XXV
Solución del reportero

Habla el reportero: Se trata de un reportaje que se hizo hace ya muchos años, unos cuarenta, cuando yo principiaba a escribir en los periódicos. En realidad, no sé si se trata de un reportaje auténtico o de un concurso que hubo de reportajes. Y el reportaje de que voy a hablar, si es que hubo tal concurso, debió de ser el que se llevó el premio. Para saber a qué atenerse, habría que repasar las colecciones de los periódicos de la época. Lo que yo sé es que hubo un personaje millonario que tuvo el capricho de esparcir un millón de pesetas en una casita solitaria del campo. He preguntado a un compañero que comenzó conmigo a escribir. Soy el decano del reporterismo. El género es difícil y está un tanto decaído. Creo que un buen reportero es el alma de un periódico. El editorialista da las ideas y el reportero da los hechos; hechos que muchas veces son novelescos. Y el público, naturalmente, se va tras la novela. ¿Y qué condiciones ha de tener un buen reportero? Las que yo tengo. Claro que esto no lo digo en voz alta; lo saben todos y no es preciso decirlo. Si fuera preciso, lo diría yo en voz queda, para mí mismo. El reportero ha de ser diligente e inteligente. Como vulgarmente se dice, las ha de cazar al vuelo. Ha de cazar el suceso, el indicio del suceso, el amago de suceso, la apariencia de suceso. Con todas esa especies, unas categóricas y otras vagas, ha de realizar su obra. Y el reportero ha de estar en todas partes y ser bienquisto de todos. Al reportero afable, de labia seductora, se le abren todas las puertas. Con las puertas cerradas, sin acceso a todos los lugares, ¿cómo podrá trabajar el reportero? Pero advierto que divago, y es menester precisar. Pregunto al compañero, que debe de estar más enterado que yo; es también un buen reportero, y rivaliza conmigo, siendo buen amigo.

—Oye, ¿sabes tú de aquella aventura del millón?

—Aquella aventura del millón o es real o es imaginada.

—¡Pues no me sacas del atranco!

—Te diré; para mí, el millonario existió y el millón fue desparramado en la casa campestre. Y ahora voy recordando más detalles. El millonario era hombre un tanto locatis; desvariaba. No tenía herederos forzosos y sus parientes lejanos estaban preocupados por el destino que el tal individuo daría a su fortuna. Y también lo estaba un amigo íntimo del millonario.

—Vamos, que tenían cercado al personaje; acechaban todos sus millones.

—Se daba cuenta él del acecho y procuraba con sus genialidades enrabiar, inquietar, desesperar a sus parientes queridísimos y a su queridísimo amigo. Como dicho individuo no recataba sus travesuras, no fue difícil, ni a los parientes ni al amigo, rastrear la aventura de la casa misteriosa. Una mañana salió de Madrid un magnifico automóvil amarillo...

—Perdona, querido amigo: si el suceso ocurrió hace unos cuarenta años, no pudo haber intervenido entonces un automóvil. En vez de salir en automóvil el personaje, saldría en coche de caballos.

—Para el caso es igual. Salió de Madrid el trastornado caballero y tras él salió, sin que él lo advirtiera, el querido amigo. Siempre a cierta distancia, el coche del caro amigo seguía al coche del millonario. Llegó, al cabo, a un altozano el millonario y se detuvo. Guiaba él mismo el coche. Se detuvo, y con el maletín en la mano contempló en lo hondo del valle una casa aislada. Dejó el coche y se encaminó a la casa. La puerta estaba entornada y dentro de la casa no había nadie. A prudente distancia, el amigo cariñoso seguía todas las maniobras del tronera. Le vio entrar en la casa y le vio salir. Vio cómo retornaba al coche y vio cómo se ponía de nuevo en marcha. No tenían idea los parientes solícitos, ni el afectuoso amigo, de lo que iba a hacer el millonario: si volver a Madrid, o profesar en una cartuja, o emprender rumbo a América. ¿Y su fortuna? ¿Había ya dispuesto en secreto de ella? Los parientes, tiernísimos, se sentían acongojados a la idea de que pudiera ya estar hecho el testamento y adjudicados los cuantiosos bienes. Acaso renunciaba al mundo el amado deudo, y con tal renuncia, renunciaba también a sus riquezas. Cuando el millonario reanudó el viaje, después de haber dejado el millón en la casa, entró en la morada el buen amigo y fue, naturalmente, recogiendo los preciosos atadijos de billetes. Luego abandonó la persecución del millonario y volvió a Madrid.

—¿Y no pasó más? ¿Desapareció del mundo el millonario? ¿Profesó en una cartuja, o se marchó a América?

—Lo que te puedo decir es que dos días después de la aventura ingresaba el solícito amigo en su cuenta corriente de un Banco un millón de pesetas.