IX
El reportero
El redactor financiero nos había traído, velis nolis, a lo real, y nosotros hemos acabado por escaparnos hacia lo eterno, es decir, hacia lo insondable. Pero el reportero va a tener más eficacia que el redactor bursátil. Porque el reportero representa una cosa muy seria: los hechos. Naturalmente que el reportero ha encontrado admirable la idea del director: se trataba de un hecho —el desparramamiento de un millón en la casa solitaria— y el reportero se ha ido impetuosa y directamente al hecho. Pasará o no pasará nada en la casa misteriosa; pero allí estará —el reportero para averiguar lo que pase o no pase. Todo lo que en el mundo sucede es del dominio del reportero. Sin embargo, nosotros sonreímos al pensar en la seguridad del reportero. Y acaso la misma inquietud nuestra, nuestras mismas dudas, nuestros mismos titubeos, hayan entrado ya como un virus letal en el espíritu del reportero. Los hechos son múltiples y varios; el espacio es inmenso. En el espacio, ante los hechos, mezclado con los hechos, es donde se ha de mover el reportero. El sereno espectador asiste tal vez a un hecho ansioso de desentrañar su esencia: génesis, causas, desenvolvimiento, complicaciones, consecuencia. En todo ello, aun tratándose del hecho más vulgar, se encierra una profunda lección. ¿Puede el reportero asistir del mismo modo al espectáculo del hecho? Alguna vez, puesta la mejilla en la mano, de retorno de sus fatigosas informaciones, se ha dejado arrastrar el reportero por el ensueño. En el ensueño, naturalmente, los hechos no son los hechos de la realidad despierta; el ensueño subvierte los hechos, los descoyunta, los deforma; trastrueca el tiempo y el espacio. El reportero, una vez que ha soñado, no ha podido sustraerse al hechizo del ensueño y ha continuado soñando. No sabía a lo que exponía su propio vivir. No tenía idea, al principio, del mundo en que acababa de entrar. En ese mundo donde los hechos son como juguetes, el reportero perdería su esencia propia de reportero. Sin pensarlo, traicionaba lo que más quería: los hechos.
Pero el reportero, naturalmente, sigue viviendo en el mundo de los hechos, es decir, en el mundo de los filósofos positivistas. Positivistas filosóficos y reporteros se dan la mano; a unos y a otros los unen los mismos intereses y los mismos anhelos. Todo ello, en nuestro reportero había de ser transitorio, afortunadamente transitorio. Dado el ensueño, nuestro reportero ya no es el que era. Ante el misterio de la casa solitaria, ¿cuál actitud adoptará él? ¿Tendrá fuerzas todavía para asirse de un hecho? ¿Le interesará todavía el hecho mondo y lirondo? No puede afirmarlo. Y como su papel en la Redacción es el de informador, él, como un sonámbulo, como entre sueños, continúa desempeñando su papel. ¿Conversación con un gran personaje? ¿Viaje a una apartada región para traer el relato de un suceso extraordinario? ¿Catástrofe o acontecimiento fausto? En su mente, ya viviendo en el mundo en que acaba de entrar, todo es igual. El reportero recoge las palabras de una entrevista y apenas se da cuenta de lo que ha estado escuchando. Presencia un magno acto fastuoso, y no discierne apenas lo que es real y lo que ha soñado. Lo delicioso para él es el ensueño. El ensueño es a modo de un filtro delicioso que él bebe ansiosamente. Habrá de llegar un momento en que él tenga que plantearle su problema al director. ¿Y qué contestará el director? No sospecha él que el director, al igual de los demás redactores que hasta ahora hemos ido viendo, está inficionado del mismo virus.
Serenamente, con cara plácida, cuartillas y lápiz o pluma en mano, asiste el redactor a un espectáculo que a los demás interesa profundamente. Ha de tomar sus notas, y las toma. ¿Y qué es lo que anota? Al llegar a la Redacción y poner en la mesa las cuartillas donde ha depositado sus anotaciones, no sabe lo que ha escrito. Lo escrito es, en efectividad, una cosa, y lo que él lee es otra. Y de pronto, se levanta para ir decididamente al despacho del director: ha llegado ya el momento en que él descubra al director su secreto conflicto. Pero torna a sentarse. No está seguro de si sueña o no sueña. Y en la duda, comienza a escribir.
(Pues el tal reportero no sabe a qué delicias se hurta: las delicias de la ensoñación franca y sin tapujos. Tal dice el autor. Ante el fracaso de los hechos, lo más concreto y respetable del mundo, lo irrefragable, el autor aplaude. Aplaude y se queda luego absorto. Sí, absorto, meditabundo. Porque si fracasaran los hechos, ¿qué iba a ser, en último resultado, de nosotros? ¿Y es que sin los hechos podríamos proporcionarnos el placer de desdeñar los hechos? ¿Y de levantarnos sobre la realidad, metafísicamente, sin la realidad?)