I

Vaya, se había arrugado los guantes de tanto retorcerlos. Madre la iba a estrangular. Ya empezaba a escuchar en el subconsciente su rotunda voz: Cariño, estás como un guiñapo y aun no hemos salido de casa... Pero claro, ella no tenía que lidiar con un toro furioso.

Solo había tenido tiempo de soltar una frase antes de que la mirada de John se tornara de dulce y amorosa en emborronada y furiosa. Como si, cariño, voy a tener que coquetear con otro hombre, fuera un pecado mortal. Ni que fuera a hacer aquellas cosas tan deliciosas con otro. A mala hora se le había escapado esa segunda parte, diantre. Esa mirada había pasado en un suspiro de furiosa a letal y ahora, tocaba ir de fiesta con un humor de perros, en un carruaje oscuro. Gracias al cielo, su madre le acompañaba porque, por todos los santos, que iba a intentar lo indecible por eludir a John hasta el día siguiente.

Seguía ensimismada en sus pensamientos cuando la puerta del despacho de su padre se abrió dando pasó a los tres hombres que habían permanecido allí reunidos durante unos largos, larguísimos veinte minutos. Rábanos, los suficientes para dejar los guantes como un higo chumbo. Al menos su emplumado sombrero permanecía intacto. Sin dirigirse a su madre, lo cual de por sí ya era extraño, su padre se le acercó y desde su imponente altura se inclinó.

Cielo, compórtate esta noche, por favor, y, sobre todo, no termines en los calabozos ¿de acuerdo? se giró brevemente hacia John, mientras le daba golpecitos ¿piadosos? en la mano no sé yo si en esta ocasión tu futuro marido gastaría energías para que te sacaran de la celda. Vamos, Mellie, me acompañarás en nuestro carruaje. La joven pareja tiene que conversar largo y tendido así que viajarán en el otro tiro de caballos.

Su madre dudó.

¿Seguro? No sé si es buena idea se acercó a su marido y le susurró creo que están enfadados.

Por eso mismo, cariño.

Mere apenas podía creer lo que estaba oyendo. Sus bondadosos y permisivos progenitores la iban a arrojar a los lobos. No podía ser. Debía meter baza, ¡pero ya!

Estoy aquí delante y os oigo. Además, no resultaría... ¿inapropiado? ¿No tendríamos que ir con acompañante? ¡Podríamos hacer cualquier cosa! Todas las miradas se dirigieron hacia ella ¿Sería por cómo sonaba su voz? Hasta a ella le estaba sonando algo atronador. Lo que ciertamente sentía eran los colores que le subían por el escote y el cuello siguiendo su natural camino hasta rellenarle las mejillas y otros lugares. No es que lo vayamos a hacer, solo digo que cabe la remota posibilidad, si nos dejáis solos no pudo evitarlo, de reojo atisbó el rostro de John. Se estaba poniendo colorado, pero ¿de ira o de apuro? Por la crispación de sus labios, Mere se decantaba por la ira.

Para colmo, el lerdo de su hermano Jared estaba disfrutando con la situación, incluso se atrevía a darle palmaditas de apoyo a John en el hombro. Como si se apiadara de él. Uf. Decidió recopilar todo su orgullo herido al sentir que la enorme figura se aproximaba. Decididamente, no estaba para nada contento con sus palabras; y si a ello se unía el enfado por su limitada conversación previa, el viaje en carruaje iba a ser de los inolvidables. ¡Ja!, quizá hasta para contar a los nietos en el futuro.

Una manaza enorme se posó en la parte inferior de su espalda y le dio un leve empellón, después de que sus padres hubieran traspasado el umbral de la casa y entrado en su propio vehículo tras ponerse los abrigos y recibir de Havers, el mayordomo de la familia, los guantes y bufandas. Salió de la suntuosa casa murmurando por lo bajo al intuir que de poco le serviría patalear. A pesar de ello, dudó al entrar en el segundo carruaje, rábanos, estaba totalmente oscuro.

No te voy a comer salvo que me lo pidas diantre, esa voz le ponía los pelos de punta, como escarpias. Por todo el cuerpo. La mano en su espalda se deslizó hasta el trasero y lo pellizcó, al tiempo que la izaba, dándole impulso.

Mere se sentó en el rincón más alejado de la puerta y esperó a que el tiro de caballos dejara de bambolearse al recibir el peso de los viajeros. Bueno, al menos él se había sentado enfrente y no a su lado. Con un suave golpe de aviso el coche comenzó a andar.

Empecemos con la conversación, Meredith. Primero, más vale que expliques lo de coquetear con otro hombre; después, ya veremos si hacemos esas cosas que tanto te preocupan por tu reputación.

No, no, no... Me ha llamado Meredith. Esto va a doler. No importa, se tranquilizó, ella era una mujer adulta e inteligente. Eso. Y sabía bandear con maestría los inconvenientes, sí señor.

¿Vas a estar sosegado y me dejarás hablar, sin interrumpirme?

Depende.

Depende ¿de qué?

De las locas ideas que te bullan en el cerebro, amor. ¿Te das cuenta de que hace aproximadamente una hora me has comentado, como si nada pasara, que quizá tengas que coquetear con otro hombre y que debería ayudarte, ¡dándote ideas! Que formas parte de un Club de Investigación del Crimen, lo cual no me pilla por sorpresa; que han asesinado a alguien, lo cual comienza a preocuparme, y para colmo, que ese alguien con el que tienes que ponerte “mimosa” es Doyle Brandon, quien te comería viva a la primera de cambio? ¿Acaso no viste como te miraba las piernas en la fiesta? No claro, con las faldas por la frente bastante tenías con no ahogarte, ¡maldición!

Del tono tranquilo del sermón del inicio, al actual, iba un trecho. Le iba a saltar una vena en la sien si su futuro marido seguía así. Mere hizo revolotear sus cortos brazos, de alguna forma tenía que expresar su desazón, ¿es que no lo entendía?

¿No ves? Te angustias demasiado el bufido que surgió de enfrente la sulfuró. Para empezar, ya sabes que lo mío no es coquetear, y Doyle Brandon es un hombre imponente la mirada aviesa que recibió, o más bien que imaginó, ya que apenas veía a un palmo de sus manos, salvo de forma intermitente al pasar cerca de alguna farola, la hizo morderse la lengua. Tan solo quería el punto de vista de un hombre. Ni que fuera tanto pedir...

Diablos, enana, me estás pidiendo que te aconseje sobre cómo hacer que un hombre te sobe. Bastante tengo con maquinar para conseguirlo yo, como para que me quites ideas.

La grana no era nada en comparación con el color encendido de la cara de Mere.

¡Oh!, vamos. No necesitas maquinaciones para dejar que me sobes.

¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué no te acercas y nos sobamos un poco?

A Mere se le pusieron los ojos como platos.

En este momento no puede ser. Tenemos cosas importantes que hablar.

No, si no te acercas un poco...

No pensaba contestarle porque la estaba liando, lo sentía en los huesos. Con esa lengua zalamera la derretía, y, por todos los demonios, que no iba a terminar como en otras ocasiones en que la había acorralado y dejado sudada, saciada, vale, y totalmente satisfecha. Ni en un millón de años... Había cuestiones a tratar más importantes que besarse y otras cosas ¿no? Con una lentitud pasmosa Mere sintió como unas manos se posaban en sus rodillas para abrirlas con un ligero empujoncito. Intentó mantenerlas donde estaban pero esa voz la atontaba.

Has dicho que no tenía que maquinar, que te dejarías hacer el sonido se iba acercando hasta que sintió el corpachón pegado a su frente, aplastándola contra el respaldo del sillón, ubicado entre sus piernas abiertas. ¿Se había arrodillado en el suelo? Su boca la estaba besando a lo largo de la mandíbula, infligiendo leves mordiscos. Y sus manos se iban dirigiendo a los lugares que Mere había comenzado a comprender que eran los favoritos de John. Como flechas, directas a la diana. La primera a su pechos, moldeándolos y la segunda a su entrepierna.

¿De qué color llevas hoy las enaguas, amor? se reclinó hacia atrás y sin pudor alguno le desplegó aun más los muslos, pasando una palma abierta por encima de la unión de sus muslos, sobre la enagua. Sus ojos la estaban quemando, más incluso que su mano. ¿Blancas? ¿Te estás reformando, cariño?

Esa maldita mano comenzaba a presionar en forma rítmica. Sin aviso alguno paró.

Maldita sea, no tenemos tiempo.

Mere notó de inmediato la falta de ese calor al volver John a su asiento, y sin poder evitarlo, su propia mano se dirigió donde había estado posada la de él. John gimió causando que ella lo observara. La estaba mirando directamente en el lugar que ella cubría con su mano, lamiéndose los labios y apretando en un puño esa enorme mano que hasta hace segundos la había estado acariciando.

Demonios, vas a volverme loco antes de casarnos. Quita esa mano de ahí si no quieres que mande todo al infierno, te arranque esas finas enaguas y te de un susto de muerte.

Mere no supo qué le llevó a decir lo siguiente, tan solo que él la estaba volviendo loca con sus palabras. Le retó. Tan pronto las palabras salieron de su boca y el tono era ineludible.

No me asusto fácilmente.

Con brusquedad, John apartó los ojos de entre las piernas de Mere para dirigirla directamente a su mirada. Las comisuras de sus labios se curvaron. En esta ocasión no se arrodilló, sino que se abalanzó sobre ella. Para cuando se dio cuenta tenía las faldas totalmente arremangadas en la cintura y sendos dedos índices masculinos se habían deslizado por la pretina de la enagua tirando hacia abajo. Ligeros tirones se sucedieron a la vez que se oían suaves refunfuños, pero no conseguía bajarla ya que Mere estaba bien asentada sobre su trasero. Ello no fue obstáculo para que intentara tirar de nuevo.

Levanta ese hermoso trasero, cielo. Hazlo por mí y haré lo que quieras su lengua le estaba dejando un caliente sendero desde debajo de su oreja hasta su hombro solo un poco, lo justo para deslizar la ropa y que podamos sobarnos.

¿Había sido una risilla lo que había salido de la boca de John, al pronunciar la última palabra? Eso distrajo a Mere de esas endemoniadas manos que seguían tirando de la cinturilla de su ropa interior. Mere le palmeó el hombro pero él lo ignoró descaradamente. Lo intentó de nuevo con más energía acompañada de un leve pellizco.

¡John! barboteó en su oído ¿te estás riendo? no lo podía creer.

Por un instante sintió que él olfateaba su cuello y sacaba los dedos agarrotados, como si la mente que los dirigía solo pudiera centrarse en la orden lanzada. El cuerpo que se apretaba contra ella comenzó a sacudirse de forma espasmódica.

Lo siento, enana, pero es que presiento que jamás me aburriré contigo. Nunca lo hice en el pasado e imagino que de aquí a un año la mayoría de mi pelo habrá encanecido.

Entre frase y frase sus caderas se ondulaban contra la pelvis de Mere y la besaba rozando sus labios con la punta de su lengua, hasta que los carnosos labios presionaron fuerte. Luego, sin más palabras ni gestos, se retiraron al igual que su cuerpo y quedó rígido, tenso, situado entre sus muslos. La respiración salía entrecortada.

Si entramos en ese salón de baile y descubrimos que Brandon ha acudido, prométeme que no cometerás una locura, te comportarás, dentro de tus posibilidades y si surge cualquier problema, acudirás a mí de inmediato.

No veía su cara pero percibía en el aire la seriedad de sus palabras. La sentía también en las manos que le aferraban la cara como si con ello pudiera lograr que en su mente se asentara el sentido común.

Promételo, Mere. Doyle Brandon no es alguien con quien se pueda bromear, y tú eres mía. No quiero que otro hombre se haga ilusiones, porque podría ocurrir, y tampoco deseo que ningún hombre sufra por desear algo que no está a su alcance. Nunca llegué a decírtelo, pero aquel maldito día en que te tuve que sacar del calabozo me quitó años de vida. No hagas que vuelva a pasar por algo semejante. No podría ¿sabes? Creo que perdería algo de... cordura. Odiaría que otra persona pasara por una situación parecida. Y aunque Brandon pueda parecer un cabronazo peligroso no creo que tenga mal fondo por como cuida de su hermano accidentado... Mere sintió los pulgares de las manos de John acercarse a las comisuras de sus labios y rozarlos como si quisiera grabar a fuego el contorno o tacto de los mismos en su mente.

¿Cómo podía alguien tan grande ser tan suave y hacer con unas simples palabras que su corazón se comprimiera en el pecho o se afianzara un nudo en su maldita garganta? ¿Cómo explicarle que intentaría controlarse por él, porque tenía razón, por un hombre lo suficientemente bueno como para pensar en los sentimientos de alguien que apenas conocía? Podía intentar responder pero lo único que pudo hacer fue cubrir con sus manos las de él y apretar sus labios a los suyos, fuerte, como si con ese gesto lo hiciera sentir todo lo que bullía en su interior. Fue uno de los besos más dulces que había recibido y que había dado.

Te quiero, John y te prometo que haré lo que pueda Mere se giró hacia el exterior para observar por dónde circulaban. Quedaba poco trecho para llegar.

Yo también, enana, yo también.

Amor entre acertijos
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