Capítulo noveno
Quince días después, Celia ansiaba volverse y por supuesto, no tenía medios para poder hacerlo. Wat volvió al sur al día siguiente deberlas depositado sanas y salvas en Naworth. Dejó a Simkin a cargo de los caballos de Cowdray, pero Celia no tuvo ocasión de verlo.
Los Dacre regresaron de su incursión a la frontera escocesa. Trajeron con ellos varias vacas lecheras y un buey, los que fueron enviados a Kirkoswald, otro de sus castillos, sin pérdida de tiempo. A juzgar por las sonoras carcajadas que se oían en el salón durante la comida, Celia comprendió que el robo de la hacienda escocesa era considerado como una hazaña. Como así también la derrota de los Maxwell, que habían sido obligados a retirarse a su castillo de Liddesdale.
Si bien había muerto en la escaramuza un par de hombres de los Dacre, los Maxwell habían perdido siete por lo menos, y ahora se mantendrían tranquilos hasta que terminara el invierno.
El joven Sir Thomas le relató a su padre con gran entusiasmo los pormenores del incidente, mientras los hombres brindaban con whisky ligeramente aguado y el gaitero de los Dacre resoplaba melodías triunfales, parado junto a la puerta.
—Los Maxwell temblaban de miedo cuando cargamos contra ellos en Newcastle —exclamó Tom, enarbolando el estandarte rojo de los Dacre, adornado con tres conchas de plata—. ¡Un Dacre! ¡Un Dacre! ¡Un toro rojo! ¡Un toro rojo! —lanzó su grito de guerra que fue coreado con entusiasmo por su padre y hermanos.
Celia se encogió al oír gritar también a Magdalen que estaba sentada a su lado. Los Dacre eran tan grandotes, tan ruidosos, tan numerosos. Tom y Leonard tenían cuatro hermanos menores. Todos eran pelirrojos y apestaban a sudor, bosta y whisky. El salón no era muy grande y Celia, que estaba acostumbrada a las chimeneas, se sentía ahogada por le humo del gran fogón encendido en el medio del cuarto; una variada mezcolanza de perros que ladraban y se arrebataban los huesos que les tiraban en la paja sucia, contribuían a aumentar su confusión.
Estaba deseando volverse pero temía herir a Magdalen. La ruidosa celebración se tranquilizó a medida que los Dacre se emborrachaban; y entonces fue cuando Celia reparó en uno de los hermanos que parecía distinto de los demás. Su pelo era rojo, pero más oscuro y menos ondeado; era más esbelto y era el único de la familia al que podría haberse llamado lánguido.
—¿Y ese cuál es? —le susurró Celia a Magdalen—. ¿Por qué se mantiene alejado?
La muchacha miró al otro extremo de la mesa.
—Ah, él —dio riendo—. Los otros están tratando de hacerlo más duro. Es un poco demasiado el niño bonito. Pero apenas tiene dieciocho años, ya aprenderá. Leonard no te ha visto todavía —agregó consolándola—. Está muy alborotado por la bebida y la lucha. Espera hasta mañana.
Celia miró esperanzadamente a Leonard tratando de imaginarse como un marido. Magdalen había dejado entender claramente que estaba considerando esa posibilidad. Celia tampoco ignoraba las esperanza de Úrsula y comprendió que debía sentirse halagada por ello. El hijo segundo, que además posiblemente heredaría parte de la fortuna de los Dacre, era un partido magnífico para una huérfana sin un centavo. Celia había conocido bastante el mundo de un tiempo a esta parte como para darse cuenta que sus inclinaciones no contaban en absoluto para un futuro casamiento.
Leonard era grande, tosco, rudo. Tenía un hombro ligeramente torcido pero eso no interesaba. No hay ningún otro para mí, pensó Celia. Tenía muchas perspectivas de quedarse solterona; un dolor oculto y profundo conmovió su pecho.
Pero cuando Leonard comenzó a prestarle atención el día siguiente, Celia se sintió encoger. La manoseaba, le pellizcaba el trasero, la llamaba su muchacha, pero no pronunciaba ni una sola palabra de amor. Celia se sintió perseguida y comenzó a eludirlo, lo que resultaba bastante difícil en ese castillo pequeño.
Con el correr de los días se vinieron abajo sus románticas y esperanzadas ilusiones respecto a Leonard. Y su desilusión se vio aumentada por una advertencia de Úrsula.
—Yo pensé que sería un buen partido para ti, mi querida —le dijo Úrsula—, no puedo negarlo. Pero ahora mucho me temo que lo único que le interesa es tu virginidad. Debes conservarla a toda costa. Eso y tu belleza constituyen tu única dote. No te quedes a solas con Leonard, no importa lo que te prometa. Me gustaría —agregó suspirando— no haberte hecho venir aquí. Ten cuidado también con Sir Thomas. Tiene una mirada lasciva y estoy por creer que su pobre mujer encerrada en el castillo de Dacre no es tan loca como dicen.
Una noche cuando estaban todos los Dacre reunidos en el salón junto con unos viajeros que venían del norte, Celia se instaló en un taburete próximo a la escalera circular de piedra.
—Ven afuera, muchacha —le dijo Leonard—, es un anoche bastante templada considerando que estamos en octubre. Caminemos un poco antes que oscurezca del todo.
—No quiero —respondió ella—. Me quedaré aquí con los demás.
Estaba cansada ya de Leonard y tenía ganas de acostarse, pero las reglas de educación no le permitían hacerlo sin prevenir antes a Magdalen. Alzó la vista y se encontró con los cuatro animales de madera, chabacanamente pintarrajeados que estaban suspendidos de unas ménsulas encima de la mesa principal. Las efigies eran del tamaño de un hombre y bastante cómicas; un toro colorado, un grifo, un pescado y una oveja ¡Qué zoológico!, pensó Celia, aunque sabía que representaban los animales heráldicos de la familia y que frecuentemente los llevaban en sus luchas. Desde el ángulo donde estaba ubicada, le daba la impresión que estaban mirándola y que la oveja y el pescado intercambiaban una mirada a hurtadillas.
Celia se olvidó por completo de Leonard y lanzó una repentina carcajada.
El joven dio un respingo. Su cara se puso tan colorada como su pelo.
—¡Por dios! —exclamó—. ¡Te animas a reírte de mí! ¡Ya te enseñaré a no hacerte la mosquita muerta!
La agarró de la cintura y la levantó en vilo. Como ella trató de defenderse, le agarró las muñecas con una mano y metió la otra por el escote, rasgando su bata de terciopelo azul y retorciéndole su pecho derecho con tal fuerza que ella lanzó un grito, tras lo cual le soltó el pecho y le torció el cuello, obligándola a dar vuelta la cabeza hasta que pudo darle un mordisco salvaje en la boca.
—¡Basta, Len! —Celia oyó el grito indignada, él no lo oyó pero se tambaleó y la soltó al recibir una sonora bofetada.
Se dio vuelta, algo mareado y vio a su hermana parada junto a él, que lo miraba con ojos relampagueantes de furia.
—Suéltala, grandote ordinario —exclamó Magdalen—. ¡Nos cubres a todos de vergüenza!
Celia aflojó las rodillas cuando Leonard la soltó para enfrentarse con su hermana que era tan alta como él y mucho más brava.
—Se rio de mí —musitó—. Se negó a salir al jardín conmigo.
—¡Bah! —exclamó Magdalen empujándolo hacia la puerta—. ¡Vete afuera! No agregarás a Celia a tu interminable lista de conquistas.
Leonard titubeó pues no se le ocurría nada qué decir. Magdalen siempre lo había intimidado a pesar de su edad. Hundió la cabeza entre los hombros y se escabulló por la escalera.
—¿Te lastimó, niña? —le preguntó Magdalen a Celia que sollozaba entrecortadamente—. Ay, ese mujeriego grosero, te ha roto el vestido —dejó escapar un sonido de compasión al ver las marcas azuladas en el pecho de Celia—. En seguida arreglaremos eso, tengo un ungüento en mi cofre —pasó su brazo alrededor de la cintura de Celia y la ayudó a levantarse—. Por suerte no pasó nada y la única que te vio fui yo, porque pasaba por aquí rumbo al baño, los demás están todos muy borrachos.
Subieron un tramo corto de la escalera y entraron a su habitación, Celia se quedó dormida al poco rato a pesar de su pecho lastimado, su boca magullada y el dolor de su espalda. Se tranquilizó con las demostraciones de cariño de la otra joven.
—Tal vez Len le pida tu mano a tu tía después de esto, es un tonto si piensa que te conseguirá de otro modo, pero también es cierto que los Dacre no son muy inteligentes.
—Yo no me casaré con él, Maggie… —dijo Celia—. No puedo soportarlo, es muy vil.
Magdalen no respondió, pero pensó para sus adentros que la pobre Celia no tenía mucha alternativa si Leonard se ofrecía a casarse con ella. Las muchachas no tenían ni voz ni voto en esos asuntos. Se había dado cuenta lo desamparada y desarraigada que era Celia. La única que podía defenderla era Lady Wouthwell. Cualquier marido sería conveniente, y Len no era peor que muchos otros. Y lo que es yo… pensó Magdalen. Sabía que sus padres tenían varios candidatos en vista para ella, aunque su repertorio se había restringido un poco debido a la proliferación del protestantismo a lo largo de la frontera. Ni ella ni sus padres se animaban a considerar la posibilidad de un marido protestante y los dos candidatos católicos posibles tenían sus inconvenientes. Magdalen sintió nacer en ella cierta rebelión al recordar el verano pasado en el sur. Sentía gran cariño por Naworth y no podía negarse que le gustaban esas tierras próximas a la frontera, pero su estadía en Cowdray la había puesto en contacto con una serie de refinamientos y elegancias que nunca había conocido. La temporada que pasó allí la había perturbado. Parte del afecto que le profesaba a Celia se debía a que la muchacha suave y bonita le hacía recordar el sur. Cuando Magdalen se durmió, su sueño se vio agitado por unas anhelantes pesadillas que se disiparon cuando la luz amarillenta del sol entró por la angosta y única ventana. Magdalen se despertó y recuperó su sentido común. Era una Dacre. Su vida transcurriría irremediablemente en medio de la revolucionada frontera, cumpliendo con las directivas de sus padres que representaban naturalmente la voluntad divina. Esos eran hechos ciertos y ella los aceptó.
Los días comenzaron a hacerse más cortos y consecuentemente las actividades al aire libre disminuyeron, como también las reyertas en la frontera.
Los bosques lucían una alfombra marrón de hojas secas, los jóvenes juntaban castañas y bellotas, y arrancaban los juncos de las zanjas para pelarlos y convertirlos en leña. Los campesinos llevaban las mieses al molino del astillo para su molienda, los pastores juntaban los rebaños y en la víspera de la fiesta de todos los santos, los páramos estaban cubiertos de nieve y una capa de escarcha cubría el valle de Irthing.
El treinta y uno de octubre, víspera de la fiesta de todos los santos, la malograda pasión de Leonard por Celia finalmente rebasó su cautela. Esto sucedió en el salón, único lugar de reunión, mientras afuera el cielo estaba iluminado con la luz de las fogatas encendidas para ahuyentar a los espectros, brujas y otros demonios que tenían permiso para rondar esa noche.
Desde la acometida de Leonard, Celia se las había arreglado para evitar verlo excepto durante las comidas, sentándose entonces junto a Magdalena tratando de pasar inadvertida. Pero no podía evitar las largas y profundas miradas de Leonard desde el otro lado de la mesa. Pero no la intimidaron durante mucho tiempo. Al cabo de unos pocos días le parecieron ridículas y molestas, y así se encargó de demostrarlo echando hacia atrás su cabeza y conversando animadamente con los otros hermanos menores, en especial con George.
George le hacía gracia y lo encontraba buen mozo. Sus rasgos eran finos, era más delgado que sus hermanos y su pelo era mucho más oscuro y salvo a la luz del sol, parecía castaño. Formaba suaves ondas alrededor de sus mejillas rosadas y era extraordinariamente brillante y limpio.
A veces se sentía un poco confundida por sus bromas maliciosas, pero se divertía en su compañía.
En esta oportunidad, algunos de los más jóvenes tomaron parte en los típicos ritos que se cumplían desde tiempos ancestrales. Tocaban las cruces hechas con ramas de fresno y que colgaban de las puertas y ventanas, tiraban al fuego, habiendo nombrado previamente en secreto a la persona de la que estaban enamorados.
—¿A quién nombrarás, Celia? —le preguntó George cuando la muchacha arrojaba la nuez al fuego.
—A nadie —respondió ella con sinceridad y riendo—. No pensé en nadie. ¿Y tú a quién nombrarás?
George bajó los ojos y ella advirtió asombrada una curiosa expresión en su cara.
—A nadie —respondió—, pero conozco un joven que se pondría muy contento si tú lo nombraras.
Celia pensó durante un momento que se trataba de él mismo, y no le disgustó la idea, pero George con un movimiento de su mentón señaló a Leonard que estaba observándolos como de costumbre.
—¡Jesús! —exclamó Celia—. ¡Sería el último hombre de toda Inglaterra!
George rio y se encogió de hombros. Celia rio, algo titubeante y desconcertada por la expresión de la cara del muchacho.
No se dio cuenta cuando Leonard se levantó y se acercó a sus padres, que estaban jugando a las damas a la luz de una de las pocas velas reservadas para ocasiones especiales. No advirtió tampoco que Úrsula se levantaba de la mesa respondiendo a una invitación de los hermanos menores. Siempre había mucho movimiento en el gran salón.
George estaba contándole una historia sobre una aparición que vio en la anterior noche de la fiesta de todos los santos.
—Debes ser muy valiente, George —dijo Celia—. Yo me habría muerto de miedo.
—No —dijo George—, yo no tengo miedo de los aparecidos ni de las brujas que esta noche volarán en sus viejas escobas.
—¿Pasarán por encima de las fogatas? —preguntó Celia, estremeciéndose con la idea—. ¿Cómo se animan a hacerlo?
—Su amo, el diablo, les da el valor necesario —dijo George—. Ese viejo con cuernos alienta a los suyos —dirigió una mirada de soslayo a Celia, como si quisiera significar algo más de lo que había dicho, pero ella no tuvo oportunidad de interrogarlo porque Magdalen le tocó el hombro.
—Mi padre y mi madre desean verte querida —dijo Magdalen con una voz y un aire de satisfacción—. Allí están… —señaló al grupo que estaba instalado en la otra punta del salón.
Celia estaba algo sorprendida, pero se levantó y siguió a Magdalen.
Lord y Lady Dacre habían hecho a un lado el tablero; estaban sentados inmóviles en sus sillones de madera tallada y tenían ligeramente fruncido el ceño. Leonard estaba parado detrás de ellos y tenía la vista fija en el suelo cubierto de paja.
Úrsula completaba el grupo. Estaba sentada en un sillón más pequeño y le dirigió a Celia una breve y ansiosa sonrisa.
—Bien mi querida… —le dijo a la joven—, bien… —hizo una pausa, tragó y prosiguió diciendo—. Tenemos, tenemos algo que decirte —dirigió una mirada a los Dacre.
El viejo barón asintió, cerró el puño con fuerza y luego de aflojarlo súbitamente, habló con gran solemnidad.
—Así es, muchacha… Leonard quiere casarse contigo… no voy a negar que es toda una sorpresa. Milady y yo pensábamos que se casaría con alguien de su familia, una Talbot, pero se ha vuelto protestantes y ya que Leonard parece quererte tanto, no podemos negarnos a ello.
Lady Dacre asintió y su cara larga tan parecida a la de Magdalen, se iluminó con una sonrisa alentadora al ver lo pálida y asustada que estaba Celia.
—Vamos, vamos, querida —le dijo—. Te trataremos bien, te recibiremos como si fueras una hija. No temas.
Celia se pasó la lengua por los labios y miró a Leonard que seguía estudiando el piso con su cara roja como un tomate. Miró luego a Úrsula y descubrió una mezcla de triunfo y preocupación en los ojos de su tía.
—Pero yo no quiero —dijo Celia en voz baja y temerosa.
Magdalen la agarró de la mano y se la estrujó.
—Sh-h, querida —murmuró—. Es lo que todos queríamos. Es lo mejor para ti —y dirigiéndose a sus padres les dijo—: Leonard se comportó de una forma muy ruda al hacerle la corte. Celia es una niña delicada, él tendrá que mejorar su modales. A ver, grandote —le dijo a su hermano—. Tómale la mano y dale un beso honesto, salvaje.
Leonard se movió lentamente pero le hizo caso a su hermana. Se acercó, tomó la mano de Celia y temblando ligeramente le dio un beso en la frente.
La joven se estremeció hasta lo más íntimo de su ser.
—No quiero… —repitió enojada—. Prefiero no casarme nunca —agregó librando su mano de la de Leonard.
—Suficiente… —dijo el barón que no tenía paciencia con los caprichos juveniles y que ya había decidido el asunto para sus adentros. El asunto estaba terminado y tenía cosas más importantes que atender.
A Lady Dacre y a Úrsula les pareció que la reacción de Celia se debía pura y exclusivamente a timidez, que el tiempo se encargaría de borrar.
—Ya está decidido, Celia —dijo Úrsula vivamente—. Lord y Lady Dacre quieren que el casamiento se celebre después de Navidad.
—En efecto… —dijo Lady Dacre sonriendo—, tendrás un casamiento como se debe en Lanercost Church y luego haremos una gran fiesta esa noche, ya que de todos modos, nadie trabaja en tiempo de Navidad —sus ojos marrones brillaban de alegría y Magdalen reía entusiastamente.
Leonard dejó escapar repentinamente una de sus incongruentes risotadas. Miró ansiosamente a Celia y dijo:
—Será una verdadera noche de fiesta, ¿verdad muchacha?
Estaba pasando por un raro momento de recato y nadie oyó a Celia cuando musitó.
—No lo haré. Prefiero morir.
Los días pasaban inexorablemente. Pronto llegó la época de adviento y los Dacre suprimieron la carne de sus comidas. Concurrían diariamente a la capilla y el gaitero vio suspendidas sus funciones durante cuatro semanas. Las mujeres pasaban el tiempo preparando el ajuar para el casamiento. Magdalen no era una experta en costura, pero con la ayuda de Úrsula consiguió fabricar un traje para Leonard y aprovechando un vestido de fiesta de su madre de brocado color crema, le confeccionó un vestido para Celia.
Celia estaba cada vez más pálida y flaca. Su terrible disgusto se transformó en apatía; no lograba convencerse que el casamiento se realizaría el veintinueve de diciembre. Leonard había seguido los consejos de Magdalen, y ahora que estaba formalmente comprometido con Celia, sentía un gran respeto por ella que se veía aumentado por su frialdad. Pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de los otros hombres bebiendo, montando a caballo, jugando a los dados y cuidando su armadura, arneses y caballos y encontraba tiempo también para saciar su lujuria con la viuda de un pastor que vivía en las cercanías.
Llegó finalmente el día de Navidad y con él nuevamente la música y la alegría. Siguiendo una vieja costumbre que introdujo en Cumberland Lady Dacre, eligieron al señor del desorden, que se encargaría de dirigir los festejos durante doce días. Este año la elección recayó en George Dacre, que recibió la tradicional corona de cartón pintada de dorado y adornada con piedritas brillantes.
Todos los habitantes del castillo fueron buscados para participar de la fiesta. Cocineros y pinches, palafreneros, pastores, cazadores y demás invadieron el salón. George añadió al cabo de un rato:
—No lo veo a Simkin, el muchacho del sur —el jefe de los palafreneros le explicó que como Simkin no formaba parte de la casa, creyó que no debía asistir a la reunión.
—¡Qué tontería! —dijo George—. Ve a buscarlo.
Cuando Celia vio a parecer a Simkin con su pelo enmarañado y su chaqueta de cuero, su apatía se quebró. Ella que se sentía tan desgraciada reconoció en él a un compañero de desgracia y pensó con tristeza en las risas que habían compartido el último otoño, cuando se convirtió en su ferviente admirador, durante el viaje a Dacre.
—Ven a beber el ponche —le dijo George a Simkin que lo miraba en una forma extraña que no pasó inadvertida para Celia.
Al cabo de un rato todos los concurrentes comenzaron a bailar, inclusive Lord y Lady Dacre y hasta la misma Úrsula, y la gran ponchera de plata tuvo que ser llenada muchas veces. Celia tuvo ocasión de ver algo que le llamó muchísimo la atención. Al pasar bailando frente a George, vio que sujetaba en su mano, la mano de Simkin, con el que parecía tener cierta intimidad. Frunció el ceño sorprendida, pero no tuvo tiempo de seguir pensando en el asunto, pues el principal arquero de Sir Thomas la tomó a ella de la mano y la arrastró nuevamente al centro del salón con los otros bailarines.
El baile duró hasta el amanecer, y Celia se desplomó en su cama exhausta. Pero esa noche soñó con Stephen; soñó que se repetía la escena de la despedida en St. Ann’s Hill, pero en diferentes términos. En el sueño, Stephen la besaba y la estrechaba entre sus brazos murmurando:
—Nunca me dejarás, amor mío.
Cuando Magdalen la despertó, instándola a que se vistiera rápidamente pues llegarían tarde a misa, Celia empezó a elucubrar planes para salir de Naworth. Estaba decidida a evitar su casamiento con Leonard, aunque tenía una extraña sensación, casi un presentimiento que le indicaba que el matrimonio no se llevaría a cabo.
¿Qué podría hacer para evitarlo? ¿Simular una enfermedad?
Magdalen no era ninguna tonta y sería imposible engañarla. ¿Escapar a la frontera? ¿Pero cómo haría para sobrevivir en esas montañas nevadas? ¿Y si dijera que estaba embarazada? Tampoco la creerían, Magdalen sabía muy bien que esto no podía ser cierto, ya que habían fijado la fecha del casamiento basándose en la fecha de su ultimo período. ¿Virgen santísima, qué puedo hacer?
Magdalen la sacó de la capilla y llamando a su hermano le dijo:
—¡Leonard! Celia está muy cabizbaja. Ven a animarla un poco.
—Ya me encargaré de animarla el próximo jueves —dijo irónicamente—. Ahora no sería correcto.
Mientras tanto Úrsula y Lady Dacre seguían atareadas con los preparativos del casamiento, eligiendo cintas, arreglando puntillas y seleccionando regalos para los invitados.
Al anochecer Celia zarpó en busca de Simkin, acuciada por la desesperación. Necesitaba hablar con alguien amigo. Se dirigió al establo y vio que uno de los cuartos donde se guardaban los forrajes, se veía brillar la luz de una vela. Oyó voces masculinas y súbitamente una risa extraña, seguida de un canturreo, como cuando una madre le canta a su bebé, pero con un tono cruel e insultante.
Celia estaba muy perturbada, pero subió lentamente la escalera y asomó la cabeza por la puerta trampa. Lo que vio la llenó de asombro: dos hombres yacían desnudos sobre la paja. Los reconoció inmediatamente: eran George y Simkin; la enmarañada cabeza de Simkin estaba junto al delicado perfil de George.
—¿Con que ahora me encuentras feo, no? ¿Pero dónde conseguirás otro que sea tu esclavo y que se preste a tus sucios jugueteos?
—Ah… pero bien que te gustan mis jugueteos, muchacho —dijo George con esa voz semejante a un arrullo mientras acariciaba el muslo velludo de su compañero.
Celia se sujetó a la puerta trampa; se le aflojaron las rodillas y sintió ganas de vomitar.
No la habían visto. Bajó silenciosamente la escalera y salió corriendo al exterior, donde había empezado a nevar.
—Cristo ten piedad… —susurró.
Entró al castillo por la poterna de atrás. No había nadie que pudiera ayudarla. Nadie.
—Cristo ten piedad… —repitió y se apoyó contra la pared de la cocina. Pasó un buen rato parada allí mientras la nieve seguía cayendo.
Su pelo rubio estaba blanco de nieve. No alzó la cabeza cuando sonó la campana del patio ni vio entrar un grupo de hombres a caballo. Oyó apenas unas voces.
—¿Quién está ahí? ¿Porqué está esa muchacha agazapada contra la pared? Debe ser una de las sirvientas de la cocina.
Virgen santísima ayúdame… imploraba fervorosamente Celia y al levantar la cabeza creyó que había ocurrido un milagro y que un ángel había bajado del cielo para consolarla.
Las luces de la cocina iluminaban una figura alta y con ropajes blancos que se inclinaban hacia ella y con una voz dulce le preguntaba:
—¿Qué es lo que te pasa, pobre muchachita?
Celia lanzó un hondo y largo suspiro y alzó sus manos en gesto suplicante hacia la figura.
—Ayúdeme… —susurró. Una mano fría, húmeda, pero muy suave, tomó la suya.
Sir Thomas se bajó de su caballo y se acercó:
—¡Pero si es la pequeña Celia Bohun! —exclamó—. Bess, esta es la muchacha que se casará con Leonard. ¡Es la novia!
—Ah… —dijo la joven Lady Dacre—, con razón está temblando y trata de esconderse.
Bess Neville, la esposa de Thomas Dacre, vivía recluida en el castillo de Dacre, de resultas de un ataque de locura que había tenido al perder a su primer hijo hacía un año. La locura era hereditaria en su familia, pero Bess pasaba períodos lúcidos y en esta oportunidad decidieron aprovechar uno de ellos para que asistiera al casamiento.
Lord y Lady Dacre recibieron cariñosamente a su nuera, decididos a pensar que había mejorado y aliviados al no advertir ninguna expresión extraña en su mirada.
Mientras comían, el viejo Lord dirigiéndose a Tom le dijo:
—Espero Tom que tu mujer pueda darte otro hijo; ¿por qué no pruebas esta noche?
Tom no respondió. Por nada del mundo habría reconocido que tenía miedo de su mujer, y que solamente el pensar en acostarse con ella se le ponía la piel de gallina a pesar que al mismo tiempo lo excitaba.
La comida transcurrió tranquilamente y el comportamiento de Bess no dejó entrever ningún síntoma de anormalidad.
Celia se acostó esa noche totalmente desesperanzada y atontada, y su descanso se vio interrumpido por otro sueño, cuyo personaje principal no era Stephen sino el Maestro Julian.
—¡Celia! —repetía Julian—. ¡Abre los ojos!
Ella luchaba por obedecer, pero no podía. Se despertó en cambio en Naworth, tiritando y con toda la cama desordenada.
—¿Qué estás haciendo? —la increpó Magdalen que se despertó también por el frío—. ¡Acuéstate de una vez que todavía es de noche!
Pero Celia no podía dormir pensando en que faltaban solamente dos días para su casamiento. Abandonó no obstante la idea de escapar. No sería necesario. No tenía la menor idea de lo que podía suceder, pero tenía la certeza de que no habría casamiento.
La premonición de Celia se vio confirmada a la mañana siguiente, día de los santos inocentes.
El viento sopló despiadadamente durante toda la noche impidiendo que alguien oyera la conmoción y los gritos en el dormitorio que compartían Thomas con su esposa. Cuando Janet, la sirvienta ciega de la joven Lady Dacre, gimiendo y tambaleándose logró encontrar la forma de salir del cuarto y prevenir a la familia, casi fue demasiado tarde para salvar a Thomas. Bess estaba muerta, tirada en un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el pecho y su esposo semidesvanecido perdía abundante sangre por una herida en su brazo.
Celia y Magdalen se enteraron de la tragedia cuando fueron a la capilla dispuestas a oír misa. La capilla estaba vacía. Sorprendidas se dirigieron al salón donde alguno sirvientes se habían juntado y murmuraban asustados, persignándose.
Las jóvenes se tomaron de la mano, sospechando que algo terrible había sucedido.
—¿Qué habrá pasado…? —susurró Magdalen—. ¿Qué será?
Vio entrar a su hermano George que avanzó decididamente hacia donde estaba el barril con whisky.
George bebió un trago y se acercó a las muchachas. Estaba pálido y tenía la frente cubierta de sudor.
—¡George! —lo interpeló Magdalen—. ¿Ha muerto alguien?
—En efecto, la pobre Bess. Tom está muy mal, pero nuestra madre dice que se curará. Ha conseguido parar la hemorragia y ya fueron a buscar al médico a Brampton.
Magdalen dejó escapar un gemido.
—¿Lady Bess ha muerto? —preguntó Celia con gran serenidad y persignándose al igual que Magdalen.
—Así es… trató de matar a Tom y luego se mató ella. Nos engañó a todos estas dos noches —miró a Celia con su acostumbrada malicia y le dijo—: ¡No habrá casamiento mañana, muchacha! Tendremos un funeral.
—Sí —respondió Celia—. Pobre, pobrecita señora.
Magdalen lanzó otro gemido, sollozó entrecortadamente y rodeó a Celia con sus brazos. Las dos lloraron, pero Celia era la que consolaba.
Cuando por la tarde llegaron a Naworth varios invitados al casamiento, el cuerpo de Bess yacía frente al altar de la iglesia de Lanercost. Toda esa noche y todo el día siguiente duró el desfile de los deudos frente al féretro de Lady Bess. Cuando le tocó el turno a Celia de arrodillarse sobre la dura piedra, lloró igual que los otros, pero su pena estaba mezclada con gratitud. Esa tragedia tan espantosa había significado su liberación y, después de todo, ¿no había sido Bess el ángel que Celia había creído ver?