XIV
Despedida en Ávila

De los vergeles de Levante ha subido el crítico literario hasta las parameras de Ávila. Las dos regiones tienen su belleza: una la blandura y otra la severidad. Para llegar desde allá abajo a la ciudad murada ha tenido que ascender el crítico literario mil ciento cuarenta y cuatro metros. Preciso era que él viniese a Ávila. No podía en otra ciudad de España efectuar el acto que necesita de toda necesidad efectuar. En un vocablo, no gustado nunca por él, condensa ahora, al llegar a Ávila, sus sentimientos: desamigarse. Ávila será acaso la más alta ciudad de Europa; piensa el crítico que al estar en Ávila se halla a ochocientos cuarenta y cuatro metros sobre la torre Eiffel, con sus trescientos metros. En su cuarto del hotel medita el crítico en su actual situación psicológica; la ha motivado lo ineluctable. No podía él seguir hurtándose al acto que decididamente va a cumplir.

¿Y será verdad que va a romper sus relaciones por entero con persona a la que ha mostrado sincera adhesión? Continúa el crítico apropiándose la realidad circundante a pedazos inconexos: aquellos pedazos que suscitan en él asociaciones intensas de ideas. En Ávila, divagando solitariamente, toma para sí, para su sensibilidad, la imagen del valle de Amblés, contemplado desde la altura, con el Adaja en el fondo y con un álamo líbico o temblador junto a los cristales del río. Y se conmueve con la sensación de tiempo y de generaciones enfervorizadas en la ermita de San Segundo, extramuros de la ciudad, la primera iglesia levantada en Ávila, en el siglo XIII. Y correteando por la ciudad llega —había de llegar necesariamente— al convento de la Encarnación, del que salió para emprender nueva vida, dejando atrás otra, la singular mujer.

En este punto la figura de la excepcional mujer evoca, por contraste, la figura del personaje con quien viene el crítico a desamorarse. Y éste es el segundo vocablo expresivo de su situación y de que él, naturalmente, tampoco gusta. En Toledo ve el crítico literario a la extraordinaria mujer, pobre, constante, alentada por un ideal que ha de realizar, y —no teniendo, como ella dice, «ni la leña de una seroja con qué asar una sardina». ¿Y por qué se asocian las dos figuras, la del filósofo y la de esta mujer? La santa busca, al dejar el convento de la Encarnación, un más riguroso ascetismo, y el filósofo repudia el ascetismo. Con tal repudiación —en páginas que se le antojan sofísticas— no puede transigir el crítico literario. No transige, porque a un estado de ascetismo, de dureza consigo mismo, ha llegado tras experiencias penosas, el propio crítico. Aparte de que a ese estado llegó también el filósofo, que al enunciar su repulsa contradice su propio vivir ascético; su vivir solitario, desasido del mundo, vagando por Europa, de cuartito en cuartito de hoteles modestos. Hoteles que él buscaba en las montañas. Hombre de montañas solitarias era él, y hombre de montañas es el protagonista de su gran poema. Era preciso, pues, que para marcar sus discrepancias con el filósofo viniera el crítico a un lugar eminente. El aire en Ávila es purísimo. Del filósofo se ha dicho que su doctrina «tiene la pureza del aire en las cumbres».

¿Total o parcial el rompimiento? El pensamiento del crítico, cuando el crítico medita en el cuarto del hotel, o cuando discurre por la ciudad, va de la mujer abulense al filósofo: la mujer abulense está henchida de amor, de piedad. Y este último vocablo representa otro de los motivos, motivo cimental, que desamiga al crítico del filósofo. De ningún modo, en absoluto, él no puede renunciar a un sentimiento que ha impregnado toda su obra: la piedad. Si renunciara a la piedad sería tanto como renunciar a sí mismo. La renuncia está implícita, por parte del filósofo, en toda su doctrina, y expresamente en algunos significativos pasajes. No era exclusivo de él tal repudio: venía hasta sus páginas de muy atrás. Decididamente, lo que había ido demorando el crítico, prendado de otras excelencias del filósofo, había de efectuarlo ahora. Decía otras excelencias, al pensar, por ejemplo, en la finura maravillosa de su análisis psicológico. Pocas veces, con tanta independencia, viviendo austeramente, a solas consigo mismo, atormentado de males crueles en el cuartito de una pensión montañera, se había llegado a tanto. La pureza de este hombre le seguía cautivando.

Desde el pie de las murallas contempla el crítico el panorama desnudo de la campiña abulense. Da un adiós, desde este paraje, a un fragmento de su vida. Se desamiga de lo que antes amara. Quedan, con todo, allá a lo lejos, pedazos de su amistad. No podrá renunciar nunca a la agudeza en la sensibilidad que todo lo capta y todo lo asocia y lo disocia: cualidades excepcionales del filósofo, de quien ahora, en las alturas de Ávila, a mil ciento cuarenta y cuatro metros sobre el mar, discrepa sin rencor y sin saña, antes bien con profundo pesar.