XXIX
Solución del poeta
No hostiguemos al poeta; no intentemos verle; no le escribamos. Sería todo ello en vano. Del poeta que conocimos no queda ni rastro, ni vestigio, ni ostugo. Hasta el último instante acuden los vocablos inusitados a nosotros. Desde los más oscuros rincones del Diccionario, las voces más extrañas, en tropel, van a buscar al poeta. No las acepta el poeta; prudentemente las rechaza. Le bastan los conocidos vocablos. Con ellos expresará todos sus sentimientos. Al decir sentimientos, acaso empleamos un término harto rudo para expresar lo que el poeta tiene en su ánimo. El poeta casi no existe. Desde un extremo ha ido pasando poco a poco, sin que tal vez él se diera cuenta, hasta el otro cabo. En un extremo se hallan las apariencias, y en el otro está la cosa en sí. No alcanza el poeta la cosa en sí; pero, en emulación con el filósofo, intenta alcanzarla.
Ante su mirada tiene el poeta un bloque de cristal de roca, y junto a él una cajita de marfil con unas píldoras de convallamarina, convallaria maialis. Ninguna droga más adecuada al feble corazón del poeta que ésta en que se halla extractado el lirio de los valles. De tarde en tarde, el poeta se posa la mano en el pecho, como para percibir los latidos de su corazón. El poeta está enfermo. Todos lo estamos, unos mucho y otros poco. Si no lo estamos declaradamente, nos hallamos abocados a estarlo. La salud es un estado anormal y provisional. Pero en el poeta, además de su latente dolencia, se da otra manifiesta. Si huye el poeta de nosotros y se recata es a causa de que él no quiere verse en el trance de hablarnos de su achaque. No lo habrá más agudo que no poder ya escribir. Hay en él una angustia permanente que paraliza sus esfuerzos; ni tiene palabras para exteriorizar su sentir, ni cree que, en los linderos a que ha llegado, sea necesario expresar nada. No se expresa lo vago, lo difuso, lo inefable. Que otros poetas, en el tráfago de las apariencias, se den a los colores, las líneas y los accidentes mundanos. Nuestro poeta, colocado a su vez en la región fronteriza de la inaccesible cosa en sí, no hace nada por expresar lo que siente. Si hiciera algo sería inútil. Ante el límpido bloque de cristal, el poeta trata de concretar su pensamiento, y no puede.
Ha llegado el poeta a la región de lo inexplorado, adonde nadie nunca llegará; pero es como si no hubiera llegado. No le sirven para nada sus sensaciones. La misma palabra sensación le hace sonreír. Por ruda la tiene; no podría con lo que significa ese vocablo mostrarnos el estado de su espíritu. Y tornamos siempre a lo mismo. Y en este laberinto de la conciencia nos debatimos sin que contemos con un salvador hilo de Ariadna para salir de él; perpetuamente va a ser ya el poeta, como Segismundo en su soñar. Sonríe el poeta, y de pronto se lleva la mano al pecho, sobre el corazón. La cajita de marfil está al alcance de su mano, y la mirada se posa en la transparencia del bloque de cristal. El poeta ha enviado al director una cuartilla, en esa cuartilla dice:
«Fueron felices; fueron felices los moradores de la casa misteriosa. Pero ¿cómo fueron felices? ¿Con qué suerte de felicidad? ¿Querríamos para nosotros esa felicidad? La felicidad es contingente y varia. No todos pueden sentir la misma felicidad. Para unos es tenue y para otros densa; para unos es como sutilísimo cendal y para otros como lienzo grosero. Habría que establecer, para apreciar la felicidad de cada cual, un punto de apoyo y de contraste. Y ese punto nos falta. Dejemos que cada cual sea feliz a su modo o que crea ser feliz. ¿Cuál podría ser la felicidad del poeta que, renunciando a las apariencias, se recluyó en lo íntimo? Podría comprenderse él; pero ¿y los demás? ¿Cómo le considerarían los demás?»
El poeta, en su acendramiento sutilísimo de la realidad, ha visto cómo la realidad se volatilizaba. Ha dejado, sin realidad entre sus manos, de ser poeta. Los demás poetas sonríen al pensar en él, y él se pone la mano en el corazón, contempla el limpidísimo bloque de cristal y sonríe también. ¿Con qué sonrisa?