Capítulo diez

Celia y Úrsula acompañadas por Simkin partieron rumbo a Cowdray a principios de junio de mil quinientos cincuenta y tres, tan inseguras de la acogida que les brindarían como cuando llegaron a Naworth ocho meses atrás.

Úrsula le escribió a Sir Anthony Browne durante el mes de marzo, solicitando su autorización para volver allí. Le relataba la tragedia de los Dacre; sugiriéndole que la estadía en Cumberland se había vuelto algo incómoda y molesta para sus anfitriones y le preguntaba si no podría enviar a Wat a buscarlas ahora que empezaba la primavera.

Como no recibió respuesta alguna, Úrsula supuso que el comerciante con el que había enviado la carta no era una persona responsable, y envió otra por intermedio del correo oficial entre Carlisle y Londres, que llevaba además el informe de Lord Dacre sobre sus tierras.

Pero no recibió ninguna respuesta de Cowdray ni ningún otro correo para Lord Dacre. La situación en la frontera era sumamente peligrosa. Las escaramuzas se sucedían sin cesar. Todos los hombres de la familia Dacre estaban ocupados en continuas reyertas, dejando el castillo de Naworth prácticamente desamparado. Las provisiones escaseaban y si bien Lady Dacre era una persona bondadosa, no era muy difícil darse cuenta que sus huéspedes sureños resultaban algo molestos en esos momentos. Cuando George Dacre se enfermó y en medio de su delirio dijo que Simkin era una persona de mal agüero, Úrsula tomó finalmente una decisión.

Le comunicó a Lady Dacre que su estadía había tocado a su fin. La desdichada dama no protestó. La misma Magdalen pareció aliviada. Tenía gran cariño por Celia, pero estaba de acuerdo con su madre en que los huéspedes se habían quedado demasiado tiempo y que les habían traído mala suerte.

Las jóvenes se despidieron junto a la gran poterna de Dacre.

—Las cosas no sucedieron como lo esperábamos, querida —dijo Magdalen tristemente—. Sin duda era la voluntad de Dios, me acordaré de ti en mis oraciones —pero sus ojos miraban más allá de Celia tratando de adivinar si la polvareda que se veía en el camino era producida por el rebaño que esperaban. De lo contrario tampoco comerían carne esa noche.

—Hasta pronto, Maggie querida —susurró Celia suspirando pero contenta de que este período de angustia y tristeza se hubiera terminado. Ninguna de las dos se hacía ilusiones de volver a encontrarse.

Simkin, a pesar de su aspecto taciturno y su cara desfigurada siempre con el ceño fruncido resultó ser tan buena guía como su padre. Y todos recordaban el camino de regreso. Celia miraba ansiosamente hacia delante, y jamás se dio vuelta para contemplar las montañas y los páramos que le arrancaron exclamaciones de entusiasmo el año anterior. Aprendió muchas cosas en esos meses, muchas cosas terribles. La lujuria, la locura y la violencia habían estado muy cerca de ella en Cumberland Cuando llegaron a Londres, las hojas de un color verde claro resplandecían bajo el sol, los cercos estaban salpicados de rosas salvajes, deliciosos corderitos saltaban en los campos, los pájaros trinaban de noche y de día y Celia había recuperado su alegría.

Úrsula, a pesar de seguir preocupada, sonreía de vez en cuando y hasta el mismo Simkin pareció animarse y se dedicó a tocar una flauta fabricada por él mismo.

Fueron directamente a Southwark y al monasterio de St. Mary Overies donde esperaban poder pernoctar. Pero la casa de Sir Anthony estaba cerrada y tapiada. El patio del claustro estaba lleno de hierbas y basuras.

Simkin golpeó las puertas, se trepó a una ventana para tratar de ver un poco más.

—No hay nadie —les informó—. Hay un colchón de tierra por todos lados y telarañas tan grandes como cortinas.

Úrsula miró ansiosamente a Celia. No les quedaba nada de dinero y ella estaba segura de encontrar por lo menos al hermano Anselm.

—Los vecinos… —musitó.

Simkin asintió y salió apresuradamente del claustro. Volvió al poco rato.

—Encontré a una vieja en la calle —dijo— no tenía muchas ganas de hablar, pero conseguí averiguar que el hermano Anselm murió el año pasado. Sir Anthony no ha venido aquí para nada. Parecía muy asustada.

Úrsula frunció el ceo, pero luego su cara se iluminó.

—¡El Maestro Julian! —exclamó—. Él nos ayudará. Simkin, ve al hospital St. Thomas y allí te dirán dónde vive… ¡Espera, iremos todos contigo!

Cuando se acercaron al hospital, vieron a Julian caminando hacia el portón de entrada. Se dio vuelta al oír el grito de alegría de Celia y profirió una exclamación de asombro al reconocer a las mujeres.

Mirabile! —dijo—. ¿De dónde vienen? —agregó frunciendo el ceño.

Úrsula y Celia le explicaron sus tribulaciones mientras él las escuchaba con una cara seria.

—Entonces no están enteradas de las novedades —dijo—. Los tiempos que corren son muy malos… hay un poco de peste, pero eso no es lo serio… otras cosas… —miró ansiosamente sobre su hombro—. No puedo hablar aquí… ¿No tienen nada de dinero?

Úrsula meneó la cabeza, sintiéndose humillada por el disgusto de Julian y por su malhumor.

Las dos menearon la cabeza y se quedaron mirándolo.

Julian se sonrojó, miró otra vez a su alrededor y estudió a Simkin.

—Puedes abrevar allí los caballos —dijo Julian señalando el bebedero de piedra junto al muro del hospital—. Y será mejor que no la vean a usted aquí, señora —hizo entrar a las dos mujeres por un pasillo ruidoso y pestilente, donde se alineaban camillas cuyos ocupantes esperaban ser admitidos en las salas.

—Hace quince días —les dijo cuando estuvieron al resguardo de unas paredes— el duque de Northumberland casó a su segundo hijo con Lady Jane Grey, la prima del rey. Edward ha modificado su estamento a favor de esta dama. Veintiséis pares han firmado la modificación de la sucesión al trono. Northumberland le ordenó a Sir Anthony Browne que la firmara, pero este mandó decir que no podía salir de Cowdray en ese momento. Dicen que Edward está furioso. Y yo he sido llamado por fin para revisar a su majestad —agrego Julian con una nota triunfal—. John Cheke, Sir John como se llama ahora, consiguió convencer al joven. ¡Mañana debo presentarme en Greenwich, y a lo mejor consigo curarlo!

—Estoy convencida de ello —dio Úrsula lentamente—. Pero no consigo entender qué tiene que ver el casamiento con la modificación del testamento que Sir Anthony se negó a firmar.

—Sh-h… —dijo Julian—. Nadie lo sabe todavía, es decir la mayoría de la gente, pero es bastante obvio. Si Edward muere, la corona pasaría a Jane Grey y por consiguiente a su suegro, el duque de Northumberland.

—Pero eso no es posible —replicó Úrsula categóricamente—. ¿Y la princesa? ¿Qué sucederá con Mary?

Julian se encogió de hombros.

—Lady Mary es católica y no se sabe a ciencia cierta cuál es la religión de Elizabeth, pero cualquiera de ellas puede casarse con un príncipe extranjero y ello sería la ruina de Inglaterra.

—¡Usted está de acuerdo con este plan infame! —exclamó Úrsula indignada.

Julian se puso tieso.

—Soy un médico, Lady Úrsula, un médico italiano, no tengo nada que ver con juicios morales. Sir John Cheke es mi amigo y mi patrón, de modo que comparto sus ideas. Estoy seguro que podré curar al rey, de modo que ese problema quedará solucionado.

—Dios mío… —musitó Úrsula. Se dio cuenta de por qué Julian no quería que lo vieran en compañía de personas relacionadas con Sir Anthony.

—Siento haberlo molestado —agregó—, pero no conozco a ninguna otra persona en Londres. Comprendo que no debe usted enemistarse con el duque… o el rey.

Julian se inclinó.

—Precisamente, señora —agregó esbozando una sonrisa de disculpas—. Apresúrese en volver a Cowdray y convenza a su benefactor que debe someterse, pues ha perdido totalmente el favor del rey —dio media vuelta y se dirigió a una sala donde impartió diversas instrucciones para el cuidado de los enfermos.

—¡Caramba! —exclamó Celia—. Qué seco se ha vuelto. Pero menos mal que por lo menos nos dio algo con qué comer.

Úrsula asintió. Buscaron a Simkin y los caballos y al poco rato emprendieron el camino rumbo a Sussex.

A las cinco de la mañana del día siguiente Julian salió rumbo al palacio de Greenwich. John Cheke había dejado órdenes de que se le hiciera pasar inmediatamente al salón de audiencias que estaba colmado de importantes personajes locales y extranjeros, entre los que Julian reconoció a Lord Clinton.

John Cheke recibió a Julian y lo llevó a un saloncito adjunto al cuarto del enfermo.

—Su majestad está peor —dijo sin perder tiempo—. A pesar de la mejoría que experimentó cuando el duque hizo venir a esa curandera de Cheapside. Le administró unas pociones que lo mejoraron muchísimo, pero desde hace unos días vomita continuamente, si bien la tos parece haberse calmado.

Cheke condujo a Julian al cuarto del enfermo. Este yacía postrado, con una mirada fija, respirando dificultosamente y apoyando su mejilla sobre la mano de Harry Sydney. No tenía pestañas y sus manos flacas que semejaban unas garras, habían perdido las uñas y tenían gangrenadas las puntas de los dedos. El vientre del muchacho estaba tan hinchado como el de una mujer embarazada.

Cuando Julian lo miró no pudo evitar de exclamar:

—¡El muchacho está envenenado!

—¿Envenenado…? —irrumpió Cheke conteniéndose luego—. Usted debe estar loco, Maestro Julian, loco de remate.

Los ojos de Sydney se llenaron de lágrimas. Había sospechado esto desde hacía varios días.

—¿Qué clase de envenenamiento? —le preguntó a Julian en voz sumamente baja.

—Arsénico —respondió este dándose vuelta.

—¿Y qué puede hacer por él? —dijo John Cheke tironeándolo de la manga—. No puedo creer lo que acaba de decir… es demasiado terrible… es monstruoso… no debe ser mencionado bajo ninguna circunstancia.

—Puedo aliviarle un poco su malestar —dijo Julian inexpresivamente—. Pónganle ladrillos calientes bien acolchados y además puede tomar esto —sacó de su maletín un frasco que contenía un elixir de mandrágora. Lo acercó a los labios del muchacho que obedientemente tomó un trago. Pero al momento se incorporó y vomitó. Al mirar a Cheke primero y luego a Sydney, sus ojos tropezaron con Julian.

—¡Ese espía! —exclamó dando un salto—. ¡Es un extranjero y católico! ¡Qué está haciendo aquí! ¡Guardias… guardias!

Julian recogió apresuradamente su maletín y no esperó a que le dijeran que saliera del cuarto.

Montó en el caballo que había alquilado y al que pensó no ver nunca más, convencido como estaba de que a partir de ese día gozaría del favor real. Pero en cambio su situación actual era peor que la anterior. Cheke nunca le perdonaría haber dejado escapar semejante indiscreción y prefería no pensar en la reacción del duque de Northumberland cuando se enterara, de lo que no cabía la menor duda. Estoy corriendo un serio peligro, pensó Julian mientras se dirigía hacia el puente de Londres, no tengo ningún interés en recibir una puñalada por la espalda. Debo escapar. ¿Pero adónde y cómo? No tenía dinero suficiente para escapar a Francia. Recordó un muchacho al que le había salvado de que le amputaran un brazo. A lo mejor podría embarcarlo clandestinamente en una lancha de pesca, ya que él trabajaba en el puerto de Yarmouth. Sin pensarlo dos veces, Julian se dirigió resueltamente a su casa, donde juntó sus pocas pertenencias, dejándole a Alison la mayoría de sus libros.

—Tu padre no podrá leerlos pues casi todos están escritos en griego y latín, pero te ruego que no los vendas a menos que estés sumamente necesitada —dijo Julian con los ojos llenos de lágrimas. Ella se asombró al verlo, pues nunca se le había ocurrido pensar que alguien llorara por unos libros. Pero su sorpresa fue mayor al oír que golpeaban la puerta.

—¡Mira en seguida por la ventana! —le dijo Julian.

Obedeció y se dio vuelta diciéndole aterrada:

—¡Son los hombres del duque, los guardias!

—Tan pronto. Ve abajo y diles que no sabes dónde estoy pero que posiblemente me encuentren en el hospital de St. Thomas.

Ella asintió y le dijo:

—Toma, mientras tanto vístete con esta ropa de mi padre. Así pasarás más inadvertido.

Consiguió persuadir a los guardias, que para gran alivio de ambos se alejaron sin investigar más.

Julian se vistió con la ropa del barbero, agarró su maletín y luego de despedirse apresuradamente de Alison, salió por la puerta de atrás. Un cuarto de hora más tarde, había salido de Londres por Bishopgate y caminaba por la ruta rumbo a Waltham y Norfolk preguntándose a sí mismo qué nueva fortuna le depararía el destino.

Úrsula, Celia y Simkin llegaron a Cowdray al día siguiente de la súbita huida de Julian. Al pasar por Eastbourne vieron el magnífico palacio que resplandecía bajo la luz dorada del sol, sus innumerables ventanas que brillaban como diamantes y oyeron una música alegre que provenía del prado junto al río Rother, que estaba salpicado de tiendas y banderas de colores, y repleto de gente luciendo vestidos de alegres tonalidades.

—¡Pero si es la quincena de la feria de Cowdray! —exclamó Úrsula—. ¡Lo había olvidado! ¡Virgen santísima, qué lindo es estar de vuelta en casa!

Nada parecía haber cambiado en Cowdray. Todas las siniestras predicciones de Julian parecían absurdas. Esos días de junio siempre habían sido días de fiesta y diversiones organizadas por el Lord de Cowdray. Había torneos, tiro al blanco, juegos de bochas, bailes, representaciones.

—Ahí viene Mabel —exclamó Celia cuando se internaron por la avenida de robles que conducía al castillo.

—¡Bienvenidos! ¡Qué sorpresa! ¡Pensábamos que se habían instalado en el norte para siempre! —exclamó la hermana de Sir Anthony que estaba elegantemente vestida pero más gorda que nunca.

—Le envié dos cartas a Sir Anthony —interpuso Úrsula—. Espero que nos reciba.

—Oh, sí. Por supuesto. Hay lugar de sobra en Cowdray. Hace meses que no tenemos visitas. El ambiente está muy deprimente. Anthony habla muy poco y Jane está enferma, peor que cuando esperaba su primer hijo.

—¿Lady Jane está esperando familia otra vez? —inquirió Úrsula—. No hemos recibido noticia alguna desde que nos fuimos.

—Gorda como un tonel —asintió Mabel—. Pero todavía sigue vomitando muchísimo.

Celia miró en dirección a St. Ann’s Hill.

—¿El hermano Stephen está bien? —preguntó en tono casual, mirando a Úrsula que no oyó la pregunta.

—Así es —Mabel se encogió de hombros—. Lo veo solamente durante la comida o en la capilla. Sus penitencias son muy severas. Ojalá tuviéramos un capellán menos estricto —lanzó un suspiro y agregó—: Anthony nos prometió que nos llevaría a todos a Londres después que Jane diera a luz, pero de un tiempo a esta parte se niega a hablar de ello. ¿No vieron por casualidad a Gerald cuando estuvieron en Londres?

—¿Gerald? Ah, te refieres a Lord Fitzgerald. —Celia meneó la cabeza—. Estuvimos solamente unas pocas horas en Londres —se dio cuenta que Mabel no tenía la menor idea de lo que sucedía afuera de Cowdray y que si bien ella había cambiado muchísimo durante el tiempo que estuvo ausente, la otra joven se había estancado.

Cuando llegaron al patio de Cowdray, el mayordomo salió corriendo a recibirlas. No se mostró muy cordial, como por otra parte nunca lo había sido, las saludó con poco entusiasmo, pero les dio que podrían encontrar a Sir Anthony en su estudio, al lado de la gran galería.

No se molestó en acompañarlas y Mabel, a la que ya se le había pasado el entusiasmo por la llegada de las mujeres, se dirigió a la cocina para buscar algo que comer.

La puerta del cuarto de estudio de Sir Anthony estaba cerrada. Úrsula golpeó con más fuerza de la que pensaba, porque estaba totalmente desanimada.

—¿Quién demonios golpea? —exclamaron desde adentro, lo que no sirvió de mucho aliento.

Miró angustiada a Celia y respondió:

—Soy Úrsula Wouthwell, Sir Anthony.

Oyeron una exclamación y el ruido de una silla que se arrastraba.

La puerta se abrió de golpe y apareció Stephen. Miró primero a Úrsula y luego a Celia. Ambas lo vieron sonrojarse y ponerse tieso.

—B-Benedicite… —tartamudeó Stephen. Dirigió a Celia una mirada en la que relució un chispazo de alegría. Apretó los labios y repitió en un tono más firme e inclinándose ante las mujeres—. Benedicite.

La muchacha hizo una pequeña reverencia y alzó el mentón. Había madurado mucho durante la estadía en el norte, y en su convivencia con los Dacre comprendió qué estúpido había sido su comportamiento con Stephen, digno solo de una chiquilla. Pero ahora ya no era tan inocente.

—¡Por todos los santos, tengan ustedes muy buenos días! —exclamó Anthony mirando de soslayo a su capellán—. Pero si es milady Úrsula y su encantadora sobrina. Más bonita que nunca, debo reconocer. Un verdadero dechado de belleza… ¡Pasen, pasen! Por lo visto decidieron volver y buena idea me parece. Pero creo haber oído un rumor que ya se habían hecho las amonestaciones y que te perderíamos a los Dacre.

Úrsula meneó la cabeza.

—Le escribí dos veces, explicándoselo. Espero señor que nos perdone por haber vuelto sin su autorización. Pero no podíamos quedarnos más tiempo en el norte. —Le sonrió amablemente, pero sus ojos reflejaban cierta ansiedad—. No seremos una carga para usted.

Anthony se emocionó. Se puso de pie y besó a Úrsula en la mejilla.

—Mi querida señora, este fue su hogar mucho antes de ser el mío. Lo único que temo es que tal vez hubieran estado más seguras en el norte. Todos los días espero que vengan a buscarme para llevarme a la torre. Para que tratar de engañarlas. Han insinuado que podrían confiscar a Cowdray. Mejor es que lo sepan.

—¡No pueden hacer semejante cosa! —exclamó Úrsula.

Anthony refunfuñó y señaló una carta con dos sellos rojos que estaba sobre su mesa de trabajo.

—Eso es precisamente lo que se insinúa en esta misiva. Este sello es del consejo privado y este es el sello del rey.

—El rey está muy enfermo —susurró Úrsula.

—Es lo que se dice; Por lo tanto otros son los que toman las decisiones por él. Pero ha comenzado a odiarme al negarme yo a firmar la modificación del testamento.

—Eso fue lo que nos contó el Maestro Julian con el que nos encontramos en Londres. ¡Pero no lo acusan a usted de traición!

—No llegan a eso… todavía —Anthony se dejó caer en su silla. Los alegres sones de la feria entraban por la ventana—. Que se diviertan mientras puedan, pobre gente. Dentro de poco no habrá quién les organice las fiestas.

—Valor mi amigo —dijo Stephen mientras apoyaba su mano sobre el hombro de su patrón—. La virgen santísima lo protegerá pues usted está en lo cierto. ¡Usted defiende al mismo tiempo la justicia divina y la terrenal!

—Ah… Stephen —respondió Anthony afectuosamente—. ¡Su fe ha sido una gran ayuda para mí durante estos últimos meses!

Se dio vuelta hacia Úrsula y le dijo:

—Me alegro mucho que haya venido, Lady Úrsula, porque sé que le será de gran ayuda a mi esposa. Esta embarazada y no se siente nada bien. Peor que la otra vez. Llora sin cesar y el menor ruido la molesta. Molly O’Whipple está aquí, pero sus remedios no parecen eficaces. Sin embargo —agregó luchando por conservar el optimismo—, el niño se mueve y patea con fuerza. Se lo puede sentir. Pero mi pobre Lady Jane sufre mucho en los partos.

—¡Téngalo usted por seguro que haré todo lo que pueda por ayudarla! Y en cuanto a Celia… ya encontraremos una ocupación para ella. ¿Quiere que vaya a ver a Lady Jane?

—Se lo agradecería muchísimo —dijo Sir Anthony sonriendo cariñosamente—. Y Celia acompañará a Mabel, que hace pucheros y da vuelta por los alrededores como si fuera un cachorro perdido. Debería casarse, por supuesto, y siento en el alma no poder ocuparme de ese asunto por el momento.

Stephen se dio vuelta y miró fijamente a Celia. Habló en un tono severo, algo intimidatorio, como lo había hecho cuando Celia fue a verlo por primera vez a St. Ann’s Hill.

—Estoy seguro que Celia puede ayudar a levantar el ánimo de la señorita Mabel —dijo—, pero considero que puede ser útil en otros aspectos también.

—¿En qué forma? —preguntó Celia involuntariamente mientras tanto Anthony como Úrsula la miraban sorprendidos.

—Puede remendar los manteles del altar que están en regulares condiciones y también dos casullas… le pedí a la señorita Mabel que lo hiciera, pero no tuve mayor éxito.

—¡Muy buena idea, excelente! —exclamó Anthony sinceramente, aunque algo sorprendido por el tono del joven monje que parecía un viejo regañón y descubriendo al mismo tiempo una mirada diferente en los hermosos ojos de la muchacha. ¿Sería resentimiento?

A esta altura del partido, cuando Úrsula había abandonado toda idea de que alguna vez podría haber habido algo entre Celia y Stephen a Anthony se le ocurrió pensar en ello por primera vez, pero estaba demasiado complicado con otros asuntos para considerarlo con más detención.

—No soy muy hábil con la aguja —dijo Celia lentamente. Miró al suelo y sus mejillas se sonrojaron.

—Yo te ayudaré, querida —interpuso Úrsula.

Stephen asintió sonriendo.

—Y también pienso —agregó—, que Celia podría reintegrarse a sus labores en el Spread Eagle. Los Pott colaboraron en su crianza y estoy seguro que se alegrarán de tenerla otra vez con ellos.

—¡Pero qué idea! —exclamó la joven mirando a Úrsula y Anthony que escrutaban el rostro impenetrable del monje—. Santísima virgen —exclamó Celia controlando apenas su ira—. ¿Quiere que trabaje otra vez como camarera de una taberna? ¿Acaso usted ha sido nombrado director de mi futuro?

Anthony rio ante la reacción de Celia y reprimió una intervención de Úrsula con un gesto.

—Vamos, hermano Stephen… estamos muy pobres en comparación con el pasado, pero no estamos tan mal como para que la sobrina de Lady Wouthwell tenga que reintegrarse a sus tareas anteriores. Me parece, igual que ella, que su sugerencia es algo extraña.

—Celia… —dijo Stephen hablando como si la muchacha no estuviera presente— tiene una inteligencia rápida y tal vez haya aprendido a ser discreta. Puede mantener sus oídos atentos mientras trabaja en el Spread Eagle, adonde paran muchas personas que no imaginarán jamás que está relacionada con Cowdray. Como estamos tan aislados… —hizo una pausa, alzando su cabeza y arqueando sus ceja negras.

—Oh-h… —exclamó la muchacha, que comprendió antes que los otros—. ¿Usted quiere que me convierta en una especie de espía? ¿Qué pueda enterarme de noticias que entrañen un peligro para nosotros?

Stephen sonrió.

—Los carreteros que vienen de Londres, los vendedores de ovejas, los marineros que vienen de la capital para embarcarse en la costa… todos ellos comentan una serie de cosas de las que nosotros jamás nos enteramos.

Anthony asintió lentamente al comprender lo que decía el monje. Con excepción de los mensajeros reales, como el que estaba ahora en el castillo bajo la vigilancia de su mayordomo que evitaba que hablara con los sirvientes o se enterara de la presencia de un capellán y que diariamente se celebraba una misa en el castillo. Anthony no tenía forma alguna de recibir noticias. Su estado actual equivalía a un arresto en su casa. Wat Farrier, su sirviente de confianza, estaba en esos momentos alojado en una sucia posada vecina al castillo de Greenwich. Wat tenía instrucciones de avisarle inmediatamente que se enterara de la muerte del rey. En ese caso, debería volver a Cowdray a toda prisa, siempre y cuando eso fuera factible.

—¿Te gustaría probar el plan del hermano Stephen, Celia? —preguntó Sir Anthony.

—No necesita preguntármelo —respondió la muchacha con ojos resplandecientes—. ¡Haría cualquier cosa por usted y por Cowdray, y esto me parece una especie de juego, un juego de Navidad!

—Ojalá lo fuera —dijo Anthony agarrando la pluma de ganso dispuesto a escribir un primer borrador.

Así transcurrieron tres semanas, mientras todos los habitantes de Cowdray, incluyendo a Mabel, vivían en una tensión e incertidumbre permanente. Celia iba diariamente a Midhurst a trabajar en el Spread Eagle y escuchaba toda clase de rumores contradictorios: el rey estaba mejor, el rey estaba peor; el duque había concentrado fuerzas aquí, no, esas fuerzas habían partido en dirección opuesta. El tañido de las campanas estaba prohibido en Londres. Los puertos estaban cada día más celosamente cuidados.

Celia juntaba todo este tipo de datos a los que Anthony prestaba una paciente atención, agradeciéndole su esfuerzo, pero sabiendo ambos que era inútil.

Y una noche, mientras todos contemplaban las fogatas encendidas con lo que culminaban los festejos de la feria de Cowdray, vieron llegar a dos caballeros por el camino real. Uno de ellos era el señor de Stedham, un pueblo que quedaba a dos millas de distancia, y el otro era el mayordomo del rey en Perworth, John Hoby. Ambos protestantes empedernidos y ambos enemigos de él.

—Buenas noches —dijo Anthony tranquilamente—. ¿Han venido a ver las fogatas?

—Así es —respondió Hoby—. Se ven desde leguas a la redonda. Cabalgábamos rumbo a Petworth por unos negocios, pero nos dieron ganas de venir a ver el fuego.

—Y son bienvenidos —respondió Anthony. Sabía muy bien que el duque de Northumberland tenía numerosas fuerzas acantonadas en Petworth y el señor de Stedham era un personaje insignificante que el año pasado se había dado por muy bien servido al ser autorizado a compartir la mesa de Sir Anthony pero en un puesto no muy importante precisamente.

—¿Están celebrando la víspera de San Juan? —inquirió cuidadosamente Hoby.

Anthony titubeó un poco pero luego le respondió con ironía.

—¿Cómo puede pensar semejante cosa, señor Hoby, cuando el culto de los santos ha sido prohibido en Inglaterra? La fogatas son para celebrar el comienzo del verano. ¿Eso no se ha prohibido todavía, verdad?

—¿Está usted bromeando, Sir Anthony? —dijo Hoby mirando a su alrededor. Todas las personas que tomaban parte en la celebración eran sin duda alguna fieles a Sir Anthony. Hoby consideró las instrucciones que habían recibido: observar y esperar hasta recibir la orden de entrar en acción. Él debía tener el honor de arrestar a Sir Anthony por traición.

—Espero señor —agregó— que la respuesta que le envió al rey esté imbuida de un espíritu más dócil del que ha demostrado tener hasta ahora.

—Que pena que no rompió los sellos para enterarse por sí mismo —dijo Anthony—. ¿O estoy equivocado?

Hoby se sonrojó. Había tratado inútilmente de romper el sello que ostentaba la cabeza de ciervo, pero estaba demasiado pegado.

—Su tono me parece fuera de lugar —dijo Hoby—. Solo le hice una pregunta cortés.

Anthony se inclinó.

—Y será respondida como corresponde. En mi carta rehusaba ciertas proposiciones y agregaba que sentía muchísimo que el estado actual de mi esposa me impidiera salir de Cowdray.

—Usted sabe señor que se cercan nubes de tormenta. Creo que tal vez usted se sintiera con ganas de ir a Cornwall… pero le aconsejo que no trate de huir al continente. La costa está permanentemente vigilada día y noche.

—¿Está usted sugiriendo que pueda abrigar intenciones rehuir? —preguntó Sir Anthony asombrado.

—Si mañana por la noche tomara el camino de Trotten a Petersfields, más allá de Stedham, tal vez pasaría inadvertido.

—¿Está usted tendiéndome una emboscada, señor Hoby? —preguntó Anthony realmente alarmado—. ¿O está dispuesto a cerrar los ojos si trato de escapar?

—Le estoy dando una oportunidad —musitó Hoby.

—¿Por qué? Usted desprecia la verdadera fe y es un entusiasta partidario del duque y del rey.

—Sí, señor y le aseguro que cumpliré con mi deber… después que vaya. Creo que debe haber sido una borrachera del verano. He luchado mucho en mi vida, pero no me gusta ver derramar sangre inútilmente, ni sembrar el pánico en una casa de puras mujeres.

Sir Anthony se dio vuelta súbitamente hacia Lady Úrsula y se dio cuenta entonces del gran peligro que él corría, si un hombre así tenía un momento de debilidad, por más breve que fuera.

—Se lo agradezco, señor Hoby —dijo pausadamente—. Las buenas acciones no se ven con frecuencia. Pero me quedaré en mi casa y aceptaré lo que Dios me mande.

—El señor de Stedham y yo nos retiraremos —dijo—. Me temo que no nos encontraremos nuevamente en términos amistosos, Sir Anthony Browne.

Los dos hombres subieron a sus caballos y se alejaron.

Sir Anthony se dio vuelta súbitamente hacia Lady Úrsula y le preguntó:

—¿Encuentra usted que esta celebración es semejante a la que se hacía en tiempos de su padre, señora? —dijo señalando las fogatas y las tiendas de colores—. ¿Le hace recordar a su niñez?

Ella advirtió el tono angustiado y amablemente le dijo:

—Es muchísimo más grandioso, señor. En mi juventud no teníamos tiendas de colores ni una música tan agradable. A la gente se las convidaba solamente con sidra y pan.

Se dio cuenta que su comentario había sido del agrado de Anthony a pesar que este suspiró y dijo:

—Ah…, esos tiempos eran mucho más tranquilos y felices.

—Lady Jane parece sentirse mejor, señor —dijo Úrsula—. Creo que va a recibir usted una gran sorpresa. ¡Me parece que hay dos niños en su vientre!

Anthony dio un respingo.

—¡Virgen santísima! ¿Mellizos? ¡Dios mío, qué idea fantástica! —recapacitó durante un momento y luego agregó—: ¡Dos herederos para mí, para Cowdray! Es cierto que el vientre de Jane es el doble de tamaño que la vez anterior. Y es verdad que han ocurrido varios portentos. Mi mejor yegua tuvo dos potrillos la semana pasada y ayer por la mañana encontré dos insectos en mi almohada. ¡Ah, señora, mil gracias! —se inclinó y la besó.

Úrsula lo tomó de la mano.

—Será mejor que no le diga nada. Tal vez yo me equivoque y la pobrecita ya ha sufrido demasiado la vez pasada y está muerta de miedo. Oh, como me gustaría que estuviera aquí el Maestro Julian… —agregó Úrsula impulsivamente.

Anthony alzó las cejas.

—¿Cree usted que ese gran médico se ocuparía de atender a una parturienta?

—No lo creo, pero conoce muchas pociones que calman el dolor y tiene un corazón bondadoso, si bien… —su voz se quebró. El último encuentro con Julian la había dejado muy mortificada—. Me pregunto si habrá conseguido curar a su majestad. El Maestro Julian estaba muy seguro de ello.

—Recemos para que haya podido hacerlo —dijo Anthony. Pero sus tribulaciones continuarían así el rey se sanara o no. Que la ira de Dios se descargue contra Northumberland, pensó; dio luego media vuelta y se dirigió a su mansión.