la restauración de la ortodoxia, no vinieron sino a agudizar el problema. Entretanto, las discrepancias respecto de Constantinopla y Oriente, así como la disolución del poder imperial en Occidente y sobre todo el fracaso en último término de Justiniano, que no logró reinstaurar una hegemonía duradera de Bizancio, abrieron a la diócesis de Roma, a la que los cánones del concilio de Calcedonia habían concedido ya una primacía honorífica, el camino que la llevaría a convertirse en el poderoso papado independiente de la Edad Media.