Capítulo once
El rey Edward murió el jueves seis de julio en brazos de Harry Sydney. El doctor Owen, su antiguo médico, se inclinó sobre el cuerpo terriblemente desfigurado y meneando la cabeza le dijo a Sydney:
—Por fin, pobre muchacho. Quizás hubiera podido salvarlo si el duque no me hubiera desterrado de la corte durante meses.
—Sh-h… —dijo Sydney mientras gruesas lágrimas corrían por sus mejillas—. Quédese con él, debo darle la noticia a su alteza, que quiere que se guarde un estricto secreto por el momento. Un secreto respecto a… —agregó señalándole cuerpo del rey.
En el preciso momento en que Harry se disponía a hablar, resonó un trueno fortísimo y la luz de un relámpago iluminó el cuarto.
—¡Es una advertencia, Harry Sydney! —exclamó el viejo médico—. ¡Dígale al duque que la tenga en cuenta!
—Es una típica tormenta de verano —respondió Harry con voz temblorosa y salió apresuradamente en busca del duque.
Wat Farrier se enteró de la muerte del rey diez minutos después del duque. Wat estaba en el patio del palacio atrás de las cocinas y junto al lavadero hacia el que se acercaba corriendo Betsy, una lavandera, trayendo un atado de ropa sucia y maloliente.
Wat se había tomado el trabajo, no muy desagradable por cierto de seducir a Betsy, que no opuso mayor resistencia y lo recibió con una mezcla de miedo y placer.
—Ha muerto —susurró mientras dejaba la ropa sucia en una bate—. Así lo dijeron mientras estaba escondida detrás de un biombo esperando a que me dieran la ropa.
—Ah-h… —suspiró Wat—. ¿Estás segura, querida? —ella asintió y en ese momento resonó otro trueno que fue acompañado por un fuerte golpe de viento. Wat la besó cariñosamente— gracias muchacha.
—¿No te irás en medio de semejante tormenta? —exclamó la muchacha.
Pero Wat no perdió tiempo en contestarle. Montó en su caballo y partió rumbo a Londres, adonde llegó al cabo de una hora. Se detuvo frente a la casa del joyero en Lombard Street.
—¡Ha llegado la hora! —exclamó por la hendija que finalmente se abrió luego de sus insistentes golpes en la puerta.
La puerta se abrió lo suficiente como para que Wat entrara.
—Tom está esperando y su caballo está preparado.
El joyero buscó en un cofre el anillo de oro adornado con la cabeza de ciervo. Wat comprobó que era el mismo que él le había entregado.
—Tom debe ponérselo en la mano de ella.
¿Tendrá suficiente viveza y coraje? Dios mío, espero que pueda alcanzarla e impedir que caiga en la trampa que le han tendido esos malditos traidores.
—No quiero saber más nada —añadió el joyero—, y si algo resultara mal, no te conozco ni he oído jamás hablar de tu amo.
—Pero bien contento que te pondrás cuando cobres la recompensa si todo sale bien —dijo Wat refunfuñando. Salió de la tienda y montando nuevamente en su caballo empapado por la lluvia, se dirigió a Greenwich y sus sucios muelles para esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Tuvo que esperar dos días al cabo de los cuales todo Londres se conmovió con la noticia. El rey Edward había muerto y Jane Grey Dudley fue proclamada reina de Inglaterra. Los habitantes de Londres se quedaron boquiabiertos. ¿Quién era Jane Grey Dudley? Muchos protestantes inclusive estaban absortos. ¿Qué había pasado con las hermanas del rey? Si bien era cierto que una era católica, ambas eran hijas del rey Enrique.
Wat se quedó otros cinco días en Greenwich, pero Betsy dejó de serle de utilidad alguna pues toda la corte se había trasladado a Londres para comenzar los preparativos de la coronación de la reina Jane. Wat frecuentó los muelles, tratando de aflojarles la lengua a los marinos convidándoles con cerveza. Por fin, el catorce de julio tuvo éxito. El capitán de un barco que venía de Yarmouth no pudo contener su entusiasmo y le comunicó que la princesa Mary estaba en castillo de Franlingham en Suffolky que personas de distintas clases se estaban uniendo a ella. Había sido proclamada reina en el castillo de Norwich.
—¿Es eso verdad? —Wat a duras penas podía contener su alegría—. ¿Cómo se le ocurrió ir a Franlingham?
—Dicen que alguien llegó a Hoddesden y le advirtió que le habían preparado una trampa. Dio media vuelta y volvió a su palacio de Kenninghall con los hombres del duque pisándole los talones. Pero consiguió burlarlos y huyó a Franlingham que era más seguro. En Yarmouth toda la población está a favor de ella.
—Dios la bendiga —dijo Wat lanzando un suspiro de alivio—. Voy a reunirme con ella. Va a necesitar todos los hombres disponibles —miró a su alrededor, pues había dicho esto último en voz alta y temió tener que defenderse, pero en cambio oyó numerosas voces que le decían—: ¡Iremos contigo, Wat!
Wat cruzó el río junto con varios hombres y esa noche llegaron a Chelmsford donde les informaron que el duque había enviado a un ejército de tres mil hombres con la orden de detener a la princesa Mary viva o muerta.
Una hora después que Wat llegó a Franlingham con sus amigos, la ciudad se vio conmocionada por la aparición de un correo real. Desenrolló un pergamino y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Londres ha proclamado reina a la princesa Mary! ¡Viva la reina! —tras locuaz hizo sonar con fuerza su trompeta.
Harry Jerningham, rico terrateniente y gran partidario de Mary, apareció corriendo desde el interior de la fortaleza.
—¿Qué has dicho? ¿Debo dar crédito a mis oídos? ¿El consejo ha proclamado reina a Mary?
—En efecto, señor —respondió el heraldo—. Esta es la proclama. Y también han ordenado la detención del duque de Northumberland.
Al oír esto el caballero cayó de rodillas y tomando su espada besó la cruz. Su gesto fue imitado fervorosamente por todos los espectadores.
—¡Viva la reina Mary! —exclamó el heraldo mientras todos los hombres se descubrían—. ¡Reina de Inglaterra, Irlanda y Francia y defensora de la fe!
Una figura pequeña vestida de terciopelo violeta y montada en un caballo blanco apareció por el puente levadizo. Miró hacia Jerningham que asintió con su cabeza. Tomó el crucifijo de oro que colgaba sobre su pecho, lo besó y exclamó:
—¡Un milagro! Dios nuestro señor y todos sus santos han contestado a mis plegarias. Gracias a todos ustedes, mis leales súbditos, gracias desde lo más profundo de mi corazón.
Esa noche hubo un gran regocijo en Franlingham, donde habían llegado desde Yarmouth numerosos tripulantes de barcos enviados por Northumberland para luchar contra Mary, pero que al desembarcar cambiaron de lado. Wat, a quien siempre le había entusiasmado el mar, se unió a varios marinos y escuchó entusiasmado sus relatos. Mientras conversaba con uno de ellos que tenía unas manchas rojas en la cara y los labios hinchados, advirtió que un hombre de edad madura y modestamente vestido miraba fijamente al marino. El personaje tenía una cara larga con una peluca oscura en el mentón y a pesar que sus medias estaban agujereadas, sus zapatos eran de una excelente calidad.
—Siéntese —dijo Wat— y no nos mire de ese modo. ¿Le interesa el relato de aventuras de Jack?
El hombre se sorprendió y luego sonrió.
—Da vero… —dijo— me parece muy interesante, pero estaba pensando en las manchas que tiene en la cara y en sus ojos inyectados en sangre. Yo podría curarlo.
Los otros dos lanzaron una carcajada.
—Soy médico… me llamo Julian Ridolfi… y es la primera vez en quince días que me animo a admitirlo —dijo el extranjero imperturbable—. Buen hombre —agregó dirigiéndose a Wat—, ¿no lo he visto a usted por casualidad en Cowdray el verano pasado? ¿No es usted el encargado de las caballerizas de Sir Anthony Browne?
—Así es —admitió Wat después de un momento—. ¡Santo cielo! ¡Y usted es el médico que curó al hermano Stephen de la mordedura de la rata! ¡Pero parece que está un poco venido a menos, mi amigo!
—No tuve más remedio que modificar un poco mi apariencia pues pensaba huir al continente. Pero los últimos acontecimientos loasen ahora innecesario. ¿Piensa volver ahora a Cowdray? Su amo debe estar sumamente ansioso.
Wat refunfuñó. Había estado haciendo toda clase de proyectos. La vida en Cowdray se había vuelto tan monótona últimamente que las perspectivas de volver allí y encontrarse además con su fastidiosa mujer y su caterva de hijos no le parecían muy seductoras. Su cabeza estaba llena de ideas de resultas de sus conversaciones con los marineros. Viajes, travesías, puertos exóticos, lugares nuevos eran mucho más atrayentes.
Julian interpretó los pensamientos de Wat.
—La situación ha cambiado ahora —dijo señalando al castillo de Franlingham—. Sir Anthony y Cowdray y saldrán muy beneficiados. Sería una tontería abandonar a vuestro patrón en estos momentos.
—Tiene razón, señor —dijo Wat suspirando—, pero me gustaría que Simkin estuviera en casa. Lo extraño mucho. Pero parece haberse quedado en Cumberland con Lady Wouthwell y Celia.
—Está equivocado —dijo Julian—. Me encontré con todos ellos en Londres y se dirigían de regreso a Cowdray.
Wat se sorprendió.
—¿La pequeña Celia no se casó con un Dacre? Eso fue lo que nos contaron.
—Por lo visto no.
—Por Dios… apuesto a que está enamorada de mi Simkin. Sería un buen casamiento.
Julian no podía dar crédito a sus oídos. Estas ambiciones le parecieron asombrosas y más aún cuando había tenido la impresión al ver a Simkin en St. Thomas hospital que el muchacho no era muy hombre. Era suficiente observar la forma en que caminaba y movía los brazos. Es un pederasta, pensó Julian, y dudo que se acueste alguna vez con una mujer.
—Espero que sus ambiciones se realicen y envíe mis afectuosos saludos a todos los de Cowdray.
—¿Y usted, que hará, doctor? —preguntó Wat.
—Ataré mi carro a la nueva estrella —dijo Julian señalando con su cabeza el castillo—. Me he enterado que no tienen ningún médico.
—Nunca pensarán que usted es médico si lo ven con esa facha. Pero espere un poco —dijo Wat—. Quizás pueda hacerlo llegar al mayordomo de la reina, Sir Thomas Wharton. Él debe conocer el anillo de Sir Anthony, el que le enviaron a ella para avisarle que escapara. Dígales que viene de Cowdray y que era el médico de Sir Anthony. Aquí tiene mi emblema para probarlo —Wat sacó el emblema de su bolsillo.
—¡Qué buena idea! —exclamó Julian sinceramente agradecido. Estrechó firmemente la mano de Wat. Echó los hombros hacia atrás y caminó resueltamente hacia el puente levadizo del castillo.
Una gran desesperación reinaba en Cowdray el veinte de julio. Las últimas noticias que habían tenido fueron cuando llegó un heraldo del rey a Midhurst para notificar a su población que Lady Jane Grey había sido proclamada reina de Inglaterra.
—Por fin acabó el suspenso —dijo Sir Anthony—. Los hombres de Hoby se presentarán en cualquier momento y no me defenderé. Cowdray no era una fortaleza, era un elegante palacio con ventanas llenas de cristales de colores. Además tampoco podían contar con ayuda en Midhurst pues la mayoría de sus habitantes se habían convertido al protestantismo y si bien Anthony era muy estimado, no debía olvidar que la mayoría de sus arrendatarios le debían dinero, por cuyo motivo no arriesgarían sus vidas para salvarlo.
Hasta la misma Celia sufrió las consecuencias de esa conversión, pues la señora Pott, esposa del dueño de la posada de Spread Eagle había abrazado la religión protestante y la veía a ella con malos ojos.
Tanto que un día le dijo que prefería que no fuera más a trabajar a la posada.
—Tú perteneces a Cowdray —le dijo—. Cowdray es reconocido como católico y esta religión está prohibida en Inglaterra. Nos comprometes. Preferimos que esta semana sea la última que vengas a trabajar —agregó como gran concesión—. Te apreciamos mucho pero no puedes pertenecer a dos religiones al mismo tiempo.
Por ese motivo Celia no quería ir a Midhurst ese día, pero al mismo tiempo sintió cierto alivio de poder salir del castillo. Lady Jane había comenzado a pegar alaridos desde el desayuno. Alaridos espantosos que se oían hasta en el patio. Celia estaba aterrada y también le aterraba la cara preocupada de Úrsula.
—Han comenzado los dolores del parto —le explicó Úrsula al encontrar a su sobrina pálida como una sábana y cubriéndose los oídos con ambas manos, parada junto a la puerta del dormitorio de Lady Jane—. No, no puedes ayudarnos. Vete a trabajar a la posada. Las monedas que ganan pueden sernos luego de gran utilidad. Pero espera… mejor será que vayas a buscar a Goody Pearson, la partera. La señora Pott debe saber dónde vive. Molly O’Whipple no sirve de mucho, se ha vuelto fastidiosa y está asustada. Y yo también.
Ambas se estremecieron al oír un nuevo grito.
—¡Corre! —la urgió Úrsula—. He mandado buscar al hermano Stephen. Si te encuentras con él por el atajo dile que se apure.
Celia salió corriendo. Hacía mucho que no tomaba el atajo. St. Ann’s Hill le traía malos recuerdos, pero un encuentro con Stephen no parecía importante al oír ahora esos gritos espantosos.
Lo encontró junto al pequeño puente sobre el río Rother.
—¿Lady Jane? —preguntó él—. ¿Está muy mal?
—Sí —dijo ella sollozando—, grita en una forma espantosa —vio que llevaba la cajita donde guardaba los sagrados óleos cubierta con un lienzo blanco. Se arrodilló al verla y se santiguó.
Stephen comprendió inmediatamente los sentimientos de la muchacha. Aparte del temor natural al presentir una agonía, Celia sentía miedo por su condición de mujer… la maldición de Eva. La tomó por el mentón y la besó en la frente.
—¡Debes tener fe, mi pequeña! —susurró con tanta ternura en su voz que ella se quedó mirándolo mientras se alejó corriendo por el campo en dirección a Cowdray.
Prosiguió luego su carrera hacia Midhurst, repitiendo todo el tiempo:
—La partera, debo buscar a la partera —pero al llegar a la plaza una espesa muchedumbre le impidió el paso.
La posada de Spread Eagle estaba a pocos metros de distancia, pero la gente estaba tan apretujada que no podía avanzar.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz alta—. Hoy no es día de feria…
—No te afanes tanto, jovencita —le respondió un hombre—. Estamos esperando oír las noticias.
Y entonces vio un heraldo que ostentaba las flores de lis y los leopardos en su chaqueta, atareado clavando una proclama en la puerta de la alcaldía.
—¡Otra proclama! —exclamó Celia enojada—. ¡Basta ya de la reina Jane! ¡Lady Jane se está muriendo en Cowdray!
—Sh-h… —le dijo el hombre—. Cállate y escucha.
El heraldo se llevó la trompeta a los labios y luego de emitir unos estridentes sones anunció:
—La reina Mary Tudor ha sido proclamada reina de Inglaterra, Irlanda y Francia —se persignó solemnemente diciendo en voz bien alta: in nomine patri, et filii et spiritui sancti.
La multitud se quedó boquiabierta a pesar de que toda clase de rumores habían corrido desde la llegada del heraldo.
—¡Viva la reina Mary! —exclamó el alcalde y al cabo de un instante la gente prorrumpió en un estruendoso—. ¡Viva la reina Mary! ¡Hurra! ¡Hurra!
Qué consecuencias tendrá esto para Cowdray y para nosotros, pensó Celia sin entender mucho lo que sucedía. Pero en eso vio a la señor apto y recordó su misión.
—Ahora podrás practicar tranquilamente tu religión, mucha —le dio la señor apto en cuanto la vio—. Respaldaste el equipo vencedor. Eres lista como un hurón…
—No, no señora, por favor, le rugo que me diga dónde está Goody Pearson la partera. Lady Jane la precisa.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que quieres? —inquirió la posadera que estaba tan enojada que no había comprendido lo que le había dicho Celia.
—Busco a Goody Pearson la partera; Lady Jane está muy mal.
Celia consiguió finalmente que la señora Pott le dijera dónde vivía la partera pero cuando llegó allí, le informaron que había tenido que ir a otro pueblo cercano y que no volvería en todo el día.
Volvió a Cowdray pesa de una gran tristeza y cuando llegó al portón de entrada al patio se encontró con Sir Anthony. Tenía los puños apretados y los hombros encogidos, se había abierto la golilla, su chaqueta de raso estaba desatada y dejaba entrever su camisa blanca abierta sobre su pecho cubierto de velo.
—¿Por qué repica en esa forma la campana de Midhurst? —le preguntó casi sin verla—. ¿Cómo se atreven a hacerla repicar alegremente? ¿Malditos sean… cómo se atreven? —repitió haciendo el ademán de desenvainar la espada.
—La princesa Mary ha sido proclamada reina de Inglaterra —dijo Celia suavemente—. ¿No se ha enterado?
—¿Dónde has estado pequeña traidora? No es el momento para hacer morisquetas. ¿Pensabas abandonar al maldecido Cowdray como lo hicieron ellos?
Ella meneó la cabeza contemplando con tristeza la cara demacrada y los ojos hinchados.
—Fui a Midhurst a buscar a Goody Pearson la partera. Pero no pude encontrarla.
—Ni será necesario tampoco… —lanzó un suspiro desgarrador—. Mi mujer ha muerto.
Celia lanzó un gemido y tuvo ganas de rodearlo con sus brazos para consolarlo, pero él parecía tan impenetrable como un muro de piedra.
—¿Y la criatura…? —susurró.
Anthony emitió un sonido de furia.
—No lograrán vivir. Son dos, tan repugnantes y deformes como ratas mal nacidas. Son una demostración de la maldición que persigue a mi descendencia… maldita sea esa algarabía infernal… —exclamó al oír que la campana del ayuntamiento se unía a la de la iglesia en sus alegres tañidos— deberían estar doblando por mi difunta esposa… le mandé avisar al párroco… el sacristán no debería demorarse tanto. Jane tenía solamente veinte años.
Celia se dio cuenta que la gran tristeza y sentido de culpa que embargaban a Sir Anthony le habían impedido oír su anuncio previo.
—Señor —dijo con voz alta y clara—, las campanas repican por Lady Mary. Acaba de ser proclamada reina de Inglaterra.
Anthony pegó un respingo. Meneó su cabeza irritado y luego se quedó boquiabierto.
—¿Mary es reina…? ¿Mary?
—Sí, señor. Yo misma oí la proclama.
—¡Bendita virgen María! —Anthony suspiró y luego lanzó su cabeza hacia atrás y comenzó a reír histéricamente.
—¿Quiere que entremos al salón, señor? —dijo Celia después de contemplarlo durante un momento sin saber qué hacer—. ¿Quiere que le sirva una copa de vino caliente? Mi tía Úrsula dice que tranquiliza.
Lo tomó por el brazo y lo tironeó. Anthony dejó de reír. Su cuerpo se aflojó otra vez. No pronunció palabra alguna, pero dejó que Celia lo condujera al gran salón donde estaban reunidos en silencio el mayordomo y muchos otros sirvientes de Anthony, a los que acababan de comunicarle la noticia de la muerte de Lady Jane.
Al cabo de tres días, los mellizos parecieron tener perspectivas de vivir. Úrsula se encargó de conseguirles un ama, que fue nada menos que la muchacha que había entusiasmado a Gerald Fitzgerald durante su estadía en Cowdray. La joven que trabajaba en la posada estaba feliz con su ascenso de categoría.
Durante esa semana Anthony no tuvo mucho tiempo para ocuparse de los mellizos ni de continuar con su duelo por Jane, debido al extraordinario cambio en su destino.
Wat Farrier llegó a Cowdray cuando Lady Jane no había sido enterrada aún y tuvo una enorme sorpresa mezclada con temor al ver el estandarte de Cowdray a media asta y una gran corona negra en el portal.
—¿No será por Sir Anthony, verdad? —le preguntó Wat al guardián que era un viejo amigo suyo—. Pobre señora, era muy buena, y murió cumpliendo con su deber que es más de lo que muchos pueden decir.
Wat cruzó el patio y al llegar a la casa se encontró con Stephen que salía de la capilla donde había estado rezando por el ama de Lady Jane.
—Buenos días, hermano —dijo Wat alegremente—. Oh, ya sé quejes muy triste —dijo señalando la capilla con su cabeza—, pero aparte de esa tragedia usted debe estar muy contento, ahora podrá organizar un funeral como se debe, con toda la antigua pompa, incienso, velas procesiones, misas y sin temor alguno; inclusive podrá rezar en la iglesia de Midhurst si así le conviene.
Stephen lo miró sorprendido. Había estado acostumbrado a vivir en medio de la persecución religiosa durante tanto tiempo que no se le había ocurrido pensar en ello.
—¿Está usted seguro Wat que la reina Mary va a reinstaurar la verdadera religión? Oh, ya sé que es una católica devota, ¿pero se animará a hacerlo? Y además, todavía no ha sido coronada. Ni siquiera ha llegado a Londres, ¿verdad?
—No se preocupe —dijo Wat cariñosamente—. Todos los señores del interior están con ella, si usted hubiera visto la alegría que reinaba en todos los pueblos y ciudades por los que pasé. Los altares ostentaban otra vez los crucifijos, nuevamente habían salido a relucir todos los adornos de las iglesias, los que no habían sido vendidos, por supuesto…
—¿Pero y Northumberland? —dijo Stephen—. Tiene un gran ejército además de esa cantidad de nobles que firmaron la modificación del testamento de Edward y que lo apoyan.
—¡El duque! —Wat echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. ¡Ese gran cobarde! Está en la torre. Lo detuvieron en Cambridge. Cuando se dio cuenta que estaba perdido, decidió apoyar a la reina Mary, pero un poco tarde. Dudo que logre salvar su cabeza.
—Deo gratias. Nuestro señor y su divina madreña obrado un milagro. ¿Cómo podía dudar de ello? —agregó Stephen en un susurro.
Stephen se dirigió a su cabaña en St. Ann’s Hill. Una vez allí abrió un cofre que tenía cerrado con llave, y sacó de su interior su crucifijo de plata, el cuadro de la virgen y el paño morado con que lo había cubierto el día de la visita de Celia. Tuvo la impresión de que habían transcurrido años desde esa tempestuosa tarde.
Volvió a colocar todas las cosas en sus antiguos lugares y se quedó arrodillado frente al altar rebosante de amor. Su exaltación se prolongó varias horas hasta que oyó las campanas de la iglesia del pueblo que tocaban el angelus. No había oído el ángelus desde su llegada de Francia. Su sorpresa fue tal que exclamó en voz alta.
—¡Puedo ir a la iglesia del pueblo para rezar los oficios de las vísperas! —salió de su modesta capilla y llegó hasta el frente de la iglesia de Midhurst.
—¿Quién es ese? —se preguntaron dos muchachos al verlo, asombrados por el hábito que nunca habían visto.
—¿Será un actor? —Stephen se dio vuelta y les dijo sonriendo.
—No soy un actor, soy un monje benedictino, un sacerdote.
Igual conmoción suscitó al entrar a la iglesia, donde todos los fieles se dieron vuelta para mirarlo. El viejo párroco se interrumpió en medio de sus oraciones y se puso pálido. El mes pasado se había casado y la presencia de Stephen lo llenaba de temor. Los rumores que había oído parecían ser ciertos. Qué pena que no se muriera por la mordedura de la rata, pensó mientras miraba a Stephen reflexionando que no solo debería despedirse de su mujer, sino también de la parroquia. Otros fieles compartían también sus recelos, pero la mayoría se alegraba de poder celebrar nuevamente las fiestas de los sanos, volver al antiguo ritual y no tener que romperse el seso pensando si en la hostia estaba o no el verdadero cuerpo de nuestro señor. Además se alegraba que Sir Anthony volviera a adquirir importancia en los destinos del país y que se reanudara otra vez el tráfico entre el castillo y la ciudad.
Sir Anthony había sido reclamado en Londres a pesar de su duelo y había tomado parte en la entrada triunfal de la reina, habiéndosele otorgado el honor de llevar su cola. Sir Anthony era merecedor de un gran agradecimiento de parte de su majestad. Y así se encargó Wat Farrier de hacerlos saber a todos los parroquianos de Spread Eagle, sin omitir un solo detalle en su relato de la entrega del famoso anillo con la cabeza de ciervo.
Wat Farrier adquirió gran popularidad entre los habitantes de Midhurst, que lo miraban y lo consultaban respetuosamente en todos los asuntos referentes a la reina ya la forma de celebrar su coronación.
Entre los proyectos para los festejos figuraba un baile tradicional en el que tres hombres debían disfrazarse de mujeres. Tenían dos candidatos seguros, pero no encontraban un tercero. Sorpresivamente Simkin se propuso para el papel. Todos rieron al oír el ofrecimiento del muchacho, y Wat también rio, aunque algo forzado. Desde que regresó de Londres había encontrado que su hijo se comportaba en una forma diferente a la de antes, estaba más callado, remiso y desaparecía frecuentemente sin poder explicar luego dónde había estado. Y más grande fue su sorpresa, cuando un día encontró en el curto de Simkin un cofre que contenía vestidos de mujer.
—¿A quién le has robado eso? —preguntó Wat indignado pues nunca había imaginado que sufijo podría ser un ladrón.
—Son de un amigo mío —respondió el muchacho con un gesto burlón.
—Algo original tu amigo, ¿no es así?
Wat recordó la escena al oír que sufijo se ofrecía a representar el papel de la «joven Mariam» agregando que lo haría mejor que cualquier otro.
Pero Wat no se dejó perturbar por ese episodio, achacándolo a los frecuentes caprichos que tenían los jóvenes y además tuvo ocasión de presenciar un satisfactorio encuentro de su hijo con Celia. Cuando Wat y Simkin estaban atareados cepillando los caballos, Celia entró al establo saltando y bailando, sumamente agitada. Corrió hacia la yegua de Lady Jane, a la que Simkin estaba atendiendo en ese momento y rodeándole el pescuezo con los brazos exclamó:
—¡Oh Simkin! ¡Ahora es mía! Sir Anthony me la ha regalado. ¡Qué bueno es conmigo! —y acto seguido besó a la yegua en el hocico.
Simkin miró a la muchacha y sonrió. Quién podía evitarlo, pensó Wat. La joven era tan bonita, joven y alegre y demostraba una felicidad que no había visto durante el viaje al norte.
—¿Quieres dar una vuelta? —le preguntó Simkin—. Te la ensillaré.
—Si tú me acompañas, Sim… no me conoce y tengo un poco de miedo.
—Ve, muchacho, acompáñala —dio Wat mirándolos satisfecho—. No te necesitaré durante un buen rato —y dirigiéndose a la muchacha le dijo—: La felicito, señorita, es una espléndida yegua. Sim se encargará de enseñarle a manejarla. Llévala por los senderos Sim —añadió hábilmente. Los senderos cubiertos de helechos y protegidos por altísimos robles, el lugar predilecto de los enamorados.
Pero por suerte no oyó la conversación que mantuvieron Simkin y Celia durante la cabalgata.
—Sir Anthony es tan bueno que me ha mandado hacer un vestido nuevo para la coronación. ¡Iré a Londres con los otros, estoy tan contenta!
—¿De qué color y cómo será tu vestido? —preguntó el muchacho.
—No lo preguntarás en serio —dijo Celia dándose vuelta y mirando a Simkin asombrada—. ¿Qué demonios te puede importar cómo es mi vestido?
—¿Y por qué no? ¿Porque soy feo, porque trabajo en la caballeriza y apesto a bosta?
—N-no… —respondió ella sintiendo otra vez esa desagradable sensación cuando presenció esa inexplicable escena en el granero de Naworth.
—Sir Anthony nos dijo que revisáramos los cofres del altillo. Encontramos un corte de brocado rojo para la falda y un terciopelo francés de color amarillo para la bata.
—El rojo y el amarillo no son colores para ti, Celia —dijo Simkin con seriedad—. Opacarán tu belleza. Elige algo de color claro y de seda.
Celia se sorprendió pero luego lanzó una carcajada.
—¿Oh, Simkin, de veras te interesa tanto lo que voy a usar?
—Ah, ya sé que no soy más que un sirviente feo y tú te has convertido en una elegante dama. Pero algún día cambiará todo esto. No tendré que obedecer a nadie. Haré lo que me gusta… y sin tener que sentirme avergonzado.
Celia lo miró sin comprender bien lo que decía.
—Tal vez consigas lo que ambicionas —le dijo fríamente y clavó las espuelas en su cabalgadura. Galoparon en silencio y bajo una lluvia intempestiva.
Celia acarició el pescuezo de su yegua, pensando en todo lo que le debía a Sir Anthony, a Úrsula que la había rescatado de la posada y a Mabel que se había convertido en su compañera y que había dejado de hacer pucheros y atufarse ante la perspectiva del viaje a Londres para asistir a la coronación.
Stephen también formaría parte de la comitiva. Celia había hecho a un lado sus locuras del pasado, al pensar que el monje podía albergar alguna clase de sentimiento amoroso por ella. Pero se alegraba de que las acompañara a Londres y que después de tantos años pudiera presentarse tranquilamente en público como capellán de Sir Anthony. Virgen santísima, pensó Celia, la vida no es tan mala después de todo. Es cuestión de tener paciencia y esperar que pasen los problemas. Comenzó a canturrear una canción y todavía seguía cantando cuando desmontó y Simkin tomó a la yegua por las riendas para llevarla a la caballeriza.