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VICENTE FERRER: SU OTRA CARA

 

A los padrinos de la Fundación les gusta contarme cómo conocieron a Vicente. Me explican cómo fue su primer encuentro con él, generalmente en el transcurso de una de las reuniones que mantiene con padrinos y amigos. Me cuentan lo emocionados que estaban, esperando con expectación al gran hombre, a la persona sabia y filosófica que iba a pronunciarles unas palabras. Tenían una imagen de Vicente en su cabeza, espiritual, casi divina, y luego, cuando se dirigía a ellos entre aplausos espontáneos y esa sonrisa pícara, tan suya, ¡empezaba a bromear! Los espectadores se quedaban sorprendidos. Pero Vicente es así. En casa solemos decir que si Vicente no hubiera sido el gran hombre que es, podría haber sido un buen comediante.
Cuando Vicente y yo regresamos de viaje de España, siempre recibo la llamada de uno de nuestros hijos: «Hola, mamá. ¿Qué tal ha ido todo? ¿Qué tal el viaje? ¿Y papá ha tenido alguna ocurrencia de las suyas?».
Puede que la pregunta parezca un poco extraña, pero el hecho es que mi marido suele hacer cosas muy curiosas, especialmente cuando viajamos... El caso es que Vicente no sabe estarse quieto ni un minuto si no tiene nada que hacer: necesita estar trabajando, leyendo, estudiando, ayudando a alguien, charlando, cualquier cosa..., pero no puede estar sin hacer nada. Y cuando viajas hay momentos en los que simplemente estás ahí, sin nada que hacer.
De las anécdotas relacionadas con los viajes con Vicente, mi recuerdo favorito sucedió un día que Vicente, nuestra hija Tara y yo nos encontrábamos en el aeropuerto de Barcelona, esperando un avión para hacer escala en Londres y, desde allí, regresar a la India. Estábamos esperando a que anunciaran el vuelo por megafonía y, por supuesto, sin nada que hacer. Así que Vicente miraba a su alrededor, intentando encontrar algo interesante. Enfrente de nosotros había una máquina de Coca-Cola y un señor que parecía japonés estaba intentando sacar una lata: mi querido esposo centró toda su atención en aquella maniobra. Cabe señalar que Vicente no se ha bebido una Coca-Cola en su vida y que ignora por completo todo lo que se refiere a máquinas y mecanismos de cualquier tipo: incluso le resulta difícil encender la televisión o utilizar el mando a distancia. Lo cual no le impidió pensar que él era perfectamente capaz de ayudar a aquel hombre a sacar un refresco de la máquina.
El hombre ya había cogido su lata (desde donde yo estaba se veía que la tenía en la mano, pero Vicente no la podía ver), y estaba esperando a que saliera el cambio por la ranura de la parte inferior de la máquina. De repente, Vicente se acercó al señor y le dijo: «Disculpe: la lata no sale por ese agujerito de ahí abajo, sale por esa abertura más grande», y le indicó el receptáculo donde caen los refrescos. El hombre se volvió lentamente y le mostró a Vicente la lata de Coca-Cola, recogió el cambio y se dio media vuelta.
Esto es algo que siempre me ha fascinado de Vicente. Supongo que les ocurrirá lo mismo a otros personajes que son increíblemente extraordinarios y geniales en un aspecto de su vida, pero que no tienen ni idea de nada que esté relacionado con las cuestiones prácticas.
Lo creáis o no, apreciados lectores, cuando aquel día subimos al avión en Barcelona, ¿quién diríais que estaba sentado en nuestra misma fila y a nuestro lado? Sí, el hombre de la máquina de Coca- Cola. Pensé que tal vez sería mejor pedir otros asientos, pero luego opté por sentarme yo junto al japonés y poner a Vicente en un extremo, junto al pasillo, a una distancia razonable para evitar problemas. Cuando despegamos, la azafata se acercó y le preguntó primero al japonés (en inglés) si le gustaría tomar vino con la comida. Mientras tanto, Vicente no dejaba de observarle desde su asiento con gran interés y atención. El japonés no pareció entender bien lo que le estaba diciendo la azafata, así que Vicente se inclinó por encima de mí y pensando quizá que aquel hombre no entendía inglés, le gritó muy cerca de su cara: «¡Vino, vino! ¡Que si quiere vino!» Para Vicente era inconcebible que hubiera alguien en el mundo, aunque no supiera nada de español, que no supiera lo que es el vino, la bebida que más le gusta de este mundo.
Por fin llegamos al aeropuerto de Heathrow (en Londres) y tuvimos que facturar nuevamente el equipaje, esta vez a la India. Cuando estábamos facturando, a Vicente le hicieron las preguntas de rigor: «Señor, ¿ha hecho usted esta maleta...?». Pero él no puede responder a una pregunta concreta con una respuesta directa. Tiene que hacer otra pregunta o decir algo (gracioso). No obstante, estábamos en el aeropuerto de Heathrow y no era el momento ideal para bromear. «¿Qué dice usted?», dijo Vicente con una mirada de descaro en su rostro. «¿Por qué quiere usted saber si me he hecho yo mismo la maleta? Puede que sí o puede que no». Por supuesto, al empleado de British Airways no le hizo ninguna gracia y nos mandó a un supervisor que por lo pronto nos hizo abrir todo nuestro equipaje, maleta por maleta, mientras Vicente permanecía allí de pie, sin entender realmente qué estaba pasando. «Vicente, te aseguro que es muy fácil», le dije. «¡Solo tienes que decir: “Sí, señor, he hecho yo la maleta”. Y ya está!». Al final, volvimos al mostrador de facturación, y esta vez contestó lo correcto.
Sin embargo, no pudimos completar la facturación porque los ordenadores no funcionaban, por lo que tuvimos que soportar otra larga espera. No me di cuenta de que Vicente se había levantado y había desaparecido de mi lado, hasta que de repente mi hija dijo: «¡Mamá, mira! ¿Qué está haciendo papá...?».
Levanté la mirada y lo que vi era realmente todavía más divertido, una especie de escena de Mr. Bean. Resulta que otro empleado de British Airways discutía con un pasajero, que probablemente era inglés, muy alto —medía unos dos metros—, bastante corpulento» y que llevaba un sombrero negro y un abrigo largo del mismo color. Imponía bastante y le estaba recriminando al empleado de British
Airways el hecho de no haber recibido el servicio adecuado en clase business. Pues bien, allí estaba Vicente, bajito, pequeño, con su camiseta y sus pantalones de pana negros y unas sandalias indias, mirando desde abajo a aquel tipo ¡y escuchando atentamente su conversación! Me acerqué discretamente a él y le dije en voz baja: «Vicente, ¿qué estás haciendo? Vamos a sentarnos...». Cuando volvimos y nos sentamos, le pregunté: «¿Por qué estabas escuchando la discusión?». «Bueno», me dijo, «pensé que quizá podía echar una mano». «Vicen, querido, esto es el aeropuerto de Heathrow, no Anantapur: seguro que ese hombre puede arreglárselas él solo».
Nuestros viajes siempre están salpicados de incidentes parecidos, quizá porque Vicente es una persona que solo está a gusto si está trabajando o hablando de su trabajo: todo lo demás apenas le interesa. Puede pasarse horas con cualquiera que esté mínimamente relacionado con su labor, pero si viene a visitamos alguien que no está vinculado con el mundo del desarrollo, por ejemplo, un ingeniero de software francés, apenas le da más de cinco minutos de conversación. «¡Ah, vienes de Francia! ¡Qué maravilla! ¿Y qué tal está Francia hoy en día?». Luego se produce un largo silencio y Vicente lo vuelve a intentar: «Yo he estado en París...». Otra pausa larga y entonces todos los demás intentamos salvar la tertulia y por fortuna, Vicente se pierde en su propio mundo.
Recuerdo otro día, de nuevo en un avión de Bangalore a Delhi, íbamos a la boda de Tara, que se iba a celebrar en Jordania. Mi hija se iba a casar con un joven palestino. Era una de las pocas veces que viajábamos toda la familia junta, pero no teníamos asientos consecutivos y nos sentamos cada uno en una zona del avión. Poco después de despegar, la azafata se acercó a mí y me dijo: «Señora, su marido me está pidiendo un tutti-frutti, y yo le digo que no tenemos en el avión, pero insiste en que él los ha visto». No me lo podía creer: ¡mi marido pidiendo un tutti-frutti!... Para nosotros un tutti-frutti es un helado enorme, en una copa alta de cristal, de muchos sabores y colores diferentes, y probablemente lo último que a Vicente se le hubiera podido ocurrir pedir. Las pocas veces que ha pedido un helado, siempre ha sido un simple helado de chocolate o vainilla, pero un tutti-frutti... Imposible. Me levanté y me acerqué a él. «Vicen, ¿qué quieres?», le pregunté. Y él muy indignado, me dijo: «¡Quiero un tutti-frutti, y esa señorita dice que no hay, pero yo los he visto en el carrito...!». Y entonces lo comprendí. «Vicen, ¿no será esa bebida de mango llamada Fruity lo que quieres?». «Sí», dijo, «eso es, Fruíty. tutti-frutti, ¿qué más da? Es todo lo mismo». Yo regresé a mi asiento sin hacer comentarios.
«¿NOS ESTARÁ TOMANDO EL PELO?»
Vicente tiene una forma única y bastante especial de expresar su agrado por algo. Un día, estábamos en Anantapur cenando una ensalada de yogur con remolacha cuando empezó a adularme diciéndome que le gustaba mucho la ensalada que había preparado, que era realmente fantástica, y por si fuera poco, añadió: «Anna, deberías ponerte junto a la puerta y ofrecer un poco de remolacha con yogur a todos los que pasen». Me reí mucho con aquella ocurrencia suya, me imaginaba clavada en la puerta, con una larga fila de pequeños cuencos con ensalada de yogur y remolacha, ¡y dándole uno a cada persona que pasara!
Recuerdo una noche, hace muchos años, en que yo no me encontraba nada bien y no había nadie más en casa. Le pregunté a Vicente si podía hacerme una taza de café. «Café solo», le dije para ponérselo más fácil, y se metió en la cocina muy confiado. Esperé cinco minutos, diez minutos, veinte minutos... y ya estaba a punto de levantarme cuando regresó a la habitación y me dijo: «Anna, ¿cómo se enciende la cocina?».
Tengo otra anécdota que me encanta, un dulce recuerdo de otro día: estábamos registrándonos en un hotel de Londres porque teníamos que pasar la noche allí antes de volar a la India al día siguiente. En el mostrador del hotel, el recepcionista nos pidió nuestros pasaportes y también los de los otros clientes que estaban esperando para registrarse. Todos dejamos nuestros pasaportes en el mostrador y aguardamos. Pero claro, Vicente tenía que hacer algo. De pronto cogió su pasaporte del mostrador y sujetándolo para que el recepcionista pudiera verlo bien, le dijo, en un tono como si conspirara: «Es- pa-ñol», poniendo mucho énfasis en cada sílaba. Tuve que salir fuera un momento a reírme, porque aquello era muy típico de Vicente: no podía esperar allí tranquilamente como todo el mundo hasta que estuviéramos registrados, tenía que hacer algo y todo lo que hace en esas situaciones suele ser así de especial. Aunque la diversión en aquel hotel no acabó ahí. Mientras estábamos cumplimentando el formulario de registro, el recepcionista le preguntó: «¿Cómo van a pagar, señor?». Y Vicente, en vez de limitarse a decir: «Con tarjeta de crédito», se metió la mano en el bolsillo, sacó lentamente su tarjeta y la sujetó en el aire para que el recepcionista, y todos los allí presentes, pudieran verla, y con el mismo tono conspirador dijo: «A-me-ri- can Ex-press». Como si fuera la única persona en el mundo que tuviera una.
Aquella tarjeta American Express era muy especial para nosotros porque nos la había regalado para nuestro uso personal un buen amigo, Walter Ankli. Quiso que Vicente la tuviera porque una vez, hace muchos años, cuando volaba desde España a Mumbai, no tenía los visados en regla y las autoridades indias lo mandaron de vuelta a España. El problema era que no llevaba dinero para pagarse el billete y por eso, Walter le acabó regalando una American Express para que pudiera utilizarla en sus viajes.
Me encanta esta faceta cómica y divertida del carácter de Vicente; y no es solo cosa mía: a toda la familia nos gusta mucho. Nos hace reír, y cuando le contamos lo que ha hecho después de algún incidente, él también se ríe con nosotros. Cuando solíamos viajar a Bangalore todos juntos, un viaje que dura unas cuatro horas, era otro de aquellos momentos en los que se aburría mucho y se dedicaba a inventar «gracias» o «trucos», como él los llama, para pasar el tiempo. Su «truco» favorito cuando íbamos todos sentados tranquilamente en el coche era poner el dedo cerca de nuestras narices, sin que nos diéramos cuenta, y entonces nos llamaba: «Anna» o «Moncho», y cuando nos volvíamos hacia él, nos metía el dedo en la nariz, y se reía y reía... Las primeras veces era divertido, pero al cabo de unas horas sin parar de hacerlo la cosa dejaba de tener gracia y acabábamos enfadándonos; él, sin embargo, nunca se cansaba de su propia ocurrencia y continuaba molestándonos hasta que llegábamos a Bangalore o se quedaba dormido.
A Vicente le encanta bromear y divertirse, y más ahora que es mayor Me he dado cuenta viendo la reacción del público de que las mujeres aprecian más sus bromas, y se ríen con él; en cambio, los hombres se muestran mucho más escépticos. «¿Nos estará tomando el pelo? ¿Esconden esas bromas algo serio?». Bueno, sí, a veces hay un destello de luz, un núcleo de verdad. Pero otras, solo está bromeando y pasándoselo bien él.
Con semejante sentido del humor, cuando tengo que hablarle sobre un asunto serio, primero tengo que decirle: «Vicen, tengo que contarte algo serio. Por favor, nada de bromas». Y entonces es cuando puedo empezar a hablar.
En nuestro trabajo vemos demasiadas tristezas, somos testigos de la peor pobreza y es muy agradable tener cerca a alguien como Vicente, que puede hacemos reír y ayudamos a sobrellevar toda la complejidad de este mundo tan difícil.