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ANNA PERRY EN MUMBAI
EN el libro El encuentro con
la realidad, Vicente cuenta que en cuanto bajó del barco que lo
trajo a Mumbai, a la India, en 1952, se sintió «inmediatamente como
en casa». Puede que fuera un país extraño y una tierra extraña,
pero por alguna razón se sintió como en casa. Pues bien, yo sentí
exactamente lo mismo. Desde el momento en el que aterricé en la
India, nunca me sentí fuera de lugar, nunca me sentí diferente de
los demás, y estaba tan cómoda como si fuera mi país natal Supongo
que eso fue lo que hizo posible que tuviera el valor de quedarme
sola en Mumbai con dieciséis años, lejos de Inglaterra, sin conocer
a nadie, pero al mismo tiempo, sintiéndome cómoda, segura y feliz
como si estuviera en mi propia casa y en mi propio país.
Aparte de encontrar un alojamiento para mí,
Terry también me inscribió en un curso de secretariado que se
estaba impartiendo en las instalaciones de la YWCA (Young Women’s
Christian Association, la Asociación de Jóvenes Cristianas). El
curso duraba nueve meses. Puesto que no iba a ganar un sueldo de
momento, mi hermano me ayudó con mis gastos y mi ropa. En aquel
tiempo, yo aún iba vestida con ropa occidental, y puesto que ese
tipo de ropa no se vendía, me compraba tela y confeccionaba mis
propios vestidos. Ahora apenas puedo creer que hiciera aquello,
porque en este momento casi soy incapaz de coser un botón o dar
unas puntadas a un dobladillo, pero... sí: durante mis dos años en
Mumbai, no solo cosí mis propios vestidos, sino que lo hice a mano:
y no eran precisamente unos modelos sencillos, ¡porque hice
vestidos con cuellos, mangas y cinturones! Creo que le pedí a mi
madre que me enviara patrones desde Inglaterra y con ayuda de
aquellos patrones confeccioné algunos de esos vestidos.
Acabé con buenas notas el curso de
secretariado. En aquella institución, como en muchas instituciones
educativas de la India, incluso ahora, es difícil encontrar buenos
profesores y que estos se queden hasta final de curso, así que yo
misma tuve que hacer de profesora. Incluso después de que el curso
terminara continué trabajando de profesora porque el anterior
instructor se había ido.
Durante mi primer año no hice muchos amigos
así que siempre que podía iba a casa de mi hermano a Dharampur.
Viajaba en tren: el trayecto duraba unas cinco o seis horas hasta
Bulsar, Terry me iba a buscar y continuábamos, en coche, durante
una hora más hasta Dharampur.
Mi hermano y mi cuñada se habían adaptado de
maravilla a Dharampur. A él le gustaba mucho su trabajo y ambos
eran muy felices viviendo en el campo. No había muchas casas en los
alrededores y mi hermano solía llevarme al río, cerca del bosque, a
enseñarme las huellas de los animales salvajes que bajaban a beber
allí por la mañana temprano o al atardecer. El terreno que rodeaba
su casa era bastante grande y estaba plagado de serpientes. Carole,
a la que le gusta saberlo todo de todo, me dijo que había leído
cómo reconocer si una serpiente te va a morder o no. Me dijo lo
siguiente: que debía observar atentamente la lengua de la
serpiente; si estaba rígida y recta, era muy probable que esa
serpiente mordiera; si la lengua estaba curvada y flexible,
probablemente no mordería. Y sé que pensé: «¿Y quién se va a quedar
mirando una serpiente durante el tiempo necesario para echarle un
vistazo al interior de la boca? Desde luego, yo no. Saldría
corriendo de inmediato». Lo cierto es que vi muchísimas serpientes,
pero afortunadamente ninguna tan de cerca.
EL DIRECTOR
SUPERSTICIOSO
En fin, queridos amigos: ya era hora de que
la señorita Anna Perry de Southend-on-Sea, Essex, Inglaterra, que
se encontraba viviendo en Mumbai en aquel momento, comenzara a
buscar trabajo. En el YWCA solían dejar ofertas de empleo en el
tablón de anuncios; también buscaba en los periódicos, en las
columnas que iban encabezadas con la expresión «Se necesita». Vi
pocos anuncios para secretarias y acudí a algunas entrevistas.
Tengo que confesar que acudía muy nerviosa a las entrevistas y a la
primera a la que fui, una gran empresa, lo hice fatal, seguí
tecleando en la máquina de escribir cuando ya se había acabado el
papel... No es necesario que diga que no conseguí el trabajo.
Continué buscando en los periódicos, en los anuncios por palabras,
y un día vi el siguiente anuncio:
Se necesita secretaria
para el departamento editorial del semanario Current. Se requiere
buen inglés y capacidad para desarrollar trabajo de periodista y
redactor.
Bueno, si no era exactamente así, era algo
parecido. Me pareció muy interesante y solicité una entrevista por
correo. Me citaron para el día siguiente.
Acudí a la entrevista alrededor de las tres
de la tarde y allí me recibió la señorita Valerie d’Silva, que era
la ayudante de la directora del departamento de publicidad. Estaba
nerviosísima. Debía de tener diecisiete o dieciocho años. Me hizo
un dictado de una de las columnas de la revista, y yo estaba
capacitada para hacerlo más o menos bien; pero cuando empecé con la
prueba de la máquina de escribir, volví a hacer lo mismo que en las
entrevistas anteriores: las manos me comenzaron a temblar y seguí
tecleando cuando ya no había papel... No era un dictado muy largo,
solo de unos cuantos párrafos, pero me salía de la página una y
otra vez. Al final, alrededor de las seis (todos los empleados ya
se habían ido a casa), agotada, me levanté y me fui a casa. Desde
luego, no esperaba que me dieran el trabajo. Para mi sorpresa, unos
días después, recibí una llamada para que volviera a la
oficina.
Allí me planté de nuevo y volví a
encontrarme con la señorita Valerie d’Silva, y me dijo: «Muy bien,
señorita Perry: el trabajo es suyo». Estaba verdaderamente
sorprendida y no pude evitar preguntar: «¿Por qué me lo dan a
mí...? Hice la prueba de la entrevista bastante mal...». (Debería
haber dicho «muy mal»). Y nunca olvidaré lo que me contestó:
«Bueno, el dictado lo hiciste bien; tu mecanografía no es muy
buena, pero el jefe es un poco supersticioso... y ocurre que tú
tienes exactamente el mismo nombre, señorita Anna Perry, que la
persona que ocupó el puesto antes que tú». (El jefe era en realidad
el director: el señor D. F. Karaka). Pues bien, teniendo en cuenta
que yo era inglesa, y tenía un nombre muy inglés, no indio, y allí,
en aquella misma oficina a la que yo había acudido para realizar
una entrevista... ¡había trabajado otra chica inglesa con el mismo
nombre y había hecho el mismo trabajo! ¡Que alguien diga ahora que
la Providencia no estaba desempeñando un papel importante en mi
vida! La Providencia sabía que yo era un desastre en las
entrevistas de trabajo y tuvo que buscar otros medios para
conseguir que yo entrara a trabajar en aquella revista, y lo hizo
utilizando a una chica con el mismo nombre que yo y a un director
supersticioso.
La señorita d’Silva me dijo que no podía
empezar el lunes siguiente porque el lunes era amarvasi (luna
nueva) y el director pensaba que daba mala suerte comenzar ese día,
así que empecé el martes. Comencé en el departamento editorial como
secretaria y también aprendí a realizar otros trabajos habituales
de la redacción. Mi salario era de trescientas rupias5
(unos cinco euros), que era bastante poco incluso en aquellos
tiempos, pero a mí no me importaba. De algún modo, el dinero no me
preocupaba en exceso. No era nada materialista, no me interesaba ni
la ropa ni el dinero ni ninguna de esas cosas. Tenía un trabajo que
me gustaba, era feliz en Mumbai y en la India, y eso era suficiente
para mí. Me trasladé a otra casa particular, también de huéspedes,
para estar más cerca del trabajo. La habitación estaba en la casa
de otra pareja anglo-india, en la famosa zona de Colaba. Pagaba
doscientas cincuenta rupias al mes por la habitación, con el
desayuno y la cena, y me quedaban cincuenta rupias de mi sueldo de
trescientas para pasar el resto del mes. ¿Qué podía hacer con
cincuenta rupias? ¡Aún me sorprende! No me importaba almorzar
cualquier cosa, y con mis compañeros de oficina solíamos encargar
un Lasu (un fantástico batido elaborado con yogur, agua y azúcar).
Lo subían de la cafetería que había debajo de la oficina, y eso era
todo lo que comía.
Todos los días iba y volvía a trabajar
andando (eran uno o dos kilómetros). Me gustaba mucho el trabajo y
comencé a realizar otras tareas, además de las labores de
secretaria: lectura de pruebas, preparación de páginas, que no era
otra cosa que recortar las pruebas terminadas y pegarlas en una
página del modo más atractivo posible, con los textos necesarios y,
después, llevarlos a imprenta. Me gustaba todo aquello y, después
de algún tiempo, el director comenzó a encargarme algún artículo.
Recuerdo los tres primeros encargos: el primero fue sobre mi viaje
de Inglaterra a la India; el segundo se titulaba «Cómo mantenerse
fresco en verano»; pero el tercero fue el que llamó principalmente
la atención del director. Me pidió que escribiera uno sobre «La
vida en la oficina del Current». Lo hice y, después de acabarlo y
habérselo mostrado, me llamó a su despacho (lo cual habitualmente
me daba mucho miedo porque tenía la costumbre de gritar muchísimo
cuando cometíamos errores) y me dijo que yo era la mejor periodista
del mundo, un genio de la maquetación, que podría trabajar donde
quisiera, y hacer lo que quisiera, etcétera, etcétera. Me tomé
aquel discurso con tranquilidad, porque suelo ser bastante objetiva
sobre mí misma, y sé cuándo hago las cosas bien y cuándo no. En
aquel momento sabía que el artículo que había escrito no era malo,
estaba bien, era fácil de leer, pero no era una obra maestra. Y
sabía también por qué mi director estaba encantado con él: porque
era muy susceptible al halago, y yo lo había adulado un poco en el
artículo, tanto al hablar de la oficina del Current como al citar a
su director; esa y no otra era la razón por la que me puso por las
nubes. Como digo, todo resultaba realmente divertido, incluso un
poco cómico.
Hice muchos y muy buenos amigos durante mi
época en di Curren t y los recuerdo a todos con gran cariño: Indra
Gidwam y Nergish Hatería, ambos periodistas; Sheila, la impecable
secretaria del editor; Laxmi, la segunda secretaria; Ratan Karaka,
Sobe Petit, Kapadia, Mirajkar, todos reporteros; Valerie d’Silva,
que me hizo la entrevista de trabajo, y su jefa, la señora Gynneth
Karaka, que era la mujer del director, también inglesa de
nacimiento y jefa del departamento de publicidad; y Diane Lenygan,
de la sección de ventas (otra inglesa... ¡tal vez el director fuera
un poco partidario de los ingleses...!). Una chica llamada Bridget
era mi única amiga fuera del mundo del periodismo. Era inglesa
también, su padre era pastor protestante y vivían cerca de mi casa.
Mirajkar era el único periodista que no trabajaba en el Current.
Trabajaba en la competencia: el Blitz, que aún se publica en
Mumbai. El Current se dejó de vender hace algunos años. Intenté
contactar con ellos recientemente para ver si podía recuperar
alguna copia de mis artículos, pero me aseguraron que hacía años
que habían cerrado.
Creo que fue en 1966 o tal vez en 1967
cuando sentí que deseaba regresar a Inglaterra para ver a mi madre
y a mi familia, puesto que no los había visto en los últimos tres o
cuatro años... Mi hermano quiso pagarme el pasaje desde Mumbai a
Francia, y luego a Inglaterra, y aquella fue otra pequeña aventura.
Desde luego, debí de comprar el billete más barato, porque iba
bastante abajo en el barco y dormía en un camarote que tenía un
montón de literas. El viaje duró dos o tres semanas. El barco
atracó en una ciudad portuaria de Francia desde donde tuve que
coger un tren hasta Calais. Recuerdo que estaba absolutamente
desorientada y casi perdí el tren. Luego crucé el Canal y llegué a
Dover; allí cogí otro tren a Londres y luego hice un trasbordo otra
vez para ir a Southend. Volvía después de tres o cuatro años. Me
quedé en casa alrededor de un mes, vi a todos mis amigos, pasé
mucho tiempo con mi familia y cuando hubo transcurrido un mes, me
desperté una mañana y supe que tenía que regresar. No pude decir
por qué, no pude explicarle a mi madre por qué tenía que volver a
la India: simplemente sabía que tenía que regresar y volví a hacer
el mismo y largo viaje de regreso a Mumbai por tren y barco.
De vuelta en Mumbai, volví al Current y
seguí con la maravillosa rutina de mi trabajo en el periódico sin
grandes novedades... Me convertí, eso sí, en una mumbaíta... Pero
¿qué es una mumbaíta? Supongo que debería ser el gentilicio de
Mumbai, como londinense o madrileño: alguien que piensa que la
ciudad en la que vive es el mejor sitio del mundo y que no hay
ningún lugar como ese.
Ahora sé, queridos amigos, que la
Providencia había hecho todo lo posible para ponerme y mantenerme
en el camino que me conduciría al padre Vicente Ferrer SJ6,
un misionero que trabajaba en Manmad, Maharashtra, en la India; y
en el año 1968, cuando tenía veintiún años, yo, Anna Perry, estaba
a punto de encontrarme con mi destino.