Capítulo segundo
Celia y la mayor parte de sus invitados zarparon rumbo a Kent a las tres y media.
Edna y George Simpson no fueron. Edna tenía jaqueca y cuando estuvieron los dos a solas, le indicó a George lo que debía hacer.
—Tú te quedarás aquí, por supuesto. Tal vez Sir Richard quiera hablar de negocios contigo cuando vuelva de la granja y además no tenemos por qué someternos a los caprichos de esa norteamericana.
George suspiró. Le entusiasmaba la idea de la excursión pero sabía muy bien que no debía discutirle a su mujer cuando tenía la cara arrebatada, ojos relampagueantes y olía fuertemente a menta.
—Lady Marsdon parece muy agradable —dijo él—. Me he dado cuenta que a ti no te gusta, aunque no entiendo bien por qué, y una esposa flamante puede ejercer bastante influencia sobre su marido. Sería una pena poner en peligro nuestra relación con clientes como los Marsdon, han sido fieles a los Simpson desde mil ochocientos ochenta.
Edna lanzó un bufido, se acostó en la cama y cerró los ojos.
—Eres un pobre gusano, George, siempre lo has sido. Sé que yo puedo comportarme decentemente pero no pienso adular a esos yanquis vulgares por nada del mundo, de modo que cuídate bien de ir a ese Ightham Mote. No me gusta ese nombre.
Cuando George salió, cerrando suavemente la puerta, el fastidio de Edna se transformó en un confuso interrogante. Comprendía perfectamente bien que no existía razón alguna para que no le gustara ni siquiera el nombre de un lugar del que nunca había oído hablar antes. Tampoco le gustaba el nombre «Celia» y menos aún la muchacha. Pero qué demonios, pensó, tengo derecho a mis caprichos y deben mimarme durante este período de «transición» cosa que George sabe perfectamente bien. Estiró el brazo hacia la mesa de luz donde estaba la botellita con su tónico, se sirvió un cuarto de taza, lo bebió y al cabo de un rato dormía plácidamente.
Myra dirigió la marcha rumbo a Kent, Lily estaba sentada al lado con un mapa; Harry, que ocupaba el asiento de atrás, fumaba su pipa y contemplara el pelo rojizo de Myra. Se había hecho un rodete muy elaborado que equilibraba adecuadamente su perfil muy bonito a pesar de una nariz un poco larga. De tanto en tanto daba vuelta la cabeza y sonría enigmáticamente. No cabe la menor duda que esas miradas de sus ojos verdes esconden una promesa, pensó Harry juntando nuevas esperanzas.
¿Tal vez esta noche? Había reparado en la considerada distribución de sus dormitorios y bendijo a Celia Marsdon que con toda seguridad había oído algunos rumores. Ojalá fueran ciertos, pensó. Desde Denise de Caron, diez o doce años atrás, que no me siento así por una mujer. Las otras fueron demasiado fáciles.
Nada deportivo. Lo cual desvió sus pensamientos haciéndolo desear que estuvieran ya en la época de caza y poder dan un buen galope con los perros. Dio una pitada a su pipa y prosiguió mirando a Myra, lo que no le impidió observar que la señora Taylor era a su vez bastante atractiva. Los dientes un poco largos, quizás, y de su misma edad en realidad, a pesar de lo cual seguía siendo bonita, en su estilo rubio y algo regordeta, pero no tenía vida, ni sex appeal, un poco parecida a su exesposa Peggy, una mujercita agradable. Se había divorciado en términos amistosos y seguía escribiéndole unas cartas cariñosas desde la casa de su hija en Cornwall.
Igor conducía el jaguar, siguiendo el Bentley de Myra. Celia le había pedido que manejara él, en parte porque sabía evidentemente que le gustaba y en parte porque últimamente se ponía nerviosa cuando manejaba, circunstancia que no lograba entender como tampoco los otros nuevos y angustiosos síntomas. Había sido una conductora experta desde los dieciséis años y desde entonces había manejado toda clase de autos; hasta el mes anterior había gozado conduciendo el jaguar. Y ahora no. Pero, pensó Celia radiante todavía por la afectuosa demostración de cariño de Richard en la biblioteca, me sentiré mejor ahora, me animaré inclusive a contarle a Richard estas tonterías nerviosas.
Sue Blake ocupaba el asiento delantero junto a Igor y charlaba con gran entusiasmo, dirigiéndose a Celia por lo general, pues Igor estaba muy concentrado en el camino.
—¡Oh, Celia, Inglaterra es tan bonita, tan verde, y esas casitas con sus techos de paja, parecen escapadas de un almanaque que teníamos en la cocina de mi casa! Nunca había visto antes tantas ovejas; y los corderitos son tan deliciosos y ¿qué son esas extrañas cosas puntiagudas allí en el campo?
—Hornos para lúpulo —contestó Celia sonriendo y explicó algo sobre la cosecha del lúpulo y la fabricación de la cerveza.
Celia advirtió distraídamente que el hindú que estaba sentado al lado de ella estaba muy callado, que tenía los ojos entrecerrados y que su cara delgada y bronceada tenía una expresión como si estuviera escuchando algo en su interior.
—Disculpe la vehemencia de Sue, doctor Akananda —dijo riendo—. Inglaterra debe ser historia vieja para usted.
Él le dirigió un breve y compasiva mirada. No precisamente compasiva, pensó ella sorprendida, algo más semejante a lástima, lo que resultaba igualmente molesto y gratuito.
—¿Por qué me mira de ese modo? —inquirió involuntariamente.
Jiddy Akananda se disculpó con una sonrisa.
—Lo siento, Lady Marsdon, me gustaría transmitirle mi simpatía y ofrecerle toda la ayuda que pueda brindarle en las tribulaciones que puedan sobrevenirle. Traté de impedirle que viniera hoy, pero usted no me oyó.
—¿Tribulaciones? —repitió ella agudamente—. ¿Qué quiere decir?
Él levantó su mano delgada y le tocó la frente en el entrecejo, un toque ligero, como una bendición, sin embargo fue también como una descarga eléctrica, un fuerte resplandor que atravesó su cabeza.
—Usted debe —dijo él tranquilamente, como si fuera parte de una conversación—, mantenerse firme en su rumbo, tener fe, pues puede resultar seriamente golpeada durante la tempestad que mucho me temo se está preparando.
Celia arqueó las cejas y hubiera insistido con las preguntas pero Sue oyó las últimas palabras de Akananda y dio media vuelta para decir jocosamente:
—¿Tempestad? Doctor Akananda. No hay duda que los hindúes tienen un espíritu poético, siempre lo he oído decir. Lo que es en Kentucky no se nos ocurriría pensar que este cielo presagia una tormenta.
—Supongo que no, pequeña —un chispazo benevolente iluminó los ojos de Akananda—. Sin embargo hay muchas clases de tormentas. Las exteriores en la naturaleza; las interiores en el alma.
Sue rio e hizo un puchero.
—Usted es terriblemente desconcertante, doctor, ¿o debería decirle señor guru? Siempre tuve ganas de conocer uno de ustedes desde que mi hermano Jack partió con gran entusiasmo para ver al Maharishi y se lo pasó haciendo yoga y meditando. Jack se convirtió en un verdadero hippie durante un tiempo, —explicó—. Mamá y papá estaban desesperados. Pero me parece que ya se le pasó. Se cortó el pelo, dejó de fumar pasto y ahora sale con una chica encantadora.
—Qué suerte —dijo Akananda sonriendo. Sue se dio vuelta para responder a un comentario de Igor y el hindú dirigió una mirada a Celia—. Su prima es encantadora y muy joven. También es afortunada. Creo que la vida no tendrá problemas para ella.
—¿Predice usted el futuro? —preguntó Celia con un dejo sarcástico. No le había gustado la amenaza implícita en la alocución de Akananda sobre tempestades, especialmente porque sentía cierto atractivo por ese hombre. Una radiación emanaba de su persona, como si fuera un halo de luz que lo rodeara. Y eso también es una tontería, pensó.
—No soy un adivino —replicó Akananda tranquilamente—. Pero gracias a mucha disciplina y entrenamiento percibo más sensaciones que la mayoría de la gente. Usted tiene razón, en efecto, al pensar que yo estaba tratando de prepararla para un difícil trance. Tanto como eso me está permitido. También se me permite, e inclusive ordena, que la ayude lo mejor que pueda. Y a pesar que todos debemos pagar nuestras deudas kármicas, la divinidad que está sobre karma es infinitamente misericordiosa; con la ayuda de Dios y sus propias acciones usted puede ser capaz de reducir una estocada a un alfilerazo. Todo depende.
Celia estaba mirando por la ventanilla abierta los cercos cubiertos de rosas y los campos tapizados de flores. No había prestado mayor atención, pero una palabra la sobresaltó.
—¿Dios…? —dijo titubeante—. Antes creía en él, cuando era muy pequeña, pero ahora él es solamente lo que alguien dijo, un manchón gris cuadrilongo. Tuve una curiosa formación religiosa —se dio vuelta hacia Akananda pero en realidad estaba hablando consigo misma—. Estuve un año pupila en un convento católico cuando tenía once años, mientras papá realizaba viajes de negocios por todo el mundo acompañado por mamá.
—¿Pero sus padres no eran católicos romanos, verdad?
—Oh, no, pero sí lo era la mejor amiga de mi madre y a ellos les pareció que era un lugar bueno y seguro para dejarme. Yo me sentía sola y aburrida, realmente desgraciada… y antes de eso —agregó quejumbrosamente—, fui durante un tiempo a la Christian Science, porque mi gobernante era un miembro de esa secta. En Chicago iba los domingos a las clases de catecismo. Pero mi gobernanta se fue. Y mi madre se dedicó a la teosofía. Yo devoraba todos los libros que ella leía y me parecían fascinantes. Pero después que mi padre murió…
—¿Su padre no tenía inquietudes religiosas?
—Ninguna en absoluto, se reía de mi madre y decía que esas tontería eran solamente para las mujeres, que a él le bastaba con el sentido común.
—¿Y usted está de acuerdo con esa idea?
—Creo que sí —dijo Celia—. Me volví algo cínica con el correr de los años. Veía a mi madre entusiasmada y enredada con charlatanes. Numerólogos y astrólogos que cobraban quinientos dólares por una «lectura» con un significado tan impreciso que uno podía interpretarlo como más le conviniera. Curanderos de palabra que no eran capaces de curarse ellos mismos y un yogui en california que predicaba pureza, sublimidad y continencia y que trató de seducirme un día que mi madre había salido. Fue horrible.
—¿Se lo contó usted a su madre?
—Oh, sí, por supuesto —Celia pareció sorprenderse con su respuesta—. Ella nunca se asusta demasiado ni hace gran alboroto. Siempre le conté todo. Se mostró muy apenada, me tranquilizó y le escribió una carta furibunda al yogui. Nunca volvimos a verlo, por supuesto.
—¿Y ahora usted teme que la señora Taylor se haya enredado con otro yogui? —preguntó Akananda divertido.
Celia se sonrojó.
—Oh, no es eso lo que quisiera decir. No sé lo que quiero decir y quiero mucho a mi madre, confió en ella aún cuando comete errores. Siempre los reconoce y sigue teniendo fe en la gente a pesar de sus equivocaciones.
—Su madre —dijo él pausadamente— es una magnífica mujer. Busca la verdad y muchas veces logra vislumbrarla. El vínculo entre ustedes dos es muy fuerte.
Ella asintió algo exasperada. No quería hablar sobre Lily. Toda esa conversación la hacía sentirse incómoda.
—Oh, mi madre es muy buena. Y mi vida entera debería andar muy bien de ahora en adelante. Estoy segura que así será.
Akananda suspiró.
—Así es, pero hay algo que usted quiere a todo trance pero que no está muy segura de ello… comprender a su marido. Me temo que entre usted y su ambición se interponen insólitas barreras del pasado —fue una afirmación perentoria.
Celia dio un respingo y apretó las mandíbulas.
—¡Qué comentario ridículo doctor! Las pequeñas reyertas son muy comunes en todos los matrimonios. No sé que es lo que se propone de todos modos.
Akananda meneó su cabeza:
—Pobre niña, en su interior más recóndito usted sabe muy bien lo que quiero decir. ¿Por qué traga y jadea con tanta frecuencia, por qué le tiemblan las manos?
Ella apretó las manos fuertemente.
—Nervios —dijo enojada—. Todo el mundo exhibe síntomas nerviosos en algunas oportunidades. Suspenda los sondeos. No tiene ningún derecho y no me gusta.
—Es bastante razonable y es su privilegio —hablaba con paciente dignidad—. No obstante ello, soy realmente un médico, he estudiado en la universidad de Calcuta, luego en Oxford, en el Guy’s hospital y después dos años de psiquiatría en Maudesley en Londres. Soy además un discípulo de ese gran maestro universal que durante un tiempo se llamó Nanak.
—¿Está muerto? —preguntó con creciente furia.
—Ha dejado de habitar un cuerpo —dijo Akananda—. Ha sobrepasado la imperiosa disciplina kármica de la reencarnación.
—Oh, eso —dijo ella—. Supongo que debe tener sentido, pues de qué otra forma se explica que inocentes criaturas nazcan mutiladas, ciegas… ¿Por qué esas terribles injusticias? Oh, sé que medio mundo cree en la reencarnación, e inclusive ciertos párrafos de la Biblia parecen inclinarse hacia ella. ¿Pero por qué no podemos recordar las vidas anteriores?
—Porque esos recuerdos serían por lo general un peso intolerable que Dios, infinitamente misericordioso, ha decidido evitarnos. Y en cuanto a esto se refiere Lady Marsdon ¿tiene usted memoria consciente de los dos primeros años de esta vida?
Celia meneó negativamente la cabeza.
—¿Pero qué diferencia hay? —estaba cansada, agotada, aburrida con el tema. Y seguía sintiendo cierto resentimiento hacia Akananda por haber interrumpido su esperanzado humor—. Usted no parece ser el tipo de hombre que se molesta en venir a pasar un fin de semana tan poco interesante —dijo enojada—. Considerando además que casi no conoce a mi madre ni al resto de nosotros.
Él guardó silencio, dudando si debía o no responderle con franqueza. Intuyó su malhumor y lo comprendió, pero al cabo de un momento decidió decirle lo que sabía ser la verdad.
—No quiero molestarla, mi querida niña, pero creo que las he conocido a usted y a su madre en una vida anterior, aunque no sé en qué lugar. Mi presencia aquí tiene un motivo. Y usted también ha conocido a algunos de sus huéspedes en una vida anterior. Estoy seguro de ello. La gran ley kármica la ha llevado ahora hasta el borde de un precipicio donde tendrá lugar una batalla.
—No me diga —dijo Celia encogiéndose de hombros—. Espero que ganen los buenos —abrió la cartera, sacó su lápiz labial y comenzó a pintarse cuidadosamente. Su mano no temblaba, no sentía más un nudo en la garganta. Sentía solamente cansancio.
—¡Mira Sue! —tocó el hombro de la muchacha—. Allí, en esa hondonada, esa debe ser la casa que vamos a visitar. ¡Mira, tiene realmente un foso!
La muchacha miró hacia donde señalaba Celia y se quedó boquiabierta.
Myra giró y avanzó lentamente con su auto por el portón abierto. Igor la siguió. Los autos se detuvieron junto a un camino de grava. Sus ocupantes se bajaron y avanzaron todos juntos se quedaron quietos durante un momento, contemplando la residencia iluminada por el sol que resplandecía en sus tejas y ladrillos, y hacía brillar como topacios sus piedras cubiertas por liquen e interrumpidas aquí y allá por relucientes vigas de roble recluido, solitario, encantador, Ightham descansaba soñoliento circundado por su foso, dando a primera vista a sus visitantes una romántica sensación de paz.
El primero en hablar fue Igor.
—¡Maravilloso, señora Taylor! ¡Sencillamente fantástico! No tenía la menor idea de que existiera semejante lugar y tan cerca de Londres. ¡Tenían que ser unos norteamericanos los que nos hicieran conocer nuestro país! Miran esos colores suaves pero brillantes sobre esa faja de verde esmeralda. Si pudiera conseguir esos tonos en los géneros… —frunció los ojos y con sus manso juntas parecía enmarcar distintas secciones—. Menos mal que se me ocurrió traer el polaroid —corrió hacia el auto en busca de su máquina fotográfica.
Harry y Myra se volvieron, también hacia Lily.
—Sumamente pintoresco —dijo Harry—. Realmente valía la pena verlo, aunque debe costar una fortuna su mantenimiento.
—Con toda seguridad —asintió Myra, echando una mirada apreciativa a la casa, el pasto bien cortado y los canteros de rosas y peonías—. Encantador. Me pregunto cómo hará el propietario para conseguir personal suficiente. No me gustaría tener que vivir aquí, prefiero mil veces un cómodo departamento en Eaton Square, pero me parece precioso.
Lily se sintió complacida y dejó de preocuparse por el éxito de su expedición.
—¿Estás contenta de haber venido, querida? —le preguntó a Celia pero se interrumpió—. Oh, este debe ser el guía, dijeron que habría uno esperándonos.
Una mujer madura vestida con un sencillo vestido floreado cruzó con paso rápido el puente de piedra en dirección a ellos.
—¿Es el grupo de la señora Taylor? —preguntó sonriendo—. Por lo general este lugar solamente se visita los viernes por la tarde, pero su dueño es comprensivo y autoriza ciertas excepciones cuando está ausente. Especialmente si se trata de norteamericanos, ya que él también lo es.
—Muy amable de su parte —dio Lily retribuyendo la sonrisa—. En realidad no somos todos norteamericanos, esta es la duquesa de Drewton. Sir Harry Jones y el señor Igor son ingleses, el doctor Akananda, y esta es la señorita Susan Blake y mi hija Lady Marsdon, nosotras somos las norteamericanas.
La guía pareció algo sorprendida, aún cuando sabía que los norteamericanos solían hacer unas presentaciones complicadas. Miró con atención a la duquesa cuya fotografía había visto en el «Illustrated London News» y se sorprendió de su presencia en ese lugar. Aunque en realidad era un grupo asaz extraño, con un hindú, un Sir fulano de tal, un joven rubio con un nombre raro y «mi hija, Lady Marsdon», que se había apartado de los demás, y estaba mirando la torre de piedra con extraordinario interés.
—Bien —dijo la guía encogiéndose de hombros—. Comenzaremos la gira en este puente, recordando que la mansión fortificada original fue construida por un Cawne o bien por un De Haut durante el reino de Eduardo tercero, suponemos que alrededor de mil trescientos setenta. No ha sido posible identificar a todos los primitivos dueños, pero encontrarán una lista de ellos en el dorso del folleto. Tal vez les interese echarle un vistazo antes de iniciar la gira —la guía les entregó lo folletos—. Cuestan seis peniques cada uno si quieren guardarlos —agregó.
Myra rehusó amablemente el panfleto.
—Me temo que no soy tan afecta a inspeccionar paso a paso las casas viejas —dijo—. ¿Y tú, Harry? —Harry meneó la cabeza—. Entonces los esperaremos afuera —agregó dirigiéndose a Lily—. Me gustan mucho los jardines —echó una mirada a su reloj pulsera de diamantes—. Los bares no deben estar abiertos todavía y me vendría muy bien un trago; pero tenemos el termo con té en el auto. Podrías buscarlo, Harry.
Myra se alejó con su admirador. Igor también prefirió quedarse afuera, fotografiando entusiasmado los efectos de luz a lo largo del foso.
—Bueno —dijo Lily algo desilusionada—. Nosotros queremos ver todo —miró al doctor Akananda y a Sue, y luego más cautamente a Celia—. ¿Qué te sucede, querida? —dijo riendo—. Parece atontada.
Celia dio un respingo. Dirigió una rápida mirada al foso.
—Estaba mirando los cisnes —dos cisnes avanzaban entre los juncos verdes por debajo del puente.
—Ah, sí —dijo la guía—. La reina en persona nos ha regalado un casal de la bandada real, después que los marcaron. Veamos ahora esta torre de entrada que tiene una característica peculiar. Pueden ver ustedes esta piedra cortada en zigzag aquí, esto es en realidad un invento para que los que estaban dentro de la casa pudieran ver sin correr peligro a cualquier persona que quisiera entrar. Muy ingenioso. Pasemos ahora al patio, totalmente rodeado por las construcciones, algo pequeño de acuerdo a los de la época. Esos cepos que están allí cerca del vestíbulo fueron usados frecuentemente como instrumentos de castigo.
—¿Castigo? —repitió Sue azorada—. ¿Hay también una mazmorra donde torturaban a la gente?
—Hay una mazmorra —contestó pacientemente la guía—. Casi debajo de la torre de entrada, pero no la mostramos, es demasiado oscura y peligrosa.
La guía dirigió a su grupo hacia el lado este del patio cubierto por adoquines y abrió el cerrojo de una pesada puerta de roble.
—Esta entrada conduce al vestíbulo que antecede al gran salón. Durante el último siglo se hicieron algunos cambios en la estructura de este lado del salón, salvo esas modificaciones ha permanecido tal cual ustedes lo ven durante quinientos años.
Lily, Sue, Akananda y Celia entraron al salón que súbitamente se iluminó con la luz del sol que entraba por las ventanas altas separadas por columnas en la pared izquierda. La guía prosiguió señalando detalles: las primitivas vigas de roble del techo, las molduras grotescas que adornaban los voladizos del siglo catorce, las tapicerías flamencas.
Lily y Sue lanzaban entusiastas exclamaciones. Akananda observaba a Celia. Esta tenía la cara arrebatada, la boca abierta y podía oírse su respiración entrecortada.
El médico hindú la tomó suavemente del brazo, y la condujo a un asiento ubicado debajo de la ventana, advirtiendo que su pulso estaba muy acelerado.
—Ese fragmento de armadura que está sobre la chimenea —dijo la guía majestuosamente— se encontró cuando desaguaron el foso hace muchos años; según los expertos debe haber pertenecido a un soldado de Roundhead. Nos dirigiremos ahora hacia la vieja cripta y luego al piso de arriba. ¿Le sucede algo, Lady Marsdon? —preguntó al darse la vuelta—. Parece no sentirse bien… ¿Será el calor quizás?
Celia oyó la pregunta como si se la hicieran desde muy lejos, como si fuera una conexión deficiente en una telefoneada trasatlántica. Se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Estoy bien, debe ser el calor, seguramente.
Lily hizo un movimiento impulsivo y estuvo por acercarse a su hija pero se detuvo al advertir que Akananda meneaba imperceptible pero imperativamente la cabeza.
—Yo me ocuparé de ella, señora Taylor.
Lily obedeció inmediatamente la prohibición que leía en sus ojos. Ella se tranquilizó como él quería que sucediera y volvió junto a la guía.
—Estoy impaciente por ver el resto de este lugar tan fascinante.
—Yo también —dijo Sue—. ¿Para qué es esa pequeña puerta junto a la otra más grande en esa pared? No parece conducir a ningún lado.
—Oh, esa —dio la guía sonriendo—. Es un nicho donde encontraron el esqueleto de una muchacha cuando reconstruyeron esta pared en mil ochocientos setenta y dos.
—¡Un esqueleto! —exclamó Sue entusiasmada—. ¿Qué estaba haciendo en la pared?
—Me temo que la pusieron allí. Es algo desagradable, pero esto sucedió en muchas casas viejas, siglos atrás.
—¿Quiere decir que la tapiaron viva? —Sue miró azorada al nicho pequeño y vacío—. ¿Dónde está ahora el esqueleto?
—Ah, eso sí que no lo sabemos —dijo la guía, aburrida con una pregunta que había oído tantas veces—. Seguramente dispersaron los huesos… y si son tan amables como para seguirme por aquí…
Sue no estaba satisfecha.
—¿Pero no saben cuándo la tapiaron ni quién era? ¿Y su fantasma se aparece por aquí?
La guía respondió con cierta sequedad.
—Se dijo que el esqueleto debía ser el de doña Dorothy Selby, quien se supone que fue la que advirtió al parlamento respecto del complot de la pólvora. Los Selby vivieron aquí durante trescientos años pero no puede haber sido el esqueleto de doña Dorothy, porque tenemos un retrato auténtico de ella colgando de la escalera, y en él está pintada como una mujer vieja. Y en cuanto a fantasmas, sé que a ustedes los norteamericanos les encantan esos cuentos.
—¡Por supuesto! —exclamó Sue—. ¡Son muy interesantes! ¿No es verdad Lily?
Lily asintió.
—Mucha gente se interesa en lo psíquico. Siento muchísimo que Medfield Place, la propiedad de mi yerno en Sussex no tenga ningún fantasma. Pero he oído decir que aquí hay muchísimos.
—Más bien —respondió la guía—. Nunca he visto ninguno, pero se dice que puede sentirse una presencia helada en el cuarto de la torre y creo que lo exorcizaron. Hay otras leyendas sobre caballeros con armaduras, fantasmagóricos ruidos de cascos, un monje negro con una soga alrededor descuello, pero nunca oí mencionar al fantasma de la muchacha tapiada —y con gran determinación condujo nuevamente a las dos mujeres hasta el vestíbulo.
Celia permaneció sentada en el asiento de la ventana junto con Akananda. Su rostro había perdido todo color, estaba pálido y cubierto por gotas de transpiración. Se recostó contra el hombro del médico.
—Me siento mal —susurró—. Muy mal. No puedo respirar.
Akananda apoyó firmemente la palma de su mano contra la frente de Celia. En medio de oleadas de náuseas, ella sintió una reconfortante presión.
Se enderezó lentamente y abrió los ojos.
—¿Dónde se ha metido mamá? —preguntó—. ¿Dónde están mamá y Sue? —hablaba con la voz de una chiquilla alarmada. Su mirada lánguida se paseó por el salón sin detenerse al pasar por el nicho. Él observó que tenía las pupilas tan dilatadas que los ojos parecían tan negros como los suyos.
—Fueron con la guía a recorrer el resto de la casa —respondió tranquilamente—. Creo que mejor será que usted venga afuera conmigo; iremos al jardín a buscar a la duquesa.
—Este lugar —repitió ella frunciendo el ceño y mirando por encima de él el artesonado del techo. Cuando volvió a hablar, él se sorprendió al notar una distinta inflexión en el tono de la voz. Era un poco más alta, no tenía el menor dejo de acento norteamericano, sin embargo la calidad tonal no pertenecía tampoco al inglés que él conocía. Tenía una extraña cadencia cuando dijo—: Este lugar es abominable. Sin embargo no puedo huir. Porque debo verlo. Mi amor está esperándome en secreto. ¡Jesús, perdónanos! Se santiguó con una mano temblequeante.
Akananda meneó la cabeza. Intuía algo de lo que estaba oculto para ella o para cualquiera de las almas que luchaban y que estaban enredadas ciegamente en las consecuencias de una tragedia del pasado. Pero como estas almas tenían libre albedrío, él no podía prever el resultado. Sus pensamientos volaron hacia el elevado ashram en el Himalaya donde había pasado parte de su niñez bajo la tutela de varios iluminados y especialmente de Nanak Guru. Al codiciado recuerdo se le unió una humilde plegaria implorando sabiduría.
—Salgamos al jardín, hija mía —dijo apoyando su mano en el brazo de Celia pues esta ya se había puesto de pie—. Has aguantado bastante. El velo protector ya ha sido roto.
De una sacudida se libró de la mano de Akananda.
—¡Déjeme en paz! —exclamó enojada—. Tengo que estar siempre junto a él. Tengo que contárselo —se acarició el vientre—. He cobrado vida. Esta mañana lo sentí moverse.
Akananda la miró fijamente y percibió un ligero cambio, como si otra cara se reflejara fluctuosamente en la de Celia Marsdon. El contorno se había hecho más ovalado, los labios más gruesos y más atrayentes, las cejas más arqueadas y los ojos brillaban intensos y apasionadamente.
—Lady Marsdon —dijo en un tono tranquilo destinado a penetrar en su interior—. ¿Quiere usted decirme que está embarazada de Sir Richard?
Ella hizo un gesto impaciente.
—¿Se está usted burlando de mí? —preguntó—. No conozco a ningún Sir Richard, Stephen es mi verdadero amor…
Dio media vuelta y salió corriendo por la puerta. Akananda la siguió de cerca. Subió rápidamente por la pesada escalera jacobina. Al llegar al descanso se detuvo y se llevó una mano a los labios.
—Oigo voces. Nadie debe enterarse. Ella nos pescó una vez —Celia se aplastó contra un rincón.
Las voces eran las de la guía, Lily y Sue, que estaban examinando la ventana a través de la cual las damas de los siglos pasados podían observar discretamente las reuniones masculinas en el gran salón de abajo.
—Y ahora —decía la guía—, visitaremos la habitación del sacerdote y la capilla estilo Tudor. La capilla es una verdadera joya. Fue construida durante el reinado de Enrique VIII; tiene un artesonado de valor inapreciable, una cúpula abovedada pintada y algunos vitrales muy bonitos… —una voz se perdió al alejarse el grupo.
Celia salió del rincón.
—Se fueron —murmuró.
Atravesó lentamente el pasillo y una antecámara seguida por Akananda. En esos momentos estaba totalmente ajena a su presencia y hablaba en voz alta mientras avanzaba por un pasillo oscuro.
—¿Dónde está la puerta? Él no es capaz de cerrarla con llave para que yo no pueda entrar. ¿Estará en el altar? A esta hora tan avanzada de la noche no lo creo. Aunque en realidad reza un poco demasiado.
Entró a una pequeña alcoba que tenía una chimenea y que conducía a la capilla.
—Stephen —susurró con urgencia—. Es muy poco amable esconderse —de repente levantó la cabeza y fijó la mirada en una oscura viga del techo—. ¿Qué es eso…? —susurró—. Eso negro que cuelga de allí… ¿Qué es eso?
Akananda no se movió. La luz del sol que entraba por las ventanas de la capilla iluminaba la alcoba vacía.
Celia dio un paso en dirección a la chimenea. Levantó los brazos por encima de su cabeza y comenzó a dar manotazos al aire. Cayó de rodillas y lanzó un grito tan desgarrador, tan pavoroso, que resonó en los silenciosos cuartos de la mansión como una sirena antiaérea.
La guía apareció corriendo, seguida de Lily y Sue. Durante un instante se quedaron absortas mirando a Celia que estaba tirada en el suelo hecha un ovillo, y Akananda inclinado sobre ella, agarrándole la muñeca.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —exclamó Lily, besando a su hija y acariciándole angustiada su pelo castaño.
—Se ha desmayado —dijo el hindú—, pero pronto estará bien. Tal vez lo mejor sería llevarla a una cama.
—¿Qué fue ese ruido espantoso? —exclamó Lily—. ¡No pudo haber sido Celia!
Akananda no dudó. Estaba seguro que ya no era posible escapar a los sufrimientos, pero por lo menos trataría de evitarle a la pobre madre todo lo que pudiera.
—¿Se oyó algún ruido en especial? —inquirió—. Yo estaba preocupado por Lady Marsdon.
La guía inmediatamente dio señales de un amargo alivio.
—No lo duden, fueron las cañerías. Se sorprenderían si oyeran los silbidos y golpes producidos por los caños. Estas casas viejas no han sido construidas para tener baños.
Se acercó para ayudar a Akananda y a los demás a levantar a Celia.
—La cama más próxima está en el ala privada del dueño. —Miró a Celia y agregó—: Pobrecita, ¿le dan a menudo esos ataques? Una prima mía solía tener ataques.
Lily, a pesar de lo asustada que estaba, se las arregló para decir indignada:
—Celia no tiene ataques. Nunca la he visto desmayarse. Pero claro está, usted sabe que las jóvenes esposas… todo es posible… —sonrió débilmente y se encogió de hombros.
La guía aceptó esta teoría como así también Sue, que inmediatamente pasó revista a todas las cosas que había oído respecto a los embarazos y se puso a observar con renovado interés a Celia que seguía inconsciente.
Al cabo de veinte minutos Celia reaccionó por completo, sintiéndose casi normal. Ocultó a todos que no tenía la más remota idea de lo que había pasado desde que se bajó del auto y se acercaron al puente que atravesaba el foso.
La guía hizo salir al grupo por la puerta de la torre, aceptó las propinas y su paga y desapreció.
Encontraron a Igor que seguía sacando fotografías; Myra y Harry flirteaban en un banco cerca de la piscina de adorno. Cuando el grupo se reunió junto al puente, Myra los recibió amablemente.
—¿Y, fue realmente interesante la gira? Hace apenas una hora que se fueron.
—Fue fascinante —comenzó a decir Sue—, pero creo que no vimos todo porque mi prima Celia… —y se interrumpió lanzando una mirada absorta a la extensión de campo que se extendía más allá del foso—. ¿Qué es eso? ¡Es fabuloso!
Todos miraron hacia donde apuntaba el dedo de Sue.
Myra rio.
—Eso, mi querida, es un pavo real y este en especial es una verdadera calamidad. Creo que se llama Napoleón, según nos dijo el jardinero al que tuvimos que pedir ayuda para evitar que ese maldito pájaro siguiera dando picotazos a su imagen reflejada en la puerta del auto. Pájaro agresivo y consentido, como todo macho.
Lanzó una mirada de soslayo a Harry. Él le contestó con una cariñosa risita ahogada, y deslizó suavemente su dedo por el brazo desnudo de ella.
—Le sacaré una fotografía a Napoleón especialmente para ti —ofreció amablemente Igor a Sue—. Pero esos azules y verdes iridiscentes se han visto ya hasta el cansancio. Muy chillones.
Aunque tal vez podrían quedarle bien a usted, duquesa. ¿Quiere que pruebe de mezclarlos en un vestido de tarde?
Myra se encogió de hombros.
—Gracias, querido Igor, pero no pienso pagar doscientas guineas por un vestido de tarde, chillón o no, guarde su talento para las artistas de cine —estuvo a punto de decir «las norteamericanas», pero inclusive la egolatría de Myra se había visto interferida por algo extraño concerniente a la señora Taylor y su hija, su silencio total y una expresión de preocupación y agotamiento en la pequeña cara de Celia. Myra recibió una extraña impresión pues Celia le trajo a la memoria el rostro de la mujer de uno de los labriegos de la propiedad de su padre en Cumberland, una mujer a la que la madre de Myra siempre se refería como trágica, sin que Myra nunca lograra saber por qué. De todos modos, la susodicha mujer se había arrojado y ahogado en el río Irthing y la pequeña Myra, que contaba entonces diez años, solo había conseguido oír fragmentos de lo que contaban los horrorizados y acongojados mayores. A Myra le disgustaban los recuerdos desagradables y desechó rápidamente este.
—¡Los bares ya deben haber abierto! —dijo—. ¡Vayamos a uno cualquiera para juntar fuerzas para el viaje de regreso a Medfield! Se distribuyeron en los autos igual que para el viaje de ida, y se dirigieron a un pueblo cercano llamado Ivy Hatch.
Llegaron a Medfield a las siete de la tarde. Richard salió de la casa para recibirlos.
—¿Se divirtieron? —preguntó en tono cordial. Ya estaba vestido de smoking, que le sentaba a las mil maravillas.
Myra olvidó instantáneamente a Harry y dirigió una sonrisa lánguida de Richard.
—Te extrañamos, querido —dijo seductoramente—. ¡Espero que hayas construido un chiquero divino!
—Bastante lindo —asintió—. Un santuario para superlechones. Pareces un poco cansada, Celia, pero mucho me temo que los Bent-Warner no tardarán mucho en llegar.
—Es verdad —contestó ella al cabo de un momento—. Subiré a cambiarme. ¿Los Bent-Warner? ¿Quiénes eran los Bent-Warner?
Pero había que complacer a Richard. Era peligroso contrariarlo.
Celia dio media vuelta y subió los escalones que conducían a la casa, pisando cuidadosamente como si no estuviera segura de poder mantener el equilibrio.
Richard la observó con preocupación; una vez que entraron a la casa, llevó a Lily a su escritorio.
—¿Le pasa algo a Celia? —preguntó—. Se comporta de un modo extraño.
Lily titubeó.
—No me parece. Realmente no lo creo. Tuvo una especie de desmayo cuando estábamos en Ightham Mote… pero el doctor Akananda dice que ya está bien. Pensé que quizás sería… —se detuvo y un rubor coloreó sus mejillas regordetas, ligeramente maquilladas.
La mirada de Richard se hizo más dura. Frunció el entrecejo y dijo:
—¿Usted pensó que podía estar embarazada? Le aseguro que no.
Y tampoco considero a ese hindú como una opinión médica adecuada. Si no la veo mejor cuando suba, haré venir al viejo Foster de Lewes.
—Me parece una buena idea —musitó Lily, afligida por el tono de Richard y por la súbita forma en que la dejó allí parada. Se comporta de esa forma porque la quiere, pensó Lily, y los hombres no toleran las enfermedades. Fue una estupidez sentirse herida, o agrandar un simple desmayo, una estupidez contagiarse con ese extraño miedo que adivinaba ahora en su hija. Lily cerró los ojos y trató de aclarar sus pensamientos. Durante sus innumerables búsquedas religiosas había tropezado en una oportunidad con Sir Thomas Browns, y podía haber resumido su propia fe con uno de sus aforismos. «La vida es una llama pura, y nosotros vivimos a la luz de un sol invisible que tenemos en nuestro interior».
Ella se quedó allí parada tratando de sentir ese sol interior, ese resplandeciente consuelo que hasta ahora nunca le había fallado realmente, pero que le fallaba en ese momento. Y como era una mujer de acción, subió por la gran escalera de roble y golpeó a la puerta de Akananda.
Él la abrió inmediatamente y dijo sin aparentar sorpresa:
—Oh, señora Taylor. Entre por favor —estaba vestido con una bata de seda blanca y su pelo negro brillaba como resultado de una ducha reciente. Lily tuvo una impresión de gran orden y limpieza y advirtió distraídamente que el cuarto parecía muy vacío. Él debía haber sacado los adornos, ceniceros e inclusive los grabados franceses que colgaban de las paredes. El único adorno era un florero repleto de fragantes heliotropos y rosas coloradas.
—Solo quería preguntarle… bueno… sobre Celia… y Richard me trató de mal modo. Por supuesto que eso no tiene importancia… pero nunca lo había hecho. ¿Y cuál fue realmente la causa del desmayo de Celia? De repente todo aparece tan confuso y raro —sus ojos azules se llenaron de lágrimas.
Akananda la miró apenado. Pero no era el momento de darle las explicaciones que él conocía.
—Rezaremos los dos —dijo—. Usted en su forma y yo en la mía. Todas las oraciones que provienen del corazón son oídas. Todo incienso sube hasta el cielo, no importa el perfume con que haya sido hecho.
—Oh, yo creo también en eso —dijo Lily y su rostro se serenó—. Me parece que mañana por la mañana voy a ir a la iglesia. Siempre me siento mejor cuando voy. ¿Pero usted no cree en el cristianismo, verdad doctor Akananda?
—Por supuesto que sí —dijo él riendo—. Cristo fue enviado por Dios para mostrarles el camino, la verdad y la vida en el hemisferio occidental. Pero han existido otros iluminados hijos de Dios. Seres iluminados que redimen a la humanidad. Krishna fue uno de ellos y buda también. Ninguno de sus principios fundamentales son incompatibles entre sí. Porque preceden de una misma fuente. Señora Taylor, usted comprende todo esto intuitivamente. Y eso es todo lo que usted precisa. La acompañaré gustoso a esa encantadora iglesia del pueblo mañana. Es más fácil entrar en contacto con Dios en los lugares destinados a su culto. Catedrales cristianas, templos hindúes, mezquitas, sinagogas. A muchas personas la belleza de los alrededores les es de gran ayuda, para otras esencial, y sin embargo otras de temperamento distinto pueden sentir con más facilidad al espíritu en una desnuda casa de reuniones de los cuáqueros. No importa.
Lily estuvo de acuerdo con él al reflexionar sobre lo que había dicho, ya que coincidía instintivamente con cualquier filosofía optimista. Sonrió y dijo:
—Sí, usted me ha reconfortado mucho y estoy convencida que las oraciones son escuchadas. No sé por qué me sentí tan perturbada en el escritorio.
—Las oraciones… —dijo él gravemente—, son siempre escuchadas y reciben respuesta de acuerdo a la ley divina. Las oraciones son en realidad expresiones de deseos, y los deseos, buenos o malos, se cumplen de acuerdo a su intensidad. Un buen deseo trae aparejada una buena acción. La maldad también tiene gran poder. Deseos violentos inevitablemente ponen la maquinaria en movimiento. Esta superficie terrestre está gobernada por pasiones que se encienden sobre ella y, sin embargo, siempre parte de las ilusiones de Maya. Mientras haya violencia, esta siempre será retribuida de igual manera en esta vida o en las subsiguientes. ¿Creo que usted comprende esto, verdad?
—Bueno —dijo Lily—, en cierto sentido creo que sí —aunque se quedó pensando qué tenía que ver ese solemne discurso sobre la violencia con un pequeño desmayo o la inesperada agresividad de un yerno—. Leí no recuerdo dónde —dijo pensativamente— que esta generación de hippies, esta juventud florida que quieren independizarse totalmente de las estructuras sociales, según el artículo, eran la reencarnación de todos los que habían sido muertos en plena juventud durante la última guerra. ¿Cree usted que eso sea posible?
—Muy posible —respondió sonriendo—. Por lo menos en parte. Y esas demostraciones contra la guerra, odio y codicia, aunque con frecuencia son falsas, son síntomas de progreso espiritual. Sin embargo, mi querida dama, las fuerzas que nos amenazan aquí en Medfield Place se remontan más atrás de la primera guerra mundial y tienen una extraña fuerza personal.
Podía haber seguido tratando de prepararla y darle fuerzas, como lo había hecho con su hija, pero Lily súbitamente exclamó:
—¡Cielos! Acabo de oír el ruido de un auto. Deben ser los Warner. No voy a estar lista a tiempo —le dirigió una sonrisa y salió apresuradamente rumbo a su cuarto.
La vaguedad y el aspecto de cansancio de Celia habían desaparecido cuando Richard entró en su dormitorio diciendo:
—Acabo de enterarme que te desmayaste en Ightham Mote. ¿Qué te pasó?
Estaba sentada frente a su tocador pintándose los párpados con una sombra verde iridiscente y sus tupidas pestañas con máscara marrón.
—No sucedió nada especial —dio con una sonrisa indiferente. Algo muy lejano y separado por una puerta de hierro se estremeció. Hostilidad hacia Richard. Seguía sin recordar nada de lo acontecido en Ightham Mote, y muy poco de la vuelta a su casa; pero tenía conciencia de una alteración en sus sentimientos.
Richard la miró con fijeza. Esa fría indiferencia en lugar del generalmente exaltado cariño.
—Bueno, me alegro que estés bien otra vez —dijo inseguro—. No parecía muy bien cuando llegaste. Estaba preocupado.
Ella dio media vuelta en su banqueta. Sus ojos grises que ahora parecían más grandes por el maquillaje, lo examinaron tranquilamente.
—¿Lo estabas, Richard? ¿Estabas realmente preocupado? —se pintó los labios con un lápiz color cereza bien fuerte, lo que no hizo sino aumentar su sorpresa. Ella siempre usaba los tonos rosados pálidos que estaban de moda. Se puso de pie, vestida solamente con su breve calzón de encaje, se dirigió hacia su ropero y sacó un vestido recto y sencillo de gasa color naranja. Se lo pasó por la cabeza.
—¡Súbeme el cierre, por favor! —él obedeció torpemente y cuando tocó con sus dedos la espalda suave y bronceada, ella se estremeció y se apartó.
Se cepilló su pelo oscuro y ondeado, haciéndose un peinado alto, se colocó unos aros grandes como pelotas de golf hechos con cuentas de cristal y una pulsera haciendo juego. Las cuentas tenían un reflejo grisáceo, como diamantes mal tallados y le daban un aspecto extraño, exótico.
—Creí que no te gustaba usar cosas pesadas como esas —dijo él frunciendo el ceño.
—¿No son «mi tipo»? —inquirió Celia suavemente—. Igor me los trajo de regalo. Dice que representan «una masa de lágrimas petrificadas». Creo que eso pega conmigo.
—Santo cielo Celia ¡Qué observación morbosa! ¿Qué demonios te sucede?
—Absolutamente nada —dijo ella abriendo un fragante botella de Shalimar y poniéndose un poco de perfume en el cuello y las muñecas. El perfume había sido un regalo de Navidad que no había abierto todavía pues solo usaba lociones florales muy livianas—. Me parece —agregó—, que voy a seducir a Harry, será muy divertido quitárselo a Myra.
Él no se habría sentido más indignado si ella súbitamente le hubiera dado una bofetada. La petulancia, aunque no era propio de ella, era algo que podía comprenderse. Como también bromear, que había formado parte de sus amoríos cuando estaban unidos. Cuando estaban unidos. Su cara se ensombreció. La señora Taylor creyó que Celia podía estar embarazada. Pero él no había tenido relaciones con ella desde… bueno… desde hacía bastante tiempo. ¿Y por qué no? Porque él no había querido. Porque de repente el sexo se había vuelto algo repugnante. ¡No debías haberte casado! Las palabras resonaban en su cabeza.
—La colocación en la mesa para esta noche —dijo Celia acercando hacia ella un montón de tarjetas con borde dorado que estaban sobre su escritorio—. Las escribiré bien rápido. Doce es un número difícil porque no quedan parejos. Ah… —agregó al ver la cara de su marido—, pensaste que me había olvidado de este pequeño detalle, ¿no es así? A pesar de mi vulgar ascendencia norteamericana a veces consigo acordarme de mis deberes sociales. Sentaré a Harry a mi lado y mudaré a Myra.
Richard tragó.
—Si te has vuelto tan chiquilla como para querer darme celos, tu esfuerzo es en vano.
—No te hagas ilusiones —dijo ella. Sus ojos intercambiaron una fugaz mirada airada. Pero ninguno de los dos se percató que detrás de la ira se escondía el miedo.
Todos se sentaron a comer a las nueve. El gran comedor de Medfield siempre había sido algo triste, el barón victoriano lo había tapizado con un brocado de color púrpura y había hecho pintar los primitivos revestimientos de madera de roble de color marrón como el barro. Había agregado además una alfombra floreada donde se mezclaban hojas y pimpollos de lo que antes fueron lirios acuáticos, pero que ahora también habían adquirido un tono marrón barroso. Había durado bastante y Richard no quería reemplazarla.
Unas cortina de pana color púrpura terminadas con flecos, impedían que entrara la luz del atardecer. La luz de treinta velas distribuidas sobre la mesa de caoba y en candelabros adosados a la pared iluminaban con su luz oscilante diez retratos antiguos, nueve de ellos feos y de mal gusto. El décimo había sido pintado por un discípulo de Holbein durante el reinado de la reina Isabel y representaba a un Thomas Marsdon, Esquise, con jubón y medias largas. Un hombre joven y delgado, cuya mano delicada descansaba sobre la cabeza de un lebrel, y cuyos ojos melancólicos y espantados seguían siempre con su mirada al que los observaba. Este retrato tenía un pequeño parecido con Richard, lo que siempre había hecho sentirse algo incómoda a Celia, a pesar de que era una prueba del antiguo linaje que tanto le entusiasmaba.
Los Bent-Warner, que habían incrementado el número de invitados, eran una bulliciosa pareja de alrededor de los treinta años. Pamela era una rubia tan bonita, que podía perdonársele su constante charla sobre los chicos o el teatro. Robin Bent-Warner se sentó a la derecha de Celia y era muy divertido. Se parecía y se comportaba como un personaje de P. G. Wodehouse, y explotaba ese parecido.
—Trabajo con el turismo, «vengan a gran bretaña y diviértanse con nuestras rarezas», me comprende. No llego a usar monóculo, pero espero producir un efecto similar.
Celia rio. La risa tenía un tono alto y agudo. Lily, que estaba sentada de otro lado de la mesa, lanzó una mirada ansiosa a su hija. ¿Qué le había pasado a la muchacha? Tenía las mejillas coloradas, sus ojos brillaban como esos increíbles trozos de cristal que adornaban sus orejas y su muñeca. El vestido naranja se adhería a sus pequeños pechos como nunca hasta ahora. ¿O sería quizá la forma en que se tenía Celia? Arqueada hacia atrás, casi provocativa. Y mientras reía de lo que decía Bent-Warner, su hombro desnudo se apoyaba seguramente contra el hombro de Harry, pues este parecía sorprendido y contento. Lily dejó su bocado de ensalada de cangrejo y empujó su plato hacia atrás. No era posible que Celia estuviera algo achispada pues no había tomado ninguna copa ni había probado todavía el vino. Entonces quizás estaba incubando alguna enfermedad. La influenza hacía comportarse de un modo extraño a la gente. Lily pensó que tal vez algún virus podría ser la explicación de ese desmayo y de ese cambio de actitud. No bien terminemos de comer averiguaré si tiene fiebre.
Otras personas observaban también a Celia, y una de ellas era su marido.
Richard no simulaba para nada prestar atención al parloteo de Pam ni a la ronca zalamería de Myra hasta que esta última le golpeó la mejilla con su dedo al mismo tiempo que le decía:
—¿Tienes que enfurruñarte de ese modo, muchacho? Es muy aburrido. Durante este fin de semana he conocido un aspecto tuyo que nunca hubiera imaginado.
Richard se dio vuelta lentamente hacia ella y sonrió, pero no con sus ojos.
—Quizás los hombres son un poco más complicados de lo que tú imaginas, mi querida Myra —alzó su vaso parodiando un brindis.
Ella rio.
—Bueno, Harry no es complicado, sin embargo. Es solamente susceptible. Yo también podría enojarme ahora al ver las significativas caídas de ojos que le está haciendo a Celia, pero para decir la verdad, lo encuentro más bien gracioso —y así era. Tenía toda la seguridad que pueden dar la belleza, posición y experiencia. Un golpe inesperado en el eterno juego no dejaba de tener su gracia. Qué les parece Celia, esa mosquita muerta, haciéndose de repente la provocativa y logrando parecerlo además, pensó Myra con crítico interés. Como si alguien hubiera apretado un botón y se hubiera encendido una bombilla. Myra no dudaba, ya que ella era una entusiasta de este sistema, que este súbito cambio tenía como fin excitar al misterioso Richard. Y lo que más le entusiasmaba a Myra era que el sistema parecía tener éxito. Se encogió de hombros para sus adentros, retirándose por el momento del marcador. Se ocuparía de Harry más adelante.
Abandonó también a Richard y se dirigió a Akananda que estaba sentado a su izquierda.
—Hábleme sobre la India, doctor —le ordenó—. Mi abuelo trabajó allí durante un tiempo, dirigiendo no sé qué, pero yo nunca he llegado más allá de Estambul. ¿Cree usted que me gustaría la India?
Akananda, que estaba comiendo con gran seriedad, le respondió con una amable sonrisa. La otra persona que observaba atentamente a Celia era Edna Simpson. Edna había dormido plácidamente durante toda la tarde gracias a su tónico, sin despertarse ni siquiera cuando la sirvienta golpeó su puerta para llevarle la bandeja con el té. Tuvo una pesadilla que se repitió varias veces durante su siesta. Cada vez que se incorporaba un poco y con gran fastidio oía sus propios quejidos, volvía a evadirse nuevamente hacia el mismo cuarto de techo alto y abovedado. Sus anfitriones figuraban también en la pesadilla, si bien no tenían el mismo aspecto.
Sir Richard no tenía cara, pero tenía una serpiente gorda y larga enroscada alrededor de la cintura. La serpiente silbaba y sacaba la lengua permanentemente mientras ella trataba de agarrarla y estrangularla. O tas veces ella quería agarrar la serpiente y acercarla a Celia Marsdon, que estaba apoyada contra la pared de piedra con los brazos abiertos, para que el reptil la mordiera.
La Celia del sueño tenía pelo rubio y muy largo que rehusaba cubrir decentemente con un pañuelo. Ese era uno de sus crímenes. Otro era su excesivamente profundo escote. Podían verse los rosados pezones que coronaban sus abultados y blandos pechos. Asqueroso. Una criatura tan vil debía ser destruida. El crucifijo lo decía. Al llegar a este punto, Edna veía siempre un crucifijo de plata rodeado de serpientes que se retorcían y Sir Richard parado detrás riendo. Dejaría de reír cuando la muchacha estuviera muerta. Así lo decía Dios. Dios estaba trepado encima del crucifijo y tenía unos cuernos pequeños y negros.
—¡Mata! —gritaba—. ¡Debes matar! ¡Es un mandamiento! —entonces las víboras se apartaban del crucifijo y se arrastraban hacia ella. Alzaban las cabeza dispuestas a morderla.
Todas las veces que Edna se despertó, se oyó lanzar el mismo ahogado maullido. Y su cuerpo grueso estaba bañado en sudor.
Finalmente consiguió incorporarse totalmente al oír el ruido del auto que regresaba de Ightham Mote. Se acercó a la ventana. Vio a Sir Richard correr hacia el auto y vio bajarse de él a Celia. Miró fijamente a Celia. Sentía su cabeza pesada, confusa. Sus manos temblaban. Estaba tratando de servirse un poco más de su tónico cuando George golpeó tímidamente a la puerta y entró.
—¿Descansaste bien, querida?
La botella verde golpeó el borde del vaso cuando Edna se dio vuelta hacia él.
—Grandísimo torpe, qué haces entrando aquí sigilosamente como un gato. Me has hecho volcar el tónico. ¿Qué estás buscando? ¡Vete de aquí!
George se mordió los labios y su mandíbula redonda tembló. Hacía veintiséis años que se habían casado y él sentía bastante cariño por ella. Había hecho frente a sus malos humores capitulando o huyendo. Pero nunca la había visto así. Ni oído hablar de ese modo. Dirigió una preocupada mirada a la botella del tónico, aun cuando el cuarto apestaba solamente a menta.
—¿Te parece que debes seguir tomando eso? —su voz se quebró y retrocedió al ver que Edna levantaba uno de sus brazos robustos como si fuera a pegarle.
Pero agarró el vaso en cambio, y bebió de un solo trago el líquido que no se había derramado.
—Lo necesito para mis nervios —dijo con un tono más normal—. Y además tengo un terrible dolor de cabeza —eructó y luego comenzó sacudirse con hipo.
—Creo que no deberías bajar a comer, me parece que no estás en condiciones —exclamó él ansiosamente.
Edna se sacudió nuevamente por el hipo y se tiró en la cama.
—Oh, claro que estoy en condiciones. Debo… debo vigilar a esa mentirosa y descarada.
—Por favor, Edna… por favor…
Pero su mente se aclaró, se le pasó el hipo y avanzó decidida hacia el armario donde estaba colgado el nuevo vestido de noche que había comprado en Harrods. Era de raso azul marino con lunares blancos; quedaba algo ceñido sobre la prenda básica que transformaba sus caderas generosas y sus pechos en una gruesa e informe columna. Se pasó un peine por su pelo ondulado, limpió los anteojos y se los puso bien derechos sobre su nariz enrojecida.
—Vamos —dijo con su habitual autoridad.
Edna no despegó los labios mientras estuvo sentada en la sala, salvo para rechazar desdeñosamente los cócteles.
—Me temo que no soy una adepta —en la mesa guardó también silencio, sentada como un monolito entre Igor y Sir Harry cuya atención estaba dedicada por entero a Celia. El diferente aspecto y comportamiento de Celia fueron motivo de una maligna satisfacción para Edna la intrusa, la entrometida, mostrando por fin la hilacha. Pequeña sinvergüenza, pensó Edna. Su mirada se desvió durante un momento hacia Richard, pero luego regresó nuevamente a Celia, de la que no se apartó.
Cuando terminaron el soufflé de chocolate, Celia hizo una seña a las mujeres, se levantó y se dirigió al salón. Los hombres se quedaron en el comedor esperando el café y el oporto, ya que Richard permanecía fiel a esa vieja costumbre.
Celia sirvió el café para las damas. Respondió a comentarios casuales de Myra y Pam Bent-Warner. Le aseguró a Sue que el tiempo seguramente se mantendría y que al día siguiente podrían jugar al tenis.
Se negó rotundamente cuando Lily le pidió en un susurro que se tomara la temperatura.
—Estoy perfectamente bien, mamá, nunca me he sentido mejor.
Pero estaba totalmente hueca debajo de esas acciones. «Celia» se había marchado muy lejos a un lugar pequeño y apretado. Frío, húmedo, muy lejos. Otra persona estaba usando el cuerpo de «Celia». Una persona que podía reír y hablar, que podía pensar lo ridícula que era Edna Simpson, desparramada sobre el sofá dorado, con los muslos separados debajo de su vestido de motas, los ojos pálidos impenetrables detrás del reflejo de sus bifocales.
No bien los hombres entraron al salón, Celia pegó un salto y exclamó:
—¡Hagamos algo! ¡Es sábado y tendríamos que divertirnos! ¡Ya sé, bailemos! Vayamos al cuarto de música de Richard.
—¡Espléndido! —exclamó Igor dando una graciosa voltereta y sacudiendo sus blancas y preciosas manos. Harry rio mientras observaba a Celia con renovada admiración. Estaba tan ocupado con Myra que nunca había prestado atención a esa chica. De repente parece una gitana y por cierto que se recostó contra mí durante la comida. Mujeres… sorprendentes animalitos.
Pam Bent-Warner exclamó:
—¡Oh, qué divertido! ¡No sabía que tenían una sala de música en Medfield Place, Richard! Pero claro está, no hubieron nunca fiestas durante la época de Sir Charles.
Todas las miradas se concentraron en Richard, que apartó la insondable mirada suya de su mujer y dijo:
—«Sala de música» es un título algo exagerado para el viejo cuarto de estudio del segundo piso. Tengo un equipo estereofónico allí y una colección de discos que a mí me gustan. Nada moderno.
Su tono categórico aguijoneó a Myra que exclamó:
—¡Vayamos a invadir el cuarto de estudios y veamos qué es lo que Richard tiene allí! Es tan obvio su poco entusiasmo por nuestra invasión, que estoy por creer que los discos son picarescos. ¿Es realmente así, Celia?
—No lo sé —respondió Celia con una voz tan alta y aguda como la de Myra—. No me sorprendería ninguna cosa de mi marido. Lo llamé el cuarto de música porque Nanny lo llamó así una vez. En realidad nunca estuve allí. Richard lo tiene cerrado con llave.
—Emocionante —dio Myra. Sus grandes y burlones ojos verdes pasaron de la furibunda cara de Richard al arrebatado rostro de Celia, y advirtió que la muchacha estaba sumamente tensa debajo de esa brillante máscara.
Sintió un chispazo de solidaridad femenina hacia Celia.
—¡Qué emocionante! —repitió—. ¿El cuarto de barba azul con una colección de esposas estranguladas? ¿O tal vez una guarida de infamias, cortinas psicodélicas, nubes de cigarrillos de marihuana, estatuas eróticas? ¡Sospecharemos lo peor, mi querido! ¡Abre la puerta del viejo cuarto de estudios!
Richard se sonrojó. Casi se le escapa una furibunda negativa, pero tropezó con la mirada de Akananda. La mirada afligida de un padre acongojado.
Richard se dominó, arqueó las cejas y dijo encogiéndose de hombros:
—Tus fantasiosas ilusiones no se verán confirmadas, Myra, pero vayamos por favor a inspeccionar el cuarto de estudio. Lo cierro con llave para impedir que entre una de esas sirvientas entrometidas que cambian todo de lugar.
Esto, en realidad, no era cierto. Richard cerraba la puerta con llave porque así lo había hecho desde que tenía doce años, cuando el abandonado cuarto de estudios era el único lugar donde podía gozar de cierta independencia, fuera del radio de acción de su madrastra y luego del pequeño Tom. Estaba ubicado algo apartado del resto de la casa, cerca de los cuartos de servicio. Había ido muy pocas veces allí desde su casamiento, solamente cuando Celia iba de compras a Lewes o a Londres por el día. No tenía idea que ella estaba al tanto de la existencia del cuarto y se disgustó por su afán en mostrárselo a toda esa gente, como le disgustó también la extraña forma en que se había comportado desde que volvió de Ightham Mote. Sin embargo, estaba pendiente de ella como no lo había estado durante meses. La veía tentadora, deseable y sentía que había despertado en su más profundo interior una lujuria como cuando tenía esos extraños y desagradables ataques que lo llevaban a los burdeles, durante los días en que estaba en la universidad.
Richard condujo silenciosamente al grupo por las escaleras hasta el ala sur. Abrió con una llave una puerta de madera ordinaria y opaca por la falta de barniz.
—La cámara de los horrores —dijo—, y si les parece siniestra o bien festiva, tendré una gran sorpresa —encendió la única bombilla de luz que colgaba de una pesada araña de gas.
El cuarto era bastante grande, pues el barón victoriano, que había tenido nueve hijos, unió dos cuartos de servicio para convertirlos en una espaciosa habitación destinada a los primeros estudios de su prole.
Frente a la puerta había una chimenea de carbón vacía. Unos pupitres y taburetes rotos estaban apilados contra la pared. El piso estaba cubierto parcialmente por una alfombra india manchada con tinta. El tocadiscos estereofónico estaba sobre una mesa de juego común y debajo de este había una pila de discos. Los altavoces estaban colocados en cada extremo de una larga repisa con libros.
Había otros objetos en el cuarto, pero Akananda fue el único en verlos.
En el oscuro fondo del costado este habían quitado la puerta de un ropero, formándose así un pequeño recoveco. Akananda reconoció la silueta de un reclinatorio con una repisa de madera detrás sobre la que descansaban dos candelabros, y encima de estos, contra la pared, un crucifijo tan negro que debía ser de ébano; la figura del Cristo parecía ser de plata.
Akananda supo instantáneamente que el crucifijo era muy antiguo, y con igual seguridad, supo que Richard no quería que lo vieran. Pero ninguno de los demás pareció advertir la disimulada y pequeña capilla.
El desilusionado grupo se reunió junto al tocadiscos, con excepción de Edna y George que se quedaron en la sala. Edna enfadada por esta súbita expedición y George por timidez.
—Dios mío, Richard —exclamó Myra luego de una rápida inspección—. ¡Tú ganas; nunca he visto un lugar más aburrido! Me parece un poco difícil bailar aquí, Celia, pero veamos un poco los discos.
Se agachó para inspeccionar los discos prolijamente ordenados y sacó un álbum. Leyó el título en voz alta, titubeante:
—«Cantos gregorianos», Kyrie Altissime, del «Graduale Romanum», ¿cielos, qué es eso?
Richard se encogió de hombros. Contestó con rebuscada amabilidad:
—Es un canto común que entonaban los monjes del mundo cristiano, durante siglos. Ese que sacaste en un «Kyrie Eleison», que quiere decir «Señor ten piedad de nosotros», lo que creo que es siempre apropiado, cantado en nueve partes. ¿Te interesa oírlo?
Myra tragó.
—Este… creo que sí —contestó arrepentida—. ¿Yo misma me lo busqué, no es así? —dirigió una mirada a lo demás, que habían entrado al cuarto de estudio, a los jóvenes Bent-Warner y a Sue, que escuchaba cortésmente, a Igor, que evidentemente se estaba divirtiendo con lo que inmediatamente se percató que sería una escena original: a Lily Taylor que miraba algo nerviosa a su yerno; a Celia que se había sentado en la ventana con la cabeza dada vuelta, de modo que solamente uno de sus aros brillaba con la cruda luz eléctrica, y a Harry, inclinado posesivamente sobre ella. Myra percibía la tensión que se había manifestado tan a menudo durante ese día interminable.
—Bueno, pon el disco de una vez Richard —dijo impaciente.
Él obedeció deliberadamente, colocó el disco en el plato, sintonizó los parlantes y el volumen y lo puso en marcha.
El cuarto de estudio se llenó súbitamente con unas voces masculinas, tristes y suplicantes. Kyrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison… cantaban las voces una y otra vez en un tono menor y algo fúnebre.
Akananda advirtió cómo los distintos rostros adquirían gradualmente diversas expresiones de aburrimiento, y vio también como se ponía rígida la espalda de Celia y observó que agarró con fuerza la manija de la ventana. Descubrió también una extraña y fugaz expresión de angustia en los ojos de Richard, y algo que parecían ser lágrimas. Pobre tipo, creo que él ha cantado estos motetes en el pasado, pensó Akananda. Señor ten piedad, Cristo, ten piedad… tal vez él no lo sepa, pero lo siente, igual que yo.
Cuando el disco terminó, con un largo y prolongado lamento, Myra se sentó en el único banco sano y encendió un cigarrillo.
—Un poco monótono —dijo—, decididamente un atemperante del espíritu. No me digas que tú escuchas esta clase de música encerrado aquí solo. Eres en realidad algo extraño, querido.
—Sin duda —dijo Richard. Sacó cuidadosamente el disco y cuando se dispuso a guardarlo en su estuche Igor, que había estado espiando los título de la pila de discos lanzó un grito de alegría.
—¡Pero aquí hay algo diferente! «Alegres canciones del juego del amor», ¡me parece que las conozco! —examinó la lista de las canciones—. ¡Oh… buenas y obscenas, eres humano después de todo, Richard! ¡Oigamos esto!
—Sí, oigámoslo… —exclamó Myra, que había estado estudiando por encima del hombro de Igor los títulos de esas canciones del siglo dieciséis— Un lascivo herrero, Una doncella se fue a bañar, Un gallo ufano. ¡Vaya, vaya, parecen interesantes, y aquí hay una sobre ti, Celia! La rubia y pícara Celia. ¿Richard no te la hizo oír nunca?
Celia dio vuelta lentamente su cabeza.
—No —susurró y carraspeó en seguida para repetir con más claridad—. No, no la he oído nunca.
—Y yo estoy segura que esas canciones no son para ser escuchadas en una reunión de ambos sexos —interpuso Lily con decisión, lanzando una mirada a Sue—. Nosotras volveremos abajo. Debe haber algo interesante en la televisión o quizás podamos jugar al bridge.
Todos parecieron respirar aliviados, excepto Igor que quería escuchar las canciones. Regresaron a la sala donde Edna permanecía sentada en silencio.
Como Celia pareció recuperar inmediatamente su brillo anterior y comenzó a flirtear con Harry, mientras Richard inesperadamente ignoró sus deberes como anfitrión y se sirvió sin pérdida de tiempo una buena medida de coñac, Lily prosiguió tratando de salvar la velada. Lo que resultó imposible. No había nada interesante que ver en la televisión; nadie quería jugar al bridge.
De repente Celia apoyó su mano en el brazo de Harry y le sugirió con voz bien audible que quizá le gustaría ver el jardín a la luz de la luna. Él reprimió una risita y los dos desaparecieron.
—Bueno, qué descaro… —comenzó a decir Edna en voz alta mirando a Richard que se estaba sirviendo otro coñac. Myra se le acercó y se sirvió un whisky.
—¿Eres un tipo celoso, querido? —le preguntó suavemente—. Porque o bien yo no conozco a Harry o Celia no regresará siendo la misma esposa casta que era cuando salió, y en honor a la verdad no parecía estar muy dispuesta a defender su honor. A lo mejor se siente frustrada sexualmente… —agregó Myra con una voz meliflua.
El aburrimiento de esa velada y su deseo de provocar a Richard la habían llevado más allá de lo que pensaba. La forma en que la miró la asustó. Era una mirada asesina, congestionada, y su cuerpo se agitó con un temblor. No dijo una sola palabra.
—Por Dios, Richard —dio ella en son de disculpa—. No tienes que convertirte en un hombre de las cavernas, recuerda que estamos a mediados del siglo veinte; yo solamente bromeaba. ¿Qué es lo que te pasa? ¡Antes eras un sujeto divertido!
Él sonrió entonces con una sonrisa más aterradora que su ira.
—Todas las mujeres son unas sinvergüenzas —dijo con un tono tan suave como si le estuviera pidiendo que le alcanzara la sal.
Myra se sobresaltó.
—Bueno, muchas gracias, querido, ese es un punto de vista, aunque algo crudo y absoluto. No pareces tener mucho en cuenta la teoría moderna de que el sexo es divertido y que…
Richard dio media vuelta y se alejó de ella. Myra creyó durante un momento que se dirigía al jardín para buscar a su mujer y hacer toda una escena, pero no fue así. Se sentó en el sofá al lado de Edna Simpson, que rebosaba agradecimiento. La mirada que le dirigió a Richard detrás de sus anteojos era indudablemente apasionada.
Dios mío, pensó Myra. Esta reunión es realmente desagradable. Era totalmente distinta a las que ella estaba acostumbrada, pero había satisfecho su curiosidad. Mañana por la mañana debo recordar una cita importante en Londres, pensó. Llamaré a Gilbert e iremos a algún otro lado. De todos modos ya estoy harta de Harry, y Richard está imposible, medio loco tal vez.
Se dirigió a la otra punta del cuarto en búsqueda de los otros y se encontró con que Sue estaba bostezando disimuladamente, Igor hojeaba una revista vieja y Lily trataba infructuosamente de convencer que no era realmente tan tarde a los Bent-Warner, que se sentían preocupados por la tos del pequeño Robin y por la estúpida niñera dinamarquesa que no era capaz de darle el remedio a la hora indicada.
Celia y Harry volvieron del jardín en el preciso momento en que se terminaba la reunión.
Lily suspiró aliviada, a pesar de que seguía preocupada por su hija, cuya voz tenía aún ese tono agudo y que todavía parecía vestida como para un baile de disfraz. Indiferente, desafiante, seductora como nunca lo había sido hasta esa noche.
Sin embargo Celia se despidió cortésmente de los Bent-Warner, y como sus invitados parecían dispuestos para irse a dormir, les dio las buenas noches con idéntica espontaneidad y no hubo ninguna diferencia aparente cuando hizo lo propio con Harry, a pesar que Edna no lo vio así. Edna estaba segura de haber vislumbrado una seña, un chispazo de entendimiento en la descarada pareja. ¡Con que esas tenemos!, pensó Edna. No tuvieron mucho tiempo en el jardín, pero se encontrarán más tarde, cuando no corran peligro.
El pobre Sir Richard. Le está poniendo cuernos y en su propia casa. ¡No te saldrás con esa, muchacha!
Trepó las escaleras antes que el resto y dejando entreabierta la puerta de su dormitorio, tomó dos buenos tragos de su tónico. Cuando los demás subieron, espió a cada uno de ellos por la rendija de la puerta. La duquesa se dirigió a su cuarto, Sir Harry al suyo, que quedaba junto al departamento de los Marsdon. Sue Blake al fondo del pasillo, ese médico negro o lo que fuere, le susurró algo a la señora Taylor y luego se dirigieron cada uno a sus respectivos dormitorios George entró y le preguntó asombrado:
—¿No piensas desvestirte, querida?
—A su debido momento —contestó—. Ve a acostarte, George. En el cuarto de vestir. Tú roncas y yo necesito dormir.
Él obedeció sin más comentarios. Siempre fue mandona y su mal carácter no era una novedad, pero había sido una buena esposa, si bien no le había dado hijos. Pero los médicos dijeron que no era culpa de nadie. Su mutua desilusión creó un vínculo entre ellos. Edna tenía sus buenos momentos, o los había tenido por lo menos, hasta hacia poco tiempo. No eran exactamente ideales, pero le hacían pensar en la linda y fresca muchacha de Yorkshire que conoció cuando trabajaba como camarera en Soho, veinticinco años atrás. Se sintió tan agradecida por el interés que él demostraba por ella y no volvía en sí de su asombro al convertirse en la mujer de un procurador, sintiéndose tan avergonzada por su propio origen que casi no lo mencionaba. Finalmente dijo ser huérfana y que su padre había trabajado como plomero en Manchester. Era una asidua concurrente a los oficios religiosos hasta hacía poco tiempo. A él le gustaba ese rasgo, si bien juzgaba un tanto exagerado su horror por la bebida y los juegos de cartas. Las mujeres debían ser estrictas y defender la moralidad.
Qué curioso lo de Edna y la fotografía de Sir Richard, pensó George, aunque hasta ese momento nunca más había recordado ese incidente. Fue el otoño pasado, cuando Edna, que regresaba de su semianual inspección de la tienda Army & Navy, se presentó en su oficina inesperadamente. Acababa de morir Sir Charles Marsdon y George estaba trabajando con el grueso legajo caratulado «Charles Marsdon, su sucesión». Edna pareció insospechadamente interesada. Se abalanzó sobre un recorte de un diario referente al «nuevo barón, Sir Richard».
Era un artículo algo chistoso, publicado por la revista del condado de Sussex e incluía una fotografía de Medfield Place y otra de Sir Richard. Edna se quedó mirando durante un rato largo a la última, que reflejaba un fiel parecido.
—Creo que lo he visto en alguna parte —musitó a guisa de explicación—. Buen mozo el muchacho, me gusta bastante.
George no precisaba el recorte y Edna se lo pidió, él pensó que quizá sería para darse aires con el importante cliente de su marido en una de las reuniones de la liga de mujeres. Nunca se le ocurrió pensar entonces que algún día los invitarían a pasar el fin de semana a Medfield Place. Y ojalá no lo hubieran hecho, pensó George. Sea lo que sea, ha estado rociada con un exceso de tónico, y ella está bastante alterada. Realmente alarmante, no sé muy bien qué debo hacer. Y finalmente se durmió.
Su esposa prosiguió espiando detrás de la puerta del dormitorio, hasta que finalmente vio que sus anfitriones entraban a su departamento en el más profundo silencio. Edna movió su cabeza, era lo que ella suponía. Y ahora, a esperar hasta que se abrieran cuidadosamente dos puertas, la de Celia Marsdon y la de Sir Harry.
Ubicó su humanidad en la silla del escritorio, apoyó la cabeza contra la hendija de la puerta y esperó, cabeceando de a ratos y despertándose con un respingo cada tanto.
El ambiente en el dormitorio de los Marsdon era tormentoso. Richard estaba parado al borde de la alfombra rosa de Aubusson mirando a Celia con tal furia que casi lograba penetrar la muralla con la que ella se había protegido.
—Tú no eres —dijo Richard inexpresivamente— la mujer con la que yo pensé que me había casado, lo que nunca debería haber hecho.
Celia advirtió objetivamente su espasmo de miedo enfermizo, como algo que estuviera suspendido en el aire. Se sacó los aros, los guardó en un cajón y se quitó el lápiz labial con una toallita de papel.
—No cabe la menor duda de que tienes razón, Richard. Creo que estoy de acuerdo contigo. Puede ser que en Inglaterra sea algo difícil obtener el divorcio, pero estoy segura que podría conseguirse.
Él la miraba fijamente. A pesar de haberse quitado los aros y la pintura de los labios, era una persona extraña, hostil, pero su respuesta lo dejó atónito.
—Los Marsdon no se divorcian… —dijo—. No quise decir eso, yo… —se percató del titubeo en su propia voz y su furia recrudeció—. ¿Te divertiste en el jardín con Harry Jones? —le preguntó—. ¿Te divertiste también a obligarme a abrir el cuarto de estudio para demostrar tu poder?
Ella no le contestó y él se quedó mirándola cómo se quitaba el vestido primero, y luego el viso y las bragas. Se quedó parada durante un momento desnuda frente al espejo, una pequeña tanagra de cuerpo bronceado con excepción de sus pechos marfileños terminados en unas aureolas rosadas y el triángulo alrededor de sus caderas que cubría el bikini. Comenzó a cepillarse el pelo con movimientos lentos y voluptuosos, arqueando su esbelta espalda. Richard se quedó observando la insolente y tentadora mujer hasta que las palpitaciones que sentía en su cabeza descendieron hasta su ingle.
—Por Dios —exclamó con voz ronca—. ¡Eso es lo que quieres! ¡Pero no lo conseguirás aquí!
La agarró por la muñeca, se la retorció y la tironeó por encima de la alfombra. Los huesos de la muñeca crujieron en su puño.
—¡Qué estás haciendo! —exclamó ella, el miedo contenido durante tanto tiempo se convirtió en terror—. ¡Richard, me estás lastimando! ¡Suéltame! ¡Qué estás haciendo! —le pegó una bofetada y luego lanzó un grito ahogado cuando él le asestó con la mano un golpe de karate en la tráquea. Cayó redonda al suelo y él la recogió. Abrió la puerta del dormitorio, la acarreó por los pasillos y bajó un tramo de escalera hasta llegar al viejo cuarto de estudio. La tiró sobre la alfombra manchada, donde permaneció jadeando, desnuda, medio atontada por el golpe.
Richard se dirigió hacia el recoveco y encendió las dos velas. Se quitó entonces la ropa, la depositó prolijamente doblada sobre el reclinatorio y colocó los zapatos en el piso. Se acercó al tocadiscos y puso «las alegres canciones del juego del amor» sintonizó el volumen, laúdes, violas y flautas dulces resonaban en el cuarto de estudio en una socarrona y traviesa melodía. Celia gimió y se tocó con la mano la laringe, en donde él la había golpeado.
—Me duele… —susurró—. ¡Me odias, Richard! —lo miró fijamente iluminado por la luz vacilante de las velas—. ¡Estás desnudo!… qué estamos haciendo aquí…
Él cubrió bruscamente la boca de ella con su mano.
—¡Escucha!…
Por encima de los instrumentos podía oírse la voz de un tenor que cantaba.
La rubia y pícara Celia
Ya no necesita desesperar
Se ha valido de desvergonzadas artimañas
Para el dardo de la lujuria cautivar
Y sus consecuencias ahora sufrirá
Y sus consecuencias ahora sufrirá.
—¡No! —exclamó contra su mano—, así no, con odio no, por favor, así no…
Pero él la sujetó con fuerza y la poseyó salvajemente, mientras ella gemía y luchaba.
Ninguno de los dos se percató que la puerta se había abierto ni oyó el grito de Edna.
—¡Dios todopoderoso! —tampoco se dieron cuenta que el bulto vestido con traje de motas se acercó y permaneció junto a ellos hasta que el canto terminó y al cabo de una silenciosa pausa se alzó la voz chillona y temblorosa de Edna—. ¡Con que te pesqué, pequeña y asquerosa ramera, y en pleno acto, en pleno acto! Colgarte sería poco.
Richard levantó la cabeza y se dio vuelta para mirarla.
—Dios todopoderoso… —exclamó Edna por segunda vez—. No sabía que era usted, Sir Richard —retrocedió a los tumbos, musitando algo y jadeando. Salió del cuarto y dio un portazo.
Celia oyó el golpe. Permaneció rígida e inmóvil sobre la alfombra esperando el segundo golpe, el golpe de la paleta contra la argamasa. Y detrás de los golpes, en el sombrío salón iluminado por las velas, ese deleitado rostro de mujer observando.
Richard apagó el tocadiscos, encendió la luz, se puso los pantalones y zapatos. Apagó de un soplido las velas del altar. Miró entonces a Celia.
—Lo siento, querida —susurró—. Lo siento muchísimo. Fue todo muy desagradable. Mi conducta y esa increíble mujer…
Celia no se movió. Sus ojos transfigurados miraban hacia la pared a su izquierda. Se veía solo el blanco que rodeaba el iris, permanecían fijos, sin pestañear.
—¿Cuánto tiempo faltará, Stephen? —dijo con una voz débil, prudente—. ¿Cuánto tiempo tardaré en morir?
—No morirás —dijo él vivamente—. Siento haberme portado como un degenerado. Aquí tienes… —envolvió el cuerpo inerte en su camisa.
—Vas a dejarme morir —dijo ella. No volvió a hablar.
Su cara se congestionó y adquirió un tono violáceo alrededor de sus ojos grandes que tenían una mirada fija.
Además de una sensación de culpa y un molesto resentimiento, pues pensaba que en cierto modo ella había desencadenado esta escena desagradable y su consiguiente pérdida de control, Richard sintió miedo. ¿Por qué me llamó «Stephen»?
La levantó y la llevó por los corredores hasta el dormitorio. Casi no respiraba cuando la depositó sobre la cama. Súbitamente, levantó los brazos sobre la cabeza, con los dedos encogidos como si tratara de asiste de un borde. Su cara se puso violeta y comenzó a jadear.
—Ya pasó todo —susurró él, tratando de agarrar su mano rígida semejante a una garra—. Fue muy desagradable, pero debes olvidarlo. ¡Celia… baja los brazos!
Ella no respondió. Solamente se oía el jadeo y un sonido burbujeante en su garganta.
—¡Dios mío…! —exclamó él y salió corriendo del cuarto.