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... Y ENTONCES FUIMOS TRES

 

HICE mi primera incursión en el trabajo de campo de RDT en 1970 para ocuparme de los centros de nutrición, después de que algunos de los voluntarios se hubieran ido. Teníamos cinco centros, en diferentes aldeas, y en pocos años, entre 1973 y 1974, pasamos a tener cuarenta. Los centros de nutrición eran un proyecto muy habitual en las ONG de la época, pero no eran programas fáciles de mantener. Su creación y mantenimiento se hacían necesarios porque la malnutrición severa era uno de los problemas más importantes, y porque la mayoría de los programas de desarrollo recibían ayuda en forma de «alimentos». El funcionamiento de estos centros era un reto por lo complicado de la logística de distribución del grano desde los almacenes centrales a los pueblos y por el riesgo de que se hiciera un mal uso del mismo. Sin embargo nuestros centros funcionaban muy bien incluso en aquellos primeros años. Los problemas de muchos centros de nutrición en entornos rurales eran su funcionamiento irregular, la mala calidad de la comida, y la dificultad de que las madres y los niños acudieran a ellos con cierta regularidad. Sin embargo, nuestros centros nunca se cerraron; servían una comida al día para madres y niños, de lunes a domingo, y la calidad de la comida era excelente. Incluso en aquellos primeros tiempos nuestro trabajo tenía el sello de calidad por el que hemos recibido tantos elogios en los últimos quince años.
Llevar la contabilidad de estos programas era particularmente difícil. Todo tenía que contabilizarse, los recibos de cereal, y la distribución a los centros por número de sacos, las raciones según la cantidad y el número de personas y controlar el excedente por sacos y kilos. Vicente, por su parte, tenía que ocuparse de que las cuentas cuadraran en los grandes programas de perforación de pozos. A veces la agencia de desarrollo de Chennai con la que trabajábamos le devolvía los informes porque había fallos contables; sin embargo, a mí nunca me devolvieron las cuentas. Siempre estaban perfectas.
En aquel tiempo, los centros de nutrición funcionaban realmente solo como centros de alimentación. Conceptos tales como la educación en materia de nutrición, la educación para la salud de madres y bebés o la importancia de una dieta equilibrada llegarían más tarde.
A diario, nuestros centros preparaban el mismo plato: una bola de ragi con chutney. ¿Y qué es una bola de ragi? En el estado de Andhra Pradesh la gente come un cereal típico, una suerte de mijo, que tiene fama de ser uno de los cereales más nutritivos del mundo. El grano de ragi es pequeño y marrón, se parece un poco a las semillas de mostaza. Estas semillas se convierten en harina y con esa harina la gente elabora gachas, chapathis (las típicas tortas de pan indias) o bolas de ragi con una mezcla de arroz cocido y harina de ragi. Esta bola de ragi se come con dal (lentejas), curry o chutney (salsa picante). El cacahuete es el principal cultivo de Anantapur y es muy abundante, además de ser muy nutritivo, así que la salsa de chutney suele hacerse con cacahuetes. El ragi es muy nutritivo, y si todo el mundo, especialmente los niños, comieran más ragi y menos arroz, estarían más sanos. Pero el arroz es la comida preferida aquí y en los últimos veinte años el consumo de ragi se ha reducido mucho, especialmente en nuestras comunidades más pobres, para las que el arroz es siempre más accesible porque el gobierno subvenciona el consumo de arroz a las familias de renta más baja. Además, comer arroz representa también haber alcanzado una cierta posición social (tiempo atrás solo las familias pudientes podían comprar arroz) y, en consecuencia, es el plato preferido por todos por igual, familias acomodadas y pobres.
Me gustaba ir a las aldeas todos los días y continué yendo hasta d noveno mes de embarazo. Recuerdo que me asombró ver a niños de dos y tres años relamiéndose con aquel chutney tan picante.
Nuestros centros de nutrición eran muy populares porque estaban limpios y la comida era sencilla pero sabrosa. La gente pobre no va a los centros de nutrición ni a los hospitales si no se trata de lugares bien atendidos y limpios por el simple hecho de que sean gratis y de que ellos sean pobres. Uno de los principios básicos de Vicente, que yo he adoptado también y he seguido religiosamente, es que sea el que fuere el servicio que gestionemos para «nuestras» familias (un hospital, una escuela o cualquier otra cosa), debemos intentar trabajar con los mejores materiales y ofrecer una atención de primera siempre que sea posible, para que la gente pobre pueda beneficiarse de servicios a los que normalmente solo tiene acceso la clase media urbana.
EL SEÑOR BAJAJ Y OTROS PERSONAJES CURIOSOS
Aquellos primeros tiempos estuvieron marcados por la llegada de nuevos voluntarios; en los años setenta muchos de ellos eran personas que habían rebasado la edad de jubilación. Vicente siempre ha tenido debilidad por las personas mayores y en aquel tiempo, en 1970, hubo cuatro personas de edad trabajando con nosotros. Dos eran ex militares (Vicente también tiene debilidad por los ex militares), el comandante Y. Tipnis y el comandante Braganza, los dos eran ingenieros de caminos. Siempre pensé que era una pena que ambos tuvieran la misma graduación, porque siempre discutían por todo y nunca estaban de acuerdo en nada. Al menos si uno hubiera sido comandante y el otro coronel, quizá se habrían llevado mejor. Para poder tener la fiesta en paz, siempre trabajaban en proyectos distintos: el comandante Braganza, en un silo para almacenar el cereal que recibíamos para los programas de «Alimentos por trabajo»; y el comandante Tipnis, en una colonia de viviendas que estábamos construyendo por aquel entonces. El comandante Tipnis fue la primera persona de su familia que trabajó para nosotros: más adelante, su mujer Ati fue una gran ayuda con los niños, y Ashok, su hijo, fue una de las personas más geniales que ha colaborado en la Fundación. Llegamos a conocer a muchos miembros de esta familia y el hermano de Ashok Tipnis, Anil, sería más tarde nombrado jefe del Estado Mayor del Aire en las Fuerzas Armadas de la India. Pero el comandante Tipnis también tenía sus cosas... Tenía que viajar, tenía que estar siempre de viaje, y algunas veces le preguntábamos: «Comandante, ¿puede usted quedarse durante el próximo mes? Necesitamos que se quede: hay mucho trabajo»; y él respondía: «Claro, claro, por supuesto». Y al día siguiente nos levantábamos por la mañana ¡y se había vuelto a marchar! Pero siempre volvía.
Cuando estaba embarazada de siete meses, el comandante Tipnis me preguntó: «Anna, ¿tú sabes algo de partos y de niños y de todo eso?». Y yo le contesté: «No, no sé nada». Y pensé que quizá iba a decirme algo y esperé expectante, pero permaneció en silencio. Creo que estaba pensando pedirle a su mujer que viniera y me ayudara, pero tardaría todavía un año en venir.
Una de las personas de edad avanzada que colaboró con nosotros en aquella época fue el señor Bajaj. Todo un personaje. Ignoro dónde se conocieron Vicente y él. Era un hombre de negocios de Bangalore que tenía camiones y trabajaba en el sector del transporte. Era quizá el más viejo de todos los voluntarios de entonces, rondaba los setenta. Tenía una enorme panza y llevaba turbante. Con el fin de mantener el equilibrio debido al volumen de su gran barriga, mantenía los brazos extendidos a los lados, como si fueran las alas de un avión, y los movía rítmicamente arriba y abajo para poder mantenerse de pie. Un día, saliendo rápido por la puerta, con los brazos aleteando arriba y abajo, golpeó con una mano sin darse cuenta un nido de abejas que nadie había visto y que estaba sobre la puerta; el enjambre se lanzó sobre él con furia.
Al señor Bajaj le encantaba comer. Cada vez que llegaba de Bangalore, en el tren, a las cuatro de la tarde, me decía: «Beti (hija, en hindi), podrías cocinarme una de esas deliciosas tortillas de tres huevos...». Así que yo solía prepararle una tortilla con pan tostado. Y entonces me decía: «Beti, que no tengo dientes y no puedo comerme las tostadas... Dame algo de pan sin tostar por favor...; y cuando se lo daba, me decía: «¡Bueno...! ¿Y dónde está la mermelaaaada?», alargando las aes todo lo que podía.
A Vicente le encanta contar la historia de los camiones del señor Bajaj. Un día, dos de sus camiones iban por la misma carretera: uno venía hacia Bangalore desde el norte, y el otro también iba hacia Bangalore, pero desde el sur... ¡Y se estrellaron entre ellos! ¡De frente!
El otro caballero de cierta edad que estuvo con nosotros durante aquellos años fue el señor Fernandes. Vino a través de nuestros amigos de Mumbai que nos dijeron que se había jubilado en el Reserve Bank of India. Estábamos impresionados... ¡El Banco Central de la India!, pensamos, una de las instituciones financieras más importantes del país. Iba a ser nuestro contable. Poco imaginábamos entonces cuál había sido su trabajo en el Banco Central de la India. Esa historia la dejaré para más adelante.
Así que esta era la compañía que tuve durante mi primer embarazo en Anantapur. Excepto Vicente, la casa estaba llena de caballeros de avanzada edad, eso sí todos muy amables.
TARA
En 1970 había solo un ginecólogo obstetra cualificado en Anantapur: la doctora Ushabai. Era joven, solo unos pocos años mayor que yo y trabajaba en el Hospital General. Me puse en contacto con ella durante mi embarazo y le pregunté si podría dar a luz a mi hijo en casa (así es como yo tenían entendido que se daba a luz a los hijos en Inglaterra, ¡en casa!) y si ella podía venir a asistirme. Estuvo de acuerdo. Yo no sabía nada sobre bebés y apenas había preparado nada para el parto. Unos amigos de Hyderabad me regalaron seis chaquetitas y seis pañalitos para el bebé; otros amigos me regalaron una cuna de segunda mano y un cochecito, y con eso me consideré preparada. Debo decir que mi proverbial actitud serena fue de mucha ayuda en aquellos días. Porque creo que si yo fuera una persona con tendencia a angustiarse, ¡mis preocupaciones habrían sido enormes...! Pero lo cierto es que seguía afrontando mi trabajo y mi vida, feliz y sin preocuparme excesivamente por nada. Ahora, cuando echo la vista atrás, me parece mejor así... Yo no sabía nada de embarazos ni de partos, así que no me preocupé. La ignorancia es una bendición, que dice el refrán inglés.
En el séptimo mes de embarazo empecé a tener unos dolores abdominales muy fuertes. La doctora Usha decía que eran dolores musculares, no contracciones, pero de todos modos me tuvo ingresada durante una semana, y me acomodó en una de las habitaciones individuales. La habitación era aceptable, pero la cama estaba llena de chinches, así que a partir de la segunda noche pregunté si podían traerme mi propio colchón, mis sábanas y mis almohadas. Cuando me encontré bien de nuevo, volví a casa a esperar el parto.
Mi bebé debía nacer durante las primeras dos semanas de septiembre, y el día 7 por la noche comenzaron los dolores de parto. La doctora Usha vino y me dijo que volvería a las seis de la mañana. Cuando regresó, a las seis, los dolores eran horribles y creo que no se sintió con fuerzas para asistirme en un parto en casa y me pidió que fuéramos al hospital. Yo no estaba en condiciones de protestar por nada, así que fuimos al hospital: sin ropa para cambiarme, sin canastilla, sin nada para el bebé... solo la doctora, Vicente y yo. Estuve recientemente en Australia para asistir al parto de mi hija y vi la larguísima lista de cosas que tenía que llevar cuando fue a dar a luz: un completísimo ajuar, con ropa para la madre, y una canastilla atiborrada de diferentes cosas para el bebé, y entonces recordé en qué condiciones fui yo al hospital para dar a luz a mi primera hija y no pude por menos que sonreír. ¡Qué abismo nos separaba!
La sala de partos era espartana: solo había un lavabo, algunas estanterías y unas pocas mesas de parto de hierro, pero como yo no sabía que fuera necesario nada más, me pareció todo estupendo. Muy recientemente visité junto al gobernador del distrito la misma sala de partos donde di a luz a mi primera hija en 1970. Estaba exactamente igual —más de treinta años después—, como entonces, con las mismas mesas metálicas (quizá había algunas más, y un poco más oxidadas, pero era lo mismo), un lavabo y unas cuantas estanterías: ¡no había cambiado nada en absoluto! Fue genial ver aquella sala de partos de nuevo después de tantos años, y me volví hacia el gobernador y le dije: «Aquí tuve a mi primera hija, en 1970». Él se volvió hacía mí absolutamente asombrado y me dijo: «Señora Ferrer... ¿dio usted a luz aquí, en este hospital, en esta misma sala de partos...?».
Muy poco después de esta última visita, la sala de partos del Hospital General fue renovada y modernizada. Me alegré de tener la oportunidad de poder ver una vez más aquel lugar antes de su renovación. Y también me hizo darme cuenta de lo lento que es el desarrollo... ¡Ha costado más de treinta años simplemente mejorar y modernizar la sala de partos del Hospital público de Anantapur!
Cuando yo estuve allí, en 1970, nunca habían traído al mundo a ningún niño blanco, y Tara no tenía pelo, así que las enfermeras pensaron que el bebé venía de nalgas. Nació a las diez y cuarto de la mañana, de forma natural, sin epidural ni ningún otro inhibidor del dolor, no por ninguna razón especial, sino porque todos los partos se hacían así. Después de nacer, Tara estuvo durmiendo plácidamente hasta que todas las enfermeras del hospital, una tras otra, vinieron a verla y a pellizcarle los mofletes; a partir de entonces estuvo llorando sin parar.
Permanecí en la mesa de partos hasta la tarde, tranquila y feliz, aliviada ya de aquellos terribles dolores. Alrededor de las cinco de la tarde vino Vicente a llevarme a casa. Sabía que tenía que sacar a la niña del hospital y llevarla a casa, y lo hizo a su modo, un tanto especial... En todo lo que no sea su trabajo, en todo aquello que pertenece al ámbito de la vida cotidiana, Vicente tiene su manera de hacer las cosas, propia, única y dulce... Como llevar a un niño recién nacido no entraba en el ámbito de sus actividades habituales, debió de quedarse petrificado cuando supo que tenía que llevar a la niña en brazos, así que fue a casa y cogió una almohada. Con mucho cuidado, puso a Tara en la almohada, desnuda, pues no habíamos llevado ropa, y la llevó al coche, y puso la almohada con la niña en mi regazo.
Una vez en casa, la dejó en la cama y dijo: «Ahora somos tres».