Capítulo primero

Celia Marsdon, joven rica y desdichada, acurrucada en una tumbona ubicada en el extremo más alejado de la nueva piscina, apenas prestaba atención a la conversación de sus huéspedes de ese fin de semana.

Del otro lado de la piscina, por encima del cerco de ligustro y de la pérgola cubierta de rosas, se extendía la línea irregular que formaban los techos de Medfield Place, la mansión solariega ubicada en el condado de Sussex. El hogar de Richard y el actual hogar de Celia. «La señora de la casa». Una casa que había conocido numerosas de esas señoras con el correr de los siglos.

Durante el año mil doscientos, uno de los Marsdon —¿sería Ralph?— construyó un pequeño torreón de piedra cerca del río Cuckmere. Las piedras utilizadas todavía formaban parte de las paredes de lo que parecía ser una casa estilo Tudor, con pronunciados aleros, retorcidos sombreretes de chimeneas, oscuras vigas de roble sobre unos ladrillos color durazno. Pero tenía además unos agregados posteriores, como por ejemplo, una ventana sobresaliente estilo georgiano agregada al comedor, unas inverosímiles lunetas sobre las puertas, y, lo que más espantó al joven arquitecto desprovisto del sentido del humor que había venido desde Londres para supervisar las refacciones, dos burdos agregados victorianos. Sir Thomas, el único miembro masculino de la familia Marsdon al que podía calificársele de adinerado, se había enriquecido durante el reinado de la reina victoria gracias a que su esposa había heredado unas minas de carbón en el condado de dirham. Un ala formado por una biblioteca pseudogótica había sido agregada durante este breve período de opulencia, como también un jardín de invierno con paredes de vidrio que el joven arquitecto pretendió demoler inmediatamente.

Richard permaneció inconmovible. Cada ladrillo y viga de Medfield Place eran caros a su corazón y en realidad, la casa descollaba sobre cualquier incongruencia arquitectónica. Descansaba plácidamente y como siempre lo había hecho, entre dos estribaciones de los South Downe, esas apacibles y sobrecogedoras colinas que recortaban sus perfiles verdes y purpúreos contra el cielo de Sussex oriental.

Celia, que lucía un discreto bikini color turquesa, se quitó los anteojos oscuros, cerró los ojos e hizo un esfuerzo para descansar y tomar un poco de sol mientras trataba de combatir una nueva crisis de angustia.

¿Por qué se sentía asustada? ¿Por qué y como tan a menudo le sucedía de un tiempo a esta parte, sentía nuevamente un nudo en la garganta que la atoraba y una sensación de asfixia?

Hoy es uno de esos maravillosos días de junio tan poco comunes en Inglaterra, algodonadas nubes se deslizan por un cielo azul, una suave brisa agita las hojas y además, se dijo Celia para sus adentros, tienes todo lo que una mujer puede ambicionar.

Esta última frase se la habían dicho cientos de veces y especialmente Lily, su madre. Celia abrió los ojos y lanzó una mirada hacia el lado opuesto de la piscina donde su madre estaba enfrascada en una conversación con uno de esos extraños personajes que descubría constantemente.

Sin embargo este reciente descubrimiento era distinto de los demás. Es verdad que era un hindú y que practicaba yoga, pero se había opuesto terminantemente a que Lily lo presentara como un gurú; era doctor en medicina y no ambicionaba ningún otro título. Sus modales eran agradables y modestos, muy diferentes por cierto de los de ese horroroso y lascivo swami al que Lily puso por las nubes durante un corto tiempo en los Estados Unidos de norte américa. Este hindú, que se llamaba Jiddu Akananda, no usaba extraños ropajes; sus clásicos trajes ingleses eran de un corte impecable; había estudiado en Oxford y luego en Guy’s hospital, y a juzgar por el tiempo transcurrido desde que terminó sus estudios, debería tener alrededor de sesenta años. Sin embargo, su rostro trigueño no reflejaba ninguna edad determinada y vestido ahora con sus pantalones de baño, podía apreciarse que su cuerpo delgado y ágil era semejante al de cualquier hombre joven. Celia no había tenido oportunidad de conversar con el doctor Akananda desde que este llegó a la mansión la noche anterior, pero había podido advertir que tenía una mirada inteligente y bondadosa a la par que sentido del humor.

Siento cierta admiración por él, pensó Celia asombrada. No había sentido admiración por casi ninguno de los numerosos swami, numerólogos, astrólogos y mediums coleccionados por su madre. Lily era propensa a sufrir repentinos entusiasmos y tenía cierta ingenuidad que su hija respetaba benévolamente.

Lily Taylor tenía más de cincuenta años pero no los aparentaba. Expertas tinturas mantenían su pelo rubio y una dieta metódica impedía que una tendencia natural a la gordura se transformara en obesidad.

Cuando Lily se excitaba, desaparecía su involuntario esfuerzo por hablar con acento británico, y en esos momentos su típica pronunciación del medio o este norteamericano, manifestando estar totalmente de acuerdo con algo quedito el hindú.

—¡Pero por supuesto! —exclamó Lily—. ¡Toda persona inteligente cree en la reencarnación!

—Pues yo no —acotó la elegante duquesa de Drewton mientras colocaba un cigarrillo en una boquilla de jade blanco—. Son puras pavadas —agregó con su habitual y sonriente seguridad.

Celia sintió un escalofrío. Se estremeció y se puso su bata de playa de color dorado mientras observaba a la duquesa. La viuda del duque en realidad, aún cuando Myra contaba apenas treinta años; su marido había muerto hacía poco tiempo debido a una afección de las coronarias y el título había pasado a un sobrino suyo. El empeño de Myra en rebatir una opinión ajena como acababa de hacerlo con Lily, era una de sus formas de ser provocativa. Y al contemplar su brillante pelo de color castaño rojizo sujeto por una hebilla de ámbar y su boca ancha y sensual, Celia no pudo dejar de reconocer que era realmente provocativa. Advirtió también que Myra dirigía frecuentes miradas a Richard.

Celia suspiró para sus adentros y miró a su marido. Este acababa de realizar una perfecta zambullida estilo «palomita» y estaba secándose con una toalla haciendo caso omiso de los aplausos de sus invitados.

Pero ¿no habría respondido quizás con una mirada de soslayo a la mirada de Myra?

Ahora era muy difícil saber qué pensaba Richard. No dejaba traslucir ya ningún tipo de emociones, y especialmente cuando se trataba de Celia.

Todo el mundo, incluyendo a Lily que había venido a pasar una larga temporada con ellos, consideraban a Richard como un modelo de amabilidad. Tenía además una sonrisa encantadora. Pero con la excepción de Celia, a nadie se le ocurrió pensar que esa sonrisa no iluminaba jamás sus ojos castaños bordeados por largas pestañas, que permanecían siempre distantes y algo cautelosos.

Le quiero tanto. Las manos de Celia apretaron con fuerza los apoyabrazos cromados. Creo que todavía me quiere, aún cuando algo anda mal, muy mal.

Su corazón dio un respingo desagradable cuando ella hizo un esfuerzo para considerar lo que había pasado.

Todo pareció empezar con una visita que realizaron a Midhurst durante el último otoño. Era la víspera de la fiesta de Todos los Santos; los árboles de los bosques estaban cubiertos de hojas de color amarillo y marrón rojizo, mucho menos violentos que los rojos intensos de los arces norteamericanos, y los caminos estaban tapizados de hojas caídas y bellotas. Una bruma violeta flotaba entre los pliegues de los Dowsns; el aire estaba cargado de sonidos. Richard y ella se habían sentido tan felices esa tarde cuando zarparon en su nuevo jaguar para encontrarse con viejas amistades de su marido en el Spread Eagle Inn.

Habían hecho el amor la noche anterior y habían alcanzado un éxtasis mayor que el que habían conocido durante su luna de miel en Portugal, donde a pesar de su inexperiencia Celia se había percatado de cierta reticencia de parte de Richard, una mínima reserva para que la entrega fuera total. Pero la noche última había sido perfecta. Especialmente después, mientras ella yacía desnuda entre sus brazos, con la cabeza apoyada sobre su hombro, ambos musitando su satisfacción mientras observaban la luz de las estrellas que se filtraba a través de la ventana.

El entusiasmo perduraba todavía cuando partieron de Medfield rumbo a Lewes. Richard conducía despacio, contrariamente a su costumbre y al cabo de un rato añadió indolentemente:

—Me alegra la idea de volver a ver al viejo Holloway, era amigo de mi padre y tu romántico corazoncito norteamericano quedará fascinado con la posada de Spread Eagle —tomó un camino secundario bordeado de cercos para evitar la ruta principal—. Es muy antigua, cubierta de madera, con oscuros pasadizos y escondites de viejos contrabandistas.

—Mi corazón romántico ya ha quedado cautivado por Sussex, por Inglaterra y especialmente por mi marido —dijo Celia riendo y acurrucándose contra él.

Él apoyó su mejilla durante un segundo contra su ondeado pelo castaño.

—Pequeña tontuela —dijo—. Que disparate enamorarse de su marido, querida, eso no se estila.

—Qué lástima —murmuró ella—. Mira querido, han encendido una fogata en esa colina. ¿Será por la víspera de Todos los Santos?

—Supongo —dijo él—, aunque generalmente nosotros encendemos fogatas el día de Guy Fawkes. «Recuerdan el cinco de noviembre, con pólvora, traición y complot; al rey y su corte trataron de ultimar; espero que este día no caiga en el olvido».

—Ah, sí —dijo Celia entusiasmada—, los malvados papistas encabezados por Guy Fawkes que quisieron hacer volar el parlamento.

—Y que fallaron en su intento. Luego vinieron las decapitaciones y las condenas a morir ahorcados por todos lados. Y desde entonces nunca hemos dejado de celebrar los felices resultados.

—Hablas concierta ironía —dijo ella lanzando una mirada a su perfil enigmático.

—Atavismo, sin duda —encendió un cigarrillo y se internó con el auto por otro camino secundario—. Los Marsdon eran católicos fervientes en aquellos días. Nos convertimos mansamente al protestantismo durante el siglo dieciocho, la edad de la razón.

—¿Y te arrepientes por esa conversión?

—¡No, por dios! ¿Quién se preocupa hoy en día por una u otra alternativa? Aunque a veces he tenido… bueno… sueños extraños.

Ella no dejó pasar esa oportunidad pues él rara vez hacía este tipo de manifestaciones personales.

—¿Sueños? ¿Qué clase de sueños?

Él se retractó en parte.

—Fantasías lunáticas que no vale la pena recordar.

Ella suspiró, siempre le cerraba la puerta cuando ya iba a penetrar en su interior.

—En los Estados Unidos hacen un gran alboroto con motivo de la fiesta de Todos los Santos —agregó sin perder el hilo de la conversación—. Qué curioso la cantidad de viejas costumbres nuestras que exportaron los puritanos y que aún perduran a través del océano.

—Así es, en efecto —respondió Celia—. Los niños se disfrazan; van de casa en casa solicitando que les den alguna cosa; se ahuecan las calabazas para encender velas en su interior y convertirlos en truculentos faroles.

—En la víspera del día de Todos los Santos —agregó Richard lentamente—, cuando las brujas malas salen a pasear montadas en sus escobas, y se levantan de las tumbas los cadáveres descompuestos.

—Huy —dijo ella—, qué morboso. En los Estados Unidos solo pensamos en divertirnos.

—Es claro, una raza nueva y despreocupada —Richard suspiró. Ella tenía la cabeza apoyada sobre su hombro y percibió el suspiro—. Os envidio. Vosotros no habéis sido prácticamente tocados por el espíritu maligno, que sin embargo nos cubre a todos con su sombra.

Ella permaneció en silencio, si lograr entender qué era lo que él quería decir cuando hablaba de esa forma.

Cuando pasaron por el pueblo de Easebourne al atardecer, Richard dijo:

—Este edificio que tienes a tu izquierda era un convento de monjas a principios del período de los Tudor. La iglesia tiene unas esculturas bastante lindas de los antiguos dueños del castillo de Cowdray.

—¿Oh? —dijo ella—. ¿Y quiénes eran? —siempre le había interesado la historia de Inglaterra, pero ahora que gracias a su amor apasionado ella había pasado a formar parte de Inglaterra y de su pasado, se dedicó con gran entusiasmo a hacer investigaciones al respecto, especialmente en Sussex que se había convertido en su hogar.

Sir Davy Owen —respondió Richard—, hijo bastardo de Owen Tudor. Se casó con una Bohun, noble familia propietaria del castillo durante el siglo quince. Hay también una elegante efigie en mármol de Anthony Browne, el primer Lord Montagu, arrodillado sobre las tumbas de sus dos esposas: no recuerdo cuál era una de ellas, pero sé que la otra era una tal Lady Magdalen Dacre, que debió haber sido bastante alta a juzgar por su estatua.

—¿De modo que te dedicas a hacer turismo y explorar iglesias? —preguntó ella riendo—. Nunca lo hubiera imaginado.

La risa con que Richard respondió a este comentario pareció algo forzada.

—Por regla general, no. Pero he jugado al polo en Cowdray y lo he visto figurar en La Crónica de los Marsdon. Sentí curiosidad.

Ella se estremeció de alegría. Después de una niñez desarraigada qué felicidad sentía al pertenecer a una familia constituida desde la antigüedad, aunque esta reflexión recién se le había ocurrido después de su precipitado matrimonio: tampoco estaba acostumbrada al uso del título de Lady, elevación que databa de pocas semanas atrás cuando el viejo Sir Charles murió finalmente en un sanatorio. Antes de casarse no había estado muy segura de lo que significaba ser un barón.

—Esas son las ruinas del castillo de Cowdray —dijo Richard—. Creo que tenemos tiempo de echarles un rápido vistazo.

Doblaron hacia la izquierda, pasaron por un portón y se internaron por una avenida de castaños, en dirección a las carbonizadas ruinas de un castillo estilo Tudor. Pasaron frente a un granero que databa del siglo catorce, edificado sobre pilares para ahuyentar a las ratas; dejaron atrás una hilera de casitas en las que una luz amarilla se filtraba a través de pequeñas ventanas y llegaron a la entrada que conducía a las ruinas.

—Se está haciendo un poco oscuro para poder ver bien; ¿quieres echar un vistazo de todos modos? Tenemos una linterna —Richard detuvo el auto.

Celia siguió a su marido hacia el interior de oscuros cuartos desprovistos de techo y de pisos, andando a tientas sobre matas de pasto.

—La capilla estaba aquí a la derecha, según recuerdo —dijo Richard, tomándola de la mano—. Y aquí están los restos de la gran sala. ¡Cuidado con las piedras sueltas!

Ella cruzó un umbral, entró a lo que había sido la gran sala y se quedó mirando un enorme ventanal de piedra que debía haber tenido sesenta vidrieras, pero cuyos cristales habían desparecido ya hacía mucho tiempo.

Su mano estrujó la de Richard.

—Me siento algo rara —dijo—, como si hubiera estado antes aquí. Eso que está allí arriba es la galería de los músicos, ¿verdad? ¿Ves esos venados de madera, quiero decir ciervos, allí arriba en las paredes?

Él no le respondió y dirigió rápidamente hacia arriba el haz de luz de su linterna. No se veían actualmente ninguna clase de imágenes en las paredes derruidas, pero durante una visita anterior el guardián le había dicho que este cuarto se había llamado el gran salón de los ciervos, debido a las once estatuas de ciervos que representaban el blasón de Sir Anthony Browne.

La voz de Richard resonó en la oscuridad con un tono reprobador.

—Los lugares muy viejos nos transmiten extrañas sensaciones. Vibraciones intensas del pasado, o supongo que tu madre diría que tu has estado antes aquí, durante otra existencia. En realidad los psicólogos lo definen como dejà vu, la ilusión de haber experimentado anteriormente algo.

Ella no le escuchaba.

—He estado antes aquí —repitió con voz soñadora—. El salón está lleno de gente vestida de terciopelo y seda. Se oye una música que ejecutan violas y laúdes. Hay un perfume a flores, tomillo y junquillos frescos. Estamos esperando a alguien, estamos esperando al joven rey.

—Eres muy sugestionable, Celia —le dijo sacudiéndole el brazo—. Y lees demasiadas novelas históricas. Vamos, los Holloways deben estar preguntándose qué nos ha pasado.

—Me siento muy desdichada porque tú no estás aquí —dijo Celia sin prestarle oídos—. Estás por aquí cerca, escondido. Siento miedo por ti.

Richard lanzó un sonido agudo.

—¡Ven de una vez! —exclamó—. ¡No sé qué demonios te pasa! —la sacó a los tirones del castillo y la condujo hasta el auto. Instantáneamente pareció evaporarse la sensación de un sueño que no era un sueño. Se sintió mareada y algo tonta. Se instaló en el asiento delantero y buscó un cigarrillo en su cartera.

—Qué gracioso —dio con una risa temblorosa—. Cuando estábamos allí adentro, durante un momento tuve la sensación…

—No importa —retrucó él—. ¡Olvídalo!

Ella se sorprendió y se sintió algo herida por su vehemencia, que más se asemejaba al miedo. Esta extraña experiencia parecía revestir cierta importancia para ella, a pesar que casi ni recordaba lo que había dicho.

Entraron a Midhurst por unas serpenteantes calles flanqueadas por negocios, atravesaron la plaza del mercado y estacionaron el auto en el patio de entrada de la posada de Spread Eagle. Celia demostró interés por la escalera de roble oscuro y por el pasillo con la armadura completa de un caballero ubicada al lado de una puerta; pero cuando entró al bar con su techo bajo adornado con vigas y saludó a los Holloway, experimentó nuevamente una extraña sensación.

Una crispación, un toque de atención. No tan definido como lo que sintió en las ruinas de Cowdray, sin embargo no pudo evitar prestarle una fugaz atención antes de saludar a John y Bertha Holloway.

—Sentimos muchísimo haberlos hecho esperar —dijo Richard—. Nos detuvimos en Cowdray para que Celia pudiera ver las ruinas. No conoce todavía esta parte de Sussex.

Siento como si la conociera, pensó Celia, sabiendo que aún ese comentario tan trivial misteriosamente molestaría a Richard.

—Mi querida Lady Marsdon —exclamó Bertha Holloway miemtras su cara seria y redonda se iluminaba de alegría—. John y yo teníamos tantas ganas de conocerla. No se imagina la sorpresa que tuvimos al enterarnos que Sir Richard se había casado con una norteamericana —tragó saliva dándose cuenta al parecer que ese comentario necesitaba cierta aclaración—. Quiero decir… —empujó hacia atrás un indisciplinado mechón de pelo color ratón—, lo que quiero decir es que no me parece raro que se haya casado con una norteamericana, muchos lo hacen, sino que se haya decidido a casarse, ya que parecía ser un solterón empedernido, a pesar que en realidad es muy joven todavía, pero tantas muchachas trataron…

Su marido se quitó la pipa de su boca, depositó en la mesa su vaso de whisky y con voz cansada dijo:

—Bertha…

Ella se sonrojó y se serenó, las palpitaciones de su pecho eran visibles bajo su blusa de seda rosada. John le había dicho que no debía hablar mucho. Y que tratara en todas formas de no meter la pata.

Después de su casamiento con una rica norteamericana, Sir Richard comenzó paulatinamente a recuperar los bienes muebles que Sir Charles se había visto obligado a vender. John Holloway era un próspero anticuario que con el correr de los años había ido comprando numerosas piezas valiosas de propiedad de los Marsdon, y se contaba entre los amigos del último barón. Un espléndido aparador Isabelino perteneciente a Medfield Place estaba expuesto para su venta en el salón del negocio de Holloway ubicado en Church street. John había enviado una carta tanteando el terreno: Sir Richard le contestó aparentando interés en el mueble. Tal vez podría conseguir un buen precio, ya que un museo norteamericano estaba también interesado en esa maravillosa pieza, admirablemente tallada.

John Holloway dirigió una rápida mirada a Celia, que bebía su Martini a grandes tragos mientras sonreía auséntemente, como si no hubiera oído los comentarios de Bertha.

En cierto sentido ella no era el tipo de mujer que uno imaginaba que Sir Richard elegiría como esposa, pensó John. Una personita desabrida. Pequeña y morocha, con unos lindos y brillantes ojos grises, vestida con un elegante vestido de lana rosa, pero sin curvas que lo realzaran. Buenos tobillos, empero, como casi todas las norteamericanas, pero poco conspicua o llamativa. Por supuesto que estaba el dinero de por medio. John meneó imperceptiblemente la cabeza; su negocio lo había convertido en un excelente juez de las personas y sabía muy bien que Richard no era un cazador de fortunas.

Los matrimonios resultan siempre inexplicables. Su aguda mirada se detuvo durante un momento en su propia mujer, que había reaccionado y estaba hablando de quermeses parroquiales, sociedades de horticultura y el instituto de mujeres a una ligeramente interesada Celia.

—¿Otra vuelta antes de sentarnos a comer? —le preguntó John a Richard, que meneó negativamente su cabeza sonriendo.

Celia dio un respingo.

—Yo quisiera tomar otra copa —dijo con su voz grave en la que se percibía un leve acento norteamericano—. Un Martini verdadero, con mucho gin. Después de todo, esta es la víspera de Todos los Santos, deberíamos celebrarlo de alguna manera.

Richard rio y sus cejas oscuras y tupidas se arquearon ligeramente.

—Les aseguro que esto es poco corriente —les dijo a los Holloway—. No piensen que me he casado con una esponja. Por favor, esta segunda vuelta me corresponde a mí —se aproximó al bar y al ratito volvió trayendo los tragos.

—Me he tomado la libertad de pedir la comida —acotó John que había rehusado un segundo whisky—. Lenguado a la Dover y pato a la Aylesbury. Aquí los hacen bastante bien. Espero que sea de su agrado, Lady Marsdon.

Celia dio un nuevo respingo, sus ojos grises enfocaron a su anfitrión.

—Oh, por supuesto —dijo—. Me encanta… este… el lenguado y el pato —vació su copa y encendió otro cigarrillo.

¿Por qué estará tan nerviosa esta muchacha?, pensó John. ¿Se habrán peleado? En ese caso no es le momento propicio para tratar de vender el aparador. Codeó a Bertha la que obedientemente se puso de pie. Se dirigieron todos al comedor donde el mozo Italiano los condujo a una mesa en la que los esperaba un añejo chablis.

El malestar de Celia comenzó a disiparse cuando salieron del bar. Escuchó atentamente el agitado relato de Bertha respecto a una comisión que había integrado junto con Lady Cowdray; presto atención a una discusión sobre antigüedades en la que tomaron parte Richard y el señor Holloway. Y finalmente, durante un momento de silencio, manifestó que Midhurst le parecía una ciudad encantadora con un evidente e importante interés histórico.

—Oh, sí, por supuesto —asintió Bertha algo confusa—. Yo soy oriunda de Londres, pero John conoce toda la historia del lugar. Hay una curiosa colina, un poco más allá de la iglesia, donde los lugareños creen que se aparecen fantasmas, y debo reconocer que a mí no me gustaría nada tener que ir allí sola durante una noche oscura.

—¿Una extraña colina con fantasmas? —inquirió Celia—. Eso suena interesante.

Sintió realmente o imaginó percibir cierta repentina rareza de parte de Richard, que estaba sentado del otro lado de la mesa, desmembrando hábilmente el pato, pero a ella le parecía que esas largas y sensitivas manos que tanto amaba se ponían algo rígidas. Hizo a un lado una débil advertencia en su interior y dijo:

—¡Oh, señora Holloway, cuénteme todo lo que sabe respecto a esa colina embrujada!

Bertha inclinó la cabeza en dirección a su marido.

—John es el que sabe bien todo eso. Yo me confundo un poco.

Holloway sonrió con satisfacción al ver que su invitada parecía reanimarse.

—¿Cómo les gustan a los norteamericanos las historias de aparecidos, verdad? St. Ann’s Hill tiene una atmósfera peculiar en realidad. He pasado por allí muchas veces durante mi niñez. El sendero es un atajo para legar desde la ciudad al río Rother y desde allí hasta el castillo de Cowdray.

—¿Hubo alguna vez un castillo en esa colina? —preguntó involuntariamente Celia, haciendo caso omiso aún de la prohibición que emanaba en parte de su interior y en parte de Richard que no apartaba la vista del ave.

—En efecto —replicó Holloway levemente sorprendido—. Qué conjetura inteligente. Aún cuando supongo que deben haber pocos lugares en Inglaterra en los que el hombre no haya construido una vivienda. Durante siglos y hasta los primeros albores de la dinastía Tudor, una antigua familia llamada los de Bohuns tuvieron una plaza fuerte en Tan’s Hills, pero ahora no quedan más que fragmentos de piedras y restos de muros. También se dice que allí se alzaba un templo de los druidas mucho antes que llegaran los romanos.

—Fascinante —dijo Celia tomando un gran trago del chablis—. ¿Y qué es lo que pasa con el fantasma?

John Holloway rio.

—Niños asustados y viejas crédulas afirman haber vito varios. El más popular es el «monje negro». Mi tía abuela aseguraba que cuando ella era niña vio el fantasma del monje que bajaba por la colina en dirección a la ciudad durante un atardecer de verano.

—¿Porqué lo llaman el monje negro? —preguntó Celia sonriendo.

Holloway se encogió de hombros.

—Por el hábito benedictino, supongo. Existe una teoría respecto a que el susodicho monje fue en una época el capellán de Cowdray y que luego se vio envuelto en una historia amorosa con una muchacha del pueblo. Un escándalo que a los lugareños les encanta transmitir de generación en generación.

Richard dejó a un lado su cuchillo y tenedor. Alzó su cabeza y dijo agudamente:

—En Inglaterra abundan las historias de monjes negros y damas grises. Se venden por docenas. Holloway, creo que en cuanto terminemos el café deberíamos trasladarnos directamente a su salón de ventas para revisar el aparador.

Celia permanecía con los ojos cerrados, recostada en su tumbona junto a la piscina de Medfield Place, haciendo un esfuerzo por recordar qué sucedió después, aún cuando le resultaba bastante penoso.

No sé qué me sucedió. Insistí en que quería explorar la colina de St. Ann sin pérdida de tiempo. Los otros no querían que lo hiciera, pero cuando atravesábamos la plaza del mercado, el señor Holloway me indicó dónde quedaba. Me escabullí de la sala de exposición mientras Richard examinaba el famoso aparador. Corrí por un callejón, dejé atrás la iglesia y me deslicé entre los pequeños postes de madera que se colocan para impedir el paso de los autos.

Trepé por el sendero barroso y me interné en la niebla. No podía ver gran cosa, salvo las enormes y oscuras siluetas de los árboles recortadas contra el cielo sombrío, sin embargo sabía perfectamente bien por donde seguía el sendero.

Al llegar a lo alto de la colina, doblé hacia la derecha y trepé por una áspera pendiente. Las espinas de los arbustos me arañaban y las ortigas me pinchaban. Llegué hasta unas piedras cubiertas de musgo y al instante comprendí que habían formado parte de un muro. Algo me impidió pasar por encima de ellas. No podía hacerlo. Estaba asustada y agitada al mismo tiempo. Cuando de repente vi detrás del muro una luz amarilla oscilante semejante a una linterna. Junto a la linterna había una silueta alta y oscura. Llamé ansiosamente a la silueta, pero esta desapareció. Me puse a llorar y bajé la colina a los tropezones. Debo haber corrido hasta Spread Eagle, porque los demás me encontraron en el bar. Seguía llorando todavía junto a la enorme chimenea cuando Richard y los Holloway entraron precipitadamente. Habían estado buscándome por todos lados. Los Holloway rieron algo incómodos cuando finalmente balbuceé lo que había hecho.

Richard no dijo ni una sola palabra, pero su cara se demudó y sus ojos relampaguearon con tal furia como nunca lo había visto antes ni lo había creído capaz de ello. Me metió dentro del auto. Me dio cosas muy crueles durante el trayecto de vuelta a casa. Que estaba borracha, que estaba histérica. Que no había visto absolutamente nada en la colina. Y esa noche no compartió mi cama.

Su corazón dio un sobresalto y se le secó la boca. Dios mío, ya van siete meses de excusas. Dijo que tenía un dolor en la espalda, que debía ser un disco. Dijo que iba a consular a un osteópata, pero se negó a responder a mis preguntas. Últimamente ni siquiera me he animado a hacer preguntas. Se mudó a mi cuarto de vestir. Nunca más mencionamos a Midhurst, sin embargo la noche anterior habíamos alcanzado tanta felicidad los dos juntos.

Abrió los ojos al oír un pequeño movimiento junto a la piscina y vio aproximarse a Dodge, el sirviente, que había salido de la casa por la puerta que daba al jardín. Traía una bandeja con whiskys, pink gins y jerez. Era alto, solemne, sumamente correcto. Exactamente el tipo de sirviente que la gente en Inglaterra decía que ya no era posible encontrar.

Pero era posible. Con dólares norteamericanos. Inclusive resultaba factible encontrar un personal apropiado para dirigir una preciosa pero poco práctica casa de campo. La señora de Dodge era la cocinera. Tenía una sirvienta interna y otras externas que venían del pueblo. Y si llegara a ser necesario, cosa que todavía no había sucedido, estaba la niñera de Richard que ocupaba el actualmente vacío sector de los niños.

Debí quedarme embarazada cuando Richard lo quiso, pensó Celia mientras la invadía un extraño pánico. Había tenido miedo de un embarazo.

—¿Qué le pasa Lady Marsdon? —inquirió a su lado una voz aflautada y ligeramente maliciosa.

Celia se sobresaltó y dio vuelta la cabeza. Era Igor, el nuevo diseñador de modas que hacía furor en Londres. Era un joven apuesto que lucía una espléndida cabellera rubia. Un leve dejo de acento cockney era perceptible en su voz.

Igor, pensó Celia volviéndose gustosa a las trivialidades, seguramente se llama Ernie o Bert, o algo por el estilo. Y ¿qué?

—No me pasa nada —dijo alegremente—. ¿Se han vuelto todos videntes o aficionados a las percepciones extrasensoriales? Estoy un poco adormecida por el baño, eso es todo.

—Usted sabe muy bien que yo siento ciertas cosas —dijo Igor sentándose tranquilamente en otra silla y bebiendo su pink gin—. Soy sensible a las diferentes disposiciones de ánimo, y cuando veo que mi encantadora anfitriona está hecha una piltrafa, como Melpómene, la musa de la tragedia, o lo que fuera, o posiblemente la infausta Deidre…

—Que terriblemente intelectual se está poniendo —contestó Celia, abandonando su habitual cariñosa tolerancia por Igor—. Y usted, mi querido, es el perfecto producto ponzoñoso de la decadencia, diseñando vestidos para que las mujeres parezcan horribles. Oh, muy sutilmente, por supuesto, pero realmente Igor, esa capa violeta que hizo especialmente para mí… no soy tan tonta como usted lo cree.

Él se levantó graciosamente y le hizo una pequeña reverencia.

—Le prometo que le diseñaré algo que seducirá por completo a Richard. —Su tono se volvió repentinamente amable, casi cariñoso.

Ella se estremeció en su interior. Frunció los labios.

—Creo Igor que no necesito de su ayuda en lo que concierne a mi marido, y como habría dicho mi riquísimo padre estadounidense… —fue interrumpida por Dodge que regresó para anunciar—: El almuerzo está servido, milady.

Ella se agachó y comenzó a abrocharse las sandalias. Su furia se evaporó y se sintió derrotada, desamparada. ¿Qué habría dicho exactamente Amos B. Taylor, su padre, al que apenas había conocido y que había ganado millones con fibras sintéticas después de la guerra, que murió de cáncer siete años atrás cuando ella tenía dieciséis? Posiblemente habría dicho:

—Oh, habla con tu madre, pequeña. Yo no sabría dar un consejo a una niña. Claro que si Lily y yo hubiéramos tenido un hijo varón…

Nunca se dio cuenta lo frecuentemente que repetía esa frase, ni lo que le dolía a ella cada vez que la oía. Celia abandonó a Igor y mientras contorneaba la piscina les dijo a sus invitados:

—Quédense tal cual están. Almorzaremos en el jardín de invierno. Dodge se niega a servirnos aquí, parece que su dignidad se resiente.

Myra rio.

—Estás aprendiendo bastante rápido, querida. Yo vivo totalmente dominada por mi sirviente ¡Y eso que no es ni la sombra de Dodge! —la risa puso en evidencia una reluciente y blanca dentadura, probablemente falsa a pesar de la relativa juventud de Myra. Parecería que a los ingleses no les importaba mucho tener dientes postizos, aún cuando provinieran de salud pública.

Celia sonrió amablemente. Sus dientes norteamericanos eran los suyos propios, pequeños, nacarados y el resultado de varios y costosos años de ortodoncia. Advirtió que si bien Myra le estaba hablando a ella, sus grandes ojos verdes se dirigían hacia Richard.

No llegarás a nada con ese candidato, mi querida Myra, pensó Celia. Ni tampoco tú, pensó dirigiendo una cínica mirada a Igor que también tenía la vista fija en su marido. Ustedes ni siquiera comprenden a Richard, yo tampoco, pero por lo menos me he dado cuenta de eso. Tragó con fuerza para aliviar la presión que sentía en su garganta. Como si se le hubiera atragantado un bocado. Qué locura, se dijo a sí misma enojada, y avanzó hacia el jardín de invierno.

Se detuvo frente a la gran mesa de vidrio para repasar la ubicación de los comensales. Había diez asientos, siete huéspedes más Lily y ellos dos. El número corriente para un grupo de fin de semana. A Richard le gustaba invitar a gente y aprovechar la casa de sus antepasados, que durante tanto tiempo estuvo vacía y en decadencia.

Myra estaba ubicada a la derecha de Richard por supuesto; Igor al lado de ella; luego venía Sue Blake, una azorada y lejana prima de Kentucky. Tenía dieciséis años, pelo largo de color caramelo, una cara patituerta desprovista de maquillaje de maquillaje y un gran entusiasmo debido tal vez a cierta nerviosidad o a un auténtico éxtasis al estar viviendo como «en un cuento de hadas», según solía repetir. Procedía de un modesto hogar en las afueras de Lousville y era la primera vez que viajaba al extranjero.

A la izquierda de Celia y junto a Sue estaba sentado George Simpson. Era el abogado londinense de Richard, un hombre pequeño, de edad madura con una voz chillona que hacía aparecer ligeramente ridículo todo lo que decía. Sus ojos claros se movían ansiosamente debajo de sus párpados arrugados. Su estudio de abogado había cuidado de los intereses de tres generaciones de Marsdon, pero era la primera vez que George Simpson había sido invitado a pasar un fin de semana a Medfield Place.

Como a Richard no le gustaba ir a Londres y tenía un buen numero de asuntos pendientes que requerían solución como consecuencia de la muerte de su padre, Celia le sugirió que invitaran al matrimonio Simpson a pasar el fin de semana con ellos. Richard, que era más flexible que su padre, asintió indiferentemente.

—Pero —agregó—, no tengo la menor idea de cómo es la señora Simpson, suponiendo que Simpson tenga una esposa. Pero no importa, de todos modos parece que los invitados de este fin de semana van a ser algo dispares.

Bastante dispares, pensó Celia, sonriendo en dirección a Lily y al médico hindú mientras les indicaba sus asientos. Y para contrabalancear a Myra estaba Sir Harry Jones, un divorciado, que había sido antes miembro del partido conservador y ocupado una banca en el parlamento como representante de algún lugar de Shropsire. Era un hombre buen mozo, algo rubicundo, de trato jovial y poseedor de una mirada admirativa y franca. Veintitrés años atrás había logrado una brillante hoja de servicios durante la guerra. Celia siempre tenía intenciones de buscar su nombre en algún registro genealógico de caballos, pero estaba satisfecha, como lo estaban todas las dueñas de casa, de haberlo conseguido como el hombre solo que necesitaba. Era muy solicitado. Myra había sido el anzuelo, a pesar de que ella no daba gran crédito al rumor corriente de que era su amante. Myra trataba a Harry con una leve indiferencia.

Pero de todos modos y por si acaso, Celia les adjudicó dos dormitorios contiguos.

Celia estaba dispuesta a sentarse cuando percibió una leve mirada inquisitoria de Richard y se percató entonces que el asiento de su izquierda estaba vacío.

—Oh, caramba… —dijo dirigiéndose a George Simpson—. Lo siento muchísimo. No me di cuenta que la señora Simpson no estaba aquí. ¿Sigue enferma todavía?

George hizo una mueca, algo molesto.

—Edna estaba mejor esta mañana —dijo—. Me dijo que bajaría a almorzar.

Celia se dirigió entonces a Dodge y le dijo:

—¿Puede preguntar si la señora Simpson bajará a almorzar?

—Por supuesto, milady —dijo Dodge arreglándoselas para demostrar cierto disgusto por su misión.

Celia estaba divertida. Desde hacía varios meses se había percatado de la forma en que los sirvientes clasificaban a sus huéspedes y sabía que los Simpson no habían sido vistos con buenos ojos a pesar que parecían ser bastante inofensivos.

Edna Simpson se había metido en cama inmediatamente después que llegaron la noche anterior, dando como excusa un fuerte dolor de cabeza. La única impresión que Celia había tenido de ella, había sido la de una mujer robusta, de quijada prominente, anteojos de armazón dorada y pelo enrulado como el de una oveja.

Se ubicaron todos frente a la mesa de vidrio y Celia esperó cortésmente hasta que Dodge volviera con su informe antes de introducir la cuchara en el consomé helado.

Se hizo un silencio hasta que Dodge abrió la puerta de la casa principal. Edna Simpson «hizo toda una entrada». No existe otra frase para describirla. Avanzó precediendo al sirviente con paso lento y medido, se inclinó en dirección a Richard y Myra y luego un poco más casualmente hacia el extremo de la mesa donde estaba ubicada Celia.

Discúlpenme, pero les aseguro que no tenía la menor noción de la hora.

Los hombres se pusieron de pie y Richard inquirió sobre su salud mientras corría la silla de Edna.

—Mucho, muchísimo mejor, gracias, Sir Richard. Es este delicioso aire campestre después de las brumas londinenses.

¡Cielos!, pensó Celia, ¿de dónde se ha escapado? Ella no reconoció cómo podían hacerlo los ingleses, la pronunciación de las regiones del norte, deformadas con un gentil esfuerzo por disimularla, pero no pudo evitar sonrojarse innecesariamente por Edna, que se había vestido como ella considerada acorde con las circunstancias.

Lucía una toca azul sobre su pelo enrulado. Su vestido de encaje azul también cubría justo sus rodillas semejantes a dos globos. Unos largos aros de perlas colgaban de sus orejas y una gargantilla de perlas rodeaba su cuello. Todo ese equipo, comprado en Harrods, le había costado una buena suma a George, y Edna solamente sentía desdén por los demás, repantigados, semidesnudos, vestidos solamente con trajes de baño, salidas de playa y sandalias. Y además bebiendo. La mesa estaba cubierta de vasos. Ese relajamiento era justamente lo que ella esperaba de una aristocracia americanizada. Sus fríos ojos azules dirigieron una rápida mirada apreciativa a través de sus anteojos con montura de oro. Ese hombre moreno, prácticamente un negro, sentado al lado de ella. ¡Bueno! Naturalmente los norteamericanos no tienen la inteligencia suficiente como para percatarse de lo sensibles que son las mujeres inglesas respecto a esas cosas. Dirigió su mirada a las norteamericanas; a Sue Blake, que debía haber estado en el colegio en vez de hacerle ojitos a ese joven diseñador de modelos. Miró a Lily Taylor, una mujer de su misma edad, pero teñida, pintada y medio desnuda como todos los demás. Toda sofisticada, pensó Edna enojada. Qué ejemplo para su hija. No se molestó empero en mirar a Celia o en estudiar las razones que le produjeron tal disgusto cuando conoció a Lady Marsdon por primera vez la noche anterior. Edna no se permitía tener emociones repentinas y no se había percatado que el dolor de cabeza había comenzado cuando conoció a Celia y a Sir Richard. Edna tenía un tónico para cualquier malestar que la incomodara. Estaba en una botella común de un cuarto litro con una etiqueta que decía «Tónico anodino de Bell». El único que sabía que este fluido verde con olor a menta contenía un treinta por ciento de alcohol, era su farmacéutico y Edna se habría horrorizado al saberlo ya que desde los catorce años pertenecía a la liga de abstemios. El «tónico» había cumplido con sus habituales condiciones de tranquilizador la noche anterior y unos pocos tragos más esta mañana habían corroborado su efecto.

Edna terminó su consomé, depositó la cuchara y dirigiéndose a Myra le dijo:

—¿Qué día encantador, verdad, vuestra gracia?… —se detuvo y rápidamente dijo—: Duquesa.

Con antelación a esta visita había comprado un manual de etiqueta y lo había estudiado cuidadosamente. Parecía algo descortés abordar a una duquesa tan chabacanamente, pero el libro había sido muy explícito en este punto: «vuestra gracia» tratándose de inferiores, «duquesa», tratándose de pares.

Myra miró detenidamente a Edna Simpson, sus rojos y carnosos labios se contrajeron.

—Un tiempo ideal —asintió—. Señora Simpson, ¿no será usted oriunda del norte por casualidad?

Edna se puso colorada como un tomate.

—Efectivamente, nací en Yorkshire —contestó rápidamente—. Mi padre era el… cura párroco de un pequeño pueblo en las colinas, un lugar encantador.

Desgraciadamente George la oyó y exclamó:

—Pero Edna… nunca me contaste que… y yo siempre creí que tu padre era… —resopló dificultosamente y guardó silencio al percatarse de la mirada de furia que le dirigió su mujer.

Esta escena y sus razones eran obvias. Richard se apresuró en aliviar la confusión de sus huéspedes, aunque uno de ellos fuera tan ridículo como Edna.

—La duquesa es oriunda del norte también —aclaró bondadosamente—. Parecería que ustedes tuvieran poderes mágicos para reconocerse.

Myra rio.

—Así es —dijo—. Yo nací en Cumberland.

El oído de Edna no era lo suficientemente sutil como para detectar la parodia de su propia pronunciación, e inquirió no sin cierto alivio:

—¿No me diga? Un lugar precioso, con tantos lagos tan bonitos.

Myra inclinó su cabeza cubierta de pelo rojizo y se volvió nuevamente hacia Richard. No valía la pena molestar a la señora Simpson, en cambio Richard representaba un fascinante desafío.

La mouse de salmón y pepinos estaba deliciosa, sin embargo Celia no pudo probar bocado. Además de sentir ese permanente nudo en la garganta, su corazón comenzó a tener esas extrañas palpitaciones. Tendría que ir pronto a Londres para consultar a ese especialista, pensó. Dirigió su mirada a la otra punta de la mesa donde estaba Richard y descubrió que estaba observándola. Con esa mirada profunda y sombría que ella no acababa de interpretar. ¿La habría tenido siempre, aún desde los primeros momentos?

Harry comentaba con entusiasmo con George Simpson las iniquidades del gobierno laborista. Ella no necesitaba prestarle oídos y su mente retrocedió a esos resplandecientes y maravillosos días en el barco. «Amor a primera vista», en efecto, a veces sucedía. Esa frase tan trillada, pero sin embargo lo que realmente sucedió se asemejaba más a un redescubrimiento.

Durante el mes de mayo del año anterior a bordo del Queen Mary. Entonces comenzó. Súbitamente, violentamente. A pesar de que el viaje prometía ser igual a todos los otros viajes.

Acompañaba a su madre como todos los años desde que su padre murió. Viajar, viajar. Celia y Lily habían recorrido juntas casi toda Europa. Habían viajado por el Caribe y hasta Hawai. Y también hubo un intervalo de dos años en París donde Celia estuvo en un colegio en el que aprendió muchas cosas además del francés.

Naturalmente, de tanto en tanto había tenido unos ligeros festejos y tres declaraciones no muy entusiastas. Celia ni siquiera recordaba a algunos de estos jóvenes, a pesar que se había sentido halagada por sus atenciones y divertidas con sus besos. Lily, por lo general bastante tolerante y buena confidente, cambiaba de lugar antes de que las cosas se pusieran demasiado serias, a lo que Celia nunca se opuso. Al llegar a los veintidós años, Celia decidió que era básicamente frígida. Sencillamente que no sentía entusiasmo sexual alguno.

Discutió este triste estado con sus amigas, que estaban casi todas casadas o bien tenían amantes. Invocaron volubles interpretaciones freudianas que Celia aceptó de mala gana. Que tenía un complejo paterno; que tenía vergüenza de ser una chica porque había desilusionado a su padre; que debía tener un olvidado trauma de su niñez.

Una vez discutió con Lily su incapacidad para sentirse excitada por los hombres. Y Lily rio.

—No seas tonta, querida. Espera hasta que aparezca el hombre indicado. Además —agregó Lily, de acuerdo a tu horóscopo te casarás bastante pronto, cuando Venus entre en conjunción con tu signo solar. De todos modos, ustedes los nacidos en acuario no se enamoran fácilmente como los nacidos en libra.

Lily había encargado a un astrólogo persa que le hiciera el horóscopo de Celia hacía ya diez años, y muchas, aunque no todas de esas predicciones se habían confirmado. Quizás esta también.

Por lo que Celia, a pesar de ser bastante popular y sociable, se refugiaba especialmente en el mundo de los libros. Leía incesantemente, escribía versos que luego rompía. Y en algunos aspectos adquirió bastante seguridad y un sentido de la ironía.

Pero el año pasado, durante el mes de mayo, Lily decidió visitar nuevamente Inglaterra.

—Hace años que no vamos, y después de todo, ¿no es acaso la cuna de nuestros antepasados? Tal vez descubramos algunos parientes. Tu pobre y querido padre, por supuesto… bueno, y hay tantos taylors que resultaría difícil ubicar su familia, pero mi abuelo era un Peabody. Debería ser más fácil, ¿no te importa, verdad querida?

A Celia no le importaba. Le encantaba la historia inglesa y sentía un fuerte atractivo hacia Inglaterra a la que recordaba durante un viaje que hicieron en vida de su padre, como un lugar lleno de cantos de pájaros, castillos y magias.

Se embarcaron en el Queen Mary, en uno de sus últimos viajes. Lily, que siempre tuvo habilidad para ese tipo de cosas, se ubicó, como lo había solicitado, en la mesa del capitán. Celia fue instalada en una mesa cercana para cuatro personas. Dos de ellas eran una aburrida pareja de londinenses que habían viajado a los Estados Unidos por razones de negocios; el otro era un inglés llamado Richard Marsdon.

Y así sucedió, pensó Celia. La larga y sorprendida mirada que intercambiaron. El descubrimiento y los extraños matices de consternación. Nos enamoramos entre la sopa y el bife. A pesar que entonces apenas se había dado cuenta de lo buen mozo que era Richard, solo había notado que era alto, morocho y que debía tener más de treinta años. Lo único que vio fueron sus profundos ojos castaños enmarcados por unas cejas negras y espesas.

La primera noche se quedaron juntos después de comer viendo como jugaban los demás a las carreras de caballos, escuchando la orquesta, hablando poco, hasta que Richard hizo una observación personal.

—Tu nombre es Celia —dijo—. Es un nombre por el que siempre me he sentido atraído. No sé muy bien por qué, ya que nunca he conocido a nadie que se llamara así. Pero en una ocasión compré una… bueno… me temo que una obscena grabación de una canción del siglo dieciséis respecto a una Celia.

Ella lanzó una risita excitada y jubilosa.

—Me alegro tanto que te guste, pero debo confesarte que no me bautizaron con el nombre de Celia. Mis padres me pusieron como nombre Henriette, igual que una de mis abuelas. Siempre odié el nombre y supongo que no concordaba con mi parecer. Cuando tenía catorce años, en el colegio representamos «Como gustéis», a mí me dieron el papel de Celia y no sé porqué motivo el nombre se me pegó. Lo he adoptado desde entonces.

—Qué extraño —dijo él pausadamente—. Muchas de las pequeñas vueltas de la vida resultan muy extrañas.

Ella nunca había dado demasiada trascendencia a su cambio de nombre, le pareció algo natural y su madre, que en ese momento se interesaba mucho en numerología, lo había aceptado entusiasmada y citando inclusive a Pitágoras demostrando que los números incluidos en Celia concordaban mucho mejor que los de Henriette con la fecha de nacimiento de su hija. Este aspecto parecía algo tonto como para mencionarlo, de todos modos, Richard le había dirigido una calurosa sonrisa y le había preguntado:

—¿Te gustaría bailar, Celia?

El resto del viaje transcurrió en medio de una deliciosa nebulosa y gradualmente se enteró de unos pequeños detalles de la vida de Richard, a pesar de su reticencia.

Richard Marsdon había nacido en una casa muy vieja en Sussex, su familia era pobre, él ganó una beca en el Balliol College de Oxford y se recibió «realmente sin ninguna distinción, te aseguro, y sin ninguna aptitud en especial salvo para leer; ningún deporte tampoco a menos que consideres el judo como uno, que decidí aprender como un pasatiempo para evitar cualquier introspección indebida».

Ella le preguntó azorada por qué temía «una introspección indebida», pero él se encogió de hombros.

—Tenía una tendencia a meditar, que luego neutralicé con los viajes, espero haberlo logrado, por lo menos.

Tomó el primer puesto que le ofrecieron, como secretario de un periodista famoso y haragán, que le endilgó a Richard la tarea de deambular consiguiendo el material para poder él escribir los ágiles artículos que publicaba regularmente. Y así fue como durante los últimos años Richard había investigado no solamente los variados acontecimientos locales, sino además otros en Australia, Sudamérica y recientemente en los Estados Unidos. Había planeado volar como de costumbre de regreso a su casa, pero recibió una llamada telefónica de Nueva York en la que George Simpson le comunicó la parálisis total y consecuente incapacidad de su padre «y parece que por fin me necesitan en Medfield».

Ella comprendió al advertir el tono cálido que adquiría su voz al mencionar su hogar, que sentía un profundo cariño por esa casa como así también que se había sentido exiliado de ella por algún motivo que estaba relacionado con su padre. Richard le explicó además que pensaba renunciar a su trabajo no bien entregara sus informes al periodista, y como el estado de su padre parecía haberse estabilizado, decidió súbitamente volver en barco en vez de en avión.

—Parece que nuestro futuro depende de esas decisiones fortuitas —dijo mirándola tristemente. Esta fue en realidad la única manifestación que hizo hasta la última noche de la travesía, de la atracción que sentía el uno por el otro.

Subieron hasta la cubierta de los botes después de comer y se sentaron sobre un cajón ubicado debajo de uno de los botes salvavidas.

Pequeñas estrellas titilaban en el cielo grisáceo del hemisferio norte.

—Tierra —dijo Richard lentamente—. Puedo olerla. Debemos estar cerca de las islas Scilly y luego llegaremos a Inglaterra.

Ella se estremeció, pero no por culpa del viento húmedo. Richard la rodeó con un brazo. Ella se recostó contra él, era todo lo que ambicionaba, que la sujetara fuertemente durante un momento eterno.

La inmensa nave proseguía normalmente su curso a través del atlántico, hamacándose suavemente con el oleaje.

Con cierta sorpresa sintió que Richard estaba temblando, o serían las vibraciones del barco… no hizo pregunta alguna ni se movió tampoco cuando él se apartó. Y entonces él le dio con una voz áspera:

—Te deseo, Celia. Sabes que te deseo. Como tú también me deseas. Pero tengo miedo. Siento, por lo menos, que una barrera se interpone entre nosotros.

Ella se puso rígida y el momento se quebró. Trató de hablar casualmente.

—¿Una barrera? ¿Qué clase de barrera? Sé que no tienes esposa, ¿tienes entonces una amante?, ¿o una madre a la que adoras?

La mano larga y flexible con la que sujetaba su rodilla se aflojó y cayó abierta.

—Nada por el estilo. No puedo explicar el problema salvo que es algo profundo… y que se remonta al pasado. Algo que leí. No, eso es una tontería, pero cuando te vi, yo… —se detuvo.

Atrás de ellos se percibía la estela brillante del Queen Mary. Hasta sus oídos llegaba la música del Veranda Grill, los crujidos del barco, voces que se reían a lo lejos.

—Te deseo —repitió Richard en voz muy baja—, sin embargo quiero estar solo. Quedarme solo… para servir a Dios.

Celia se echó hacia atrás, incrédula.

—Para servir a Dios… —repitió—. Yo no pensé… por lo menos no comprendo…

Richard se sacudió y se volvió hacia ella.

—Por supuesto que no comprendes. Ni siquiera yo consigo hacerlo.

Ella no tuvo tiempo de romperse la cabeza con todo esto que él parecía decir totalmente contra su voluntad. ¿Estaría borracho o habría oído mal? La atrajo hacia él con gran frenesí. Le besó el pelo, las mejillas, el cuello y luego con gran violencia la besó en la boca, que se abrió contra la suya en una entrega total.

Ella se dejó empujar contra la baranda sin sentir en absoluto la presión de la varillas de hierro contra sus hombros, experimentando tan solo una alegría salvaje con el contacto de sus cuerpos.

—¡A ver, a ver, ustedes dos! —exclamó una voz indiferente desde la cubierta inferior—. Nada de jugueteos. Al capitán no le gusta ese tipo de cosas en las cubiertas.

Celia y Richard se separaron lentamente. Ella estaba algo perturbada, pero Richard reaccionó inmediatamente. Se puso de pie y dirigiéndose al oficial encargado de la guardia nocturna, asintió levemente con su cabeza.

—Tiene toda la razón, oficial —dio con su voz tranquila, bien modulada—. A pesar de que esta señorita es mi novia y no estábamos jugueteando precisamente.

El oficial de guardia se sorprendió. Había dado por sentado que se trataba de un par de chiquillos que se habían escabullido de la clase turista.

—Bien, verá usted señor —dijo en son de disculpa—, yo solo estaba cumpliendo con mi deber.

—Por supuesto —dijo Richard— todos debemos cumplir con nuestro deber. Lo difícil es saber elegir el momento adecuado.

El oficial se quedó boquiabierto.

—Por supuesto, señor —dijo apresuradamente y desapareció.

Richard y Celia caminaron en silencio hasta la puerta más cercana y él llamó el ascensor. Bajaron sin intercambiar palabra alguna hasta la cubierta principal, en donde Richard tenía su camarote y Celia compartía una suite con su madre.

Cuando llegó a la puerta de su cabina, ella empujó hacia atrás su pelo ondulado y húmedo por la brisa marina; su boca magullada tembló ligeramente y levantó hacia él su mirada.

—Cuando dijiste que yo era tu novia, ¿lo decías de veras? ¿Qué sucederá con… la barrera?

Él pestañeó varias veces y luego pareció serenarse. Le tomó la mano y le besó la palma.

—Creo que nuestro casamiento está predestinado —dijo—. Debemos arriesgarnos para ver cómo resulta —inclinó la cabeza y desapareció en el pasillo oscuro y resonante.

Se dio cuenta más tarde, mientras yacía sin poder dormir, que no se había mencionado para nada el amor. Pero no le pareció que fuera muy importante. Es algo más que amor, pensó, esa gastada e insípida palabrita que con tanta facilidad brota de los labios de una pareja de enamorados. Era algo más y algo más profundo que esa clase de amor. ¿Cómo qué, por ejemplo?

Mientras gozaba del amparo de su cabina, Celia oyó el prolongado y triste sonido de una sirena. El barco debía haber entrado en un banco de niebla. Eso significa peligro, pensó. Consideró esa posibilidad durante un momento hasta que se quedó dormida; entonces dejó ya de preocuparse por la sirena y soñó en cambio con Richard.

El sol brillaba cuando desembarcaron al día siguiente en Southampton y de ahí en adelante todo sucedió como si fuera una película que se proyecta a toda velocidad.

Richard parecía poseído por un apuro enfermizo y era debidamente secundado por la agitada Lily.

Celia y su madre se quedaron durante una semana en el Claridge, atareadas con arreglos financieros, ocupadas en la compra de un pequeño ajuar, asistiendo a fiestas que ofrecieron en honor suyo, antiguos amigos de negocios de Amos B. Taylor.

Celia vio a Richard una sola vez, cuando vino desde Sussex para regalarle un precioso pero extraño anillo de compromiso.

Eran dos manos de oro que sujetaban una amatista en forma de corazón.

—Y todas las esposas de los Marsdon lo han usado desde… oh, desde la época de los Tudor, por lo menos; creo que en una oportunidad fue un anillo de casamiento.

Ella olvidó su consternación, ya que había esperado el convencional solitario norteamericano, y dijo con toda sinceridad:

—Estoy muy orgullosa Richard, orgullosa de usar el anillo de la esposa de un Marsdon.

Él sonrió y dijo:

—Es demasiado grande para ti. Lo llevaré a un joyero. En efecto, este es nuestro anillo de compromiso y a propósito, el lema de nuestra familia es «cuidado», pero como éramos papistas, normalmente debíamos tener cuidado, excepto durante el reinado de María la Sanguinaria.

—Algo siniestro —dijo ella deseando que se sentara y la sujetara contra él, que no demostrara estar tan apurado y ansioso—. Me siento algo intimidada ante la idea de tener que dirigir Medfield Place como lo hicieron mis predecesoras. ¿Crees que seré capaz de ello?

—No temas —le dijo cariñosamente—. Podrás hacerlo y tu dinero te ayudará.

A pesar de que ya estaba acostumbrada a su franqueza respecto a los bienes materiales, se mordió el labio inferior, frunció el entrecejo y le preguntó:

—¿Estás seguro que no es eso lo único que te interesa?

Richard rio:

—Sabes perfectamente bien que no es así. He conocido a numerosas herederas dispuestas a casarse conmigo. Griegas, norteamericanas, venezolanas. Pero nunca me enamoré de ninguna.

Su respuesta la llenó de júbilo y Lily se encargó de disipar cualquier otra duda que hubiera tenido.

El casamiento se celebró en un registro civil. Richard dijo que no le interesaba el casamiento religioso y la bambolla. Celia se avino inmediatamente. Y Lily, a la que normalmente le entusiasmaban las formalidades y tradicionalismos, no se opuso demasiado, a pesar de sentirse algo desilusionada.

—Creo que es lo más práctico —dijo—. Sir Charles está tan enfermo y los hombres detestan los alborotos. ¡Te das cuenta, mi querida, de lo afortunada que eres! No te imaginas cuánto he rezado para que tu casamiento fuera pura y exclusivamente por amor.

Celia se sorprendió por esta manifestación, pues las oraciones de Lily eran exitosas normalmente.

Pequeños dolores, enfermedades, un juicio cuando el testamento de Amos Taylor fue objetado por un sobrino resentido, todo desaparecía frente a la serena filosofía de Lily.

—Debemos tener fe y todo sucederá como esperamos.

Sin embargo, pensó Celia un año después durante el almuerzo que tenía lugar en el jardín de invierno de su mansión, ella no tiene la menor sospecha de lo mal que anda en estos momentos mi matrimonio.

—Sí, por supuesto —respondió Celia rápidamente a Harry—. Estoy enteramente de acuerdo con usted —trató de encontrar una pista pero no había oído la pregunta. No era el terrible asesinato de Robert Kennedy la semana anterior, ya habían habado de ese tema. ¿Sería entonces el gobierno laborista? ¿O el mercado común? ¿Los impuestos demoledores y la pronosticada devaluación de la libra?

—… Y por desgracia ya no podemos decir el «imperio», sino el Commenwealth… ¿Entonces está usted de acuerdo Lady Marsdon?

—He oído decir que Nueva Zelanda es un lugar encantador —murmuró Celia. Fue suficiente para desviar la conversación de Harry, que había visitado una vez ese país.

—Un país maravilloso, montañas, cascadas y un desafío viril como el de Australia, ya no podemos encontrar más eso aquí.

Celia mantuvo una sonrisa receptiva y miró hacia el extremo de la mesa donde estaba Richard. Myra, algo achispada, estaba haciendo gran despliegue de zalamerías. Al mirada incitante bajo sus pestañas embellecidas por un cosméticos, los rápidos y significativos golpecitos en la mano de Richard.

Richard retiró tranquilamente su mano y alzó la voz dirigiéndose a su esposa.

—¿Qué tienes programado para esta tarde, Celia? ¿Te parece bien un partido de tenis? O quizá será mejor organizar una partida de bridge ya que parece que está por llover. ¿Tienes algo planeado para nuestros huéspedes?

Lily intervino antes que ella pudiera contestarle.

—¿No podríamos descansar un rato y luego hacer una expedición?

Celia vio que su marido apretaba los labios y comprendió que estaba fastidiado por la intromisión de su madre. Ella por su parte se sentía aliviada. No había hecho planes especiales para la tarde. Le había fallado nuevamente a Richard. A él le gustaba que todo estuviera bien organizado. Además eran tantas las veces que Lily se hacía cargo, sin agresividad, tan solo por costumbre.

Qué maravilloso es sentirse segura de lo que uno hace, pensó Celia. Yo era así antes, ¿verdad? Myra interrumpió con su voz lánguida la cortés pausa que siguió a la sugerencia de Lily.

—¿Qué expedición, señora Taylor? Le aseguro que no tengo ningún interés en visitar una «regia mansión» o averiguar si las campanillas están en flor en el jardín de fulanita.

Igor lanzó una pequeña risita, Sir Harry y George Simpson parecían alarmados. Excepto la pequeña Sue, que siempre parecía dispuesta para cualquier cosa, Richard, el hindú y Edna Simpson permanecieron impasibles.

—No, mi querida duquesa —dijo Lily—, no me refiero a esa clase de expediciones. Es para ver un lugar muy pintoresco en Kent, como a una hora de aquí. Nadie vive allí excepto fantasmas. ¡Algunos de ellos datan de seiscientos años atrás! Unos amigos míos conocen al dueño, un norteamericano que pasa la mayor parte del tiempo en los Estados Unidos o viajando; redijeron que se puede visitar si se arregla una cita. Tengo el número del teléfono.

Richard hizo un movimiento brusco y volcó su vaso de vino.

—¿Se está refiriendo por casualidad a «Ightham Mote[1]»?

Se dirigió a Lily con un tono tan frío y seco que esta se quedó boquiabierta mientras asentía con la cabeza.

Myra arqueó las cejas y los otros invitados se percataron súbitamente de la tensión, como así también Celia que se las arregló para reír y decir:

—¡Dios mío! Qué nombre tan extraño. ¿Qué clase de foso? ¿De qué hablas, mamá?

El doctor Akananda la miró.

—No —dijo involuntariamente—. Por favor no prosigan —pero nadie lo escuchó.

Richard transfirió su mirada sombría de Lily a Celia.

—Se refiere a una vieja mansión que yo visité cuando tenía doce años y que me impresionó como excepcionalmente triste y deprimente —se puso de pie y dirigiéndose a Dodge que estaba cubriendo hábilmente la mancha de vino, le dijo:

—A Lady Marsdon le gustará sin duda tomar el café junto a la piscina, aprovechando que todavía hay sol.

Myra alzó el mentón.

—Pero querido Richard —protestó, cambiando rápidamente de opinión y contenta de molestar un poco a Richard, ya que le parecía que estaba fastidiosamente indiferente—, la expedición de la señora Taylor me parece fascinante. Quiero decir extraordinariamente terrorífica. Yo adoraba el fantasma que teníamos en Drewton Castle. Una dama vestida de blanco en el ala norte. Nunca conseguí verla, pero el duque aseguraba que él la había visto varias veces. Creo que una vez la oí gemir, o como sea que se llame lo que hacen los fantasmas.

Como este comentario no recibió ninguna respuesta, todos se dirigieron hacia la piscina para tomar café.

Celia se encargó de servirlo; cuando Richard bebió el suyo, lanzó una mirada a su reloj y dijo que acababa de recordar que tenía una cita con uno de sus arrendatarios y que se demoraría un rato. Se disculpó con una cortesía impersonal.

Celia lo observo mientras caminaba rumbo a la casa. Su pelo oscuro estaba cortado bien corto, más que el de los otros hombres, salvo George Simpson que era calvo, pero los rasgos de Richard no necesitaban suavizarse. Su piel bronceada y su barba bien afeitada ocultaban una estructura ósea digna de una escultura griega; no, griega no, más bien renacentista, con una nariz larga y ligeramente aguileña, labios gruesos y órbitas bien profundas debajo de los oscuros listones de sus cejas.

—Mi anfitrión parece algo enfadado —dijo Myra, encogiéndose de hombros—. Es el hombre más misterioso que conozco. Un dueño de casa muy educado, pero uno siente claramente que en algún rincón se oculta un ardiente Heathcliff. ¿Estoy equivocada, querida? —dijo dirigiéndose a Celia mientras se untaba voluptuosamente sus piernas largas y algo pecosas con aceite bronceador.

—Richard no está enojado —replicó Celia—. Simplemente se olvidó que hoy sin falta tenía que ver a Hawkins. Están construyendo una pocilga nueva en la granja.

Myra bostezó.

—Qué pesado. Creo que inclusive los fantasmas serían preferibles. Señora Taylor, ¿a qué hora le gustaría emprender su «expedición»? Yo manejaré mi auto y llevaré a Harry. —Inclinó su cabeza en dirección al agradecido caballero, cuyos saltones ojos marrones resplandecieron esperanzados—. ¿Vendrá usted con nosotros, señora Taylor? —agregó Myra con una risita ronroneante ante el cambio de expresión de Harry.

Después de ocho años de aburrimiento, pasados en su mayor parte en Warwickshire, domicilio oficial del duque, Myra se dispuso a disfrutar de su viudez.

Se divertía con los amoríos, las conquistas y a pesar de haber sido muy fiel con su viejo y artrítico duque, tenía tantos escrúpulos morales como los señores de la frontera de los que descendía. Su hedonismo y malicia estaban compensados por un carácter bueno y negligente y un innato sentido de la responsabilidad. Muchos arrendatarios vecinos del castillo de su padre en Cumberland, y luego los de Drewton, hablaban de ella con ardiente gratitud.

Lily olvidó la extraña conducta de Richard al recibir el beneplácito de Myra, y proyectó con entusiasmo los planes para la tarde.

—Siempre y cuando tú no te opongas, querida —le dijo un poco tardíamente a su hija.

Celia sabía que debía decir:

—Sí, me importa ya que Richard no está de acuerdo —pero sonrió complacientemente.

Qué demonios le pasará a Richard, pensó. ¿Por qué le habló a mamá con tal mal modo? ¡Tanto lío por una tontería! Estas reuniones de los fines de semana se habían vuelto algo tirantes, de todos modos. Sin embargo Richard insistía en realizarlas. Necesitaba tener otras personas a su alrededor. No quería y no pudo evitar reconocerlo, quedarse solo con ella.

Edna Simpson se levantó pesadamente de una de las tumbonas sobre cuyo borde estaba incómodamente sentada. Su cara cuadrada como la de un bulldog estaba colorada como un tomate, y apretaba con fuerza sus labios finos. Nadie le había preguntado qué le gustaría hacer. ¡Norteamericanas mal educadas y descaradas! (la duquesa estaba eximida de la furia de Edna). Lily recibió una mirada hostil, y sus anteojos con armazón de oro enfocaron luego a Celia. Pequeña y estúpida criatura. Y ni siquiera bonita. La extranjera, la intrusa. No me gustó desde el primer momento en que la vi. Y mis primeras impresiones son siempre correctas. Pronto se cansará de ella, si es que ya no se ha cansado.

—Hace calor —anunció Edna—. Comienza a dolerme otra vez la cabeza. Me quedaré recostada esta tarde. ¿Sería posible que subieran el té a mi cuarto?

—Por supuesto —respondió Celia sorprendiéndose al toparse con esa mirada malévola. Esta impresión le pareció tan ridícula, que la desechó inmediatamente.

Todos se encaminaron hacia la casa y Celia se dispuso a buscar a Richard. Este ya se había cambiado de ropa y ya no estaba en el cuarto de vestir, pero se encontró allí con la señora Cameron.

Estaba acomodando el smoking de Richard para la comida de esa noche, sobre el pequeño diván donde dormía últimamente. Sus manos arrugadas y surcadas por venas purpúreas acariciaban la corbata negra y la camisa blanca almidonada.

—Listo —dijo cariñosamente cuando vio a Celia parada en el vano de la puerta—. No está por aquí, milady —su viva voz, con su acento escocés, podía ser tajante al amonestar una sirvienta perezosa, podía inclusive adquirir un tono disciplinario con Richard, pero desde el día en que se inclinó en una reverencia para saludar a Celia que hacía su entrada como flamante novia en el hall de Medfield, siempre había sido suave y comprensiva; a pesar de que Celia veía muy pocas veces a la señora Cameron, ya que se mantenía dentro del ala destinada antes a los niños y salía solamente para cierta tareas específicas como revisar la ropa blanca y ocuparse de los trajes de Richard, cosa que no dejaba hacer a ninguna otra persona.

—¿Estará en el escritorio, tal vez? —preguntó Celia—. ¿O se habrá ido a la granja?

Nanny inclinó hacia un lado su pequeña cabeza y u ojos brillantes parecieron considerar ambas posibilidades.

—No lo sé, milady. Pruebe usted en la biblioteca. Generalmente acostumbra a consultar ese inmenso y pesado libro sobre los Marsdon cuando está con esta clase de humor.

—¿Qué libro? —inquirió Celia suspirando—. Oh, Nanny… —sus ojos suplicantes denotaban su preocupación y la vieja mujer emitió un suave sonido con su garganta.

—Ay, pobre señora, son tantas las cosas que guarda para sí, siempre lo ha hecho… aún cuando era pequeñito. Recuerdo el día que llegué aquí para ocuparme de él. Una semana después que muriera la primera Lady Marsdon y master Dick tenía solo dos años. No había cuidado jamás un cachorrito tan solemne y callado.

—¿Le importó mucho que su padre se casara otra vez? —Celia sabía muy poco sobre el segundo casamiento de Sir Charles. El viejo barón se volvió a casar cuando Richard tenía doce años la segunda Lady Marsdon murió en un accidente automovilístico mientras Richard estaba en Eton. Richard le había contado a Celia estos detalles secamente, de mala gana, como a una persona que tiene derecho a conocerlos a pesar de lo desagradables que le resultan.

—Por supuesto que el joven señor sufrió cuando el señor viejo se chifló por esa descarada con la que se casó. Mi pobre muchacho se encerró en su cuarto durante varios días, y a veces por las noches lo oía llorar, y entonces… —se contuvo abruptamente y agregó con voz baja—, el pobre muchacho estaba sediento de cariño y yo era la única que podía proporcionárselo.

—¿Su madrastra…? —preguntó Celia suavemente y Nanny replicó:

—Una pícara charlatana, con tanto corazón como una morsa. Lo engañó en debida forma al pobre viejo, que debió haber bendecido el día que el carro la atropelló. Pero lo tomó muy a pecho, tuvo un shock y demás.

Celia no estaba interesada en Sir Charles, que parecía solamente un enanito encogido y desmemoriado la única vez que lo vio en el sanatorio justo antes de morir.

—Tengo que encontrar a Richard —dijo, un poco para su adentros y sonriendo inciertamente a la señora Cameron, se dirigió al piso bajo.

La biblioteca era un cuarto muy grande, con paredes cubiertas por paneles de roble, tal cual el barón victoriano la había dejado. La luz exterior se filtraba por unas ventanas cuyos llamativos cristales de color se suponía que representaban escenas del poema de Tennyson, Idylle of the King. El cuarto olía a encierro y a rancio.

Celia descubrió a Richard en un recoveco, parado frente a un atril. La ventana ubicada encima de él mostraba a Mordred mirando maliciosamente a Guinivere y Lancelot. El traje verde claro de Mordred proyectaba una luz amarillenta sobre el inmenso libro que estaba abierto sobre el atril. Richard lo estudiaba con preocupación, y por la fijeza de su mirada, esta parecía concentrarse solamente en una sola frase o palabra.

—¿Qué estás leyendo, querido? —preguntó Celia suavemente. Su marido se sobresaltó. Cerró el libro de golpe y una nube de polvo voló hacia la ventana.

—Creía que te habías ido con los otros a Ightham Mote —dijo. Al enderezarse, el azul oscuro del casco de Lancelot se reflejó en la cara de Richard, otorgándole una palidez enfermiza y un extraño aspecto indefenso.

—Todavía no —dijo ella—. Y no iré si tú no quieres, aunque no entiendo… oh, mi querido, si tan solo quisieras explicarme.

—No hay nada que explicar. Haz lo que te parezca. Yo me voy a la granja.

Ella se puso rígida y su corazón comenzó a latir con fuerza y desordenadamente. Lanzó una mirada al libro. Era grande, encuadernado en un grueso pergamino amarillento, con un basilisco, el emblema de los Marsdon, grabado en oro en la tapa.

—¿Puedo ver el libro? —preguntó ella—. ¿Puedo ver qué es lo que te interesa tanto?

Por un instante le pareció que se iba a negar, pero luego rio secamente y le dijo:

—Por supuesto. Es La Crónica de los Marsdon, contienen más de quinientos años de historia de la familia —hizo un gesto y dio un paso atrás.

Ella abrió el libro al azar y miró azorada una página cubierta por una escritura antigua, un laberinto de firuletes y adornos y un borrón aquí y allá. Bajo esa luz vacilante y coloreada resultaba difícil inclusive distinguir la tinta desteñida.

—No puedo leer esto —dijo frunciendo los ojos tratando de descifrar algo que parecía ser una fecha. Parecía decir «viij jun».

—No creí que pudieras —cerró el libro y lo colocó en un estante alto junto a otros volúmenes encuadernados en pergamino.

—Pero tú sí puedes —ella puso su mano sobre la de él—. ¿Richard, hay algo en esa crónica de familia que crees que relaciona el pasado con el futuro?

Hubo un breve silencio, ella no estaba muy segura de su expresión, le pareció que se le dilataban las pupilas pero luego se encogió de hombros.

—¿No sería algo tonto si pensara semejante cosa? ¿Acaso el pasado no ha terminado para siempre? —dirigió una mirada a la mano que estaba apoyada sobre su brazo; a la alianza de oro y al pesado anillo de los Marsdon, y a pesar de que no se movió, ella sintió un escalofrío, una retirada.

—Por el amor de Dios, Richard, ¿qué es lo que pasa? Fuimos tan felices en Portugal. Estábamos tan cerca. Y también aquí cuando volvimos… inclusive después que murió tu padre. Era tan lindo vivir contigo. Era como estar en el cielo. ¿Qué ha sucedido? No creo que se trate de otra mujer, pero también es cierto que las mujeres son engañadas frecuentemente.

Los hombros de Richard se sacudieron levemente, como si quisiera quitarse un peso de encima.

Su mirada se suavizó y le habló con esa ternura burlona que no había oído durante todos esos meses.

—No, mi pichona, ninguna otra mujer. Una es suficiente. Lo único que sucede es que te casaste con un pesado malhumorado. Tampoco puede entenderse él mismo —le besó violenta y rápidamente, como antes, apoyando la mano suavemente contra su pecho izquierdo—. Ve a vestirte, estás escandalizando esta vieja biblioteca.

Ella bajó la vista y se dio cuenta de que su bata color oro estaba abierta, dejando ve su bikini turquesa y buena parte de su esbelta y bronceada desnudez.

—Lo siento —dijo riendo con cierto alivio en su voz y cerró la bata.

—Me voy —dijo Richard—. Y a propósito, esta noche vienen a comer los Bent-Warner, ¿verdad?

—Así es, tú fuiste el que sugirió invitarlos. ¿Crees que pegarán con el resto?

—Nadie —dijo Richard sonriendo— pegaría con este extraordinario grupo. La mujer de Simpson es una calamidad, y posiblemente una borracha oculta además, según el horrorizado Dodge que se enteró por la sirvienta nueva.

—Cielos —dijo Celia—. Me imagino que esa será la explicación de sus miradas fulminantes. Pobre mujer.

—Eres una buena chica —dijo Richard—. Caritativa con todos, pero a mí me parece que esa mujer es siniestra.

Celia apenas notó el sorprendente adjetivo, debido a su esperanzada excitación. Alzó la vista hacia donde estaba La Crónica de los Marsdon, en el último y oscuro estante y le hizo una mueca.

Subió corriendo alegremente por las escaleras hasta su cuarto, silbando La vie en rose.