Capítulo dieciséis
La reina Elizabeth fue coronada el 15 de enero, fecha elegida por el doctor John Dee de cuerdo a meticulosos cálculos con su horóscopo. Dee cayó en desgracia durante el reinado de Mary, pasó inclusive una breve temporada en la torre al sospechárselo cómplice de Elizabeth. Pero su pronóstico y el de Julian, resultaron exactos. Mary murió, Elizabeth heredó la corona y recompensó a su nuevo astrólogo real con numerosas promesas, pocas de las cuales llegaron a materializarse.
La nueva reina parecía inclinarse a fomentar la lealtad con puras esperanzas.
Julian di Ridolfi no recibió idénticos favores. Se separó de Dee después de su casamiento, y al morir la reina Mary el médico Italiano se encontró con que estaba siendo alejado de la corte en una forma sutil pero decidida. Igual a lo que le pasó a Anthony, sitien los motivos eran diferentes.
Elizabeth sabía que la popularidad de que gozaba entre sus súbditos se basaba exclusivamente en que era inglesa cien por ciento, y decidió seguir los mismos pasos que su infortunado hermano con respecto a los extranjeros. Había aprendido unas cuantas cosas durante la dominación española.
El casamiento de Julian fue breve y poco feliz. Las propiedades de su mujer no resultaron ser tan maravillosas ni tantas como lo creyó en un primer momento y además al poco tiempo Gwen, a pesar de su juventud y belleza, sufrió largos períodos de melancolía, en los que se pasaba hablando consigo misma en el dialecto galés. Al cabo de un año Julian se vio forzado a reconocer en ella síntomas de demencia. Probó todos los remedios que conocía, pero sin éxito. Llegó a consultar inclusive al conde de Pembroke, quien le dijo que en esa rama de la familia Owen había habido varios casos de locura.
Para gran alivio de Julian, Gwen no tuvo hijos y cuando el conde le participó que el padre de su esposa creía ser un perro y vivió en una perrera, decidió no compartir más el lecho conyugal. Durante el año mil quinientos cincuenta y seis, Gwen se enfermó con varicela y murió poco tiempo después. Todo lo que le quedó a Julian era una ruinosa casa en Londres, unos terrenos áridos en gales y un amargo recuerdo que trató de endulzar con los escritos filosóficos de Marco Aurelio y séneca.
Se encontró con Anthony y Magdalen durante los funerales de la reina Mary y sintió gran pena al enterarse de la muerte de Lady Úrsula. Se mostró encantado cuando lo invitaron a Cowdray para estar presente para el parto de Magdalen. Sabía que en el supuesto caso que la joven tuviera algún inconveniente, sus conocimientos eran muy superiores a los de una partera común. Se alegró también con la perspectiva de volver a ver a Celia, que estaba radiante de felicidad y muy tranquila.
Anthony había conseguido solucionar todos los inconvenientes que impedían el casamiento con Edwin, cuya fecha ya se había fijado para el diez de abril. El señor Ratcliffe había sido fácil de convencer y Edwin pasaba la mayor parte del tiempo en Cowdray desde que se dio por terminado su encierro. El casamiento se celebraría en la capilla, un poco antes que se cumpliera el tradicional año que debía esperar una viuda para poder casarse, pero Magdalen, con su típico sentido práctico y siguiendo el ejemplo de su marido, se interesó vivamente en los preparativos y decidió que se anticipara la fecha para poder asistir ella a la ceremonia.
La primavera no se demoró en llegar ese año. Las primeras golondrinas volvieron a sus nidos, las plantas y árboles comenzaron a brotar. El aire se hizo más tibio y fragante. Unos corderitos recién nacidos brincaban junto al río. La presencia de la primavera despertó esa ancestral sensación de alegría en todos los habitantes de Cowdray, desde sus señores hasta el último peón de cocina.
Celia rebosaba de felicidad. Todo lo que había deseado que pasara se estaba convirtiendo en realidad y sin necesidad de haber tenido que invocar a los santos, ni rezar oraciones. Asistía a misa correctamente, pero cerraba sus oídos a todas las palabras en latín. Se sentía fuerte, triunfante y aislada. Recibía a Edwin cariñosamente cada vez que lo veía, sin negarle besos ni palabras de amor. Lo olvidaba cuando él volvía a su castillo. Jugaba con su perro, cabalgaba en su yegua y aprendió cazar con un halcón.
Edwin la llevó a comer a su casa para que conociera a su padres. Cautivó rápidamente a su futuro Suegro, tal como Edwin lo había imaginado, por su formalidad, miradas recatadas, su gran vélelas realzada por el vestido de terciopelo negro, las ponderaciones que hizo de la casa, sus muebles, el parque y los ciervos, pero la señora Ratcliffe no se mostró tan entusiasmada. Era una mujer algo antipática y desconfiada.
—Esa mujer es demasiado bonita —dijo vivamente a su marido—. Manejará a Edwin por la nariz. No le confiaría ni el dedo meñique. Ya sé que milord Montagu le ha dado una generosa dote. Sé también que es su protegida, pero no entiendo por qué. No es pariente suya. Te lo aseguro, aquí hay gato encerrad. No sería la primera vez que un gran señor despide a su amante cuando le conviene.
Su marido, que estaba acostumbrado a sus desconfianzas y rezongos, los ignoró olímpicamente y se limitó a decirle:
—Cuida tu lengua, mujer.
Había decidido entregarle la herencia a Edwin y en cuanto a los Weston… mala suerte. Tendrían que buscar un nuevo marido para la pequeña Anne.
El jueves anterior a su casamiento fue un día lluvioso. Celia estaba en compañía de Magdalen y sus damas, en el pequeño saloncito privado, adonde era ahora bien recibida. La vieja amistad se había renovado. Magdalen estaba próxima a dar a luz y se sentía pesada. Estaba instalada en su confortable asiento lleno de almohadones. Su vientre era muy prominente, a pesar de ser ella una mujer tan grande y lo acariciaba frecuentemente, deleitándose con las pequeñas patadas que lo sacudían. La más joven de sus damas de compañía tocaba una triste melodía en su laúd, la otra cortaba fajas y pañales. Celia cosía unas tiras de encaje que le había regalado Magdalen en el vestido de novia de Úrsula, para reemplazar las viejas y manchadas. En el cuarto reinaba la paz. Hasta la misma Celia podía apreciarlo. Soy feliz, pensó. Todo está bien.
Se sorprendió por tanto al experimentar un estremecimiento, como si se tratara de una advertencia. Muy parecido a lo que le pasó esa vez en su cuarto en Lincolnshire, oyó nuevamente unas voces. Parecían mezclarse con el ruido del agua en las canaletas de plomo del castillo. Oyó una voz de mujer, sollozando de pena.
—¡Sir Arthur! —decía—. ¡No puedo soportar esto! Parecía tanto mejor y ahora está empeorando visiblemente no me importa lo que diga Akananda. Y en cuanto a Richard, sigue todavía encerrado en ese cuarto. No quiere comer. La señora Cameron está tan asustada. Se lo pasa escuchando por la puerta cerrada y dice que no hace sino desvariar sobre el pecado mortal y esos tontos Simpson. ¿Qué les pasó a esos dos? —la voz se quebró—. Es trágico… trágico. Una voz aparentemente masculina murmuró algo en respuesta y luego se hizo nuevamente silencio.
Celia dejó la aguja y miró alrededor del cuarto, desconcertada más que asustada. La voz angustiada no se parecía a la de Úrsula, era más nasal y su entonación muy distinta. Sin embargo se encontró pensando en ella. Pero todos los nombres mencionados por la mujer no tenían significado alguno.
Magdalen tomó un trago del jarabe hecho con garra de león y recetado por Julian. Miró a Celia y lanzó una carcajada.
—¿Qué le pasa, querida? ¿Pasó una sombra sobre tu tumba?
Celia se estremeció y rio a su vez.
—Debo haber estado dormitando, es una tarde somnolienta. Me pareció oír una voz de mujer, sumamente triste y quejumbrosa.
—Bah… —dijo Magdalen—, seguramente era una vaca que llamaba a su ternero.
—¡Mira los perros! —dijo Celia azorada.
El perrito de Celia y el lebrel favorito de Magdalen habían retrocedido al rincón del cuarto más alejado de Celia y estaban parados con las patas rígidas y aullando lastimeramente.
—A lo mejor han visto un fantasma —dijo Magdalen persignándose seriamente—. En Naworth había muchos fantasmas. Pero no eran malos. No he visto ninguno aquí. Por supuesto que tú debes poder verlos por tu sangre Bohun —bostezó profundamente y agregó—: Me recostaría un ratito si no fuera que mi señor llegará esta tarde de Londres. Hay tanto alboroto con los cambios en el parlamento y las modificaciones que ha inventado su majestad.
—¿Cambios? —dijo Celia tranquilizándose al ver que el perrito se había acercado nuevamente a sus pies.
—La reina quiere retroceder a los tiempos del rey Enrique, o mejor dicho, de Edward. Misa anglicana, libro de oraciones, comunión bajo las dos especies. Quiere ser el jefe de la iglesia. ¡Está loca! Puras tonterías para contentar a los comunes. Aunque debo reconocer que es más hábil de lo que yo suponía.
Celia no estaba interesada en todo eso. Había renunciado a cualquier clase de religión esa noche en el cuarto de Úrsula. ¡Qué se pelearan todo lo que quisieran! Ella no percibía ninguna amenaza a su propia tranquilidad, cualquiera fuera la decisión que tomara la reina.
Los Ratcliffe eran católicos, pero se vendrían rápidamente a cualquier compromiso como sin duda alguna lo haría también Anthony. Celia recordaba perfectamente lo desilusionada que se sintió con motivo de la visita del rey Edward a Cowdray. Cuando desmantelaron la capilla y obligaron a esconderse al capellán.
El capellán. El hermano Stephen. Pensó en él tranquilamente, con cierta tristeza, como si hubiera muerto hacía mucho tiempo. Las sensaciones que había experimentado, inclusive esos breves momentos de amor prohibido en la antigua abadía, pertenecían a otra mujer.
A una chiquilla tonta. Agarró nuevamente la aguja y comenzó a coser pensando resueltamente en Edwin. Dentro de tres días sería su esposa. Un buen muchacho. Un muchacho alegre, amable y lleno de condiciones… su único defecto era que la quería tanto que a veces la cansaba.
Pero sabía por experiencia, que ese defecto pasaría con el tiempo. Y luego vendrían años felices, niños, una casa espléndida, mucho más grande y lujosa que Skirby Hall. Y estaría cerca de Anthony y Magdalen. Sería recibida en Cowdray a la par de sus dueños. Sintió una oleada de gratitud hacia Edwin por su cariño. Recuperó su felicidad perturbada solo momentáneamente por esa voz fantasmal de una Úrsula que no era Úrsula. No sintió ninguna clase de presentimiento ni premonición. Cuando la más joven de las damas de compañía comenzó a cantar una canción acompañándose con el laúd, Celia se unió al canto con su voz firme y clara. Magdalen canturreó un poco y bostezó otra vez.
Fue el último día de paz para Celia.
Anthony llegó muy tarde. La lluvia había cesad, pero el barro lo había demorado. Se sentó a comer en gran silencio. Comían en el pequeño comedor privado en el primer piso, al que Celia había sido recientemente admitida, como así también Julian y ambos estaban presentes esa noche.
Magdalen no pudo dejar de advertir el abatimiento de su marido a pesar de lo abstraída que estaba por su propio estado.
Anthony comió y bebió sin pronunciar una sola palabra.
En un momento dado la puerta se abrió y entraron sus hijos, los pequeños Anthony y Mary, que se arrodillaron para recibir la bendición paterna. Anthony los miró seriamente y dijo:
—El señor los bendiga —acarició luego sus cabezas y los despachó.
—Muy pronto tendrás otro hijo —dijo Magdalen tratando de animar el ambiente—. Y por la fuerza con que patea presumo que será un varón.
—¿Así lo crees…? —dijo Anthony esbozando una sonrisa—. Que Dios lo ayude entonces, pues no tendrá nadie en este mundo que lo haga.
Julian que lo había estado observando, comprendió la situación mejor que las mujeres y sintió mayor curiosidad que ellas.
—¿Aprobaron el juramento de supremacía, milord? —preguntó pausadamente—. ¿La reina ve ahora la cabeza de la iglesia?
Anthony levantó su copa y la dejó nuevamente sobre la mesa. Miró a Julian.
—Así es. La reina Elizabeth se ha convertido en su santidad el papa —se encogió de hombros y rio amargamente—. Yo fui el único que se opuso. Yo, vizconde de Montagu, único opositor entre los cuarenta y tres pares, rechazó esa monstruosa modificación.
Magdalen dejó escapar un gemido.
—Solamente tú —susurró—. Anthony… no debiste hacerlo. ¿Qué pasó con los otros nobles católicos. Arundel, Norfolk?
—Todos votaron afirmativamente —dijo Anthony entre dientes.
Su mujer se puso pálida y sus pecas se hicieron más evidentes.
—¿Pero y los obispos? —interpuso Julian que consideraba que el peligro era mucho más grande de lo que lo suponía Magdalen.
Anthony refunfuñó y se encogió otra vez de hombros.
—¡Oh los obispos! Votaron negativamente pero no les servirá de mucho… ¡Cuando estén en la torre!
Magdalen repitió:
—En la torre… —con un tono horrorizado—. ¡Oh, Anthony, qué te impulsó a votar en contra de la reina! Te pusiste tan en evidencia. ¿No podías engañarla o quedarte callado?
—Pude haberlo hecho… y fue lo que quise hacer… —reconoció Anthony lentamente—. ¡Pero fue culpa de ese monje testarudo!
—¿Quién… qué monje?
—El hermano Stephen. Se pasó toda la noche convenciéndome. Como si estuviera expulsando un demonio. Me exhortó. Fustigó mi conciencia. Me dijo que la maldición de Cowdray recaería sobre todos, que moriríamos quemados y ahogados si yo no defendía esa posición. Dijo que era la única forma de evitar el castigo por el terrible pasado de mi padre al apoderarse de las abadías de Easebourne y Battle.
Se hizo un largo silencio que fue quebrado finamente por Julian.
—Por lo visto nuestro buen amigo Stephen se ha vuelto tan persuasivo como un jesuita. Lo felicito por su valentía, milord. ¿La reina está muy enojada con usted?
Anthony frunció el ceño.
—Creo que sí, pero no la he viese. Ese zalamero Cecil me abordó en la mañana de ayer. Me dio a entender que su majestad estaba muy disgustada, pero que gracias a la estima que su padre tenía por el mío y el afecto que ella sentía por mi persona, no me impondría ningún castigo por el momento.
Magdalen suspiró con alivio.
—Te dije que tenía un corazón bondadoso y que no era una protestante en realidad.
—Tal vez —dijo Anthony—. Sin embargo me envía fuera del país. Debo ir a España para ver a Felipe y cumplir con una misión absurda inventada por ella para alejarme. Debo recuperar la orden de la jarretera.
Magdalen empalideció nuevamente y se pasó la lengua por los labios. Recordó el día en que la reina Mary le otorgó a Felipe la orden de la jarretera. Miró luego a su vientre, en el que el niño se movía violentamente.
—¿Cuándo…? —preguntó—. ¿Cuándo debes partir, señor? ¡Dios bendito, que no sea antes de que nazca este pequeño!
—Espero que no —dijo Anthony meneando la cabeza—. Cecil me dio un mes para hacer mis preparativos. Pobre mujer, no te aflijas tanto. Es mejor que la torre, de la que muy pocos salen con vida.
Magdalen no estaba muy convencida. El largo viaje por el mar le parecía bastante peligroso. Y además, se daba cuenta que a Anthony no le disgustaba tanto la idea del viaje, que prometía ser una aventura excitante. Su temor se convirtió en una explosión de ira.
—¡Dios maldiga a ese monje entrometido dondequiera que se encuentre! ¡No tenía ningún derecho a presionarte, ojalá estuviera aquí para poder decirle lo que pienso!
Anthony esbozó una sonrisa y le dijo unas palabras al sirviente que rondaba detrás de su silla. El hombre se inclinó y desapareció detrás de una tapicería.
—Creo que puedo satisfacer tu deseo, señora —dijo Anthony—. Ojalá todos fueran tan fáciles.
Celia había escuchado con gran preocupación y se sintió aliviada al enterarse que Anthony no se iría antes de su casamiento. Pero súbitamente comprendió el verdadero significado de su última frase. Su corazón dio un salto y sus manos se empaparon de sudor.
—No… —susurró—. No, no quiero… —se puso tiesa y se agarró fuertemente de la mesa con sus manos al ver entrar a Stephen.
—Benedicite —dijo este tranquilamente. Miró a Magdalen que no podía ocultar su sorpresa y agregó—: Milady, comprendo muy bien los motivos que usted tiene para odiarme. Y con la ayuda de Dios espero poder mitigar su disgusto.
Celia no pudo levantar la cabeza. Su voz profunda y sonora se abrió paso por conductos largo tiempo olvidados y cuando llegó a su pecho desató tal conmoción que la hizo estremecer. Julian, que estaba sentado al lado de la joven, la miró de soslayo y vio que tenía los nudillos blancos por la fuerza con que se aferraba a la mesa. Per bacco, pensó, ¿será posible que todavía le dure? Meneó su cabeza y miró a Stephen. Bello, beluomo! Alto y de espaldas anchas que su hábito no lograba disimular. Debía de tener más de treinta años, sin embargo su cara morena y delgada no había cambiado, con excepción quizás de sus ojos castaños. Reflejaban mayor seguridad, e inclusive un dejo de humor. Su boca parecería sensual en cualquier otro hombre. Sus labios gruesos y rubicundos estaban separados de su nariz larga y recta por una profunda hendidura. Cuando el monje sonreía, como lo hacía en esos momentos mirando a Magdalen que a todas luces estaba calmándose, la boca se contraía en las comisuras, la seriedad desaparecía y era reemplazada por un tranquilo encanto. Julian pudo percibir bajo las apariencias externas una fuerza viril. La virilitá, pensó, dura como la piedra, ardiente como las llamas. Este hombre nunca debió haber sido monje… sin embargo… Julian hizo una pausa y se reprendió a sí mismo. Tuttavia e realmente dedicato. Dedicación, una rara y sorprendente cualidad, y que él había perdido durante los gratificantes años que pasó en la corte. No había puesto los pies en el hospital St. Thomas ni había realizado ninguna clase de experimentos desde que se separó de John Dee. Estaba poniéndose viejo, cansado y afecto a trabajos fáciles como el que le esperaba en Cowdray.
Se sobresaltó al oír su nombre.
—¿Conoce al Maestro Julian, verdad hermano? —dijo Magdalen.
—En efecto —respondió Stephen sonriendo—. Me curó una vez de la mordedura de una rata. Dios lo guarde, señor, tiene muy buen aspecto.
—Y quizás haya conocido también a Lady Hutchinson —prosiguió diciendo Magdalen, que comenzó a comprender por qué su marido había sido fácilmente persuadido por este monje alto y solemne.
Celia se había recostado tan atrás en su silla que Stephen solamente vio la cofia de viuda y supuso que era una de las damas de compañía de Lady Montagu. Empezó a murmurar un amable saludo. Pero Celia alzó entonces la cabeza.
Sus ojos se encontraron en una mirada larga y fulminante.
Los labios de Stephen se estremecieron, inspiró tan hondo que Julian sintió una especie de latigazo que agitaba el aire con la fuerza de un trueno. Advirtió el temblor que sacudía a Celia. ¡Dios mío!, pensó, todos tienen que darse cuenta de lo que está pasando, están devorándose mutuamente con sus miradas. Y entonces tiró súbitamente su copa de vino.
El pequeño accidente y la rápida intervención de un sirviente para secar el líquido, le dieron tiempo a Stephen para reaccionar.
—Ah, sí —dijo sentándose en la silla que le ofrecía Magdalen—. Conocí a la señora Celia cuando era capellán de milord.
Celia no podía pronunciar una sola palabra. Seguía aferrándose al borde de la mesa. Se sintió mareada y con náuseas.
Magdalen y Anthony, demasiado preocupados con sus problemas particulares no advirtieron nada. El efímero recuerdo de lo acontecido años atrás en la abadía le pareció demasiado remoto y trivial a Anthony como para relacionarlo actualmente con ellos. Stephen había pasado mucho tiempo en Francia y bastante tiempo también en la abadía benedictina de Westminster en calidad de asistente del abad Feckenham, en la actualidad era un hombre tan accesible y tan recto que Anthony había aceptado su pronunciamiento. Y en cuanto a Celia, parecía muy contenta de casarse el domingo con el hombre que había elegido. Jamás se le pasó por la cabeza que este encuentro podría resultar embarazoso. Los caprichos juveniles aparecían y desaparecían con idéntica rapidez. Había otros asuntos mucho más importantes.
—Stephen —dijo—. ¿Me acompañarías a España como confesor? Me haces falta. Sabes hablar latín y francés, y no te costará mucho aprender español. Es un viaje inútil. Pero tú fuiste responsable en parte y tal vez la reina me perdone si consigo tener éxito.
El joven monje meneó la cabeza.
—Tal vez… —dijo—. Sería un pasatiempo agradable, pero existen otras formas más seguras para poder servir a mi religión. Y si bien han suprimido otra vez las abadías, el abad Feckenham sigue siendo mi superior. Tiene otros planes para mí.
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó Anthony enojado—. Querrá que lo acompañes a la torre adonde sin duda alguna va a ir a parar. ¿De qué le servirá eso a tu religión?
—Quizás sea la torre —dijo Stephen ruborizándose—. Pero por el momento ha decidido mandarme a Kent, a casa de Sir Christopher y Lady Allen que tienen gran necesidad de un capellán y que se lo han solicitado directamente.
Celia se estremeció. Miró nuevamente a Stephen, pero luego bajó su mirada. No podía dejar de temblar.
—¡Los Allen! —exclamó Anthony—. No me digas que son esa pareja vulgar y adulona que vinieron a Cowdray durante la visita del rey Edward. ¡Cielo santo! ¿Y nuestra pobre reina lo nombró caballero? Su mujer es odiosa. Lo siento, Stephen, olvidé que es parienta tuya, pero ese no es motivo suficiente para que te encierres en un lugar ordinario y lejos de todos. Feckenham no sabe lo que hace. Pues si todo lo que quieres es ser un simple capellán, puedes volver aquí en cualquier momento.
—Aquí ya tienes dos capellanes, milord —dijo Stephen—. Ellos le servirán mucho mejor que yo. Son sumisos. Conozco sus antecedentes. Mi superior me envía a una casa donde no hay la menor sospecha de herejía. Y debe ayudarse a las pocas familias de ese tipo que aún quedan en Inglaterra.
—El buen hermano tiene razón, milord —dijo Magdalen suavemente— y debe obedecer a su conciencia, como tú lo hiciste gracias a él.
—¡Bah! —dijo Anthony, pero asintió de mala gana—. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte con nosotros? Así podrás ayudarme a preparar mis papeles como antes. Mi secretario es un tonto.
—Tengo quince días de licencia —dijo Stephen lentamente—, pero quería ir a Medfield para visitar a mi hermano Tom.
—¡Pues bien! —dijo Magdalen—. ¡Podrá asistir al casamiento de Celia el domingo! ¿Verdad que te gustaría, querida? Como el hermano es un antiguo amigo…
Stephen respondió rápidamente antes que Celia pudiera abrir la boca.
—Tengo que irme de aquí el sábado, pero le deseo toda clase de felicidad a Lady Hutchinson.
Celia lanzó un gemido y las velas se oscurecieron y giraron a su alrededor. Se desmoronó súbitamente y hubiera caído al suelo si Julian no se apresura a sujetarla.
—Un pequeño mareo —dijo Julian al oír el grito de alarma de Magdalen—. Una indisposición estomacal pajera. Hace mucho calor aquí y me pareció que comió la carne demasiado rápido —mojó con vino la servilleta y la colocó debajo de la nariz de Celia—. Le hace falta una sangría. La haré inmediatamente.
—Estoy bien —musitó Celia—. No es nada —se sentó bien derecha y miró nuevamente a Stephen—. Creo que las novias se desmayan fácilmente —dijo con una risita ahogada—. ¿No es así, hermano Stephen?
Él no pudo responderle, pero Magdalen se apresuró a manifestar.
—Es bien cierto. Yo me desmayé varias veces poco antes de mi casamiento. Puede instalarse en el cuarto azul mientras esté con nosotros, hermano Stephen.
—Muy amable de su parte, milady, pero tengo ganas de volver a mi antigua cabaña de St. Ann’s Hill, si usted me lo permite. Un recuerdo nostálgico.
—Está desmoronándose —objetó Magdalen—. No es nada abrigada. Pero en fin —dijo al ver su obstinación—, le enviaré un paje con un colchón de paja nuevo, unas cuantas velas y un jarro de cerveza. Me parece que es lo menos que puedo ofrecerle.
Stephen se inclinó y le dio las gracias y solicitó permiso para retirarse pues quería rezar las oraciones de la tarde en la abandonada capilla de St. Ann’s. Vendría a trabajar con Anthony a la mañana siguiente. Los bendijo a todos, evitando mirar a Celia.
—Es un buen sacerdote —acotó Magdalen entusiastamente—, por más que se parece a Bonnie Black Will, el hombre más mujeriego y el mejor guerrero de toda la frontera…
—Milady Maggie —le interrumpió Celia—, estoy algo mareada todavía. ¿Podría retirarme a mi cuarto…? —se levantó y salió casi sin darle tempo a Magdalen para contestar.
—No, carina, no mi povera ¡No! —pensó Julian mirando a Celia. Se levantó para seguirla. Había dicho que le haría una sangría. Podría detenerla, pensó, cualquiera que sea su descabellado plan. Podría detenerla. Pero el mullido almohadón de su silla era tan cómodo… y no había terminado aúnese delicioso bocadito de mazapán que tanto le gustaba. A demás en ese preciso momento entró el juglar de Anthony y comenzó a cantar «da bel contrada» un madrigal Italiano que el propio Julian había introducido en Cowdray. Se recostó contra su asiento para disfrutar de la canción.
Celia corrió escaleras abajo, cruzó el vestíbulo y salió al patio. Vio a Stephen caminando a grandes trancos hacia la entrada del castillo. Corrió y logró adelantársele, obligándolo a detenerse.
—Stephen, tengo que hablar contigo. Es preciso. Dios mío, nunca imaginé que me sentiría otra vez así. Qué tormento, qué angustia.
Él alzó el mentón y clavó su mirada en el precioso rostro iluminado apenas por las antorchas del patio.
—No tenemos nada que decirnos.
—Sí. ¡Lo vi en tus ojos! Tengo que hablar contigo. Solamente hablar… —tartamudeó—. Necesito tu consejo. Iré más tarde a St. Ann’s Hill.
—¡No! —exclamó él con voz grave—. Lo prohíbo. ¡Déjame en paz, Celia! —la empujó a un lado y avanzó con paso rápido, casi corriendo hasta el gran portón envuelto en la oscuridad.
Celia se quedó parada en silencio.
—Tengo que hablar con él —musitó—. Tengo que verlo a solas. No hay nada malo en ello. ¡Dios bendito, ayúdame! —apretó los labios con fuerza al oírse hacer esa instintiva súplica. ¡Qué tontería!
Recobró su lucidez y se puso a pensar con fría determinación.
Entró a la cocina y al poco rato encontró a Robin, el pequeño paje. Le hizo señas para que se acercara.
—¿Qué paje está encargado de llevarle las provisiones al hermano Stephen, ese monje forastero que vive en St. Ann’s Hill?
Robin la miró con adoración y dijo que inmediatamente lo averiguaría. Volvió a los pocos minutos diciéndole que los sirvientes acababan de recibir la orden, pero que le habían dicho que él podía hacerse cargo si quería.
—Muy bien —dijo Celia acariciándole la mejilla—. Trae a mi cuarto el jarro de cerveza. Quiero probarlo antes que lo beba el buen hermano. No tiene que estar demasiado amarga.
Robin asintió. No se le ocurrió preguntarle por qué. Y le llevó a su cuarto el jarro lleno hasta el borde de una espumosa cerveza, y se quedó esperando en el pasillo junto a la puerta, mientras Celia la cerraba con llave y revisaba el contenido de su arcón. Encontró el frasquito que le había dado la bruja del mar, prolijamente envuelto en una vieja sábana de hilo que había traído de Skirby Hall.
Celia, respirando agitadamente, sacó un carbón apagado del brasero. Apartó la paja que cubría el piso y dibujó una estrella de cinco puntas sobre los tablones de madera, tal cual le había enseñado Melusine. Colocó el frasquito en el centro del pentágono.
—Istareth —repitió tres veces mirando el frasco. Una vez terminada la invocación, tomó el recipiente y volcó su contenido en el jarro de cerveza. Abrió la puerta y le dijo a Robin—: Está bien.
Él inclinó la cabeza y agarró el jarro.
—Querido Robin —dijo ella—. Mi pequeño y dulce muchacho, eres un gran consuelo para mí.
Él se sonrojó y le besó la mano helada. A pesar de su extrema juventud advirtió la extraña mirada de Celia. Sus enormes ojos resplandecían como el zafiro del anillo de Lady Montagu.
—¿Se siente bien, milady? —balbuceó.
—Sí, sí —respondió ella con impaciencia—. ¡Vete de una vez!
Sabía que debía esperar un rato hasta que cesara todo el bullicio del castillo y hasta que Stephen terminara sus oraciones y bebiera la cerveza. Se quitó su traje de viuda, arrojó la cofia a un rincón y se puso el vestido de novia. Se soltó el pelo, que cayó sobre sus hombros como una cascada dorada. Se miró en el espejo y pellizcó ligeramente las mejillas para no estar tan pálida. Destapó un pequeño frasco de plata que le había reglado Edwin, diciéndole que le encantaba el perfume de los claveles y que esperaba que lo usara el día de su casamiento. Se perfumó los brazos y el cuello.
—Istareht… —dijo riendo. La risa le sonó algo extraña, como si fuera otra persona la que reía. Miró durante un intente a la cama que había compartido con Úrsula. Estaba vacía y su colcha de brocado no tenía una sola arruga, tal como la había dejado la sirvienta esa mañana. Su perrito estaba acostado a los pies de la cama, con la cabeza apoyada sobre sus patas, mirándola fijamente, pero no intentó seguirla, como siempre lo hacía, cuando se puso su capa negra. Se quedó inmóvil, mirándola sin pestañear.
Celia se colocó el capuchón, tratando de ocultar lo más posible su cara. Salió del cuarto, corrió escaleras abajo y salió al patio. Había perdido ya toda cautela y cuando el guardián de la entrada le dio con ciertos titubeos:
—¿Qué pasa, señora? ¡Es muy tarde para salir! —no le contestó, dejándolo que pensara lo que quisiera. Corrió por el pasto hasta llegar al pequeño puente sobre el Rother. Cruzó el río y trepó por el sendero que conducía a St. Ann’s Hill hasta llegar a las ruinas de la fortaleza de los Bohun. Una vela ardía en la cabaña. Robin ya había estado allí.
La puerta estaba cerrada pero no tenía puesto el cerrojo. Stephen estaba parado junto a la puerta de la pequeña capilla con la cabeza inclinada y sujetando el breviario en su manos.
Ella dejó caer la capa y se adelantó lentamente, tendiéndole los brazos.
—Celia… te prohibí que vinieras… —exclamó él. El libro cayó al piso de tierra—. ¿Qué demonios es ese vestido? ¡No me mires de ese modo! —se cubrió los ojos con una mano y murmuró—: María beata… miserere mei.
—Ah… —dijo Celia dulcemente—. Ella no está aquí ahora —señaló la pared medio derruida donde antes estaba colgado el cuadro de la virgen—. Así es como quiero mirarte, Stephen y el vestido que tengo puesto es mi vestido de novia que he decidido usar en tu honor. Y solamente para ti.
—¡Dios! —exclamó él—. ¡Dios mío, por qué habré vuelto a Cowdray!
—Casi no has probado la cerveza —dijo ella mirando rápidamente el contenido del jarro—. Beberemos juntos la copa del amor. Aquí tienes, mi querido.
Ella bebió un trago y le acercó el recipiente a los labios. Él lo rechazó.
—No te quiero —exclamó—. No te deseo. Olvidé esa pasión hace mucho tiempo. Cuando volvía a Marmoutier y me confesé todo al abad me sentí feliz. Usé el cilicio y me azoté. Celia, he jurado fidelidad a Dios y a ella. Lo único que conseguiríamos sería un horrible castigo si cometiéramos un… un pecado tan horrible.
—¿Ah, sí? —dijo ella—. Pero no rehusarás beber por el éxito de mi matrimonio, por lo menos, no puedes ser tan grosero, hermano Stephen —señaló el camastro y agregó—. Tampoco creo que rehagas mucho daño a tu alma sentarte a conversar un rato conmigo. Estoy cansada. Sabes que me sentí mal durante la comida.
—Así es —dijo él al cabo de un momento—. Y lo siento. No quiero ser descortés contigo —había recuperado su tono de voz habitual. Se sentó cuidadosamente al lado de ella, bien al borde del camastro y bebió un buen trago de cerveza—. A tu salud y a la de tu novio. Rezaré por los dos —miró fijamente en dirección a la pared.
—Te lo agradezco —dijo Celia—. Qué rico olor hay aquí. El colchón está relleno con pasto fresco y tomillo. ¿Percibes el perfume que me he puesto? —se inclinó hacia él—. El perfume de claveles que infunde una lánguida tranquilidad al corazón… ¡Stephen, mírame!
Él se dio vuelta lentamente, contra su voluntad. Los ojos de Celia estaban llenos de lágrimas. Unas gotas cristalinas brillaban en sus mejillas. Sus labios rosados temblaban como los de un niño. Él había resistido su voz, su perfume, sus atractivos femeninos, pero las lágrimas lo tomaron por sorpresa.
—No, querida, no llores —susurró. Sus brazos se levantaron por sí solos, la atrajo hacia él y besó su cara húmeda. Besó suavemente su boca, que se abrió suavemente bajo la suya.
Al poco rato ambos yacían desnudos sobre el camastro. Ella habló solamente una vez.
—Un amor tan maravilloso no pude ser malo.
Él no escuchó. La última barrera cayó y dejó abierto el paso a una oscura oleada de triunfo.
Un dulce fuego consumió a ambos, hasta que finalmente se quedaron inmóviles, apoyando ella la cabeza en el hueco de su hombro. Los trinos de alondra saludaron al amanecer. Se levantó un poco de viento que hizo crujir las hojas nuevas de las bétulas. La campana de la iglesia de Midhurst repicó llamando a los fieles para la misa de las seis.
—Dios mío… —dijo Stephen. Se apartó de ella y lanzó un quejido.
—No, mi amor… no te alejes —dijo ella lastimosamente—. Ahora que por fin somos una sola persona, como debió haberlo sido desde el primer día en que nos conocimos aquí en St. Ann’s Hill… recuerda como nos sentíamos aún en esos lejanos días.
—No puedo pensar… —prorrumpió él, sin embargo recordaba muy bien cuando ella se paró junto al cuadro de la virgen y él había encontrado cierto parecido entre ambas; qué disgusto tuvo. Y pensar que ahora había traicionado nuevamente a su Madre celestial.
Se levantó del camastro de un salto, cubrió con el hábito su cuerpo desnudo y corrió afuera, hasta el grupo de robles que se alzaban detrás de la capilla. La luz de la mañana se reflejaba sobre los troncos oscuros. Un aligera niebla se alzaba del colchón de hojas caídas el año anterior. Se quedó allí parado, tieso como los troncos de los árboles, mirando sin ver los nuevos brotes que asomaban entre las hojas.
Un zorzal saltó entre las ramas de un arbusto próximo a Stephen; ensayó tímidamente unos gorjeos y luego arremetió con su canto en el que los campesinos creían oír siempre la misma pregunta.
—¿Lo hizo? ¿Lo hizo? Seguro que lo hizo.
Stephen alzó su vista hacia donde estaba el pájaro.
—Tienes toda la razón —dijo. Lanzó una carcajada y pegó un fuerte puñetazo al tronco de un árbol. El zorzal agitó la cola y se voló. El familiar del diablo se ríe de mí, pensó Stephen. El diablo habitaba en este bosque donde los druidas se reunían para realizar sus ceremonias. Le pareció que algo se movía detrás de un viejo roble retorcido. Algo negro y colorado con pequeños cuernos y una boca con una sonrisa horrible que dejaba entrever sus colmillos. Stephen miró atentamente, pero solo vio un tronco mutilado de un viejo olmo, partido en dos por un rayo años atrás. Me estoy volviendo loco, pensó. Se acercó al pozo de agua que estaba lleno gracias a las lluvias de esa primavera. Se mojó la cabeza y el cuello.
Su mente se despejó, su terror desapareció, lo único que sentía era un embotamiento cargado de trágicos presagios.
Volvió a la cabaña. Celia estaba acurrucada y desnuda igual que como él la había dejado; al verlo entrar lo miró asustada.
—Debes irte, mi querida —dijo él cariñosamente—. Esperemos que no hayan notado tu ausencia en el castillo. Inventa alguna excusa. Yo me iré hoy mismo.
—¡No! —exclamó ella aterrada y pesa de una gran desesperación. ¡No puedes irte! ¡No puedes dejarme otra vez más! ¡Ya no es posible!
—¿Y qué otra cosa pretendes? —preguntó él—. Con el tiempo serás muy feliz en tu nueva vida con Edwin Ratcliffe.
—¿Y tú? —inquirió ella—. ¿Podrás ser feliz en tu nueva vida? ¿Podrás olvidar esta noche?
Él meneó la cabeza.
—Yo no pretendo ser feliz. Cuando me sienta capaz de rezar otra vez, lo haré para pedir misericordia, perdón. Nuestro amor carnal…
—¡Amor carnal! —interpuso ella indignada—. ¿Eso es todo lo que representa para ti? ¿Eso es todo lo que soy yo para ti?
Ella advirtió un destello en su mirada y notó también que se mordía los labios como reprimiendo las palabras.
Acarició tiernamente el reluciente mechón que cubría en parte su pecho izquierdo pero retiró súbitamente la mano.
—¡Vete, Celia!
—Me iré —dijo ella. Se sentó y se puso primero la enagua y después su vestido de novia—. Esto no puede ser el fin para nosotros. No lo permitiré. ¡Podría odiarte, si no fuera que te amo, Stephen Marsdon!
Él no la vio salir de la cabaña. Se sentó sobre el camastro, ocultando la cara entre sus manos, su cabeza inclinada permitiendo ver el blanco reflejo de la tonsura en su pelo oscuro.
Julian se despertó el viernes a la mañana de muy mal humor. Tenía acalambradas todas sus articulaciones y sentía un dolor agudo en la parte de atrás de los ojos. Tenía varios remedios en el arcón pero no se sentía con fuerzas como para levantarse y buscarlos. Cuando el sirviente le trajo el desayuno, ya había desaparecido el débil sol que brillaba esa mañana temprano, y soplaba en cambio un fuerte viento del oeste que trajo nuevas lluvias. Corrientes de aire helado se colaban por las rendijas de su ventana.
—Clima sporco —dijo Julian enojado cuando entró el sirviente.
—¿Cómo dijo, señor? —preguntó el hombre sorprendido—. ¿Le hace falta algo más?
—Me limitaré a observar que este es un clima inmundo —dijo Julian masajeándose los dedos hinchados—. Este cuarto está tan frío como una tumba. ¡Enciéndeme un fuego!
El hombre meneó la cabeza.
—¡Pero si es abril! No tengo orden de encender las chimeneas de las habitaciones en abril… no sé…
—Tráeme madera y leñitas, gran tonto —exclamó Julian—. Quiero por lo menos un pequeño fuego.
—¿Solamente un pequeño fuego? —el hombre no parecía muy convencido. Salió del cuarto refunfuñando.
Sancta María, pensó Julian, cubriéndose los hombros con las frazadas, soñando con el sol de Italia, ansiando con una pasión que ninguna otra cosa podía despertar en él ahora, un clima cálido. No bien Lady Montagu diera a luz y él se juntara con las diez monedas de oro que esperaba recibir, trataría de vender las miserables propiedades que había heredado de su mujer y volvería a su país. ¿A Florencia? No, hacía mucho frío en el norte. ¡Iría al sur, bien al sur! Calabria, Sicilia, ¿qué importaba si no encontraba ningún patrón rico?
Podría tirarse al sol y morirse de hambre o si no tal vez podría mendigar.
—Signori, gentile signor… per pietá!…
Oyó que golpeaban a la puerta y pensó con alegría que el sirviente había conseguido por lo visto un poco de leña.
—¡Adelante!
—Exclamó y sufrió una gran desilusión al ver entrar a Celia.
—D-discúlpeme, Maestro Julian —dijo la joven intimidada por su cara de furia—. Pregunté dónde quedaba su cuarto… —tragó y se interrumpió.
—¡Chiaro! Por supuesto… ¿Pero por qué?
—Yo… este… yo pensé que usted podría… que usted querría… ayudarme. No tengo a nadie más a quien recurrir. Como siempre demostró cariño por mí… —su voz se esfumó.
Julian se incorporó y la miró de mala gana. ¡El típico egoísmo de la juventud! Y de la belleza. Pero su belleza había experimentado un cambio apenas perceptible: había perdido ese halo de inocencia.
Los enormes ojos azules estaban rodeados por ojeras oscuras; su boca parecía magullada; su cuello tenía una marca colorada que él reconoció inmediatamente. Había hecho marcas semejantes en muchos cuellos jóvenes y esbeltos hacía muchos años.
—El monje, seguro —dijo con fastidio—. Pobre tipo… y no vale la pena que te molestes en confesarme tu lujuria. Es inútil pues no me interesa en absoluto.
Ella se puso colorada como un tomate y dio un paso hacia atrás.
—¡No es eso, no es lujuria! —exclamó—. ¡Es amor, Maestro Julian, amor! ¿Le cuesta tanto entenderlo?
—Ah, sí —dijo encogiéndose ligeramente de hombros—, una sensación sumamente agradable, pero sin duda gozarás también de ella con Edwin. Él tiene que ser más ducho en el asunto. No cuentes a nadie más tu aventura de anoche. Las mujeres hablan demasiado.
Celia lo miró con tal expresión de horror, que Julian se olvidó de los dolores que afligían a su cuerpo. Un recuerdo viejo y enterrado tiempo atrás afloró nuevamente a su memoria. Esa confusa sensación de culpa… esto sucedió otra vez… bajo los olivos… y las columnas de mármol blanco… súplicas y negativas.
—¡Es amor, es un verdadero tormento… no puedo vivir sin él! —musitó Celia en un ahogado susurro—. Me va a abandonar otra vez, Maestro Julian, y eso no podré soportarlo. Y sin embargo, él me ama, él tiene que amarme, le hice tomar el polvo que me dio la bruja del mar —se dejó caer de repente sobre un banquito y ocultó la cara entre sus manos.
—¿Qué hiciste? —preguntó Julian—. ¿Qué le diste?
Le relató con frases entrecortadas, la visita a Melusine, el pentágono, las palabras mágicas, el polvo hecho con la raíz de la mandrágora. La más poderosa de todas las hierbas, pensó Julian, los testículos del diablo, como la llaman los árabes. Sin embargo a juzgar por la forma en que se miraron Celia y Stephen, no creía que fuera necesaria ninguna clase de hierba. Las pasiones humanas pueden crear suficiente magia negra sin tener que recurrir a pociones especiales.
No era un hombre de muchos escrúpulos y su ética se basaba en los algo olvidado principios involucrados en el juramento hipocrático, sin embargo sintió miedo. Miedo por ella, miedo por él mismo.
—¿Qué te dijo esa bruja cuando te dio el polvo? —le preguntó gravemente.
Celia levantó la cabeza pero su mirada fue más lejos que donde estaba Julian.
—Que si mi corazón era puro, que si lo amaba solamente para… para ayudar a mi marido… que en ese caso no sería peligroso —habló con una voz monótona como un niño que repite una lección de memoria.
—¿Y fue así como lo hiciste?
Ella meneó la cabeza lentamente.
—¿Usaste entonces la mandrágora solamente para aumentar tu lujuria? ¿O la usaste para… para… bueno, para lograr la felicidad para el hermano Stephen? ¿Fue ese tu motivo?
Él vio que sus ojos azorados se volvían impenetrables e inexpresivos.
—Lo quiero —dijo ella—. Es lo único que importa.
Julian suspiró.
—¿Y si es lo único que te importa, por qué vienes a molestarme?
Celia se restregó las manos.
—Llámelo a Stephen. Dígale, explíquele, que podemos huir al continente europeo. Podríamos casarnos. En Alemania los sacerdotes pueden casarse. Y también en suiza. Puede seguir siendo un sacerdote. Lo único que tiene que hacer es renunciar a sus absurdos votos de benedictino.
Al cabo de un rato de silencio, Julian dijo:
—Estás exigiendo un poco demasiado, Celia. Y por lo visto no comprendes al hombre que crees amar. Piensas solamente en tu persona. Y yo estoy cansado. Dentro de unos días se te pasará todo este loquero y te casarás como se debe. Ahora vete, y si encuentras algún sirviente en tu camino, pídele que me traiga leña.
Su rostro tenso adquirió una expresión de angustia; sus grandes ojos claros lo miraron reprobadoramente.
—A usted no le importa absolutamente nada de lo que pueda pasarme a mí a Stephen. Y pensándolo bien, ¿por qué habría de importarle? Sin embargo yo creía… me pareció. Imaginé que usted estaba tratando de ayudarme… en sueños… una especie de sueño en el que yo estaba muriéndome… corría un serio peligro.
—Mi querida niña —dijo Julian con impaciencia—, está agotada. Ayer por la mañana estabas muy alegre. Te oí cuando reías junto a Lady Montagu mientras discutían respecto a la decoración de la capilla para tu casamiento. Puedo asegurarte que los desgraciados arrebatos a los que te entregaste anoche son solamente una locura pasajera. Pronto lo olvidarás.
—¿Eso es lo que cree? —dijo Celia con un tono tan tajante y desusado que Julian parpadeó. Ella agarró su falda negra, esbozó una reverencia y salió del cuarto diciendo—: Ordenaré que le traigan más leña.
Julian sintió una mezcla de ira y consternación. Un comportamiento absurdo, infantil. Qué ridiculez pretender que él se entrevistara con el monje que con toda corrección había decidido alejarse. Y la insolencia de pretender mezclarlo en un sórdido asunto que sin duda llegaría a oídos de los Montagu y que no sería precisamente beneficioso para él. Necesitaba urgentemente esas monedas de oro. Qué locura perder tantos años en un lugar tan extraño.
¿Qué bicho le había picado? Una fuerza que no lograba comprender. Por su mente paso rauda como una centella, una cita de Platón. «En cada sucesión de vida y muerte te comportarás y sufrirás como te correspondería en el lugar de tus semejantes…». Julian se había deleitado antes con la certeza de Platón respecto de la trasmigración, sobre cómo cada alma elegía su vida… algo al mismo tiempo melancólico, ridículo, absurdo… cómo la experiencia de una vida anterior constituía generalmente la guía para elegir una nueva existencia.
¿Sería esa realmente la contestación? Julian consideró la posibilidad durante un momento. Y olvidándose luego del dolor en sus articulaciones, sacó de su cofre una vieja libreta en la que había escrito durante los años que estuvo en Padua, ciertos preceptos que habían llamado la atención de su mente juvenil. Recordaba una de Francesco Guicciardini, un historiador florentino que frecuentaba la corte de Alessandro Medici. Julian revisó las páginas hasta encontrar la cita: «lo que haya sucedido en el pasado o suceda en el presente, se repetirá durante el futuro, pero los nombres y apariencias de las cosas estarán tan desfiguradas, que únicamente el que posea una clara visión podrá reconocerlas, saber cómo comportarse de acuerdo a ellas…».
Posiblemente… pensó Julian con cierto disgusto, posiblemente. Al final de la página tropezó con un pasaje en latín perteneciente a San Gregorio Nacianceno que escribió en el siglo tercero: «es absolutamente necesario que el alma se recupere y se purifique. Si esto no se logra durante la vida terrenal, debe conseguirse durante las vidas subsiguientes».
—Vidas futuras —pensó Julian. Qué perspectiva fatigosa. Volver nuevamente a la tierra para luchar, desilusionarse, sufrir y desesperar.
—¿Cui bono? —dijo en voz alta, levantando la cabeza y mirando los pequeños vidrios unidos con plomo y totalmente empañados.
«Y así, desposeídos finalmente de toda voluntad propia, de cualquier ambición, el alma se une a dios».
—¿Quién le dijo semejante cosa, cuarenta años atrás en Padua?
Julian recordó una cara muy morena bajo un turbante. Ojos negros como aceitunas. ¿Era un árabe? Julian se esforzó por recordar el nombre del sujeto y lo que le había dicho en una mezcla de latín y un rudimentario Italiano. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no advirtió que entró al cuarto un sirviente y que diligentemente se dedicó a encender un pequeño fuego.
Mientras miraba las llamas totalmente abstraído recordó el nombre del sujeto: ¡Nanak! Un ruidoso chisporroteo del fuego volvió a Julian al momento actual. No tenía ganas de seguir pensando en el pequeño hombrecito pero no pudo evitar recordar una frase suya: «ten cuidado con lo que ambicionas», le había dicho Nanak, «pues eventualmente lo conseguirás».
Julian insistió con sus preguntas respecto a otras vidas hasta que finalmente Nanak, con gran tolerancia y condescendencia por la impertinencia del joven se había dignado contestarle:
—A veces, y siempre que tenga como fin el bien del alma, uno recuerda ciertas cosas. Puede servir para evitar un mal a otras personas o corregir viejos errores. Tienes ciertas aptitudes para ello, pues de lo contrario no te habría dirigido la palabra. Pero recuerda siempre lo siguiente: los que han conseguido llegar tan lejos como tú lo has hecho, deberán sufrir una pena por lo pecados de omisión comparable a la de los actos de violencia.
Julian se sintió desilusionado entonces. Le pareció que esa admonición era puro palabrerío y sin trascendencia alguna. Perturbado por tantos recuerdos, se puso de pie y se acercó al fuego para calentarse las manos. Quiero un clima cálido, mucho sol y no pienso esperar a una dudosa vida futura para conseguirlo.
Se quitó la ropa y se vistió elegantemente con uno de sus trajes nuevos, mientras oía las campanas de la torre que daban las onces. No faltaba tanto para la hora de almorzar. Desgraciadamente era viernes y los piadosos Montagu jamás comían carne los viernes. Pero quizás podría deleitarse con una exquisita carpa rellena. Se le hizo agua la boca ante tal perspectiva.
Celia no se presentó durante el almuerzo y nadie notó su ausencia. Julian supuso que debería estar almorzando con los Montagu en el otro piso y se alegró de que no estuviera allí. Podía olvidar así su histérica visita.
Celia tampoco se presentó a la hora de la comida. Y su ausencia habría pasado inadvertida, a no ser por Edwin Ratcliffe que había cabalgado hasta Cowdray para ver a su prometida.
Los Montagu lo recibieron cordialmente y enviaron a un paje en busca de Celia. El paje resultó ser Robin y cuando reapareció al cabo de un rato bastante largo, tenía el ceño fruncido y su cara imberbe reflejaba preocupación.
—No puedo encontrarla, milord —dijo inclinándose ligeramente sobre una rodilla—. He buscado por todas partes… y su yegua también ha desaparecido.
—¿Su yegua tampoco está? —dijo Anthony haciendo un esfuerzo por concentrarse en la joven. Tenía muchísimas cosas que discutir y arreglar con Magdalen antes de viajar a España.
—Mucho me temo que se ha ido, milord —dijo Robin ahogando un sollozo—. Sus arcones están vacíos y ha dejado a su perrito, como así también una nota dirigida a usted.
Anthony frunció el ceño y tomó el trozo de pergamino que le tendía Robin. Leyó su contenido que decía lo siguiente:
—Milord. No puedo casarme con Edwin Ratcliffe. Le ruego que me olvide y me perdone. Celia. Robin debe hacerse cargo de mi perro.
Anthony releyó la nota y luego se la pasó a su mujer.
—¿Qué demonios quiere decir? —Magdalen leyó el contenido y se quedó boquiabierta—. La chica debe estar loca —dijo—. Su mente está alterada. Qué molestia. Pero estoy segura que debe tratarse de una broma. Posiblemente lo que quiere es que Edwin salga en su busca.
—Tras lo cual le entregó la nota a Edwin.
El joven la leyó y un lamentable rubor coloreó su rostro. No podía articular sonido. El pergamino temblaba en su mano.
—La pequeña zorra —dijo Anthony, sintiendo gana de reír. Recordó su actuación la noche de la víspera de reyes y el violento deseo que había conseguido despertar en él—. Yo encontraré a tu prometida, Edwin —dijo ahogando una risita—, si tú no tienes el coraje para salir de cacería.
Magdalen miró inquisitivamente a su esposo. Últimamente este había tenido varias ausencias inexplicables. La noche anterior, sin ir más lejos, había desaparecido durante dos horas aduciendo inconvenientes intestinales. Pero como ella era una mujer realista e inteligente, no había hecho hincapié en el asunto, sitien no perdía de vista a una joven que trabajaba en la posada. Pero la sombra de una nueva sospecha se interpuso en su profunda amistad con Celia.
—Ratcliffe puede buscar a su prometida por sí solo —dijo fríamente.
Miró a Anthony con tal vehemencia que este respondió rápidamente:
—Sin duda. Por supuesto, es lo que debe hacer sin pérdida de tiempo —se sintió herido ante la sospecha de su esposa, ya que en lo que concernía a Celia era totalmente infundada.
—Iré a buscarla… —dijo Edwin fríamente—. No comprendo… parecía estar enamorada, pero nunca tuve plena seguridad.
—Vamos, vamos —interpuso Magdalen vivamente—, no te dejes amilanar. Estoy segura que encontrarás a la pícara joven. Y debe considerarse muy afortunada por haberte conseguido. ¡Apúrate! Con esta lluvia no debe haber ido muy lejos.
Edwin saludó con una reverencia y salió arrastrando los pies.
Su terrible humillación no lograba disimular la certeza de que Celia había desaparecido de su vida tan súbitamente como había irrumpido en ella, siete meses antes. Semejante a los cohetes que habían iluminado el cielo durante la coronación de la reina. Una vez apagados los brillantes destellos, solo le quedaba un pelo chamuscado en la mano. Su entusiasmo se desvaneció casi por completo al recordar las advertencias de su madre y la triste cara de Anne Weston al saberse repudiada.
Edwin montó su caballo y titubeó un momento considerando el rumbo que podía haber tomado Celia. Nunca había conocido sus pensamientos íntimos. Aflojó las riendas, espoleó al caballo y se dirigió hacia el camino de Petworth que conducía a su castillo.
Los Montagu se quedaron solos en su saloncito privado. Anthony se encogió de hombros y ante la mirada requisitoria de su mujer le dijo:
—No tengo nada que ver con los caprichos de Celia, mi querida. Lo juro por Dios.
Magdalen suavizó su mirada, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla.
—¿Y entonces por qué ha huido… suponiendo que haya huido…?
—Por qué sopla hoy el viento del norte y del sur mañana. Hemos hecho todo lo que podíamos por ella y más aún. Y no es la primera vez que esta joven me crea problemas —se sobresaltó al recordar que Stephen se había marchado esa mañana, después de para una hora trabajando concienzudamente con el secretario. El monje se había mostrado cortés y correcto; le había dicho inclusive, que estudiaría la invitación a España y que quería irse un poco más temprano que lo que había pensado, para poder consultar con el abad Feckenham. No, pensó Anthony, no podía existir en ese momento ningún entendimiento entre Stephen y Celia. ¡Al demonio con Celia! Se puso a pensar en un asunto mucho más interesante: el compromiso matrimonial del pequeño Anthony.
Y como Magdalen ignoraba en absoluto los detalles del pasado, olvidó al punto todas sus preocupaciones.