Capítulo quinto
El banquete que se realizó esa tarde de julio en honor del rey en el gran salón de los ciervos del castillo de Cowdray se prolongó hasta que el sol se ocultó detrás del grupo de edificios que se alzaban en el lado oeste del patio, y la campana del castillo repicó siete veces.
La conversación del joven rey decayó; miradas atentas observaron que su tez blanca se volvía más pálida.
El banquete ofrecido por Sir Anthony Browne, que tenía un cocinero que había aprendido las artes culinarias en Francia en la corte del rey Enrique II, fue suntuoso. Consistió en platos exóticos que el rey Edward jamás había probado, pues siempre había mantenido una dieta sencilla por orden de su celoso tutor, Sir John Cheke, y por las órdenes póstumas de su padre que había muerto lamentándose de su glotonería.
John Cheke, no había podido acompañar a su pupilo en esa gira porque estaba convaleciente de una grave enfermedad.
Edward, que desde que llegó a Cowdray ya había asistido a una representación en su honor, tomado parte en un concurso de arquería y presenciado un importante partido de tenis, estaba bastante hambriento cuando se sentó en el medio del estrado de la gran mesa. Comió una carne sazonada con canela, un paté de conejo, y una gran pierna de cordero. Y a pesar que generalmente solo bebía cerveza o vino blanco generoso, aceptó y bebió cortésmente una gran copa de moscatel de la bien provista bodega de Sir Anthony.
Todavía duraba la procesión de sirvientes, que entraban ceremoniosamente de la cocina llevando bandejas de oro las que ofrecían de rodillas al rey para su aprobación. Rechazó unas alondras con gelatina, un pavo asado y unas ensaladas, pero no pudo resistir los dulces. Había tortas de miel salpicadas de almendras, bombas de dulce de zarzamora y grosella flotando en una crema amarilla y salpicadas con la rara y costosa azúcar blanca que Edward había probado muy pocas veces. Y no pudo rehusar la obra maestra del cocinero, una torta de mazapán de casi dos metros de alto, representando las armas reales a todo color.
Edward pareció sumamente divertido al comerse un pedazo de la cola del león y la punta del cuerno dorado del unicornio. Eructó luego sonoramente y se dio vuelta hacia su anfitrión, sentado a su derecha.
—En honor a la verdad, Sir Anthony —dijo Edward— el banquete que usted me ha ofrecido ha sido maravilloso, más bien exagerado. Así se lo escribiré al pobre Barnaby que sufre privaciones en Francia representándome. Pobre muchacho, lo extraño.
—Cuanto siento, alteza —respondió Anthony sonriendo—, que usted sufra por la privación de una persona o de alguna cosa. Cómo me gustaría poder hacer aparecer al joven Fitzpatrick en Cowdray en este preciso momento. —Mientras hablaba pensaba en esta confirmación del cariño que sentía el rey por ese muchacho irlandés que se había criado junto con él. Anthony recapacitó rápidamente que esa amistad podría ser útil, pues Barnaby estaba emparentado con Geraldine, su madrastra.
Anthony miró hacia la otra punta de la gran mesa y vio a la joven viuda enfrascada en una conversación con Lord Clinton, un astuto y sagaz barón ya cuarentón y viudo que había realizado una brillante carrera en la corte y que en la actualidad era uno de los aliados del poderoso duque de Northumberland. ¿Sería posible que Lady Geraldine conquistara a Lord Clinton?, pensó Anthony mientras observaba esperanzado a su madrastra. Quizás, y esa alianza sería muy conveniente y un gran alivio para su esposa y su hermana que se librarían de la presencia de esa arpía en Cowdray.
Northumberland había escalado posiciones en la nobleza con un paso firme e implacable hasta alcanzar su título actual. ¿Sería verdad lo que se comentaba por todos lados, que su influencia sobre el joven rey era el resultado de brujerías? Anthony se estremeció y trató de pensar en cosas menos peligrosas, pero súbitamente recordó al capellán de su castillo, escondido en esa celda hedionda, detrás de las cloacas. Pero solamente faltaban ya dos días más para que el hermano Stephen pudiera salir de su escondite y la capilla volviera a ostentar el crucifijo, las lámparas y las imágenes de la virgen y de San Antonio de Padua su patrono. Y patrono también de esa atractiva muchachita que la vieja Lady Úrsula le había presentado sorpresivamente como su sobrina. Anthony vio el reflejo del pelo rubio de la muchacha que estaba sentada en el fondo del salón. Y pegó un respingo al oír súbitamente al rey dirigiéndose a él.
—Estamos cansados de seguir sentados aquí, Sir Anthony —dijo Edward poniéndose de pie—. ¿Qué sugiere usted que hagamos hasta las oraciones de la tarde, terminadas las cuales nos retiraremos?
Anthony se puso de pie de un salto, desechando inmediatamente todos los pasatiempos que normalmente ayudan a pasar una velada, cartas, dados, bailes, pues el rey no consentía ninguno. ¿Más música entonces? Pero si bien Edward dijo que le gustaba la música no había demostrado mayor interés por las suaves melodías que provenían de la galería de los músicos. Cien personas se pusieron de pie a la par de Eduardo, y se quedaron esperando, mirándolo ansiosamente.
—Se encuentra aquí un juglar español, alteza, es muy bueno y tiene un mono… —dijo Anthony—. Si le parece interesante lo mandaré llamar inmediatamente.
—¿Español? —la mirada de Edward se endureció y su voz de niño se enronqueció de disgusto—. ¿Favorece usted a los españoles, señor?
Anthony enrojeció y se maldijo para sus adentros.
—Por supuesto que no, alteza, fue una expresión incorrecta. Solo quise decir que tiene tez oscura como los españoles y habla inglés como ellos. Pensé que las pruebas que hace el mono podrían divertirle.
Edward seguía enfurruñado.
No siento ningún amor por España —dijo fríamente—. Lo que perjudica las relaciones con mi hermana Mary es su sangre española, eso y su perversa y obstinada devoción al papa —miró a Anthony y agregó—: No he hablado todavía con todos sus invitados, señor. Tanto entendido que entre ellos hay varios nobles de los llamados papistas.
—Así es —dijo Anthony, sintiendo enfrío terror en su interior—. Antiguos católicos, pero han comprendido su error. Hoy han venido para rendiros homenaje, sire, son todos vuestros leales y fieles vasallos.
Sir Harry Sydney, el inteligente, simpático, bien informado y gran a migo del rey, se inclinó y murmuró algo en el oído del monarca que pareció tranquilizarlo.
Edward asintió con la cabeza y con un tono más suave agregó:
—Bien, Sir Anthony, mi padre apreciaba al suyo y los hijos seguirán siendo amigos. Ahora me reuniré gustoso con sus invitados —miró a las mesas abarrotadas de comensales y dijo—: ¿Hay algunos otros cuartos donde podamos estar más cómodos?
Anthony se inclinó y le indicó el camino hacia la imponente y profusamente tallada escalera nueva que conducía a las habitaciones privadas y a la gran galería.
El rey subió solo, seguido de cerca por Harry Sydney. Anthony le dio el brazo a Jane y se sintió molesto al oírla suspirar con cada escalón que subía.
—¡Contrólate, milady —musitó—, debes ocuparte de las presentaciones!
Jane lo sabía, pues como era hija de un conde, su rango era superior al de su marido.
—Así es… —suspiró.
Anthony advirtió que su madrastra subía del brazo de Lord Clinton, y oyó la risita nerviosa de su hermana Mabel, que subía a los saltitos.
Qué pena que fuera tan gorda y fea y con tan pocas condiciones. Iba a ser muy difícil encontrarle un buen marido.
Llegaron todos a la gran galería, que había sido recientemente cubierta con paneles de madera y adornada con candelabros de cristal para esta ocasión. El rey admiró cortésmente los cuadros nuevos que colgaban de las paredes como así también una tapicería de Flandes. Se instaló frente a la tapicería en un sillón cubierto de terciopelo y esperó.
Lady Jane se acercó respetuosamente llevando de la mano a una mujer flaca y seria.
—Me permito presentarle a mi antigua madrastra, al condesa de Arundel —dijo con voz susurrante y ojos tristes, pues sus pensamientos no podían apartarse del pequeño cuerpo que yacía en un ataúd junto a su dormitorio.
El muchacho frunció el ceño. La voz de Jane era casi inaudible.
—¿Eh…? —dijo enojado—. ¿Arundel…?
Sabía que Northumberland detestaba al conde de Arundel, pues era uno de los líderes católicos.
—¿Su distinguido esposo no está aquí, milady? —preguntó Edward.
—No, alteza —respondió la condesa con una voz suave—. Está enfermo y debe guardar cama.
—Humm-m… —dijo Edward—. Lo sentimos mucho. Que Dios le envíe una pronta mejoría —inclinó la cabeza, la condesa hizo una reverencia y se alejó.
Hubo una pequeña y molesta pausa. Edward, que estaba empezando a cansarse, luchaba entre su deber de ser cortés con sus súbditos y su renuencia a tener nuevos encuentros desagradables.
Sir Harry murmuró nuevamente algo en el oído bueno de Edward y el muchacho asintió.
—Milady —dijo dirigiéndose a Jane—. Harry me dice que cerca de la puerta hay un grupo integrante de la familia Dacre —sonrió débilmente—. He oído hablar de ellos, por supuesto, pero no he tenido oportunidad de conocerlos.
Anthony se dirigió en búsqueda de los Dacre. Eran seis, pero pertenecían a dos ramas, los del sur, que vivían en el castillo de Hurstmonceux en Sussex y los Dacre de Gilsland, que habían venido desde Cumberland a pasar el verano con sus primos.
Cuando Jane y Anthony se dispusieron a presentar a los Dacre al rey, se vieron en un aprieto, pues no sabían cuál de los dos grupos tenía precedencia sobre el otro.
Geraldine Browne que había estado observando la escena junto a Lord Clinton, se adelantó súbitamente.
—Vuestra majestad… —dijo mirando despectivamente a su hijastro y a su achacosa mujer—. Permítame que le presente en primer término a Lady Dacre de Gisland y Greystoke, que vive en el castillo de Narworth en Cumberland. Su esposo está atareado momentáneamente con las luchas de la frontera. Lady Dacre ha venido con tres de sus hijos: Sir Thomas, Leonard y Magdalen.
—¿Ah, sí? —dijo el rey satisfecho por esta presentación clara y precisa, aunque algo sorprendido por la autoridad de la joven viuda a la que casi no había visto. Le tendió la mano a Lady Dacre.
Esta besó entusiastamente los frágiles dedos mientras hacía una torpe reverencia y le decía:
—Es un gran honor, alteza, que Dios os guarde. Estos son mis hijos —lady Dacre empujó hacia delante a Sir Thomas, un joven corpulento y pelirrojo. Luego se adelantó otro joven más alto que el primero, con un hombro ligeramente más levantado que el otro—. Leonard —dijo Lady Dacre acariciándolo— y esta es mi hija Magie.
Magdalen era pelirroja como sus hermanos y extraordinariamente alta. A pesar de tener solo catorce años, no era desgarbada ni tímida. Besó la mano del rey con el mismo entusiasmo con que lo había hecho su madre.
Los Dacre del norte formaban un impresionante cuarteto. Lady Dacre y su hija sobresalían en altura entre la concurrencia y los varones debían medir por lo menos dos metros. A demás sus ropajes hechos con telas fabricadas en el telar casero parecían muy antiguos y modestos al lado de los terciopelos, rasos y encajes. Rústicos nobles de la frontera, pensó Anthony, ásperos e independientes como los escoceses salvajes con los que luchaban permanentemente. No obstante ello, tenían una majestuosa sencillez.
Los Dacre del sur esperaban todavía su turno y Geraldine fue menos concisa a presentarlos al rey.
—La rama Fienne, vuestra majestad —dijo mirando de soslayo a Clinton que era también un Fienne, y gracias al cual había obtenido toda esta información—. Lady Dacre de Hurstmonceux y su hijo Gregory, que no es ya el barón titular desde el trágico equívoco ocurrido durante el reinado de vuestro padre…
—Vuestra alteza —interpuso Clinton—. Lady Browne se refiere al infortunado ajusticiamiento de Lord Dacre hace doce años, y la consiguiente expropiación de sus propiedades y su título. Esperamos que vuestra real generosidad y clemencia consideren la restitución de sus bienes a esta familia tan dedicada al culto protestante, como lo estoy yo.
—Consultaremos este asunto, milord —dijo Edward—, cuando el duque regrese de Berwick. Y ahora vayamos a la capilla para cumplir con las oraciones de la tarde —agregó tomando el brazo de Sir Harry—. ¿Supongo que vuestro capellán estará esperándonos? —dio dirigiéndose a Sir Anthony que ya tenía la respuesta preparada.
—Mi capellán particular está enfermo, sire… nada grave, un inconveniente intestinal solamente, pero hemos hecho venir al párroco de Midhurst para dirigir las oraciones —y por el amor de Dios espero que no se equivoque, agregó Anthony para sus adentros.
El rey y su corte se instalaron en la galería reservada para los señores y el resto de la concurrencia se distribuyó en la parte de debajo de la capilla. Esta noche no tenían cabida los sirvientes.
Edward echó un vistazo y comprobó con satisfacción la desnudez del recinto y por suerte estaba demasiado cansado para percatarse de la torpeza del párroco para rezar las oraciones anglicanas que el propio Edward había ayudado a escribir.
Lady Úrsula y Celia se quedaron en el salón con las personas menos importantes, mientras los privilegiados se dirigían al otro piso.
No conocían a nadie, y nadie les dirigió la palabra y Úrsula contra toda lógica, se sintió herida y desilusionada. Había abrigado tontas esperanzas para esta primera velada durante la estadía del rey; esperaba que alguien reparara en Celia, que algo afortunado sucediera para asegurar el futuro de su sobrina.
Había estudiado concienzudamente otra vez el horóscopo de Celia y decidió que este día era sumamente favorable.
Pero nada había sucedido, salvo el breve saludo de Sir Anthony esa mañana. Celia y su tía estaban sentadas en un pequeño cofre de madera cuando el mayordomo anunció solemnemente que el rey estaba en la capilla y que todos debían ir allí para las oraciones de la tarde. Su tía le recordó la advertencia de Sir Anthony y agregó:
—Pero sean lo que sean estas oraciones heréticas, no prestes oídos a ellas. Reza un padrenuestro y un ave para tus adentros.
Celia olvidó esta recomendación no bien llegó a la capilla. Estaba demasiado interesada en la muchacha que estaba parada junto a ella. Todos estaban de pie. Habían quitado los bancos, ya que esta extraña religión aparentemente no permitía que se arrodillaran.
Celia, que no era precisamente baja, miraba sorprendida a su vecina que le llevaba una cabeza. Examinó el perfil, las pecas que cubrían una nariz respingada, el pelo tupido, ondeado y rojizo que caía sobre una espalda ancha, como correspondía a una jovencita. Su vestido sencillo de lana rústica dejaba entrever un viso de linón blanco. Tenían un escote cuadrado y amplio. Magdalen no lucía ningún volado ni frunces, y su única alhaja consistía en un collarcito hecho con esas cuentas de cristal pulido que se conocían con el nombre de «diamantes escoceses» de la ropa de la muchacha emanaba un agradable aroma que Celia percibió inmediatamente gracias a su sensible olfato, pero que no pudo identificar como humo de hulla y brezos, ya que no conocía ninguna de las dos cosas. La muchacha sintió la mirada de Celia, echó un vistazo a su alrededor y sonrió dejando al descubierto unos dientes grandes, parejos y blancos como leche:
—¿Durará mucho más este gorjeo? —susurró señalando al párroco con una inclinación de su cabeza— no oigo una sola palabra de lo que dice y aquí hace un calor digno del infierno.
—Sh-h —susurró Celia dirigiendo una mirada nerviosa a su alrededor, disimulando una risita ahogada mientras se le formaba un hoyuelo junto a su boca rosada.
—Soy Magdalen Dacre —dijo la muchacha haciendo caso omiso del sh-h de Celia—. ¿Quién eres? —sus ojos pequeños de color marrón claro observaron a Celia con afectuosa admiración.
Al oír esta fresca interrupción, los vecinos de cada lado de las muchachas se movieron simultáneamente. Úrsula se dio vuelta para vigilar a su sobrina y Sir Thomas Dacre hizo lo propio con su hermana.
—Qué bocado apetitoso es la vecina de Maggie —dijo disimuladamente a su hermano Leonard—. Una fiesta para los ojos cansados. Echa un vistazo.
Thomas se echó hacia atrás para que Leonard pudiera examinar a Celia, la que se sonrojó al percatarse de las miradas de los dos hombres, y bajó luego modestamente los ojos.
Magdalen lanzó una risita y dijo:
—Pareces haber despertado la admiración de los Dacre, muchacha, ten cuidado, no hay mujer segura con esos dos alrededor.
Celia comprendió las insinuaciones ocultas en las palabras de Magdalen y se sintió halagada. Sintió los primeros indicios del poder femenino, una sensación deliciosa que perduró hasta las últimas palabras del párroco.
—La gracia de nuestro señor Jesucristo, el amor de Dios y las luces del espíritu santo nos acompañen eternamente, amén.
Los fieles dieron media vuelta y esperaron hasta que el rey saliera de la capilla. Los Dacre, lo mismo que Lady Úrsula y Celia no conocían a nadie en esa muchedumbre de consejeros, caballeros, y escuderos que el rey había traído consigo, ni conocían tampoco a los miembros de la nobleza de Sussex, que pasaron todos junto a Celia y su tía mientras Magdalen exclama:
—¡Puf, salgamos de aquí de una vez por todas, estoy asfixiándome!
Celia estaba muy dispuesta; los jóvenes salieron por el atrio de piedra con su primorosa bóveda en forma de abanico y las muchachas se sentaron en el borde de la fuente del castillo. Los jóvenes Dacre permanecieron de pie junto a ellas mientras todos conversaban. Celia, algo tímida al principio, adquirió seguridad al cabo de un rato y prestamente contestaba las preguntas que le hacían, aumentando el interés que había despertado en Magdalen y la admiración que brillaba en los ojos de sus hermanos.
Mientras tanto, Lady Úrsula se dedicó a interrogar al mayordomo del castillo para averiguar quiénes eran los integrantes de ese trío de pelirrojos. La contestación que obtuvo la satisfizo. A pesar de sus trajes sencillos y su tosco lenguaje, los Dacre del norte eran poderosos barones de la frontera por cuyas venas corría sangre real de resultas de provechosas uniones de sus antepasados. Sir Thomas Dacre, el heredero, era casado, por cuyos motivos Úrsula instantáneamente lo tachó, pero examinó con más interés a Leonard, el segundo hijo. Una pena que su espalda fuera ligeramente torcida, y que su pelo y su tupida barba fueran de color zanahoria. Pero, pensó Úrsula, que estaba dando los primeros pasos en las ambiciones maternales hasta ahora desconocidas para ella, una asociación con los Dacre no debía ser despreciada.
Salió de muy buen talante al patio y se reunió con Celia junto a la fuente.
Mientras estaban allí, oyeron un inesperado toque de trompetas del heraldo anunciando la llegada de visitas importantes.
Edward, que ya había subido a sus aposentos, reconoció en el toque de trompeta el floreo espacial reservado para un mensajero real, y a pesar que ya estaba listo para acostarse, se acercó apresuradamente a una ventana. Echó un vistazo al mensajero cuyo traje ostentaba la insignia real y dirigiéndose a Sir Harry Sydney le dijo:
—¿Será una nueva queja de ese inaguantable embajador español? ¿O quizás un mensaje de Barnaby? —agregó alborozado.
Ante semejante perspectiva olvidó su cansancio y haciendo a un lado todo decoro, corrió escaleras abajo y salió al patio.
—¿Qué noticias nos traes, Dickson? —exclamó.
El mensajero se arrodilló sobre una pierna y miró sonriendo al ansioso muchacho.
—Cartas de Francia, señor y una del duque desde Berwick —Edward asintió gozoso y agarró el pergamino doblado y lacrado en las cuatro esquinas.
—Bien —dijo— las leeremos inmediatamente en nuestros aposentos.
—Además, sire… —dijo el mensajero que continuaba arrodillado— he acompañado a dos caballeros desde Londres —señaló a dos hombres que esperaban junto a la entrada. Uno de ellos era delgado y joven y estaba vestido como un cortesano con un jubón de raso carmesí, una pequeña golilla blanca y una capa corta bordada. Cuando el rey lo miró, se quitó su vistoso sombrero adornado con plumas, dejando al descubierto una abundante cabellera enrulada de color castaño.
El otro hombre era indudablemente un médico. Su ropaje escolástico de mangas largas y anchas, la forma de su cuello de piel y el bonete negro de forma cuadrada eran claros indicios de su profesión, como así también el cayado de ébano en el que estaba grabado el símbolo de Esculapio, el gran bolso de cuero negro que colgaba de su brazo y la cadena de cobre con un zircón anaranjado oscuro, eficacísimo preventivo de la peste.
Celia, Úrsula y los Dacre se levantaron presurosos de donde estaban sentados junto al a fuente, cuando el rey corrió para recibir al mensajero, seguidos por Anthony y Harry Sydney.
Celia no había tenido hasta ahora oportunidad de ver de cerca al rey, lo había visto desde uno de los extremos más alejados del gran salón de los ciervos, y se quedó fascinada al ver al joven pálido vestido de raso violeta, cuajado de perlas y brillantes que lo hacían brillar como si fuera una vela en medio de las sombras del crepúsculo.
Casi ni miró al médico de edad madura que permanecía parado en las tinieblas mientras el joven cortesano se acercaba al rey.
Edward miró fijamente al joven de nariz respingada y alzó su mentón con gesto reprobador, cuando Geraldine Browne apareció corriendo y exclamó consternada:
—¡Gerald!… ¡Gerald!, ¿qué estás haciendo aquí?
La actitud de Edward reflejaba idéntica pregunta. Se volvió hacia Geraldine diciéndole fríamente.
—¿Con que este es su hermano, milady? Lo hacíamos en Irlanda.
Lo que también suponía Geraldine, que se sentí bastante alarmada por la intempestiva aparición de su hermano, justo cuando sus esmerados planes comenzaban a tener éxito.
—Milord Fitzgerald, ¿tiene usted autorización para entrar a Inglaterra? —preguntó Edward frunciendo el ceño—. ¿Y con qué derecho se presenta usted de improviso ante nosotros?
Edward sabía poco respecto a los irlandeses en general, salvo que eran papistas fanáticos, pero sabía que el duque de Northumberland les había devuelto algunas propiedades a los Fitzgerald, entre los cuales se contaban varios traidores a la corona, con la condición de que Gerald no saliera de sus tierras. Northumberland desconfiaba de los irlandeses, había tenido ocasión de comprobar su desconfianza por Barnaby, pero en ese caso él se había puesto firme. Pero es cierto que Edward no consideraba a Barnaby un irlandés.
Pero se lo recordarían en contados momentos, pues Gerald Fitzgerald esbozó una sonrisa de disculpas y dirigiéndose al rey con una voz suave y meliflua le dijo:
—Imploro vuestra clemencia, mi señor y rey, y me alegro de ver que gozáis de buena salud. No habría salido de Kildare de no ser porque necesitaba un consejo y confiaba en vuestra reconocida sabiduría.
—Bien —dijo Edward evasivamente.
—Es respecto a Barnaby Fitzpatrick, alteza… su anciano padre está gravemente enfermo. En Irlanda no estamos muy bien informados de los asuntos de la corte, sire, y pensamos que Barnaby estaría con vuestra majestad.
»Su pobre y afligida madre, parienta mía, me rogó que tratara de encontrarlo y le avisara que su padre está en esa triste situación. Perdóneme, majestad, si he obrado mal.
Su voz seductora traslucía dolor y sus encantadores ojos azules semejantes a los de su hermana pero desprovistos de dureza alguna, reflejaban arrepentimiento.
Edward, vivamente emocionado ante la mención de Barnaby y de la grave enfermedad de su padre, no pensó que la excusa de Gerald era algo pobre y que podían haber buscado cualquier otro mensajero para traer esas noticias. Se apresuró a asegurarle a Gerald que no sería castigado y dijo que prestaría inmediata atención al asunto de Barnaby. Que hablarían nuevamente por la mañana y dirigiéndose a Sir Anthony le encargó que se ocupara de albergar a Lord Fitzgerald.
—¿Ese médico ha venido con usted? —preguntó Edward.
—¡Oh, no alteza! —dijo Gerald vivamente—. Creo que es un astrólogo o médico. No habla mucho.
—¡A ver, usted! —exclamó Eduardo haciéndole señas—. ¡Acérquese y explique qué lo trae aquí!
El hombre se adelantó, se quitó el sombrero, hizo una reverencia y con voz grave, tranquila y con un leve acento dijo:
—He sido enviado a vuestra majestad por John Cheke, pues está todavía muy débil para viajar. Me llamo Giulian di Ridolfi, y nací en Florencia. Me gradué como doctor en medicina en la universidad de Padua, pero hace tiempo que resido en este país donde me llaman Julian Ridolfi.
Edward no entendió bien lo que decía. Y algo enojado le pregunto a Harry:
—¿Qué dice este hombre? ¿Quién lo envía?
—John Cheke, alteza —dijo Sydney.
—¡Cheke! —exclamó Edward con incrédula furia—. ¿Para mí? Mi salud es excelente. Si precisara algún médico para eso están los médicos reales, no necesito médico extranjero. No creemos que Cheke lo haya enviado. Es prematuro y jactancioso —la cara del muchacho se puso colorada y lágrimas de furia saltaban de sus ojos—. ¡Creemos que usted debe ser un espía español!
Julian miró aterrado al furibundo joven y le tendió una carta de recomendación de John Cheke sin animarse a despegar los labios.
Edward dio una patadita y arrebató la carta que le tendía el médico; pero se cayó a las lajas cubiertas de tierra.
—Una falsificación, sin duda —exclamó Edward—. ¡No es usted bienvenido junto a nosotros; le ordenamos que se vaya inmediatamente! —dio media vuelta y entró al castillo seguido por Harry Sydney.
Julian Ridolfi se quedó parado solo junto a la poterna. Numerosas luces comenzaron a brillar dentro de la gran mansión, reflejándose su brillo en el patio. Los espectadores, incluyendo a los Dacre, habían seguido los pasos del rey pero Úrsula puso su mano sobre el brazo de su sobrina y le dijo:
—¡Espera, espera un momento! Creo que conozco a ese pobre médico. Me parece que es el mismo astrólogo que me instruyó hace años en el palacio del duque de Norfolk.
Úrsula titubeó, observando a la inmóvil silueta, dándose cuenta con entusiasmo y aprensión a la vez, que estaba por tomar una decisión muy importante que iba más allá deshecho de abordar a un hombre que había desatado la furia del rey.
Julian no dejaba traslucir los esfuerzos que hacía para dominar su humillación. Solamente sus ojos, los ojos grises oscuros de un Italiano del norte habrían dejado ver la vehemencia de sus sentimientos de no haber estado cubiertos por unos pesados párpados. No era exageradamente ambicioso, pero era orgullos y había sufrido bastante durante los últimos años. La misión que le había encargado John Cheke lo había llenado de alegría. Estaba seguro que acabaría obteniendo un nombramiento como médico de la corte; Julian sabía que estaba mejor preparado y que era más capaz que los balbuceantes médicos ingleses. Este vergonzoso recibimiento lo había tomado totalmente desprevenido. No había podido procurarse los informes astrológicos que les conseguía a los demás, ya que no sabía la fecha cierta de su nacimiento, solo sabía que había nacido durante el mes de noviembre, cuarenta y ocho años antes.
Detestaba los cuartos que ocupaba encima de una barbería en Chepside desde que había caído en desgracia la distinguida familia Norfolk, que lo había contratado. El viejo duque estaba preso en la torre y el patrón de Julian, el conde de Surrey, había sido ejecutado sumariamente cinco años atrás.
Julian consiguió ganarse la vida a duras penas ayudando de vez en cuando al cirujano barbero que vivía debajo de él, haciendo estudios filosóficos y de alquimia y haciendo horóscopos.
Había sido por pura casualidad que el otoño pasado John Cheke oyó hablar de él a su propio sirviente, que había ido a la barbería muerto de miedo de que tuvieran que operarlo por un cálculo en la vejiga. El barbero llamó a Julian para que lo ayudara a sujetar al paciente, pero en lugar de ellos se presentó trayendo un espeso jarabe de amapola para calmar el dolor del enfermo y luego le recetó una mezcla cuya fórmula secreta había aprendido en la universidad de Padua y que servía para desintegrar el cálculo. El sirviente, loco de agradecimiento, le comentó la curación a su amo. Y un poco más adelante el propio Cheke mandó llamar a Julian.
Los dos hombres simpatizaron, ambos eran cultos y compartían un profundo interés por la astrología y la alquimia. Sus diferencias religiosas no chocaron. Julian, si bien era nominalmente católico, no era un fiel practicante y no se opuso a las teorías protestantes de Cheke. Frecuentaba la casa de este último, donde conoció a otros astrólogos facultativos.
Julian tuvo su gran oportunidad cuando John Cheke se enfermó de peste durante el mes de mayo. El rey, que se mantuvo apartado de Cheke por miedo al contagio, atribuyó la curación a las oraciones. Pero Julian estaba seguro que se debía a sus cuidados expertos. Cheke se recuperó y se sentía tan agradecido que, la semana anterior, cuando comenzó a preocuparse por el joven rey y lo fatigoso que resultaba su viaje, decidió enviar a Julian a Cowdray.
No obstante la compasión que le inspiraba ese exabrupto histérico del rey que sabía que era un síntoma de esfuerzo excesivo a que estaba siendo sometido, Julian no podía reprimir la ira que sentía por ese repudio en público. Pertenecía a una antigua familia de banqueros florentinos que se habían emparentado con la nobleza y había tenido una niñez solitaria pero rodeada de lujos. Pero no le interesaba la vida fácil y disipada de la corte de los Medici y sus inclinaciones eran más bien escolásticas. Desgraciadamente su padre se enfureció al enterarse que Julian se había inscripto en la universidad de Padua, ya que aspiraba a que sufijo fuera un político o un cortesano. Al no poder disuadirle para que abandonara los estudios de medicina, pues los consideraba para personas de un nivel inferior al suyo, renegó de él, e inclusive un poco más adelante llegó a desheredarlo. Pero su orgullo tampoco le permitía saber que un miembro de su familia estaba pasando hambre, por lo que decidió enviarle unos cuantos florines que sirvieron a Julian para doctorarse en medicina y para viajar.
Estando en parís conoció a Henry Howard, conde de Surrey, que en esos momentos sentía una gran pasión por todo lo que fuera Italiano. Esa amistad tuvo como resultado una invitación a Inglaterra. La siguiente primavera, Julian ingresó al castillo de Norfolk, como médico de la casa y pasó allí diez años felices, que se interrumpieron cuando el rey Enrique VIII hizo decapitar al conde de Surrey acusándolo de alta traición.
Los soldados del rey se apoderaron del castillo y expulsaron a todos los ocupantes, entre ellos, Julian, que aceptó con amarga resignación los violentos cambios de fortuna que traían aparejados el despotismo y la codicia, y que también había visto en su juventud en la corte de los Medici.
Pero el golpe de esa noche lo afectó muchísimo a pesar de su filosofía. No obstante, su disgusto no era exclusivamente egoísta.
El joven rey tenía mal aspecto. Julian estaba seguro que él podría contribuir a mejorarlo, por lo menos durante un tiempo. Y el deseo de curar primaba en Julian sobre muchos otros rasgos menos altruistas.
Durante los diez minutos que permaneció allí parado en el patio de Cowdray las luces del castillo se fueron apagando gradualmente. Cuando el guardián de la entrada se acercó truculentamente al desacreditado médico, Úrsula tomó una decisión.
Caminó hacia donde estaba Julian seguida por Celia y dijo:
—¿No es usted el astrólogo Italiano que conocí hace unos años en la residencia del duque de Norfolk?
Julian se sobresaltó pero luego se dominó; trató de distinguir en las tinieblas el rostro de la mujer mayor con cofia de viuda que le había hablado. Los rasgos de su larga cara Italiana reflejaron cautela.
—No comprendo, señora —dijo. Era peligroso todavía mencionar a los Norfolk, y se había guardado muy bien de hacer partícipe a Cheke de su vieja amistad.
—Sí, sí, ahora que lo he oído hablar estoy segura —exclamó Úrsula—. Usted me enseñó unos rudimentos de astrología, fue muy amable conmigo y además atendió a mi pobre marido, el caballero Robert Wouthwell y me regaló un amuleto para tener buena salud.
Julian recordó entonces, entre los numerosos huéspedes que albergaba Kenninghall en esos días, a un achacoso y anciano caballero y su joven e inquieta esposa, que lo había perseguido haciéndole preguntas de astrología.
A pesar de su cara y su voz reflejaba amabilidad, no comprendía por qué motivo lo había abordado ni se sentía muy seguro por sus indiscretas referencias.
—Creo que está equivocada —comenzó a decir, pero Úrsula meneó negativamente la cabeza. Echó una mirada al guardián que se mostraba ansioso por cumplir con su deber dando pataditas nerviosas en el suelo y empuñando su pica.
—¿No tiene adónde ir, verdad? —susurró Úrsula—. No le permitirán quedarse en Cowdray. ¡Acompáñeme!
Apoyó su mano bajo el codo de Julian y lo empujó hacia el otro lado de la entrada, por la rampa almenada. Recién entonces se percató de la presencia de Celia, que estaba tan azorada como él, pero que seguía fielmente a su tía.
Una gran fogata encendida por los campesinos, que se habían aproximado a Cowdray esperando poder obtener un vistazo del rey, ardía fuera del recinto. El guardia de Sir Anthony y el guardia real estaban muy atareados tratando de mantener el orden mientras los sirvientes del castillo acarreaban canastas con sobrantes de comida del banquete.
—Aquí —dijo Úrsula empujando a Julian hacia el lado en sombra de un gran roble—. Aquí podemos hablar con tranquilidad.
—¿Sobre qué, señora? —sus sospechas iban en aumento y el apremio y agitación de ella acrecentaban su humillación.
—Vimos todo lo que pasó, ¿no es así Celia? —dijo la dama rodeando con su brazo a la joven cuyos ojos enormes y azorados lo miraron cariñosamente.
—Esta noche no quedará ninguna cama vacía en Midhurst —prosiguió diciendo Úrsula—, y usted no puede dormir al sereno como un campesino. Debe quedarse aquí; quizás el rey cambie de opinión; los jóvenes son muy proclives a los arrebatos que se pasan con la misma rapidez con que aparecen. Y un hombre de su posición no puede volver caminando a Londres. Sería una vergüenza. Y no encontrará ningún caballo en Midhurst a ningún precio.
Julian suspiró. Tenía muy poco dinero en su bolso. Su hostil preocupación se atemperó, pues comprendió lo que Úrsula decía era la verdad lisa y llana. Estaba cansado por el viaje, a pesar de haber hecho el trayecto hasta Cowdray en uno de los caballos del rey, por mandato de John Cheke, evidentemente era imposible pretender contar otra vez con ese caballo.
Además no había probado bocado ni bebido absolutamente nada desde que comió la noche anterior en Horsham. El mensajero del rey había adoptado un ritmo veloz, y a pesar que el terreno estaba seco en los alrededores de Cowdray, la mayoría de los campos que atravesaron tenían tanto barro que les llegaba hasta bien arriba de las patas de los caballos.
—Así es, señora —dijo Julian—. No sé adónde ir.
—Puede dormir en mi cuarto en el altillo de Spread Eagle —dijo Celia repentinamente—. ¿Y yo puedo dormir en su cama en Cowdray, no es verdad tía?
El espontáneo ofrecimiento de Celia era justamente lo que Úrsula tramaba y sirvió para incrementar el cariño que le profesaba.
Su herencia y su experiencia aumentaban la desconfianza de Julian. Qué podían ganar con tanta amabilidad esta dos mujeres, aunque pensándolo bien, un cuarto en el altillo de una posada no era precisamente lo que él había esperado, ya que confiaba en ser recibido en el castillo de Cowdray con el respeto digno de su profesión.
—Las dos son sumamente amables —dijo cautelosamente—. Señora —agregó dirigiéndose a Úrsula con el ceño fruncido—, ¿podría pedirle un favor? Que no hablara más de nuestro encuentro en Kennighall. Que recuerdo muy bien, pero mejor es olvidar esa época. Mejor para ambos. Uno de mis antiguos patrones fue decapitado y el otro todavía sigue encerrado en la torre. Le será fácil comprender que esa antigua amistad es algo peligroso en nuestros días.
—Así es… —dijo Úrsula al cabo de un momento—. Ya lo veo. Y respetaré sus deseos. Pero —agregó rápidamente—, le ruego que le haga el horóscopo a Celia. Tengo miedo de haberme equivocado. Es muy difícil y no soy muy hábil para hacer cálculos.
Julian se inclinó.
—Nihil esse grate animo honestiuz —murmuró con una irónica entonación.
—¿Eso que dijo es latín, señor? —preguntó Celia, dejando boquiabierto a Julian que había estado hablando para sus adentros. Miró a la muchacha de abundante pelo rubio, pequeña y encantadora cara, un poquito cuadrada la mandíbula para el gusto Italiano, muy joven y cuya voz a pesar de ser baja y suave tenía una entonación algo rústica.
—Es latín, mi querida —dijo—. Séneca, que tiene una frase apropiada para cada ocasión y que en este caso quiere decir: «no hay nada más honroso que un corazón agradecido» y era mi respuesta al pedido de su señora tía.
—Se está haciendo de noche —dijo Úrsula—. Debemos apurarnos y mejor será no tomar el camino principal pues allí podremos tropezar con ladrones, mendigos… —se estremeció y al instante divisó un muchacho vestido con una librea de Cowdray que pasaba corriendo llevando una linterna en la mano—. ¡Simkin! —llamó—. ¡Ven aquí!
El muchacho se acercó a regañadientes, pero sabía que Lady Wouthwell era una de las moradoras de Cowdray y por lo tanto debía ser obedecida. Les acompañó iluminando con su farol el atajo que tomaron, cruzando el puente sobre el río Rother y trepando por la colina de St. Ann.
Cuando llegaron a la cima de la colina y sus muros derruidos, Celia tropezó y dejó escapar un sonido extraño, una mezcla de jadeo y quejido.
—¿Se lastimó? —preguntó Julian; vio que se había cubierto los ojos con una mano—. ¿Se torció el tobillo?
—No —susurró Celia, sofocada—. Esta colina, tan oscura y desolada.
Nunca había ido a ver a Stephen por la noche, pero muchas veces había trepado hasta allí en secreto para observar la luz amarilla y oscilante de la vela encendida en el interior de la cabaña, ya veces había tenido oportunidad de ver su agraciado perfil mientras rezaba reverentemente. La desolación del lugar le hizo sentir un nudo en el pecho. Ella se había olvidado de Stephen, había reído y bromeado con los Dacre, había contemplado fascinada al rey, había escuchado atentamente los pormenores de la delicada situación del Maestro Julian y mientras tanto Stephen estaba encerrado como una fiera enjaulada. Y descubrió los riesgos que corría durante ese día. Un terrateniente local había contado jocosamente un cuento durante la comida sobre un capellán al que encontraron escondido en un arcón, a solo diez millas de Midhurst. Y de cómo el alguacil había ensartado al «escurridizo y sinvergüenza papista» por la barriga con su espada, y lo había paseado luego por las calles del pueblo mientras el infeliz aullaba «misereres» y descomponía al público con sus sanguinolentas contorsiones y gritos ahogados.
Celia había prestado poca atención al cuento, entonces, y ahora pareció comprender la magnitud de su significado y echó a correr barranca abajo, adelantándose a los demás.
Su corazón no había dejado de latir fuertemente cuando los otros llegaron al patio de la posada del Spread Eagle.
El patio, los salones y el bar estaban atestados de ruidosos parroquianos. Se oía un permanente entrechocar de picheles, un canturreo de lascivas canciones, el sonido de silbatos y flautas y los gritos monótonos de los sirvientes contratados para la ocasión en respuesta a los pedidos de los clientes sedientos.
—¡Ya va! ¡Ya va, vuestra merced! ¡En seguida, señor! ¡En seguida llenaré su vaso! —mientras la cerveza dorada brotaba incesantemente de los barriles, llenado los picheles—. ¿Adónde me lleva, jovencita? —le preguntó a la muchacha.
Úrsula y Celia estaban por conducirlo a través de una galería cubierta hasta la escalera externa que llevaba al cuarto de Celia cuando de repente se oyó una gritería y un tumulto junto a una puerta del salón.
—¿Dónde está el barbero? —gritó alguien—. ¿Dónde está el médico? ¡Se lo precisa urgentemente!
Un agitado hombrecito salió corriendo de un cuarto gritando:
—¡Un médico! ¡Un médico! —con voz aterrorizada. El hombre acertó a ver a Julian que se había poyado contra la pared para librarse del tumulto, pero cuyas mangas largas, toca rectangular, cayado y bolsón eran inconfundibles.
—¿Usted es médico, señor? —exclamó el hombrecito retorciéndose las manos—. Mi mujer ha sufrido un ataque, necesita que le hagan una sangría.
Julian asintió de mala gana.
—Soy médico. ¿Qué es lo que sucede?
—Mi mujer. La señora Allen. Le ha dado un ataque. ¡Venga, señor, por favor!
Una mujer gorda estaba tirada sobre la paja del piso salpicada con su vómito. Su cara estaba morada como una ciruela y profería sonidos extraños. Alguien le había aflojado el corselete y sus enormes pechos caían hacia un costado. La posadera la abanicaba con una pala de peltre. Julian la empujó a un costado y le tomó el pulso a la paciente. Le abrió los párpados y olió su fétido aliento.
—Tráiganme una palangana —dijo mientras abría su valija y sacaba una fina lanceta de acero. Pinchó la vena del brazo, hasta donde consideró suficiente. La sangría era trabajo de barberos, y la mujer estaba borracha. Las personas de temperamento colérico eran propensas a tener ataque cuando se emborrachaban.
—Póngale en la frente una compresa de orina fresca de caballo —le dijo a la posadera y volviéndose hacia el marido agregó—: Acuéstela, no es nada grave.
El hombrecito todavía parecía preocupado. Cubriéndose la boca con la mano le preguntó al médico:
—¿No es peste, verdad señor? Dios y la virgen santísima nos preserven; al venir aquí pasamos por Tunbridge donde habían varios casos de peste.
—No es —dijo Julian con seguridad. Había visto todas las formas posibles de peste, conocía todos sus síntomas y el aspecto que tenía un enfermo de peste, cualquiera que fuera su forma.
—Dios lo proteja, señor —dijo el hombrecito flaco cuyos ojos se llenaron de lágrimas de agradecimiento—. Acepte esto, si es que le parece suficiente —le entregó una moneda de oro—. Christopher Allen, terrateniente de Ightham Mote en Kent, que será siempre vuestro amigo.
Julian aceptó la moneda con una inclinación de su cabeza y dijo:
—Muy buenas noches, caballero.
Al terminar el pequeño drama, los mirones y la posadera desaparecieron. Úrsula y Celia presenciaron toda la escena desde la puerta y Julian las vio esperándolo para mostrarle su cuarto en el altillo. Sintió una fugaz sensación de alegría, un toque de cariño hacia estas dos mujeres a las que nunca había visto hasta esa tarde. Era una curiosa sensación.
Los años que transcurrieron desde sus inquietas andanzas por la corte de los Medici y su renovado interés en su profesión, disminuyeron sus apetitos carnales. Las ocasionales necesidades las satisfacía ampliamente con una mujer simple, la robusta hija del barbero que le alquilaba el cuarto donde vivía. Se llamaba Alison y era viuda. El año anterior había tenido un hijo que le dijo que era de él. Julian le había pasado una mensualidad como correspondía y había dado su autorización para que bautizaran al niño con su nombre. Pero de un tiempo a esta parte, desde que había conocido a John Cheke, sus ambiciones latentes se habían despertado y había comenzado a considerar la posibilidad de un casamiento de conveniencia como los que veía realizar diariamente en todas las distintas esferas sociales. Pero sus pensamientos no habían llegado más allá. Especulaba con su presentación al rey.
Pero todo lo que había conseguido había sido una amarga desilusión, un dolor en la cara y en el estómago, pero que no le impedían sentir una cálida gratitud por esa mujer mayor y la niña. Era como abrir una ventana cerrada y encontrarse con un jardín lleno de sol y cubierto de flores, una sensación tan dulce como inexplicable.
Julian durmió muy bien esa noche en el camastro de paja de Celia. Úrsula durmió feliz junto a su sobrina en la gran cama de baldaquín en el castillo de Cowdray. Los otros habitantes del castillo, incluyendo al rey, durmieron como troncos, por el cansancio y la emoción o, como en el caso de Sir Anthony y Geraldine, por la certeza de que sus proyectos iban por buen camino, que sus esperanzas crecían y los peligros parecían haber pasado.
Había solo dos personas que no pudieron dormir. Stephen en su nauseabundo cubículo del ala sur, y Celia que lo amaba y que sentía en su propio cuerpo los sufrimientos del monje, y que sin embargo no podía apartar su mente de una escena que no tenía nada que ver con Stephen. Una monstruosa compulsión repetía la escena de la mujer gorda que se retorcía en el piso de la posada. En ese momento solo sintió la fascinación producida por una repugnante curiosidad —como la que sintió por el bebé de dos cabezas que exhibían en la feria de Midhurst— pero en su memoria había una sensación de miedo que la razón no lograba explicar.
Se sintió tan incómoda, que finalmente se deslizó fuera de la cama, se arrodilló frente al crucifijo de Úrsula y recitó un implorante padrenuestro en el melodioso latín que Stephen le había enseñado.
—Libéranos de todo lo malo —susurró una y otra vez, hasta que las palabras perdieron significado. Al cabo de un rato dejó de implorar e inclusive de sentir algo.
Se lavó la cara en la palangana de peltre de Úrsula, se peinó y se puso el vestido de brocado de la noche anterior. La atmósfera del cuarto era sofocante. Abrió la ventana y olfateó el aire húmero del amanecer. Estaba impregnado con un perfume de rosas, alelíes y arbustos del jardín, con un perfume de las lejanas montañas, una mezcla de pasto húmedo y estiércol de las ovejas.
Celia aspiró profundamente y se deslizó afuera del cuarto. Bajó la escalera de servicio y salió al jardín por una puerta lateral, en búsqueda de la libertad.