I
El problema
La mesa está junto al balcón. Las maderas y vidrios del balcón se hallan de par en par; entra la majestad de la noche estiva a la madrugada. Fulgen en el espacio inmenso, puras y eternas, las estrellas. Eternas, no. Lo eterno no es el mundo y los astros, el planeta y el universo, el espacio y el tiempo. La lámpara arroja sobre el tablero de nogal vivo foco de luz y deja en la sombra el resto de la sala. La penumbra, casi tinieblas, no permite ver el cuadro de Rubens, colgado frente a la mesa, ni deja fulgir el claro brillante en el anillo que ciñe el dedo. Desde hace años, al mismo tiempo que en la mente se propendía con creciente afán al ascetismo, concretábase, por contraste, en un cuadro y en una piedra preciosa la superfluidad mundana. El cuadro de Rubens desborda de vida material y en el diamante se condensa la riqueza del mundo. ¿Había en este deseo del contraste entre el espíritu y la materia un resto de voluptuosidad? ¿O se procuraba tal pugna para marcar más ahincadamente la despedida a todo lo terreno? Dentro del vivo foco de luz se encuentra un librito en pergamino, cuadrilongo, regordete; es la Imitación de Cristo, ejemplar de una edición impresa en Villagarcía de Campos, capital de los Campos Góticos, año 1762, en las prensas que allí tenía la Compañía de Jesús. En las páginas pares se lee el texto latino y en las impares una traducción griega. En el libro se ve una señal, y abierto el volumen por ese sitio se pueden leer unas líneas subrayadas con tinta: Cella continuata, dulcescit, et male custodita tedium generat. Nieremberg, en su traducción, las traslada de este modo: «El retiro usado se hace dulce, y el poco usado causa hastío.» Fray Luis de Granada, más artista, dice: «El rincón usado se hace dulce, y el poco usado causa fastidio.» La mano en que está ceñida la sortija con el brillante traspasa las lindes de sombra y luz, entra en el vivo foco y abre el libro por la señal apuntada. En este momento, allá, en otra estancia de la casa, rompiendo el silencio de la noche, un reloj suena una hora. Brillan misteriosas las estrellas; va pasando la noche y se acerca el alba. Cella continuata dulcescit... ¿Acaso al término de esta evolución mental se encontrará monástica celda? En ninguna parte mejor puede ser continua la soledad. La soledad, empero, no lo es todo; a la soledad ha de ir anejo el renunciamiento. No se adelantaría nada si el amante de lo esquivo continuase asido a las cosas. ¿Ha llegado ya a tal ápice de perfección quien acaba de extender la mano en la viva luz y coger el librito impreso en los Campos Góticos? Desde el fondo de nuestra historia ha ido elaborándose una corriente espiritual representada por el volumen impreso en tierras que simbolizan toda una lejana civilización española. Y precisamente quien luce —por contraste— el claro brillante en el dedo se complace en pensar que, desde lo más remoto de la Historia, la española historia, hasta su mente, existe, gracias a su cultura, acaso también a la progenie, un nexo espiritual continuado. Y ahora, en esta noche estiva, en que las estrellas —no eternas— fulgen, y en que el reloj, depositario del tiempo, acaba de lanzar su hora, el tránsito decisivo de lo terreno a lo puramente inmaterial está a punto de cumplirse.
El momento es decisivo. ¿En qué forma se operará ese paso? Tal vez en la misma forma paradójica, acaso sarcástica, en que ha cristalizado el contraste entre lo espiritual y lo mundano: en el cuadro de Rubens y en el diamante. A lo lejos ladra repetidamente, con latir plañidero, un perro; un gallo lanza ya su canto matinal. Comienza a clarecer. La mano en que luce el brillante y la otra mano diestra abren un armario en que se ven colocados ordenadamente atadijos de billetes de Banco; cada fajo está compuesto de cincuenta billetes de mil pesetas. En una maleta son colocados veinte fajos, o sea un millón. Horas después, las manos que han colocado los preciosos atadijos en la maleta asen el volante de un magnífico automóvil. Corre vertiginosamente el coche por los campos de Castilla. ¿Hacia dónde? ¿Y para qué? ¿Lo impulsa la materia o lo impele el espíritu?
El paisaje es sobrio y noble; se divisan en la lejanía unas montañas azules, cual de fina porcelana. Se ve en una hondonada, puesta en la ladera, una casita blanca. Durante un momento, detenido el automóvil, ocupa la mente con viva complacencia lo blanco de la casa, lo azul del cielo y lo verde de la arboleda que puebla la cañada. Diez minutos de marcha a pie —queda atrás el automóvil— y aparece, entreabierta, la puerta de la casa. No se ve a nadie ni se percibe ruido alguno. La casa está desierta; seguramente sus moradores, labriegos, se hallan trabajando por los aledaños. En la casa, las manos van sacando de la maleta los preciosos atadijos y los van esparciendo por doquier: los colocan en la mesa que sirve para comer, en el revellín de la chimenea, en la alacena, —en un armario de ropa, entre los colchones de las camas, en los peldaños de la escalera, por todo el corral...
Otra vez la noche serena estival y el vivo foco de luz sobre el tablero luciente. Y el librito impreso en la capital de los Campos Góticos. Cella continuata dulcescit... ¿Será ahora el paso obligado, ya sin brillante en el anular, ya sin cuadro de Rubens, hacia los cartujos o hacia los trapenses? En la pobre casa lejana los moradores habrán vuelto de sus faenas; habrán entrado y habrán ido recorriéndola toda.
He escrito lo que antecede en un cuarto que para mí solo tengo en la Redacción. No he querido proseguir; no era preciso. He ido con las cuartillas a la Dirección del periódico y le he dicho al director:
—Querido director: acabo de escribir esta fantasía, no indeliberadamente, sino después de madura meditación. Vea usted lo que le parece.
El director ha leído mis cuartillas y luego me ha dicho:
—Absurdamente natural o naturalmente absurdo. Lo que usted prefiera. ¿Propósito de realidad o de simbolismo?
—Ni una cosa ni la otra, querido director. Aspiración eterna y universal hacia la perfección del espíritu. Aspiración de la parte más selecta de la Humanidad en todos los tiempos y en todos los pueblos.
—¡No da usted sensación concreta!
—Cabalmente: ni pinto la figura del personaje, ni doy su nombre, ni hablo de su condición social. Y ello con razón evidente; para hacer más visible el anhelo hacia lo infinito he procurado escamochar de lo real todo lo adherente, hasta dejar escueta la idea. ¿Y no le parece a usted, querido director, que podríamos abrir un concurso entre los colaboradores del periódico? ¿Qué pasó después en la casa solitaria y humilde? Cada cual resolvería el problema a su modo; sería desde luego interesante ver cómo distinguidos escritores se ingeniaban en epilogar mi cuento, ¿Qué pasó después? ¿Qué pasa después que se produce en la vida universal o en la individual un acontecimiento enorme e inesperado que trastorna lo habitual y cotidiano?