Capítulo quince
John Hutchinson murió durante el verano del año del señor mil quinientos cincuenta y ocho y Celia volvió otra vez a Cowdray. En el mes de agosto recibió la carta en la que la mandaban llamar, y que le fue entregada por un elegante y joven escudero llamado Edwin Ratcliffe, uno de los tantos jóvenes caballeros que formaban parte entonces de la inmensa mansión del vizconde de Montagu.
Edwin, igual que Wat cuatro años antes, tenía que llevar otros mensajes a distintos lugares de Lincolnshire, a los Clinton y los Cecil, y al tomar el desvío rumbo a Skirby Hall se sintió muy deprimido por ese paisaje monótono y poco atractivo. Pero se deprimió más aún al llegar a Skirby Hall y encontrase con que la casa estaba de duelo.
Las ventanas estaban cubiertas por lienzos negros, el escudo de armas del caballero estaba clavado en el portón de entrada esperando ser trasladado a la iglesia parroquial donde estaban preparando su tumba.
Fue recibido por un viejo jardinero que se encargó de comunicarle la triste noticia; Edwin quiso dejar la carta e irse, suponiendo que la desconsolada viuda no tendría ganas de ver a nadie y por otra parte, él tenía bastantes ganas de divertirse un poco en Boston, antes de reanudar su tedioso viaje. Pero el jardinero no lo dejó, e insistió en conducirlo hasta el salón, aduciendo que la pobre dama necesitaba compañía. La escasa concurrencia que asistió al funeral de Sir John se retiró inmediatamente después a sus respectivas casas, lo que fue realmente vergonzoso considerando la posición que había tenido el caballero.
Edwin, un joven apuesto de no más de veinte años, que había entrado a formar parte del numeroso séquito del vizconde a título temporario antes de cumplir su mayoría de edad, asintió de mala gana. Pero se quedó mudo de asombro cuando entró al salón y la viuda se levantó solemnemente para saludarlo.
—¡Jesús bendito! —exclamó Edwin dando un respingo.
Celia, ataviada con su vestido de luto, la cofia negra con un volado blanco, sus mejillas pálidas y sus grandes ojos oscuros, le hizo pensar en una monja. En la actualidad se veían bastantes monjas por las calles de Londres gracias a que la reina estaba abriendo nuevamente los conventos, pero nunca había visto una tan bonita.
Apoyó la rodilla en el suelo y le entregó el pergamino doblado y lacrado.
Celia tomó la carta y examinó el sello con la cabeza de ciervo.
—¿De Lord Montagu? —preguntó con voz tranquila y reposada—. Hace tanto tiempo que no veía su emblema. Muy cariñoso de su parte en solidarizarse con mi pena, aunque me sorprende que se haya enterado tan rápido…
—Creo que no se trata de eso, señora —dijo Edwin sonrojándose hasta la raíz de su pelo marrón enrulado y la pequeña barbita cortada al estilo español—. Creo que se trata de otro asunto, tengo varios otros menajes que entregar.
—Ah, por supuesto —dijo Celia. Las últimas semanas le parecían sumamente confusas. En realidad, pensó, John murió de veras hace diez días. Está en un ataúd en la iglesia. Rodeado de velas encendidas. Las compré a pesar que a él no le gustaban. Decía que eran cosas del papa. El último día, hizo una semana el sábado pasado, me habló durante un momento. Hacía mucho tiempo que no hablaba.
Tenía la impresión de que estaba muerto. ¿Cuándo fue eso? ¿En Navidad? No, mucho antes. ¿Para la fiesta de San Miguel? No, un poco después. Para la fiesta de San Martín, pues recuerdo que matamos al buey y yo estaba preparando las tartas cuando lo oímos dar ese grito tan espantoso. Hasta en la cocina se lo oyó. Creí que moriría entonces, pues tenía la cara de color violeta como el paño que cubre ahora su ataúd. Yo esperaba que muriera. Pero se mejoró durante un tiempo. Estaba tan preocupado por la guerra con Francia, furioso con los españoles, el rey Felipe y la reina. Recibió las noticias de la caída de Calais en el mes de febrero. Pobre hombre, cómo lloró, dijo que Calais había sido nuestro durante doscientos años; perdió muchos almacenes en Calais. Lloraba y desvariaba y esa noche lanzó otro grito espantoso mientras dormía. Cuando entré corriendo al cuarto me pareció que se había convertido en una piedra. No podía moverse, lo único que podía hacer era cerrar un párpado. Nunca más movió sus piernas.
—Señora… —dio Edwin—. ¿No va a abrir la carta de mi señor?
Ella reaccionó. Sonrió débilmente. Lo miró con más atención y advirtió que su vestimenta y su espada correspondían a un caballero; hacía mucho tiempo que nadie la miraba en forma en que lo hacían esos ojos redondos y azules.
—¡Pero me he olvidado de ofrecerle algo de beber! —exclamó ella—. Qué mal lo he recibido. Discúlpeme. Hay bastante cerveza, y creo que todavía tenemos pan… —hizo sonar la campana para llamar a las sirvientas—. Tengo nada más que dos sirvientas ahora. No puedo pagar más sueldos. Verá usted, mi marido no me dejó nada. Nada más que deudas. El heredero de Sir John es un sobrino que vive en Alford y me ha permitido quedarme aquí durante un tiempo, pero no me quiere.
—¿Cómo es posible? ¡Qué miserable! —exclamó Edwin, sorprendiéndose él mismo por su súbita reacción tan poco caballeresca. No era un gran lector. Cuando era niño había oído cuentos del rey Arturo y sus caballeros, dedicados a rescatar bellas damas en apuros y siempre le parecieron aburridos. Lo que más le gustaba era cazar con sus halcones, practicar puntería con el arco, jugar al tenis y farrear de vez en cuando con algunas damiselas. Estaba comprometido para casarse desde los trece años con la hija de un terrateniente vecino.
Anne cumpliría quince años y estaría en condiciones de casarse cuando él llegara a la mayoría de edad en noviembre y recibiera entonces la herencia de su madre. Durante la ceremonia del casamiento se celebraría además la anexión del castillo de Anne a sus propiedades. Conocía a la muchacha desde pequeño y la encontraba agradable, cuando se molestaba en pensar en ella. No le provocaba por cierto las mismas sensaciones que la joven viuda había despertado en él.
Guardó silencio cuando Kate entró trayendo un jarro de cerveza y mirándolo con indiferencia.
—Esto es lo que quería que le trajera, ¿verdad señora? —dijo Kate de mal modo—. Es casi el fondo del barril. Y tendrá que esperar un poco para que le traiga el pan, pues todavía no está listo, además queda muy poca manteca.
Celia se mordió los labios y con una valentía que Edwin encontró deliciosa dijo:
—Mala suerte. Como decía Job, hemos nacido para sufrir.
Edwin, que era de familia católica, no tenía la menor idea de quién podía ser el tal Job y tampoco le importaba. Miró a Celia totalmente deslumbrado.
Celia le sirvió un jarro de cerveza y dijo:
—Que Dios lo bendiga —mientras se sentaba en un banco y le hacía señas para que se ubicara a su lado—. No sé cómo se llama, señor.
—Edwin Ratcliffe, milady —dijo él confusamente.
Su piel era luminosa como una perla dorada. Olía a flores de lavanda. Se preguntó para sus adentros cómo sería ese cuerpo esbelto sin todos esos ropajes negros que lo cubrían, y se sonrojó otra vez por haber tenido semejante pensamiento. No tocó su bebida.
Ella rompió lentamente el sello de lacre que cerraba la carta de Lord Montagu y miró la rebuscada y complicada escritura del nuevo secretario de Anthony.
—No puedo leer esto, es demasiado complicado —dijo tendiéndole la carta—. ¿Podrá leerlo usted, señor?
—Está dirigida a Sir John Hutchinson —dijo persignándose—, que Dios lo tenga en su santa gloria. Y a usted también, señora, en ella les anuncian el casamiento de mi señor, el vizconde de Montagu con Lady Magdalen Dacre, celebrado en la capilla real el día quince de julio. El casamiento se realizó en la mayor intimidad y sin pompa alguna debido a la precaria salud de la reina, que los honró con su presencia.
Mi señor y mi señora anuncian sus excusas a todos los amigos que estaban en sus propiedades rurales.
—Ah-h… —dijo Celia—. Me alegro que se acordaran de nosotros.
—Hay una posdata escrita por otra mano y firmada «Úrsula Wouthwell» —dijo Edwin.
Celia tragó y entrecerró sus ojos, sintiendo una mezcla de dolor, resentimiento e inclusive irá.
—Déjeme verla —dijo agarrando el pergamino. La escritura era tan temblorosa y a pesar que el mensaje era muy breve, le resultó imposible descifrarlo—. ¿Podría leérmelo usted? —inquirió—. Es de parte de mi tía.
¿Tía?, pensó Edwin. Qué curioso. No tenía la menor idea que Lady Hutchinson tuviera parientes en Cowdray.
—Creo que dice —agregó estudiando la nota—. «Celia te suplico que vengas. Ruego a Dios que Sir John te autorice a hacerlo así podré morir en paz».
—¿Se está muriendo? —susurró Celia.
—No tengo la menor idea, señora. Nunca la he visto. No sale de su cuarto de Cowdray. No fue a Londres para asistir al casamiento.
Celia se acercó a la ventana y se recostó contra el alfeizar. Corrió las cortinas y miró hacia fuera. Hacía mucho tiempo que había apartado a Úrsula de su corazón, tal como creía queso tía lo había hecho con ella. Úrsula no fue a pasar Navidad a Skirby Hall y en cambio envió una nota muy concisa por un correo ordinario, que llegó a manos de los Hutchinson después de Navidad. La nota, firmada por el secretario de Lord Montagu, decía que por el momento era imprescindible la presencia de Lady Wouthwell en Cowdray.
John se había sentido aliviado y resentido al mismo tiempo.
—Olvídate de tu tía y tus relaciones, mi querida —le había dicho—, no pueden molestarse en alternar con nosotros. Olvídate de tu falsa tía ¡Permanece junto a tu marido como lo dice la Biblia!
Es claro, pensó ella, permanece junto a tu marido que no es un marido que me fue impuesto por una tía que adujo quererme; así era como ella pensaba entonces de su matrimonio. Le resultó casi un alivio el poder odiar a Úrsula.
Edwin se acercó tímidamente a Celia y le dijo:
—Señora…
Ella dejó caer la mano con la que sujetaba la cortina y sus enormes ojos claros se toparon con la mirada suplicante del joven caballero.
—¿Sí…?
—Usted querrá indudablemente ir a verla, es una lastimosa súplica, y… y yo puedo escoltarla. Hasta Cowdray. Me sería… me sería muy placentero. Y en honor a la verdad —agregó Edwin que era esencialmente práctico—, en la situación en que usted se encuentra aquí, ¿qué otra cosa puede hacer?
Celia titubeó apenas un instante, su cara se iluminó con su deliciosa sonrisa pero sus ojos conservaron su mirada serena.
—Es usted muy amable, señor. Se lo agradezco y lo acompañaré gustosa.
Celia se alejó para siempre de Skirby Hall cinco días después. Edwin volvió para buscarla luego de haber entregado los otros mensajes. El heredero de Alford no disimuló su alegría al verlos partir. La joven iba montada en su yegua y llevaba en las ancas una canasta con su perrito. Sus otras posesiones eran tan pocas, que Edwin hizo un pequeño bulto con ellas y las ató a su montura.
Sir John había hecho un testamento a favor de la joven, dejándole su castillo y demás propiedades de Calais. Pero los numerosos fracasos con sus barcos y cargamentos y también con sus ovejas dieron cuenta rápidamente de su fortuna.
Celia se fue de Skirby Hall sin derramar de una sola lágrima. Por fin podía sentir cierta alegría. Volvía a su hogar de Midhurst, tenía solamente veinte años y sabía que seguía siendo atractiva. Las miradas de Edwin hablaban por sí solas.
Cuando pasaron por el pueblo de Frampton evitó mirar hacia la cabaña donde vivía Dickon con su abuela. No sabía si todavía seguirían allí, pero al levantar la vista por encima de los médanos vio que la choza de la bruja del mar había desparecido. Melusine y su choza habían sido arrastrados por la marea de la víspera de la fiesta de todos los santos, tal cual lo había pronosticado. Celia había oído los comentarios de su servidumbre. Mejor así, pensó la joven, taloneando con impaciencia a su yegua.
Cuando Celia y Edwin llegaron finalmente a Easebourne, desde donde podía verse por encima de la frondosa arboleda las almenas de los techos del castillo de Cowdray, Edwin estaba perdidamente enamorado de la joven. Ella no lo había mantenido muy a la distancia; durante el viaje no cesó de prodigarle sonrisas y hablarle en términos cariñosos.
Le permitió inclusive que apretara la cintura al ayudarla a bajar del caballo, retribuyendo ese gesto estremeciéndose ligeramente contra su pecho. Edwin comenzó a planear la forma de romper su promesa de matrimonio. No le importaba nada que se enojara su padre y los padres de Anne. Nadie podía impedirle recibir la herencia de su madre cuando llegara a la mayoría de edad. Y cuando conocieran a Celia todos le darían la razón. Nadie podía dejar de reconocer que era irresistible. Y además ella lo amaba. Estaba seguro de ello a pesar que su duelo reciente la obligaba a disimularlo. Tendría que esperar un poco.
Pero cuando se acercaban a Cowdray comprendió lo poco que faltaba para que ella prácticamente desapareciera en el castillo y no pudo contenerse más.
—¡Señora…! ¡La amo… la deseo, tiene que ser mía!
Celia frenó su cabalgadura y se dio vuelta sorprendida.
—¿Qué es lo que está diciendo, señor? —dijo sonriendo—. ¿Me está pidiendo que sea su amante? Me parece que usted es un poco atrevido.
—No, no, señora —exclamó Edwin—. No quiero nada deshonesto ¡Quiero que usted sea mi esposa!
Celia inclinó la cabeza y acarició la crin de su yegua.
—Es usted muy bueno, señor —dijo levantando la vista hacia Edwin cuya cara estaba colorada como un tomate—. No soy desagradecida… —agregó y su voz se hizo más apagada a medida que pronunciaba esas palabras.
—No eran mis intenciones hablarle tan pronto —musitó Edwin—. Celia… Celia, deme alguna esperanza… un amor como el mío tiene que provocar amor.
—Ah, pero no siempre —dijo Celia en voz muy baja, manteniendo la cabeza gacha y su cara prácticamente oculta por la cofia de viuda. Sentía aprecio por Edwin, pero comprendía que si bien era unos cuantos meses mayor que ella, su falta de experiencia y su mentalidad lo hacían aparecer mucho menor. Amor de chiquillo, pensó y sin embargo… Ella no tenía ningún plan para el futuro, ni estaba segura tampoco de lo que le esperaba en ese precioso palacio dorado que se alzaba al final de la avenida de árboles. ¿Acaso un amor cualquiera no es mejor que nada?
—No puedo contestarle sí o no —dijo tocándole la cara con su mano enguantada—. Y como por lo visto milord está en Cowdray, podremos volver a vernos.
Él se acercó e inclinándose, tomó su mano y la besó.
Es un joven muy galante, pensó emocionada por el beso silencioso. Quizás… pero su corazón comenzó a palpitar aceleradamente y se olvidó de Edwin cuando se acercaron al portón de entrada del castillo.
—Puede esperar en el salón de audiencias, señora —le dijo el nuevo cuidador de la entrada—. Master Radcliffe la conducirá. Pero me temo que su espera va a ser algo larga pues milord y milady se fueron a Arundel hace tres días y recién los esperamos para la hora de comer.
—Yo he venido a ver a Lady Úrsula Wouthwell —dijo Celia.
—Ah… —exclamó el cuidador algo confundido, pues hacía solo dos meses que estaba en Cowdray—. ¿La vieja señora que vive en el ala sur? No se mueve de su cama.
—Ya lo sé —dijo Celia—, y conozco el camino. No, señor —agregó dirigiéndose a Edwin que estaba dando vueltas alrededor de ella, evidentemente sin ningunas ganas de dejarla—. Tengo que ir yo sola.
Él se resignó con tristeza y se quedó mirándola mientras atravesaba ágilmente el patio. Se dirigió luego hacia el ruidoso salón, que como de costumbre estaba atestado de gente, en su mayoría integrantes del séquito de Anthony, dedicados a jugar a los dados algunos y a las cartas otros, pero todos bebiendo.
Celia subió por una escalera de piedra del ala sur y llegó a su antiguo cuarto. Golpeó dos veces antes de recibir una débil contestación del interior.
Se quedó paralizada de asombro cuando entró y vio lo terriblemente cambiada que estaba su tía. Úrsula, recostada sobre varias almohadas parecía completamente marchita, su cara larga y decidida era un filo sin color alguno, salvo el azul-violáceo de sus labios, y sus ojos hundidos tenían una expresión de tristeza y resignación. Su pelo gris estaba peinado en una larga trenza que caía sobre las fundas y le daba un absurdo aspecto juvenil.
Miró a Celia fijamente, respirando entrecortadamente y le tendió una mano descarnada.
—Por fin llegaste, mi querida, mi hijita —susurró—. Le he rezado seis novenas a San Antonio. Mañana tendrás que agradecérselo por mí.
Celia atravesó el cuarto corriendo se arrodilló junto a la cama. Sin decir una sola palabra apoyó su frente sobre la mano temblorosa de Úrsula que se movió para acariciarle la cara.
—¿De negro? —dijo Úrsula con voz sorprendida mientras tocaba con sus dedos la cofia de Celia—. ¿No me digas que Sir John ha muerto?
Celia asintió con un débil movimiento y reprimió un sollozo.
—¿Oh, por qué me echaste? ¿Por qué no viniste nunca a verme? Yo pensé que te odiaba.
—Ya lo sé… —susurró Úrsula. En medio de su alegría sintió uno de sus habituales mareos. Hizo un gesto señalando un frasco de vidrio que estaba sobre un taburete junto a la cama—. ¡Las gotas, querida… el tónico! Tengo que juntar fuerzas suficientes para poder hablar.
Celia echó unas cuantas gotas en el tónico y acercó el recipiente a los labios de Úrsula. Esperó con los ojos llenos de lágrimas hasta ver que las mejilla de su tía adquirían un poco de color y que su respiración jadeante se tranquilizaba. El cuarto tenía olor a rancio; los rincones estaban cubiertos de telarañas; las pulgas saltaban entre la húmeda paja del piso; las sábanas estaban manchadas y húmedas. La suciedad y el desorden no eran cosas que asustaran a Celia que había dormido en peores cuartos pero este daba una sensación de abandono y aislamiento que la afligía.
—¿Quién te cuida, tía Úrsula? —preguntó aparentando indignación cuando en realidad lo que sentía era una terrible congoja—. ¿No tienes ninguna sirvienta?
—Pues… de vez en cuando… viene alguna. —Úrsula meneó la cabeza demostrando impaciencia ante una pregunta tan trivial—. Antes venía Agnes, ¿te acuerdas de ella, querida? Entró a trabajar cuando vivíamos en la vieja abadía de Southwark. Era muy buena conmigo.
Celia recordaba a la sirvienta que una mañana de invierno había dicho una serie de herejías respecto de la misa y los sacramentos.
—La recuerdo muy bien. ¿Qué le pasó?
—Fue condenada a morir en la hoguera por hereje —dijo Úrsula suspirando—. Al pensar en todas las personas que fueron condenadas a la hoguera se me revuelve el estómago, pero Sir Anthony, quiero decir su alteza, siempre está de acuerdo con lo que dispone la reina. Los herejes deben morir por el fuego. Volví en una oportunidad a Londres cuando todavía podía viajar. El olor a carne quemada llegaba desde el otro lado del río. Pude oír sus gritos cuando me animé a ir hasta Cheapside.
Celia dio un respingo.
—No —dijo—, olvídate de todo eso, tía Úrsula.
—No puedo olvidarlo… comprendes… es el motivo por el que guardo silencio.
—No te agites, querida tía —dijo Celia frunciendo el ceño al ver los temblores que sacudían a Úrsula. El esfuerzo que estaba haciendo la había agotado evidentemente. Hizo un gesto señalando el tónico.
Al cabo de un rato pareció reaccionar y resumió su relato. Celia se enteró entonces de muchísimas cosas que ignoraba durante los años de aislamiento que pasó en Skirby Hall.
Ignoraba que la reina creyó estar embarazada y que llegado el momento de dar a luz, ningún niño salió de su vientre. Le rey Felipe regresó a España y la reina lo consideró como un castigo a su persona, un ejemplo de la ira divina por haber sido demasiado débil con los herejes. De ahí en más las hogueras proliferaron, y en ella murieron no solamente los protestantes de gran alcurnia, sino también unos pobres plebeyos. Ni la edad, ni la ceguera, enfermedad o condición humilde podían salvar a cualquiera que osara expresar la menor duda respecto de cualquier principio de la religión católica.
Agnes había sido sorprendida en Cowdray en plena lectura de la Biblia. El mayordomo la encerró en una celda hasta que Sir Anthony decidió enviarla a su lugar de origen con la recomendación de que fuera quemada por hereje.
—Y desde entonces todos me hicieron a un lado —dijo Úrsula—. Nadie podía dudar abiertamente de mi fe —dijo mirando con sus ojos fatigados el crucifijo que colgaba en una de las paredes de su cuarto—, pero sabían que yo apreciaba a Agnes y entonces comenzaron a sospechar y sospechar.
—Por lo visto Lord Montagu ha cambiado muchísimo —dijo Celia—. ¡Y pensar que me hizo casar con un protestante y que inclusive recibió a varios de ellos en su casa!
—En efecto —dijo Úrsula recuperando nuevamente el aliento—. Ha cambiado mucho, pero recuerda que todo eso sucedió antes que la reina se casara con el príncipe español, antes que el papa perdonara a Inglaterra y la reina se convirtiera en una fanática religiosa. Cuando tú te fuiste, yo no te escribí porque pensaba que estabas resentida conmigo. Cuando Wat volvió con tu mensaje, Montagu me prohibió comunicarme contigo en cualquier forma, y desde que descubrieron la herejía de Agnes, yo he estado virtualmente presa. ¿Puedes perdonarme, ahora?
—Con todo mi corazón —dijo la muchacha.
—Y respecto a tu casamiento —prosiguió diciendo Úrsula—, yo pensé que era lo mejor para ti, me asusté tanto la… la noche que Wyatt entró en la abadía.
Celia hizo a un lado la cabeza.
—Esa noche está enterrada desde hace mucho tiempo. ¿Pero cómo pudiste mandarme ahora ese recado?
—Maggie —respondió Úrsula—. Lady Magdalen. Cuando ella llegó aquí el mes pasado como recién casada, sintió lástima por mí. Me mandó al nuevo capellán y también a un médico que me hizo unas sangrías, sin ningún resultado. Todos saben que no pasaré el verano, ni necesito hacerlo ahora, por otra parte.
Celia profirió una serie de protestas, que ambas sabían que no eran valederas. Un ambiente a muerte podía percibirse claramente en todo el ámbito del cuarto.
—Tengo una mancha en mi alma —dijo Úrsula súbitamente—, no se la confesé al nuevo capellán, pues siempre parecía tan apurado, como si temiera que yo estuviera enferma de peste.
—¿Una mancha en tu alma? —interpuso Celia sonriendo—. No debe ser muy negra…
—Creo que sí —dijo Úrsula gravemente—. He conservado la Biblia de Agnes y la he leído en varias oportunidades cuando todavía podía levantarme de la cama.
—¿Pero cómo?
—Agnes escondió el libro debajo de ese tablón del piso, justo en frente de la ventana. Todavía debe estar allí.
Celia se incorporó y cerró la puerta con llave. Se acercó luego a la ventana y levantando la paja húmeda y pegajosa, sacó de un pequeño hueco entre los tablones del piso, un libro encuadernado en pergamino.
—Es la Biblia de Matthew —dijo Celia reconociendo los grabados—. Es igual a la que tenía Sir John.
—¡Virgen santísima! —la voz de Úrsula se estremeció de miedo—. Era de suponerse; pero el que tradujo la Biblia y agregó todas esas notas fue el maestro John Rogers y él mismo fue el que se la entregó a Agnes cuando estuvo trabajando en su casa. ¡Escóndela, rápido!
—¿Será un pecado tan grande leer este libro? —musitó Celia—. En él se cuenta la historia de nuestro señor.
—¡Lo es! —exclamó Úrsula dando un salto en la cama—. Está prohibido por nuestra religión. ¡Celia, John Rogers fue el primero en morir en la hoguera! ¡Era un hereje, un sacerdote que colgó los hábitos y se casó! El libro es una abominación. ¡Dios mío! ¡Si llegaran a enterarse que yo lo tengo y que tú lo has leído…!
—Tranquilízate —dijo Celia mientras Úrsula se retorcía las manos al borde de un ataque de histeria—. Yo te desembarazaré del libro en cuanto pueda.
Volvió colocar la Biblia en su escondite previo y se acercó a la cama de su tía, acariciándola hasta que esta se quedó finalmente dormida.
Al cabo de un rato oyó el inconfundible ruido de unos caballos que avanzaban por el camino de Easebourne. Se asomó a la misma ventana por la que había visto llegar al rey Edward y su séquito y vio aproximarse a los Montagu. Las dos altas siluetas que encabezaban la procesión debían ser sin duda alguna Anthony y Magdalen. Pero Celia abrigaba serias dudas en esos momentos, sobre la forma en que la recibiría el señor de Cowdray.
Al ver los perros que trotaban junto a los caballos, Celia recordó que había dejado en el patio la canasta con su perrito.
Susurró una disculpa a Úrsula que seguía durmiendo, y corrió escaleras abajo esperando poder sacar al perrito antes que lo Montagu aparecieran por la avenida. Al apretar al pobre animalito contra su pecho, sintió una oleada de coraje. Se acercó a la entrada, manteniendo su cabeza en alto, justo antes que sonara la trompeta anunciando la llegada del señor del castillo.
Anthony y Magdalen se bajaron de sus cabalgaduras y atravesaron el portón de entrada. Magdalen fue la primera en ver a Celia y le dio a Anthony:
—¿Qué es esto, señor? ¿Una pobre viuda en el recinto de Cowdray? El encargado de las limosnas debería haberse ocupado de ella.
—Tienes razón —dijo Anthony fastidiado—. Los sirvientes están cada día más descuidados. ¿Qué desea, señora? Las limosnas se reparten todas las mañanas. Si lo que necesita es una cama para pasar la noche siempre hay una disponible en el hospedaje de Easebourne.
Celia dio un paso adelante, el sol iluminó su silueta, pero su cara permaneció en sombras.
—Dios los bendiga, Lord y Lady Montagu —dijo haciendo una reverencia—. Lo que preciso es una cama, pero no en Easebourne. Con vuestro permiso compartiré la de mi tía, Lady Wouthwell, que está muy enferma.
Anthony se quedó confuso. Había pasado una mala noche en el castillo de Arundel, y estaba cansado por la larga cabalgata. Le preocupaba seriamente la salud de la reina, pues según el Maestro Julian, que había conseguido convertirse en uno de los médicos de la corte, la soberana tenía pocas probabilidades de vida.
Además, en un ataque de celos contra Felipe, la reina había nombrado como su sucesora a la princesa Elizabeth y se negó a recibir a Anthony y a Magdalen.
Magdalen reconoció a Celia después de un primer momento de asombro.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Pero si es Celia Bohun! ¡Nunca pensé que volverías! ¡Cómo!, estás vestida de viuda. ¿Ha muerto realmente ese hombre? Otro hereje más que sufrirá la justicia divina. Espero que no te haya influenciado con sus maléficas convicciones, mi querida.
Celia meneó la cabeza y fijó su mirada en esos pequeños ojos marrones que ya no la contemplaban con el cariño de antes.
—Lady Magdalen, usted sabe por qué he venido, usted sabe que mi pobre tía me mandó llamar. No quiero serles un estorbo.
—¡No, no, no se te ocurra penar semejante cosa! —un chispazo del viejo cariño suavizó su mirada, pero luego titubeó un poco. No podía recordar qué era lo que había oído mencionar vagamente a Anthony respecto a Celia. ¡Y además ese casamiento espantoso! Magdalen recordaba lo impresionados que se quedaron todos los Dacre de Cumberland cuando se enteraron.
—Bienvenida a Cowdray, ¿no es verdad, milord? —dijo Magdalen pausadamente.
Anthony reaccionó y miró a la viuda. La deliciosa joven se había transformado en una mujer preciosa. Había sido la causa de varios problemas… la rebelión de Wyatt, la vergonzosa partida de Stephen y el casamiento con un protestante… pero en honor a la verdad él había dado su aprobación. Deseó con toda su alma que Celia se hubiera quedado para siempre en Lincolnshire, pero su hospitalidad era proverbial y nunca había rechazado a nadie que la solicitara.
—Bienvenida, Lady Hutchinson —dijo con seriedad—, por supuesto que es usted bienvenida. ¿Con cuántos miembros de su familia ha venido?
—No tengo hijos, milord —dijo Celia—. Todas mis posesiones se limitaron a la yegua que usted me regaló y un pequeño perrito. Sir John murió en la ruina.
—Cuanto lo siento por usted —dijo Anthony fríamente, quitándose su sombrero negro con copa alta, ala redonda y adornado con una hebilla a la usanza española—. Seguramente usted podrá ocuparse de este asunto, milady —dijo dirigiéndose a su esposa.
Magdalen se dio vuelta con aire majestuoso y le dijo a Celia:
—Entremos, mi querida y bebamos un vaso de vino. ¿Has visto ya a Lady Úrsula?
Celia asintió. Qué diferente era Magdalen de la muchacha cariñosa y simple que conoció años atrás junto a esa misma fuente y con la que compartió tantos juegos y diversiones en Cumberland. Durante su fugaz encuentro en Londres, Celia atribuyó el cambio a la nueva posición que ocupaba Magdalen como dama de honor de la reina. Pero ahora advirtió que el cambio era más profundo. La vizcondesa de Montagu parecía un personaje imponente, con su gran sombrero que la hacía parecer más alta aún y con unos cuantos kilos de más. Sus pecas estaban disimuladas por una capa de polvo y su acento del norte era menos evidente, pero lo que más mortificaba a Celia era que advertía además un cambio en el interior de su amiga, un halo de poder y aspereza.
Pero esa impresión se desvaneció ligeramente cuando se instalaron en el saloncito de Magdalen, en el primer piso. Anthony había redecorado Cowdray en honor a su nueva esposa, y en las molduras de las paredes se mezclaban el toro de los Dacre con el ciervo de los Browne.
—Siéntate y beberemos juntas —dijo Magdalen luego de saludar a sus dos damas de compañía—. Conversaremos un ratito. Pero no quiero saber nada de tu vida con ese hereje… por más que ya haya terminado. ¿Dónde está tu rosario? —agregó vivamente inspeccionando la cintura de Celia.
—Junto con mis ropas —respondió Celia sintiendo un sobresalto en su interior—. Está roto… se me rompió —se dio cuenta que se había sonrojado. Hacía varios años que no rezaba el rosario.
Magdalen asintió.
—El herrero te lo arreglará. ¿Qué planes tienes Celia para cuando tu pobre tía vuele hacia el señor? —dijo persignándose.
Celia se sonrojó más aún.
—No… todavía no he pensado en ello, señora.
—¿No tienes nada de dinero?… Dios, eso sí que es malo. Pero a pesar de ello, y pienso que en el fondo tal vez sería la mejor solución, quizás pudiéramos hacerte entrar en Syon, un convento de monjas que acaba de reabrir sus puertas.
Celia trató de sonreír pero se vio invadida por una oleada de desesperación. ¿Syon? ¿Un convento? Encerrada para siempre. No era posible que pudieran decidir semejante cosa aún en contra de su voluntad. ¿Pero qué otra alternativa existía? Sabía que Úrsula se había enfrentado con la misma situación años atrás. Úrsula se negó a entrar a un convento, ¿pero dónde había acabado? Dependiendo permanentemente de la caridad de un buen señor y pasando sus últimos momentos en un cuarto roñoso en un sector abandonado del castillo en el que había vivido durante tantos años, olvidada de todos.
Celia pensó en Edwin Ratcliffe. Sin duda alguna sería mucho mejor que vivir encerrada en un convento y además no moriría virgen, pensó, mientras una oleada de furia brotaba en su interior.
—Vuelve junto a tu tía, Celia —dijo Maggie suavizando la despedida con una sonrisa cariñosa—. Me alegro de veras que te haya mandado llamar. Puedes pedir cualquier cosa para tratar que pase lo mejor posible los últimos momentos. No tienes más que pedírselo al ama de llaves. Y si Lady Úrsula quiere ver a los mellizos no dejes de avisarme. Aunque milord no quiso que los viera cuando hubo ese alboroto con la muchacha protestante hace un par de años. No estoy muy enterada del asunto pero no quiero ser dura con la pobre dama. Lo convenceré a Anthony si se le ocurre hacer preguntas, lo que dudo pues está muy preocupado con otros asuntos.
Ese discurso estaba mucho más de acuerdo con la vieja Maggie, y Celia respiró aliviada. Sonrió, hizo una reverencia y agarró su perrito. Salió del pequeño salón y entró a una nueva fase de su vida.
Esa noche compartió la cama de Úrsula, que parecía mucho más contenta.
Se preocupó por el bienestar de su tía y se encargó de mejorar notablemente el estado del cuarto. Almorzaba todos los días en el gran salón, los Montagu no comían ya con su séquito, sino que lo hacían en privado. Celia alentaba a Edwin siempre que lo veía, lo que no sucedía con mucha frecuencia, pues generalmente estaba ausente, entregando mensaje a los castillos vecinos. Pero él sí era invitado a compartir la mesa de los Montagu.
Úrsula nunca pidió ver a los mellizos y cuando Celia se encontró finalmente con ellos, jugando en el jardín, no se sorprendió por la indiferencia de su tía. Físicamente se parecían a su madre, Lady Jane, pues eran muy flacuchos. Pero el pequeño Anthony ya tenía conciencia de su rango y se encargaba de hacérselo saber a cualquiera que se le acercara, y no de muy buen modo precisamente.
Qué distintos hubieran sido si mi tía hubiera podido seguir haciéndose cargo de ellos, pensó Celia.
Una noche bastante fría durante el mes de noviembre, Úrsula había logrado sobrevivir al verano. Celia se levantó de la cama y encendió una vela en las brasas de la chimenea. Magdalen cumplió con su palabra y Celia obtuvo todo lo que le hacía falta para hacer más confortable y acogedor el cuarto de su tía. La luz de la vela iluminó el crucifijo frente al cual había rezado una vez apasionadamente, cuando Stephen estaba encerrado en la celda junto a las cloacas. Se sentó en la silla de Úrsula en forma de equis y se puso a recordar el dolor que había sentido en esos momentos. Y sorpresivamente, el mismo dolor reapareció otra vez. Qué extraño. Hizo un gran esfuerzo y se puso a penar en Edwin. En esos dos meses la pasión que el joven sentía por ella parecía haber aumentado. Se había enterado ahora que Edwin estaba comprometido para casarse y que si bien todavía no se había animado a comunicar a su padre sus nuevas intenciones, se las había arreglado para postergar el casamiento hasta Navidad, alegando que en esa época sería más alegre. Pero ella sabía que lo que esperaba era cumplir la mayoría de edad a fines de noviembre y entonces poder obrar como mejor le parecía. Celia le hablaba siempre dulcemente y llegó inclusive a permitir que la besara en los labios, lo que llenó de entusiasmo al joven, si bien ella no experimentó más que un ligero placer.
Su mirada se paseó por el cuarto y se detuvo en el lugar donde estaba escondida la Biblia. No la había tocado desde su primera conversación con Úrsula.
Se acercó a la ventana y levantó el tablón de madera. John encontraba consuelo, enseñanzas y hasta premoniciones en las páginas de ese libro. Agnes, la sirvienta protestante, también encontraba consuelo como así también todos los demás herejes condenados a la hoguera. ¿Qué inspiración obtenían en esas palabras como para poder tener el coraje necesario para sufrir la más terrible de todas las muertes?
Celia abrió al azar el libro enmohecido. Su escritura le resultaba bastante fácil de leer. Sus ojos se detuvieron en las palabras «virgen» y «viuda». Leyó detenidamente el séptimo capítulo de las epístolas de San pablo de los corintios y se quedó consternada al descubrir que el apóstol consideraba mucho más meritorias a las vírgenes y a las viudas que a las otras mujeres. Celia era virgen y viuda y no se consideraba precisamente bienaventurada. Prosiguió leyendo sobre gentiles y judíos. Nunca había visto un judío, pero creyó entender que gozaban de la gracia de Dios, no así los gentiles que eran objeto de continuas y severas críticas.
«Todo lo cual hago por amor del evangelio, a fin de participar de sus promesas». ¿Qué quería decir? «Amor». Indudablemente era indispensable encontrarlo primero antes de poder gozar de él. Y en cuanto al evangelio, quién sabe qué era lo que prometía. Celia decidió que no le gustaba San pablo.
Siguió hojeando y pasó a los evangelios. Se detuvo en el que narra la parábola de la higuera. Este no era el dulce y suave Jesús, el redentor y salvador que mencionaba en sus oraciones. Le dio la impresión de un hombre arrogante, desilusionado por su comida, y le hizo recordar una vez que su marido se enojó porque no le trajeron el plato que deseaba comer ese día. Había dado un fuerte puñetazo sobre la mesa, desparramando platos y cubiertos por el suelo. Comprendió que esa comparación era una blasfemia y se quedó helada. Colocó nuevamente la Biblia en su escondite y resolvió tirarla al río al día siguiente. No encontró ningún consuelo ni enseñanzas en sus páginas; los católicos tenían razón.
Se arrodilló en el reclinatorio de Úrsula sintiendo un gran arrepentimiento y balbuceó un padrenuestro. Cuando llegó a la última frase se detuvo asombrada. «Et ne nos inducas in tentaciones». ¿Por qué un padre lleno de amor por su hijo podía permitir que cayera en la tentación? ¿Por qué había que suplicarle que no lo permitiera?
Y en ese preciso momento y en ese cuarto frío, Celia renunció a Dios.
Dejaría de preocuparse por la religión. Se limitaría a cumplir con las demostraciones externas de rigor en ese momento, pero manejaría su vida como mejor le pareciera. Su propia voluntad y sus deseos serían sus guías. Todo el resto eran nimiedades y mentiras. Y no valía la pena sufrir por ello.
Se acostó en la cama junto a Úrsula, estrechó a su perrito entre sus brazos y se quedó dormida.
Dos días después, el diecisiete de noviembre, la reina Mary moría en el palacio de St. James y toda Inglaterra se sacudía.
Wat irrumpió a medianoche y sin ninguna clase de ceremonia en el dormitorio de los vizcondes de Montagu.
—Ya sucedió, milord —dijo jadeando—. Y he reventado un caballo para poder decírselo cuanto antes…
—¿Ha muerto? —musitó Anthony sentándose en la cama—. Que descanse en paz. No tuvo mucho en la tierra.
Magdalen se demoró un poco más en comprender.
—La reina ha muerto —repitió Wat—, y mejor será que se apresure en ir a Hatfield a jurar obediencia a la nueva reina. Todos los integrantes de la corte se lo pasaron yendo allí durante la última semana. Pero usted me dio que debía esperar. Como lo hice cuando murió el pobre rey Eduardo.
—Ah… —dijo Anthony—, pero ahora es muy distinto.
—Pobre reina. Fue una buena mujer, un verdadero modelo de piedad —dijo Magdalen—. Busque al mayordomo, Wat. Llame al sirviente de Sir Anthony. La campana del castillo debe comenzar a repicar y milord debe prepararse.
—¿Para qué? —dijo Anthony torpemente. Se sentía vacío. Perdido. Le había profesado un verdadero cariño a la infortunada reina. Pero esta cambió mucho después de las derrotas en Francia.
—¡Milord! —exclamó Magdalen sacudiéndolo—. ¡Despiértate! ¡Tienes que ir!
—¿Adónde? —dijo Anthony—. Oh, el funeral…
—¡No, mi querido, no! Eso será más adelante. Tienes que ir a Hatfield como todos los otros. ¡Apúrate antes que ella salga para Londres!
—¿Ir a ver a Elizabeth? —dijo Anthony con desdén—. Esa hipócrita bastarda.
Magdalen se bajó de la cama de un salto. Parecía una torre… fuerte, inexpugnable.
—Anthony Browne, te guste o no te guste, Elizabeth es tu nueva reina —dijo— y si te interesa ser el vizconde de Montagu y conservar tu cabeza sobre tus hombros, mejor será que te apresures a jurarle obediencia.
—Milady tiene razón, milord —dijo Wat pausadamente—. Después de todo, el pueblo entero está loco de alegría. Tienen finalmente a una inglesa auténtica como reina. Y que además es hija del rey Enrique.
—Quién sabe —dijo Anthony tenazmente—. La reina Mary no estaba tan segura. Ana Bolena era una ramera. Fue ahorcada por ese motivo. ¿Quién puede afirmar que la muchacha que vive en Hatfield tiene sangre real en su venas?
Magdalen lanzó una exclamación y agarrando a Anthony por un brazo, lo sacó de la cama a los tirones.
—Es la impresión lo que le hace decir esas cosas —dijo dirigiéndose a Wat—. Tráele un poco de hidromiel. Eso lo hará reaccionar. Nunca creí verte tan dudoso cuando es tan claro tu deber. Te acompañaría pero estoy embarazada de tres meses y dicen que es el peor momento. Piensa en tus hijos, en los que tienes y en los que yo te daré. ¿Te gustaría que quedaran huérfanos? ¿Desposeídos?
Anthony inclinó lentamente la cabeza. Se acercó a un taburete donde estaba su ropa limpia prolijamente doblada.
—No renunciaré a mi fe para satisfacer a esa p…, a la reina —dijo alzando el mentón.
—¡No te lo exigirá! —dijo Magdalen con gran seguridad—. Fue a misa en Richmond. Es inteligente y cuando tuve la oportunidad de verla me pareció que era amable y que estaba ansiosa por quedar bien con todos. Tú sabes bien cómo hacer para caerle en gracia. Anthony, tienes ese don —Magdalen rodeó con sus brazos el cuello de su marido y lo besó ardientemente.
Anthony se dirigió a Hatfield donde fue amablemente recibido. El pequeño palacio de ladrillos estaba repleto de cortesanos como le habían anunciado Wat. Cuando Anthony llegó a jurar obediencia a su nueva soberana, la encontró vestida de negro y rodeada por varios reconocidos protestantes, caídos en desgracia durante el reinado de Mary.
—Sabemos con cuánta devoción sirvió a nuestra querida hermana —murmuró con su enigmática sonrisa—. No tenemos ninguna duda sobre su lealtad, milord Montagu…
—Seré vuestro fiel servidor en todos los asuntos temporales —respondió Anthony mirándola a los ojos y agregando en un tono más amable—. ¿Qué hombre podría resistirse ante una dama tan encantadora?
Se dio cuenta que eso le había gustado. Elizabeth había aprendido a detectar la verdad en medio de tanta adulonería. Durante la velada en el castillo de Hatfield, le sonrió repetidas veces con gran amabilidad, pero lo destituyó del consejo privado y nombro encargado de las caballerizas reales a Robert Dudley. Resultaba evidente que Anthony no ocuparía ningún cargo oficial en el nuevo reinado. Volvió a Cowdray pocos días antes de Navidad igualmente deprimido como cuando se fue. Y por lo tanto no estaba de humor como para ser indulgente con las contrariedades que le esperaban en su casa.
Magdalen prefirió dejarlo tranquilo esa noche, sin importunarlo con malas noticias.
Al día siguiente, víspera de Navidad, Magdalen esperó hasta que su esposo se desayunara y recién después abordó los temas desagradables.
—Murió Lady Úrsula —le comunicó tranquilamente—. Ordené que la condujeran a la capilla, ya que pertenecía a tu establecimiento y había nacido en Cowdray.
Anthony se santiguó y murmuró:
—Requiescat in pace —luego agregó—: Qué pena, pero hacía tiempo ya que esperábamos este final. Hay un sitio para ella en la iglesia de Easebourne, cerca de su cuñado Sir Davy Owen. ¿Recibió los últimos sacramentos?
Magdalen meneó la cabeza y frunció el ceño…
—A menos que Celia… pero ni el doctor Langdale ni el padre Morton fueron llamados hasta el día siguiente a pesar que los dos se encontraban en casa. Celia reconoce que no hubo tiempo. No puedo comprender a esa muchacha, ni siquiera la he visto rezar junto al cajón.
—Debe estar muy perturbada seguramente —dijo Anthony—. Mandaremos decir misas por su alma; con toda seguridad esa pobre señora murió en estado de gracia. ¡Pero basta ya de funerales! Mañana festejamos el nacimiento de nuestro señor y debemos alegrarnos. ¡Organizaremos los entretenimientos de Navidad! —dijo Anthony con una mirada resplandeciente.
—Saldremos a cazar, será fácil seguir las huellas en la nieve. ¡Hace tanto tiempo que no empuño un arco! Tendremos actores y muchas diversiones. Edwin fue designado rey del desorden y se encargará de hacernos reír. Debo ver a Edwin en seguida, necesito que me ayude con unas tareas aburridas.
—Milord… —dijo Magdalen con muy pocas ganas de empañar su reciente euforia—. Milord, Edwin Ratcliffe se fue.
—¿Se fue? —Anthony la miró fijamente—. Yo no lo envié a ningún lado.
—Se fue a su casa, donde está en pugna con su padre. El señor Ratcliffe estuvo aquí dos veces. Es muy cruel. Abofeteó a los pajes. Y tuve la impresión de que estaba por pegarme a mí también.
Anthony se puso rojo de ira y asombro.
—¿El señor Ratcliffe? ¿Qué demonios pasó? ¿Qué es lo que sucede?
Magdalen lanzó un bufido de impaciencia.
—Bastante. Edwin se ha enamorado perdidamente de Celia. Jura que se casará solamente con ella.
—¡Pero si ha formalizado su compromiso matrimonial con la pequeña Anne Weston, está comprometido!
—Lo estaba. Rompió su compromiso el día que alcanzó la mayoría de edad. Los Ratcliffe afirman que se ha vuelto loco y basándose en esa presunción no le quieren entregar la herencia que le correspondía de su madre. ¡Qué lío!
Anthony tragó y lanzó un bufido como su mujer.
—Es la expresión correcta. ¡Esa Celia! Ya me ocuparé de ella y terminaré con este escándalo.
—No es tan fácil —dijo Magdalen sirviéndose otra tajada de pan y colocándole un arenque encima—. Está encerrada en su cuarto sumamente apenada, no quise ser muy ruda, aunque estoy segura que la muchacha ha alentado a Edwin, ¿pero qué podemos hacer con ella? Se me ocurrió que lo mejor sería enviarla a un convento, a Syon. Pero ahora lo cerrarán seguramente otra vez.
—En efecto —dijo Anthony frunciendo el ceño—. Ya lo han hecho. ¡Pero por dios! ¿Por qué no encontrará esa joven alguien conveniente? Conseguí librarme de ella una vez.
Magdalen asintió.
—Pero yo sigo teniendo cariño por Celia. Me da mucha pena… no podemos echarla, no sería de buenos cristianos.
Anthony, ¿no podrías hablar con el señor Ratcliffe y tratar de apaciguarlo? A lo mejor lo consigues y entonces se solucionaría el futuro de Celia.
—Bastante tengo con pensar en mi propio futuro, señora. Y no pienso arruinar la Navidad tratando de apaciguar a un padre furibundo ni defendiendo a un muchacho enamorado. Y en cuanto a Celia… ¡Mejor será que se mantenga lejos de mi vista! Si fuera un poco decente no se dejaría ver por lo menos hasta después que enterraran a su tía. Y no me importa un comido lo que suceda con ella después.
Magdalen no insistió en el tema.
Los festejos navideños de Cowdray no contaron con la presencia de Celia ni de Edwin. Este último seguía encerrado en su cuarto en el castillo de su padre, donde lo trataban como si hubiera tenido un ataque de locura. Celia pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto de Úrsula, urdiendo planes y esperando el momento oportuno para realizarlos. No estaba encerrada como una prisionera; en realidad Magdalen le había dicho que podía bajar al salón siempre y cuando se mantuviera alejada de Anthony, pero la joven o tenía ganas de participar en los festejos. Úrsula murió mientras dormía, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Celia. Esta recién se dio cuenta de lo sucedido cuando el cuerpo se enfrió. Sintió entonces una triste resignación a la que sucedió una intensa repulsión. Lo que estaba en la cama no era Úrsula Wouthwell como tampoco lo era el cadáver expuesto en la capilla. Úrsula se había ido para siempre y Celia no estaba tan segura de lo que le había sucedido a su alma, de la que tanto hablaban los clérigos. Sabía que había oraciones para los muertos, pero no las recordaba. Y de todos modos, ¿qué era realmente el objeto de sus rezos? Un vacío indiferente. Se alegró cuando se llevaron el desgastado cuerpo de su tía. Ahora tenía el cuarto solo para ella y su perrito. Había querido a Úrsula y también había querido a su madre. Ambas habían desaparecido. El amor también había desaparecido, perdiéndose en una antigua tristeza, persistente como el humo de las maderas viejas. Por lo tanto tendría que encender nuevos fuegos, fuegos ardientes capaces de brindar cierto calor antes que se extinguieran igual que los otros.
Durante esa semana de Navidad, Celia adquirió conciencia de ciertas inclinaciones latentes en su cuerpo. Se acariciaba los muslos, los pechos, masajeándolos con una pomada que encontró en un cajón de Úrsula, que la había fabricado para ahuyentar las polillas, pero que Celia usaba por el placer sensual que le brindaba.
Celia encontró en los cajones de su tía muchas cosas para realzar su belleza y sintió una gran alegría al percatarse que ahora eran suyas, como lo había dispuesto Úrsula en el testamento que escribió cuando Celia se fue a Lincolnshire.
Cambió totalmente la disposición de los muebles de su cuarto. Descolgó el crucifijo de Úrsula y colgó en su lugar un espejo que su tía adquirió cuando vivían en Southmark, y así, cuando se arrodillaba en el reclinatorio, podía ver su imagen reflejada en el vidrio empañado. En el fondo del arcón encontró el vestido de casamiento de Úrsula, cuidadosamente envuelto en unos lienzos amarillentos. El vestido de raso había sido blanco originalmente, pero con el correr de los años había adquirido un tono marfil. Las mangas largas teñían incrustaciones de brocado plateado, igual que el cinturón, pero ahora se habían vuelto negras. Sin embargo el delicado género no se había ajado. Celia se probó el vestido. Le quedaba grande, pues Úrsula había sido una mujer alta, pero la falda era lo suficientemente amplia como para poder agregarle un miriñaque; la bata podía achicarse y hacer más profundo el escote, los hilos de plata ennegrecidos volverían a brillar cuando los limpiara con alumbre.
Usaré este vestido para mi casamiento, pensó Celia que estaba decidida a casarse con Edwin. No estaba muy segura de cómo se las arreglarían para lograrlo, pues sabía que estaba encerrado en su casa como un prisionero, pero tenía la certeza que todas esas barreras se desplomarían por la fuerza de su voluntad. Ella y Edwin se habían encontrado muchas veces a escondidas en Cowdray, y habían conseguido convencerse que lo amaba. Por lo menos sentía una leve excitación con sus besos y estaba segura que él era su esclavo.
Daba por sentado que podría convencer a los dos obstáculos principales: Ratcliffe y Sir Anthony. Nunca más me desposeerán de lo que quiero, pensó. Pero debía esperar hasta después del funeral de su tía. Mientras tanto, se iría preparando.
Como primer paso, decidió no usar más la cofia de viuda, y reformar un vestido de terciopelo negro de Úrsula, dándose cuenta perfectamente bien que el terciopelo realzaba la belleza de su piel y felicitándose al no haber aceptado la sugerencia de Magdalen de enterrar su tía con ese traje.
El funeral tuvo lugar el veintisiete de diciembre y fue muy breve. El doctor Langdale rezó la misa pero le encargó a su asistente, el padre Morton que se hiciera cargo del entierro efectuado en la iglesia de Easebourne. Anthony y Magdalen asistieron a la misa, pero como era un día muy frío no se unieron al cortejo fúnebre. Celia lo encabezaba, seguida por un grupo de dependientes que habían conocido a Úrsula, y naturalmente por Wat Farrier.
—La va a extrañar, señora —dijo Wat—. Siempre recordaré lo bondadosa que era: la quería a usted de veras —le llamó la atención, igual que a Magdalen, lo distante y poco emotiva que parecía Celia—. Fue una suerte que usted pudiera estar presente durante su fin —agregó.
—Así es —dijo ella—. Me alegro de haber estado. Pero la muerte es realmente el fin, Wat. Creo que lo único que importa es seguir viviendo. Yo trataré de arreglármelas lo mejor posible y nunca miraré hacia atrás.
—Pero con toda seguridad rezará por la salud de su alma —añadió Wat confundido—, para poder sacar a su tía del purgatorio.
—¿Alguna vez has visto un alma, Wat? —le preguntó Celia con una pequeña pero decidida sonrisa—. ¿Sabes dónde queda el purgatorio?
Wat se sobresaltó. ¡Qué preguntas! Él no era un hombre sumamente religioso. Confesaba y comulgaba para Navidad y pascua y eso le parecía suficiente. Pero Celia tenía fijos sus ojos en él como si esperara una contestación a su pregunta.
—Nunca se me ocurrió pensar en ello —dijo mirando la lápida que indicaba el lugar donde estaba enterrada Úrsula—. Debemos tener un alma… así lo dicen todos los sacerdotes. Y en cuanto al purgatorio… —se mordió los labios y se acomodó su chaqueta de cuero—. Bueno —dijo algo incómodo—, nunca he visto a Jerusalén, ni he hablado con nadie que haya estado allí, pero sin embargo creo que existe.
—Jerusalén es un lugar de este mundo —dijo Celia—, pero me cuesta creer en otra vida más allá de este mundo.
—La mujer no ha sido hecha para pensar —dijo bondadosamente, y su lengua siempre ha sido un arma peligrosa. Guarde la suya en su vaina.
—Así lo haré —dijo Celia—, excepto cuando me haga falta para luchar.
Dio media vuelta y salió de la iglesia. Wat la siguió, algo sorprendido por su tono pero sin dejar de admirar su pelo dorado oculto parcialmente por su cofia de viuda. Celia se detuvo al llegar al portón mientras Wat lo abría.
—¿No tienes noticias de Simkin? —le preguntó.
Wat se sonrojó penosamente y un destello de ira iluminó sus ojos pequeños.
—No, desde hace años. Se escapó con un actor, destrozándole el corazón a su pobre madre. Se escapó vestido de mujer —agregó Wat entre dientes—. Potts lo vio cuando pasó por Midhurst del brazo de su amiguito Roland. No me gusta pensar en ello… mi pobre hijo… —Wat ahogó un sollozo.
Celia meneó tristemente su cabeza. Comprendía ahora lo sucedido mucho mejor que antes. Recordó la vehemencia de Simkin cuando paseó por primera vez en su yegua, recordó sus observaciones respecto al colorido de su vestido y su última exclamación:
—¡Dios te maldiga por ser mujer! —sin embargo siempre había existido cierta simpatía entre los dos. Pobre muchacho.
—Lo siento, Wat —dijo cariñosamente—. Pero por suerte tienes otros hijos y nietos para consolarte.
—Bah… —exclamó—. Una colección de flacos y llorones. Yo no soy capaz de quedarme sentado junto al fuego. Todavía no. Me gustaría embarcarme en una de esas expediciones que zarpan rumbo al nuevo mundo. He hablado con unos pescadores que dicen que más al norte todavía, hay unas tierras muy parecidas a Inglaterra.
Celia sonrió algo distraídamente. Las aventuras a tierras extrañas no le interesaban en absoluto. Estaba calculando cuidadosamente cuál sería el mejor momento y el mejor lugar para abordar a Sir Anthony, lo que constituiría el primer paso para el logro de sus fines. La noche de reyes, decidió, pues entonces estaría de mejor humor por el tradicional festejo. Le mandaré un mensaje a Edwin, pensó. En realidad ya había intercambiado mensajes con él. El pequeño paje que le habían asignado a Úrsula estaba perdidamente enamorado de Celia. Un primo de él era uno de los sirvientes de la mansión de las Ratcliffe. Celia lo había sobornado enviándole con el paje, unos chelines que encontró en el bolso de Úrsula.
El duodécimo día después de Navidad cayó una gran helada. Los árboles y cercos brillaban como si estuvieran cubiertos de diamantes.
El aire era seco y tonificante. Disipó bastante el frío húmedo que invadía los numerosos salones de Cowdray adornados con ramas de muérdago, guirnaldas hechas con hojas de hiedra, ramas de ciprés y abetos.
Celia recuperó su alegría con el buen tiempo. Estaba tan agitada como el día que fue a ver a la bruja del mar. Durante toda la mañana no cesó de tener anuncios de buena suerte. Estornudó fuertemente antes que Robin, el joven paje, le trajera el desayuno. Un poco después, cuando se acercó al armario, una araña le cayó sobre la cara y al asomarse por la ventana vio una carreta cargada con pasto y tirada por dos bueyes, uno de ellos blanco, y el otro colorado como una remolacha.
Esta sucesión de buenos presagios disipó un malestar pasajero. Antes hubiera ido a la capilla y le habría rezado unas cuantas canciones a su santo patrono, implorándole que la ayudara ese día para conseguir que se cumplieran sus aspiraciones. Pero el desprecio que John Hutchinson sentía por las «imágenes talladas» había dejado su marca en ella. Cualquiera de las dos religiones era una tontería, parecía un juguete que se disputaban unos niños malos. Yo no quiero tener nada que ver con ese asunto, pensó Celia y desenvolvió el traje que Robin le había traído de contrabando.
El baile de los bufones era el último entretenimiento con que se cerraba el ciclo de Navidad. La costumbre se remontaba a muchos años atrás, cuando los de Bohun eran dueños de Cowdray, y esa tradición fue mantenida por Anthony.
Celia había visto el baile en varias oportunidades, cuando su madre la llevaba desde Midhurst y espiaban desde la entrada del castillo junto con los otros habitantes del pueblo, y también cuando Úrsula la llevó a vivir Cowdray y tuvo oportunidad de ver la fiesta desde el interior de la gran mansión. Esperaba poder repetir los pasos de baile y confiaba que no se notara la presencia de otro bufón entre la numerosa concurrencia. La tradición exigía que hubiera doce bufones, uno por cada mes del año y por cada día que había pasado desde Navidad. Su identidad era secreta. Eran jóvenes elegidos por el rey del desorden. Los bufones se vestían con los trajes que usaban los bufones de la corte en los días de Eduardo tercero, y que se guardaban desde entonces en los arcones de los altillos de Cowdray.
Celia ya estaba vestida a la caída de la tarde. El capuchón de color le llegaba hasta la cintura y disimulaba sus pechos. Había llenado los cuernos con aserrín y cosido cascabeles en sus puntas. Los calzones cortos de colores eran lo bastante anchos como para ocultar sus caderas. Se fabricó una máscara con pergamino, dibujándole una cara de payaso triste y agrandando bastante los agujeros de los ojos. Robin le consiguió una vejiga de un cerdo y la ató a un palo. Se puso unos guantes de cuero para ocultar su anillo de casamiento. Estuvo a punto de sacárselo, pero al recordar lo contento que había estado Sir John el día que se lo puso, sintió cierto resquemor. Qué tontería, pensó luego. John está muerto y ella aseguró que nunca más recordaría el pasado. Bueno, dentro de poco tendría otro anillo.
Bajó a su cuarto y se puso a mirar por la ventana que daba al patio. Estaban encendiendo una gran fogata junto a la fuente, y a lo lejos, hasta en la colina más distantes podía verse el resplandor de la fogatas que se encendían para desanimar a las brujas, espíritus malignos y al diablo en persona, que podrían animarse a aparecer alentados por los licenciosos festejos.
Los doce bufones estaban ya reunidos junto al portón de entrada. Celia se acercó al grupo sin que nadie lo advirtiera.
Anthony apareció en el portal, siguiendo la ancestral costumbre y en voz bien alta exclamó:
—¡Bienvenidos, señores bufones! ¿Quieren alegrar con sus bailes a los señores de Cowdray?
Los bufones sacudieron las vejigas atadas a los palos y respondieron:
—¡Así lo haremos si tú nos obedeces durante esta noche!
Anthony se inclinó en una profunda reverencia:
—Serán losamos del castillo… ¡Gaudeamus igitur!
Se hizo a un lado mientras los bufones hacían sonar los cascabeles y saltaban. Luego entraron trotando uno detrás del otro hasta llegar al gran salón de los ciervos. Magdalen, elegantemente vestida de brocado verde y dorado, bajó de la tarima para saludarlos.
Anthony y Magdalen se quedaron abajo de la tarima que estaba ocupada ahora por el rey del desorden. Estaba ataviado parte como rey y parte como obispo. Tenía una mitra resplandeciente obre una coronita hecha con hiedra dorada. Su traje era una casulla bordada, pero sujetaba un cetro en su mano. Estaba tan borracho, que la consabida bienvenida que debería haberles dado a los bufones fue solamente un murmullo incoherente.
Anthony rio nerviosamente, golpeó sus manos y exclamó:
—¡Prosigan!
Había llegado el momento temido por Celia. El baile empezaba cuando las seis parejas se saludaban con una reverencia y luego daban vueltas tomadas de la mano, sacudiendo sus cuernos y haciendo gestos amenazadores con las vejigas de cerdo. Un participante extra sería advertido instantáneamente, y sabía que Anthony no perdía detalle alguno de toda la ceremonia. Se las arregló para esconderse detrás de uno de los que estaban disfrazados de caballo y a pesar que el salón estaba iluminado por cientos de bujías, pudo encontrar una mancha de sombra.
Durante el siguiente movimiento, los bufones debían realizar una serie de piruetas individuamente, y Celia aprovechó la ocasión para unirse a ellos, tropezando de vez en cuando, pero copiando todos sus movimientos, y girando con ellos al compás de los tambores. Al poco rato el baile se transformó en lo que Celia esperaba. El grupo se deshizo y cada uno de sus componentes se mezcló con los espectadores, golpeando sucesivamente a unos y otros con la vejiga de cerdo y exclamando detrás de sus máscaras:
—¡Ven conmigo, pobre tipo, ahora llegó el momento de expiar las culpas!
En breves momentos, la mayoría de los concurrentes habían sido golpeados por lo bufones y se habían unido a ellos; precedidos por los músicos, pasaron del gran salón a la capilla donde cometieron toda clase de irreverencias. Los bufones saltaban y bailaban por el recinto, uno de ellos corrió sobre el altar y le hizo pito catalán al crucifijo. Otro golpeó a la estatua de St. Anthony en la cabeza. Otro hizo pis en el agua bendita y salpicón con ella a los invitados; otro se trepó a una columna y luego de besar en la boca a la imagen de la virgen, le hizo un gesto obsceno que fue festejado con entusiastas risas por toda la concurrencia.
Anthony y sus capellanes contemplaban parsimoniosamente la escena. Anthony había bebido mucho más que de costumbre, se había olvidado de sus preocupaciones y marcaba con el pie el ritmo de la música; disfrutaba al sentirse desposeído esa noche de su título de vizconde de Montagu, y las faltas de respeto hacia él y hacia el sagrado recinto se explicaban como una liberación momentánea de toda clase de limitaciones.
Se dio vuelta al oír una voz irónica que decía a su lado:
—Esto es realmente interesante, milord, es una verdadera saturnalia. A decir verdad, los ingleses conservan las tradiciones paganas con una gran fidelidad.
Anthony refunfuñó, enfadado por la interrupción. Había invitado al Maestro Julian a para las Navidades en Cowdray cuando se encontró con él en el triste banquete que tuvo lugar después del funeral de la reina Mary. Se alegró al ver aparecer al médico el día anterior, ya habían llegado numerosos invitados y uno más sería igualmente bien recibido, pero no le gustó la observación.
—No soy ningún milord esta noche —respondió Anthony ásperamente—. Y el baile de los bufones ha sido una costumbre cristiana durante siglos. La reina anterior, Dios la tenga en su santa gloria, la alentaba entusiastamente.
—Da vero, da vero… en verdad —dijo Julian sonriendo—. Estaba haciéndole un cumplido, mi amigo ¡Este espectáculo me parece fascinante! —retrocedió discretamente al ver acercarse al más pequeño de los bufones.
El bufón golpeó a Anthony en el hombro con la vejiga de cerdo y susurró:
—Ven…
Anthony estaba encantado pues había recuperado su buen humor.
—Por supuesto que te seguiré, buen bufón —dijo—. ¿Adónde iremos?
El bufón agitó sus manos cubiertas con unos guantes negros y señaló uno de los corredores.
El baile de la capilla ya había terminado, los músicos avanzaban hacia las cocinas, guiando detrás de ellos la alegre procesión de bufones y los invitados a los que estos habían golpeado. Antes que la velada terminara, recorrerían todo el castillo, librándolo de ese modo, que le resultaba comprensible al mismo diablo, de toda clase de encantamientos. Los capellanes se encargarían de santificar a Cowdray a la medianoche, agitando sus incensarios y rezando las oraciones correspondientes a la celebración de la epifanía.
El pequeño bufón meneó negativamente la cabeza cuando Anthony se dispuso a seguir a los demás, y lo tironeó del brazo.
—¡Caramba! —dijo Anthony ahogando una risa—. Este parece bastante impertinente, pero debo obedecerle, —siguió las indicaciones de la mano enguantada con gran entusiasmo y luego de subir por la enorme escalera, entraron a un pequeño salón que Anthony usaba como cuarto de trabajo. En su interior había un escritorio de madera tallada, dos sillas y una estantería repleta de libros y anales del castillo.
Tenía nada más que una puerta, como que en realidad era solamente una especie de nicho adjunto a la gran galería.
El bufón instaló a Anthony en una silla y cerró la puerta con llave.
—¿Qué es esto, querido bufón? —dijo Anthony riendo pero ligeramente preocupado—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Obediencia, como lo prometiste —dijo el bufón arrancándose el capuchón y la máscara.
Anthony se quedó boquiabierto.
—Cielo santo… —susurró—. ¡Pero si es Celia!
El pelo rubio de la joven le caía hasta la cintura. Su cara era de una belleza sorprendente. Y como sabía que en ese cuarto, que había elegido deliberadamente, no había mucha luz, se había pintado los labios de rojo y sombreado sus párpados. La transformación era impresionante y Anthony sintió un escalofrío en su espalda. Le costó un poco comprender por qué uno de los bufones se había transformado en una mujer tan atractiva.
—Soy Celia, en efecto —dijo ella lanzando una carcajada—. Y usted ha jurado obedecerme —se acercó un poco más a él, permitiéndole observar la curva de sus pechos y las puntas de sus pezones bajo su fina camisola de lana.
—¿Qué quieres de mí? —musitó dificultosamente. Se incorporó ligeramente en su silla y la tomó por la cintura—. ¿Esto es lo que quieres, mi pequeño demonio? Ah…, es una noche mandada hacer para satisfacer nuestros apetitos.
—No —dijo ella, escabulléndose de su mano—. No quiero decir que me desagrades, todo lo contrario, pero estoy segura que tú no eres un hombre capaz de deshonrar a Lady Maggie… ¡Ni de violar a una virgen!
Él pestañeó y sus manos se aflojaron súbitamente. Sacudió la cabeza para despejarla de los efectos del alcohol y la lujuria.
—Virgen —dijo—. ¡Señora, te estás riendo de mí! ¿Quién es la virgen?
Ella suspiró y dijo:
—Yo soy virgen —a pesar de la luz titilante pudo ver su sonrisa maliciosa—. Soy virgen —repitió tranquilamente—. Sir John era impotente.
Anthony se echó atrás sin poder apartar su mirada de Celia y aceptó gradualmente la verdad de lo que esta le decía, sintiendo luego un poco de remordimiento.
Todos los años que había pasado con ese viejo mercader de Lincolnshire… un matrimonio estéril al que él había contribuido a sentenciarla.
—Pobre pequeña —dijo con una voz muy suave—. Cúbrete otra vez con el capuchón, hace bastante frío en este cuarto. ¿Qué quieres de mí, Celia?
—Que disponga de mi casamiento con Edwin Ratcliffe —dijo ella—. Usted puede hacerlo, milord… una palabra suya al señor Ratcliffe será más que suficiente. Usted tiene el poder para ello.
Anthony se sentó. Su mirada pasó del encantador rostro de la joven a sus manos poderosas apoyadas sobre el escritorio. Sí, él tenía poder suficiente como para decidir este pequeño asunto, si bien había perdido otros mucho más importantes con la muerte de la reina Mary. ¿Y por qué no? La unión no era tan despareja. Celia era una representante de la familia de Bohun, la viuda de un caballero meritorio. Era preciosa y evidentemente el joven la quería. Es verdad que no tenía ni un céntimo, pero, pensó Anthony con su acostumbrada generosidad, él podía proveerle de una pequeña dote. Entonces el señor de Ratcliffe se ablandaría.
—Juré obedecerte cuando eras un alegre bufón, mi querida —dijo sonriendo—. Y no puedo hacer menos por una estupenda mujer.
Celia corrió hacia él, se arrodilló y le besó la mano.
—¿No está enojado conmigo por la broma que le hice?
Anthony le acarició su pelo resplandeciente.
—Fue una broma muy divertida y que demuestra tu inteligencia. ¡Edwin es un joven afortunado! Y ahora Celia, vístete como corresponde a una dama y únete a nosotros en el salón. Mañana tendrás ocasión de comprobar cómo cumplo con mis promesas.