XIX
Juana Larramendi
(Autorretrato)

Nací en San Sebastián el 8 de octubre de 1915. Vivían mis padres en el paseo de Salamanca. Al tener yo uso de razón, la primera cosa de que me he dado cuenta ha sido el mar. Lo estaba viendo siempre desde los balcones de casa. La contemplación de la inmensa planicie —ya glauca, ya verde, ya azul— ha puesto en el fondo de mi espíritu una nota de gravedad. Cuando yo tenía seis años murió mi padre. En 1918 mi padre, Antonio Larramendi, se asoció con don Vicente Arsuaga. Los dos establecieron una gran fábrica de papel en Tolosa y fundaron una casa de banca en San Sebastián. Pronto la fábrica adquirió notable incremento y el Banco logró sólido crédito. La firma «Larramendi y Arsuaga» fue de las más respetadas y valiosas en España. No quiero que se me olvide consignar que el tiempo comprendido entre mis doce y mis dieciséis años lo pasé en un colegio de Inglaterra.

Ocurrió lo natural: contraje matrimonio. Al cumplir los diecinueve años fue cuando me casé. He vivido casada tres años. Han sido tres años verdaderamente horribles. No quiero decir nada ni de mi marido, ni de dónde era. Deseo echar un velo de piedad y de olvido sobre esta época luctuosa de mi vida. Con resignación —no hipócrita e irritadora resignación— he sufrido amarguras sin cuento. Y es lo singular que cuando pienso en este tiempo de horror, en vez de sentir cólera, me vuelvo con el pensamiento a aquellos días, llena de emoción tierna y afectuosa. Debe de consistir este contrasentido en que aquel dolor, causado por un hombre que yo quería, fue como una llama vivísima que purificó mi alma.

Hace doce años murió mi padre. Hubo que liquidar su parte en la papelera de Tolosa y en el Banco de San Sebastián. Correspondiéronme a mí un millón seiscientas mil pesetas. No hubiera yo podido desenvolverme en estos asuntos, los de la herencia, sin el auxilio de mi tío Camilo Inciarte, hermano de mi madre. No he conocido vasco más genuino. Corpulento, parquísimo de palabras, calmoso en sus modales, su honradez es el dechado y compendio de la honradez tradicional vasca. Cuando me llevaron a Inglaterra me dijo: «Tú ver cosas, sí verás. Tú ver cosas como Guipúzcoa, no verás.» Al tener que salir de la tierra nativa para marcharme a la tierra de mi marido, repitió la misma frase, que es el bordoncillo que él espeta a cuantos se van lejos del país vasco: «Tú ver cosas, si verás. Tú ver cosas como Guipúzcoa, no verás.» Encastillado en su integridad, mi tío Camilo administra mi hacienda sin querer nada por su trabajo. Dice él que el mejor obsequio que le puedo hacer es darle un buen plato de babarrunas (habichuelas) cuando los domingos viene a comer a casa.

No sé si he dicho ya que del paseo de Salamanca nos trasladamos, hace años, a Ategorrieta. Compró aquí mi padre un hermoso hotel con jardín. Escribo estas líneas en una salita que tiene las paredes vestidas de damasco amarillo. En una vitrina hay porcelanas de Copenhague, y en los muros cuelgan cuatro o seis cuadros de Regoyos. Dicen que soy bonita. De tarde en tarde me contemplo en el espejo, y no me encuentro mal. Era yo locuaz y jovial antes de mi casamiento. Después de sufrir lo que sufrí, me ha quedado en el alma un rezumo de melancolía. He de confesar que antaño pecaba mi cuerpo de un tantico anguloso. Con los años los ángulos han ido borrándose, y a las aristas han sucedido las turgencias carnosas. Todo ello —quiero ser por una vez vanidosa—, todo ello sin detrimento de la esbeltez. No uso perfumes. Ni luzco más joyas que dos gruesas perlas en las orejas. Los trajes que me gustan son los sencillos y de tonos apagados. Doy largos paseos por el campo, y de cuando en cuando compro un libro en la librería de la calle de Churruca.

He tenido, desde el día en que enviudé, muchos pretendientes. No he aceptado sus solicitudes. Las negativas las he dorado siempre con bondad y cortesía. Ahora tengo un nuevo solicitante que me corteja rendido. Su modestia y su sinceridad me atraen. En este momento, al pensar en lo que he de hacer, trazo en un papel una fila de rayas. Una quiere decir sí y la otra no. ¿Dejaré la viudez o no la dejaré? He trazado veinte palitos. No quiero saber si el último es sí o es no.