XIII
Dos horas eran más que suficientes para llevar a la práctica lo de ocultar unas simples curvas, pero su esposo repetía hasta la saciedad que de sencillas, nada. Le iba a desquiciar los nervios.
No. La propia situación le iba a desquiciar totalmente. El panorama era caricaturesco. Ella con la enagua como única prenda sobre su cuerpo, en pie con los brazos en alto y su trol sentado en la cama, con tropecientas mil vendas a su alrededor, los ojos a la altura de sus pechos, mirándolos con una fijeza preocupante y patidifuso.
Cariño, tienes que vendarlos, no hipnotizarlos.
Esos verdes ojos subieron por su cuello y su rostro hasta alcanzar su propia mirada.
Te va a doler...
Pero qué demonios crees que llevo puesto todos los días, ¿una túnica vaporosa y todo al aire? Cariño, la ropa que llevamos a diario sí que es un instrumento de tortura, no apretujarme un poco los pechos...
Y las caderas lo decía mientras se las acariciaba por encima de la enagua.
¿Es que estaba atontado? Lo oteó con detenimiento. Vaya, su marido parecía angustiado con la idea de envolverla en vendajes. Ni que la fuera a amortajar. Uf, qué idea horripilante...
¿No me estarás imaginando amortajada?
Los llenos labios se combaron.
No, enana. A tanto no ha llegado mi desesperación.
Me alegra, cariño. De lo contrario me hubiera preocupado algo. ¿Seguimos?
Habían reunido vendas de todo tipo, finas y de gran largura, más cortas, gruesas, de diferentes tonos..., una locura. Mere centró la vista en la que tenía aspecto más sedoso y fino. Solo faltaba que le salieran sarpullidos.
Esa.
¿Cuál?
La fina de color marfil.
La manaza se extendió y aferró la seleccionada. La sujetó con ambas manos y Mere elevó de nuevo los brazos esperando sentir que comenzaba a envolverla, pero nada.
¡John! Por todos los...
¡Oh! Eso había sido un beso. Bajó la vista y se quedó alelada mirando la cabeza de su señor esposo apoyada contra sus pechos mientras frotaba su áspera mejilla contra la llena suavidad de estos. Intentó empujarle en el hombro, pero era como una mole. Inamovible.
Cariño, tienes que vendarme, no frotarte contra mí.
Mere no podía apartar la vista de esa negra cabeza que se deslizaba hacia uno y otro lado con languidez, como si lo que estaba haciendo fuera un verdadero placer, hasta que sin desubicar esa hermosa cara se giró hacia un lado, algo hacia arriba y la miró, gimió suavemente y besó el pecho más cercano a su boca.
Dios, quería volverla tarumba y que se le cayeran las enaguas de golpe.
Y al pasa que iba, buen camino llevaban para ello. Nada más pensarlo sintió la enagua deslizarse hasta quedar trabada a sus pies y que era aferrada por la cintura hasta caer sentada sobre los duros muslos de su marido, que rodeaba con los suyos esa estrecha cintura.
Los besos no habían parado en los pechos, seguían su curso hacia arriba hasta que esa cálida boca llenó la suya. Qué demonios, ya se amortajaría después de amarse.
¡Espera! se separó quedando a poca distancia de ese inmenso pecho aun cubierto por la clara camisa de seda. Dime que esto no es para distraerme y que se me olvide lo de vendarme como un momio.
Sin decir una palabra aferró con esa enorme mano la suya y la metió entre sus cuerpos hasta apoyarla sobre su entrepierna.
¡Vaya! Estaba descomunal.
Cielo, te prometo que después de amarte te vendaré toda enterita, ahora lo que quiero es comerte toda enterita, si me dejas, claro. Estoy dispuesto a suplicar esa sonrisa hacía que perdiera la cabeza y este caso no era diferente de los otros. Al final quien suplicaría sería ella, pero no le importaba, no con él. Con él se sentía libre y amada, ¡tan amada!
Aferró la misma mano que John había empleado para que sintiera su dureza y la situó en su sexo, a la entrada del mismo y la presionó cubriéndola con la suya. Su marido no necesitó indicaciones, comenzó a acariciar de inmediato siguiendo el compás que ella marcaba al acariciar ese rígido miembro con su mano libre. Siguió hasta que Mere no pudo aguantar más y rasgó la parte delantera del presionado pantalón, logrando una suave carcajada y un eres una pequeña fiera de labios de su marido.
Le molestaba que estuviera tapado, así que comenzó a desprender la camisa que le cubría, dejando expuestos los amplios hombros, el perfectamente moldeado pecho y el musculoso vientre. Le chiflaba mirarle.
Notando las sensaciones que le estaba causando esa mano aventurera, esos dedos ya adentrados en su hendidura, comenzó a besarle, en esos labios carnosos, en el hoyuelo de la barbilla, el mentón y a mordisquearle. Eso la sacaba de sus casillas hasta el punto de sentir el inmenso miembro que acariciaba en su mano convulsionarse y supurar. Las venas destacaron más de lo que lo hacían y Mere incrementó el ritmo de las caricias, hasta lograr una carencia casi salvaje. Su John estaba perdiendo la cordura, lo notaba por los gemidos y los suspiros que lanzaba entremezclados con algún ronco grito, por el incremento en la profundidad y velocidad de los embistes de esos largos dedos que la estaban causando oleadas de placer, y ante todo, por la rigidez del pene que sentía como suyo. La calidez espesa que notó en su mano le indicó lo que esperaba en cualquier momento. Su John había estallado y ella le iba a seguir enseguida. Esos dedos la estaban volviendo loca, la rapidez con que la penetraban era trepidante y casi causaba dolor, un dolor entremezclado con hilarante placer, un inmenso placer. No podía más. Cerró los muslos, intentó cerrar los muslos, pero él no le daba tregua. Seguía y seguía mientras le susurraba palabras al oído hasta que toda ella se estremeció, no solo su interior. Sus músculos internos estrujaron esos endemoniados dedos que seguían con un suave vaivén, muy suave, hasta quedar quietos en su interior.
Mere sonrió.
Me vas a dejar defenestrada cualquier día, amor.
Su gruñón soltó una agotada y espléndida risilla.
Nos defenestraremos juntos.
Hum, suena bien.
Seguían aferrados, sentado él al borde de la cama con la mano todavía en su interior, entre sus cuerpos, e hizo algo que sabía que la descolocaba. Sacó suavemente esos dedos y con una pasmosa parsimonia, se llevó la mano a los enrojecidos labios y se los lamió unos a uno.
Dios, me chifla como sabes, enana.
Esta vez ella no se cortó ni dudó. Soltó el miembro, algo más flácido e imitó el movimiento de su marido, introduciéndose el dedo índice y después el medio, con voluptuosidad, en la boca.
Y a mí me encanta tu sabor, mi grandullón.
Madre mía, había desatado las puertas del infierno. Si no lo hubiera observado de cerca, jamás habría sido testigo de la dilatación repentina de esas pupilas hasta hacer desaparecer el verde del iris, ni habría sentido la repentina dureza del pene que hasta hace unos segundos se apoyaba, suave, contra su vientre. Ya no descansaba sobre su carne, sino que se bamboleaba, inmenso, entre ambos cuerpos.
Atacó como una fiera salvaje su boca y con un brusco movimiento la izó y dejó caer sobre su erecto miembro. Incluso distendida con la intrusión previa de los dedos, las paredes de su sexo se tuvieron que esforzar al máximo para ubicar al intruso, al caliente y enloquecedor intruso que asentó un ritmo infernal desde el principio.
Dios santo. No sabía si iba a poder soportarlo, no por segunda vez en tan corto espacio de tiempo. Su hombre la iba a matar a placer.
Dejó de pensar y se dedicó a sentir. Esas penetraciones hasta el fondo, hasta casi sentir la ancha punta en el vientre, el roce con cada embestida en esa zona que hacía que viera las estrellas, acompañada de las caricias de esas manos, una frotando constantemente ese lugar y la otra acariciando sus pechos, esos pechos causantes de la sesión de sexo más alucinante de su matrimonio.
Apenas aguantaron, los embistes se sucedían y ella devoraba la boca de su marido mientras acariciaba su pecho, esos rígidos pezones, tan sensibles a su tacto.
¡Madre mía! En esta ocasión explotaron al unísono. Nada más sentir ese calor en su interior y las convulsiones del enorme miembro expandiéndose algo más hasta dilatar al máximo sus paredes internas, ella se contrajo una y otra vez masajeando con ello la carne que seguía en su interior.
¡Dios, Mere! Me vas a matar...
Sonrió ya que sabía exactamente lo que iba a responder.
De eso nada. ¿A quién defenestraría, entonces?
Su marido sonrió. ¡Diantre! Le encantaba hacerle reír en la cama.
Agotados, se tumbaron cruzados en el lecho. Él de espaldas y ella cubriéndole, con él todavía llenándola. Mere besó ese pecho definido y levantó la cabeza con supremo esfuerzo.
¿Y si dejamos lo de las vendas para la mañana, cuando estemos menos agotados y pringosos?
La respuesta la susurró tras arrastrarla sobre su cuerpo hasta adentrase en el lecho, desprenderse de la poca ropa que les cubría y tapar a ambos con las frescas sábanas.
Ya sabía yo que no solo me había casado contigo por tu precioso cuerpo, cariño. Esa mente me vuelve loco.
Se acomodó sobre el firme corpachón, rodeada por los robustos brazos, una de las manos sobre su trasero, como siempre, y se dejó llevar, saciada totalmente, por el letargo, un maravilloso letargo.
Ya afrontarían los problemas mañana. Esta noche disfrutaría del tierno abrazo de su gruñón.