XXVII
Solución del crítico literario
Habla el crítico literario: He leído la narración de nuestro redactor jefe y he sonreído. No podía por menos. Estos hombres que se dicen duchos en la vida, no conocen la vida. Bien es verdad que los que más debieran conocerla, los novelistas, suelen no conocerla tampoco. Las premisas que sienta el redactor jefe están bien sentadas: un anciano decrépito y una muchacha idiota, Pero ¿y las consecuen-cias? Pienso en lo que he de escribir yo mismo y me detengo absorto; me sucede que el espíritu crítico anula en mí la facultad creadora. Y al escribir esto no sé si digo verdad o estoy en terreno falso. ¿Cómo puede el espíritu crítico anular el estro si precisamente es el espíritu crítico el que favorece, impulsa y determina la creación? Se ha dicho esto muchas veces, y no es preciso que yo insista. Sin critica, sin discriminación, ninguna finura, ninguna selección, ninguna repulsión tampoco. Deseo que no se me olvide decir —estoy tomando al acaso apuntes— que no hay novela en que el final no pueda ser sustituído por otro distinto. También esto lo ha dicho un gran novelista. Si hacemos depender del final de nuestra novela la moralidad de la obra, habremos hecho algo que hará sonreír al lector experto. Dirá ese lector que él tiene in mente otro acabamiento de la novela. ¿Hay quien crea que los terceros actos de las obras teatrales son necesarios? Entro ahora en otro terreno que, en resumidas cuentas, es el mismo. Los terceros actos todos son falsos; el acto segundo es toda la obra; ya hecha en el primero la exposición, ese segundo acto es el de resistencia. No sé lo que dirá mi compañero el crítico teatral. También su relato me ha hecho sonreír; pero por lo menos es ingenioso. Final con sorpresa; por lo tanto, en el puro arte, final ilícito. Lo sorprendente no debe estar en la peripecia extraordinaria, sino en los matices y cambiantes sutiles. Y eso sí que es lo arduo.
No comprende el redactor jefe lo absurdo de su narración. Lo artificioso salta a la vista. Bien; ya tenemos dos personajes que ni ven ni oyen; dos personajes que no se enteran de nada. Costoso es de aceptar que varios fajos de billetes de mil pesetas pasen inadvertidos para uno y otro personaje, para el caduco anciano y para la idiota mozuela. Pero ¿y después? ¿Y cuando alguna vez, por fuerza alguna vez, entre alguien en la casa y encuentre, sea donde sea, alguno de esos fajos? El espíritu crítico me lleva a mí a imaginar otra cosa más definitiva. Y no rechazo la idea de que este final mío pueda ser impugnado y sustituido con otro final. Estoy viendo la casa famosa. Veo la puerta entornada; espero el retorno de los moradores. Y los moradores no retornan. ¿Y por qué no retornan? Los moradores, marido y mujer, son dos pobres labriegos acosados por el infortunio; muchas veces han pensado ellos en los medios de salir de la angustia en que viven. Todo ha sido inútil. La vida pasa; el trabajo es cada vez más rudo, más constante, más ahincado. Y la suerte aciaga no se disipa. Marido y mujer, personas buenas, inteligentes, acaban por pensar en algo que les produce íntima tristeza. Se resuelven, sin embargo, a ello. ¡Qué remedio queda!
Han salido de casa, esta casa en que tantos gemidos han resonado; llevan marido y mujer su hatillo al hombro. Van lentamente por el camino. De cuando en cuando vuelven la cabeza para contemplar por última vez la casa en que tanto han sufrido. Desaparecen, al cabo, en la lejanía. Horas después llega el caballero millonario. Los pobres labriegos han marchado a una estación, en donde tomarán un tren que les lleve al puerto de embarque. El millonario encuentra la puerta entornada y entra en la casa. Nada denota, en muebles, enseres y demás efectos, que los moradores de la vivienda se han marchado para no volver más; se han marchado a la Argentina, a Australia, a cualquier país donde ellos creen que se ganarán la vida. Y el millonario va sembrando por toda la mansión sus preciosos atadijos...